LITERATURA /// Lecturas
Diatriba contra la América feliz
DESVENTURAS DE UN FANÁTICO DEL DEPORTE /// Frederick Exley
DUOMO, 2012
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A medio camino entre la perorata de un loco y el desgarrador ajuste de cuentas al american way of life, Desventuras de un fanático del deporte permitió descubrir en 1968 a un narrador dispuesto a convertir el fracaso en impactante literatura. No es “la mejor novela que se ha escrito en inglés desde El gran Gatsby” como exageró alguien –¿quién? ¿cuándo?– en el neoyorquino Newsday, según la frase reproducida en la cubierta de la edición española, pero sí un ejemplo del sustancial sustrato autobiográfico de buena parte de la gran ficción estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Y también, otra prueba más del fallo habitual en autores noveles, ya que si Frederick Exley hubiera embridado sus ganas de deslumbrar en cada párrafo, se habría ahorrado escribir bastantes de sus 400 páginas y la obra podría aspirar a la catalogación de maestra.
El libro arranca con dos citas clarificadoras. Dylan Thomas evoca en la primera a un amigo que encabeza largos poemas impublicables tildando a Gales de vieja puta cansada y de patria cerda, exabruptos similares a los que Exley dedica a su país. En la segunda cita, Nathaniel Hawthorne se refiere al sueño “más poderoso que mil realidades” de casi todos los creadores: una fama imperecedera. El autor de Desventuras de un fanático del deporte, muerto en 1992 tras haber publicado otras dos novelas, no la ha alcanzado todavía, pero es considerado un escritor de culto en su país y cada vez obtiene más reconocimiento en Europa. Puede incluso que hasta cuente con media docena de idólatras literarios tan tontainas como era él cuando reprimía las ganas de llamar a la puerta del gran (la cursiva es suya) Edmund Wilson cada vez que pasaba por delante. El crítico había manifestado que no reconocía a los Estados Unidos de entonces, que no soportaba la modernidad y que se sentía estancado. Exley, tan solidario él, simplemente quería decirle “¡Eddy, criatura! ¡Yo también estoy estancado!”.
La lectura de este libro invita a relacionar a su autor con dos coetáneos, outsiders ahora famosos, que aporreaban sus máquinas de escribir con idéntica mala sangre y querencia por la borrachería. El humor le enlaza con John Kennedy Toole y su fabuloso Ignatius B. Reilly, el antihéroe de La conjura de los necios. Con Charles Bukoswski tiene otras afinidades: ambos narran en primera persona con su nombre y apellido, beben como cosacos que hubieran permanecidos semanas recorriendo en camello el desierto calmuco del Ryn y saben elegir escritores a los que respetar. Los tres, por otra parte, lanzan sarcásticos directos al mentón de una América que, según Exley, “borracha de gracia y encanto físicos”, estaba a régimen, hacía ejercicio y consideraba como máxima expresión del arte a los “carmíneos casados jóvenes y siempre sobrios de los anuncios de cerveza Schlitz”.
Las referencias a la publicidad y las relaciones públicas abundan en el libro. El protagonista fracasa al intentar ganarse la vida en ese sector por su patosa altanería y una equivocada percepción de la magnanimidad de Nueva York y Chicago. A él no le espera el brillante futuro de los muchachos que rodean a Don Draper en la serie televisiva Mad Men, sino la compañía de majaras descontrolados en pabellones psiquiátricos, las largas acampadas en los sofás del par de amigos que aún le aguantan y las tediosas temporadas refugiado en el desván de la granja de su padrastro con la única compañía de Christie III, un viejo gato. Durante una buena docena de años, experimenta padecimientos e inseguridades sin cuento, le aplican electroshocks, se retuerce de miedo por culpa del delirium tremens, le rechazan en todas partes, fracasa como marido y padre de mellizas… No le queda más remedio que asumir con estoicismo que es un monumental cero a la izquierda. Pero, por fortuna, nunca pierde el placer de disfrutar con los partidos televisados de los Gigantes de Nueva York, y particularmente del juego de una de sus estrellas, Frank Gifford, con quien coincidió en sus años universitarios. El fútbol americano es su único agarradero, la tabla de salvación que le permite seguir adelante, resucitar cuando está casi muerto. “Olía –explica retrospectivamente– a cosa antigua, a cosa tradicional, a cosa no oscurecida por los juegos de manos y los subterfugios. Ejercía un gran poder sobre mí, me arrastraba con la fuerza de algo conocido, apenas recordado, elusivo como totalidad y que quizá no fuera más que la fuerza de una infancia olvidada. Fuera lo que fuese me entregaba a los Gigantes en cuerpo y alma. La recompensa que obtenía era la sensación de estar vivo”.
A modo de resumen, el fútbol americano representa para él “una isla de franqueza en un mundo de circunspección”. Otras de sus imágenes no son tan finas, como cuando afronta los tratamientos psiquiátricos con “la mente tan plástica como la papilla” o cuando el repentino silencio entre alienados le sugiere el tipo de horror que provoca “un pedo en una iglesia metodista”. Exley se muestra brillante, mordaz, excesivo. Como otros miembros de la generación posbeatnik apuesta por una escritura sin miedo, capaz de integrar hasta la “verborrea de letrina”. Por eso quizás emplea a menudo términos como balbucear, bisbisear, cloquear, barbotar, acicatear, regoldar…en el relato de las andanzas de un extravagante elenco de perdedores: el padre que no llegó a estrella de fútbol americano por mala suerte, su mujer Patience y su cuñada Prudence, su zafio concuñado Bumpy, el amigo poco escrupuloso conocido como el Consejero, el pequeño y elástico señor Blue, los colegas de manicomio Paddy el Duque, Blancanieves y Bronislaw… Ellos le acompañan en el penoso camino hasta el final feliz que supone la escritura de Desventuras de un fanático del deporte, cuyo proceso creativo queda bien explicado en las últimas páginas, incluido el primer borrador consumido por el fuego tras un año de denodado trabajo. “En el hospital privado, –cuenta– había aprendido que el odio podía redimir tanto como el amor, pero aún tenía que expresar esta verdad y en este sentido no sabía que al escribir un libro, el odio es un punto de partida tan válido como el amor”.
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