LITERATURA /// Lecturas

Intensa destilación literaria

LA ISLA /// Giani Stuparich

Minúscula, 2008

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El texto es tan corto que ni siquiera una editorial como Minúscula quiso editarlo sin añadir una introducción y un posfacio. En la primera, Elvio Guagnini, profesor de Literatura de la Universidad de Trieste, lo define como un relato breve que parece concentrar un tejido narrativo de más aliento, y esa es justamente la sensación que provoca en el lector: con lo que va sobreentendiendo de la vida y la personalidad de los dos protagonistas se puede armar toda una novela. Giani Stuparich realizó una ejemplar destilación literaria en La isla. Claudio Magris, autor del posfacio y gran factótum cultural triestino, la califica de síntesis poética superior de un tema recurrente en su obra, la relación con el padre, y asegura que trata con grandeza el enfrentamiento con la enfermedad. El texto de Magris profundiza además en el papel desempeñado por Stuparich en el grupo de escritores que puso Trieste en el mapa cultural europeo al comienzo del siglo XX, entre ellos su hermano Carlo, Italo Svevo, Umberto Saba y Scipio Slater, muerto en la Primera Guerra Mundial y de quien le considera heredero.


“Paisajes narrados”, el título de la colección en la que está publicada, puede inducir a error sobre el tema de La isla. En sus páginas se describe someramente una luminosa isla adriática, pero sólo como escenario de varios adioses. Uno lo protagoniza el hombre que se está muriendo de cáncer y vuelve, acompañado de su hijo, al lugar donde nació. Otro, más intenso y decisivo en la historia, lo representan esos dos personajes con la clase de ternura masculina que, huyendo de las palabras, se manifiesta con un apretón de brazo, una palmada en la espalda, una mirada de soslayo, un resoplido o un elocuente silencio. El tercero significa el fin de la esperanza filial de que el cáncer no haya alcanzado la fase definitiva. Y ligados con éste, el texto contiene fogonazos de otros adioses, también del hijo: a la imagen del padre como figura poderosa y vital, al propósito de explicitar en la isla su amor filial y a su tranquila existencia previa en las montañas, irrecuperable tras haber sentido el fétido aliento de la muerte. Si Giani Stuparich narra paisajes, son los del alma.

 

La travesía por el mar hacia un pasado dichoso finaliza en una isla que el joven llega a sentir, cuando sufre la embestida del viento al bañarse, como un puñado de tierra “en constante peligro de que se agrietara, de que se le arrancara de su fondo y se la arrastrara alegremente como una osamenta porosa”. Su zozobra contrasta con la serenidad del padre, feliz por poder pescar siquiera un día más. “Respiro este aire de tal modo –le explica a su compungido hijo– que me parece tener el mar en los labios, veo ponerse el sol, moverse las barcas silenciosamente, no pienso en nada; y mientras tanto, estoy a la espera de una emoción. ¿Qué más quieres? Si toda la vida fuera así…” Con sólo sesenta años, asume que le queda poco tiempo de vida, pero eso, para él, “no justifica la inercia, todo lo contrario”.

 

El narrador, que pasa de un personaje a otro con asombrosa fluidez, acaba fijando su atención en la tristeza del hijo, desazonado no sólo por la inminente pérdida del padre, sino también por la imposibilidad de llegar a él, o simplemente de proporcionarle algún tipo de consuelo o paliativo en justa correspondencia a todo lo recibido en su infancia. Aun atados por lazos tan fuertes, la diferente personalidad de los dos protagonistas refuerza el avance del relato hasta la asunción de la muerte como algo inexorable. “La gustosa nada de la vida” que siempre ha animado al padre en contraposición a la perentoria necesidad de trascendencia del joven. Esa oposición, que aletea durante el viaje en la motonave, determina la corta estancia en una tierra en la que, según las sensaciones del hijo, “en el transcurso de un día lleno de sol, disfrutando en libertad de la luz y del viento, había un estancamiento, una cerrazón canicular, donde el cerebro se disolvía y el alma fermentaba de miedos”. Una obra redonda, relampagueante pese a que apenas ocurre nada y además, como puede comprobarse en la frase anterior, muy bien traducida por el escritor José Antonio González Sainz, profesor de Literatura en la Universidad de Trieste.

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