LITERATURA /// Lecturas

Éxito editorial por la gatera

SOY UN GATO /// Natsume Sõseki

IMPEDIMENTA, 2010

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Que una novela publicada hace solo tres años haya alcanzado la 14ª edición representa  todo un acontecimiento, aún más sorprendente si se considera que ya existía otra versión castellana de 1999 con distinto título. Que no se trate de una obra de género o aliñada en los laboratorios de best-sellers demuestra, además, la pervivencia del lector literario en España, especie supuestamente tan amenazada como el lince ibérico o el abedul péndulo. Que sea una ficción japonesa de principios del siglo XX le añade intríngulis al éxito, pero no hasta el extremo de convertirlo en un misterio. Solo hay que reparar en el título: Soy un gato. ¿Qué cantidad de gatos hay en España? Más de tres millones, según organizaciones defensoras de los animales. ¿Cuántos de sus dueños aprecian la literatura y gozan de posibles para adquirir libros? ¿Un misérrimo 0,3 %? Pues ese porcentaje supone 9.000 personas. Y si a ellas no solo sumamos las que compran cualquier novedad sobre gatos, sino la nutrida cofradía de amantes de lo japonés, el pelotazo de ventas resulta hasta lógico. Por ahí deben ir los tiros de esta triunfante gatera editorial. La otra explicación, harto improbable, exige dar por sentado que IMPEDIMENTA responde con microtiradas al encogimiento del mercado.


Creo poder incluirme en la primera de las mencionadas categorías de compradores, pero mi ejemplar lo heredé de una joven informática que cabría encuadrar en la última. Ni harto de grifa me hubiera zambullido en sus casi 650 páginas sin la todavía reciente aparición en mi vida de Rabontxu, gato menos lustroso pero de similar mirada, entre astuta y atónita, que la reflejada en la cubierta del libro. La obra que la ilustra es de André Duranton, artista francés nacido en 1905, justamente el año en que se agruparon en un volumen los relatos que Natsume Sõseki venía publicando en la revista Hototogisu. Con ese origen, Soy un gato responde a lo que cabe esperar de una novela satírica por entregas: ingenio y reiteración a partes iguales. El narrador es, como se deduce del título, un gato innominado que describe el Japón de finales de la era Meiji, en pleno proceso modernizador, sin dejar de sorprenderse por lo tontainas, pretenciosos y egoístas que podemos llegar a ser los bípedos dizque inteligentes. La diferencia entre el comportamiento de hombres y gatos constituye un asunto central de su relato o, más bien, de su recochineo al constatar la falacia de la pretendida superioridad de los primeros sobre los segundos. Y ya no digamos si lo que se compara es la forma de moverse por el mundo.  “Caminamos se pavonea el gato como si lo hiciéramos por el aire, como si pisáramos encima de las nubes, tan sigilosamente como una piedra que se hunde en el agua, como un arpa china tocada en lo profundo de una cueva”.


La galería de personajes no tiene desperdicio. El amo del minino, el profesor Kushami, picado de viruela y martirizado por una irremediable dispepsia, es a la vez diletante y gruñón, esquinado y hospitalario, pagado de sí mismo y acomplejado, indolente maestro de inglés y terco perpetrador de haikus, una ostra huidiza con ocasionales arranques de franqueza inmoderada. La contrafigura de ese fracaso enquimonado la encarna su amigo Meitei, charlatán fantasioso y petulante, experto urdidor de patrañas a cual más surrealista, gorrón y cantamañanas. Y junto a ellos desfilan otros impagables estereotipos del Japón de la época: la mujer y las tres hijas del enseñante, la criada Osan, el científico Kangetsu, el místico Dokusen, el poeta Toito, el usurero Kaneda, el hombre de negocios Suzuki…Todos aparecen y desaparecen de la casa de Kushami sin que el jodido gato deje un momento de afilar sus bigotes de narrador para componer un sangrante retrato de la clase media ilustrada tokiota de principios del siglo XX y por extensión del género humano, lo que confiere valor universal al texto. Soy un gato pone en evidencia que fastidiar al prójimo, burlarse de él, sacar provecho de sus debilidades y pasar por sabio siendo un zopenco resultan afanes de lo más comunes. En el Japón de 1905 y ahora, en Almendralejo o Wichita, Kansas. Y con toda seguridad, de aquí a cien, quinientos, mil o 2.222 años donde sea que convivan los seres que tan poco aprecio merecen de un felino en teoría domesticado, pero capaz de sostener que el “el go es un producto perverso de la mente del hombre, y, por lo tanto, refleja su espíritu, tan estrecho de miras como las minúsculas casillas y tan abigarrado y confuso como el desbarajuste de piezas que se monta en el tablero a poco que te descuides”.


Las notas a pie de página ayudan a una lectura no siempre fácil por las repetidas menciones de sabios, santones, poetas y escritores clásicos japoneses, episodios de las diferentes eras y periodos imperiales, la copiosa herencia cultural china, las deidades budistas, los señores feudales, los samuráis, la filosofía zen, los haikus, el teatro kabuki, la indumentaria tradicional, la gastronomía… También abundan las citas a obras y autores en lengua inglesa, bien conocida por Natsume Sõseki, seudónimo de Natsume Kinnosuke, teacher en la juventud, como su casposo personaje, y fallecido a los 47 años, ¡de cáncer de estómago!, tras escribir más de una docena de novelas, entre ellas Botchan y Kakoro, su obra maestra. Considerado autor de referencia de las letras japonesas contemporáneas, en su primer libro, de tan entusiástica acogida en castellano, se deja notar la benéfica e hilarante influencia del Tristram Shandy, de Laurence Sterne. Y como ocurre con esa joya de la literatura del siglo XVIII conviene leerlo poco a poco, incluso con los intervalos obligados de las primitivas novelas por entregas. En caso contrario puede resultar reiterativo, prolijo, de digestión pesada, con el consiguiente riesgo de orillar la novela antes de su forzado, pero conseguido final.  

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