LITERATURA /// Lecturas

Amados mandarines...franceses

LOS MÍOS /// Jean Daniel

Galaxia Gutenberg, 2012

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Pese al  título, Jean Daniel no da carrete en Los míos a la nostalgia, mencionada en sus páginas sólo de pasada y con el sentido que la asocia en portugués a los pellizcos de felicidad. Le impulsan a escribir otros poderosos resortes: admiración, amistad, respeto, reconocimiento, fidelidad…y también, por qué no, el exhibicionismo esperable en una pluma tan prestigiosa como la suya. Evocar a las personas que han contado en su vida, según explica en el prólogo, no sólo le permite “seguir hablando con ellas”, sino también justificar el título, ya que “célebres o no, solícitos adversarios más que amigos, han contribuido a hacer de mí lo que soy y a todos los he hecho míos”. Aunque a renglón seguido puntualiza, por si acaso, que “la dimensión inevitablemente hagiográfica de estos retratos no refleja en absoluto una posible confianza en el ser humano”. Sólo la devoción que siente o ha sentido por determinadas personas le ha ofrecido motivos para el optimismo. “La vida –concluye– no tiene más sentido que el que le dan los seres que amamos”. Sentencia que sabe menos a Perogrullo si la dicta un periodista francés de 90 años bien llevados e inmejorablemente aprovechados desde la más exigente de las perspectivas profesionales.


Salvo su madre y un par de anónimos personajes a los que el autor trató en los primeros años de vida en la Argelia natal y durante sus años como reportero, el resto del elenco de Los míos está integrado por mandarines con mando en plaza en París durante todo el siglo XX, y algunos incluso en el primer decenio del XXI. Presidentes de la República, jefes de gobierno, filósofos de relumbrón, príncipes de la Académie, capitanes de empresa, artistas y periodistas de éxito… El fulgor del poder y el saber francés irradia en unos textos estupendamente escritos, trufados de citas, con dosis parejas de erudición y entusiasmo. Todos son interesantes y algunos parecen interesados, entendido este último adjetivo con la suficiente carga anfibológica como para admitir tanto las elegías a hombres y mujeres excepcionales como los homenajes que evidencian el pago de deudas de gratitud. Pero Jean Daniel no oficia como turiferario. El libro prueba la veracidad de una confesión que finaliza con una referencia implícita a Edgar Morin: “En realidad, es de Gide de quien adquiriré para siempre el sentido y necesidad de lo que hoy se llama complejidad. Una afirmación no es válida si no incluye su contrario: si no se revela compleja. Tengo la sensación, extraña o presuntuosa, de haber introducido este concepto en mi oficio antes de que fuera teorizado en una obra de reconocida ambición científica”.


A este respecto el universo ideológico, político y periodístico que, mediante procuración, se rescata en esta obra resulta no ya complejo, sino complejísimo. La Resistencia, la Argelia colonial, la guerra de liberación del FLN, el legado judío en Francia y Alemania, la construcción europea, la crisis perenne de la socialdemocracia, las difíciles relaciones entre el periodismo y el poder, la aspiración a la excelencia en la escritura, el valor del magisterio intelectual, los frutos de la amistad y los pesares de la traición, el dilema de conciliar lealtades en los despiadados círculos parisinos… Estos son temas recurrentes de los textos en los que Jean Daniel enaltece a los suyos con dosis variables de pasión, cortesía y discrepancia. Estadistas, maîtres a penser, colegas, amigos y adversarios son recordados siempre con su mejor cara, tan modernamente egregios y de tan ciclópea estatura moral que a veces Los míos abruma, por no decir cansa. Nada extraño, de todos modos, porque el libro reúne piezas del periodismo de obituarios, o necros, según la jerga francesa del oficio, elaboradas con la urgencia que induce a perdonar errores como adjudicar a Zurbarán un San Jerónimo (que el autor considera clavado al rostro François Mauriac) pintado por Luis Morales el Divino, o vincular el decepcionante exilio de Czeslaw Milosz en el París de la Liberación, tras desertar de la diplomacia comunista polaca, a los supuestos consejos de su pariente poeta Oscar Milosz, fallecido en 1939. Sin embargo, la mención de la obra maestra de Jorge Semprún como El gran viaje representa un fallo revelador de la desidia habitual de la edición española, ya que el libro, escrito en francés, tiene un título castellano mucho más fiel a lo tremendo del relato: El largo viaje.    


Precisamente, Semprún es junto con el ya citado Milosz, Octavio Paz, el matrimonio compuesto por Elio y Ginetta Vittorini, Yehudi Menuhin, Victor Cygielman, Winston Churchill y Alexander Solzhenisyn los únicos personajes de los cantados en el libro que no nacieron en territorios entonces franceses, aunque prácticamente todos ellos mantuvieron un estrecho vínculo con el país por el que Jean Daniel expresa un amor desaforado. El resto, hasta el más del medio centenar que lo completan, los igualan en relevancia, pero no todos son conocidos si no se han frecuentado las páginas de Le Nouvel Observateur, semanario progresista cofundado por el autor en 1964, que dirigió desde 1990 hasta 2008 y en el que continúa publicando artículos. Una de las características de Los míos es, justamente, la celebración constante del hecho, en esencia soberbio, de ser francés, y semejante alarde, vencido el lógico rechazo inicial a aceptarlo, tampoco resulta del todo estomagante, ya que su lectura proporciona un sugerente repaso de la vida política y cultural de un país eclipsado en la península ibérica durante décadas por razones de sobras conocidas.  El libro me lo regaló uno de los míos –todos tenemos los nuestros, con o sin grandeur– acompañado de una dedicatoria en la que animaba a que siguiéramos riéndonos de nosotros mismos, como habíamos hecho aquellos días asturianos. Y lo intentaremos, seguro, aunque poca ayuda aporta en ese sentido Jean Daniel. Que él aprendió, apreció, amó y admiró a los suyos no cabe duda ninguna. Pero reírse, y menos de él o de ellos, de eso nada, ni en Los míos ni en el resto de sus obras. Nunca podría hacerlo alguien que, en relación al periodismo, siempre ha aspirado a representar una continuidad en, como explica a propósito de la muerte de Jean-Paul Sartre, “la tranquilizadora línea de los referentes intelectuales, esa extraordinaria singularidad francesa”.

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