LITERATURA /// Lecturas
Vana búsqueda de sombra
EL ÚLTIMO GATOPARDO /// David Gilmour
Siruela (2004)
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El último Gatopardo es tanto una biografía como una crónica cultural enhebrada en torno a una novela por muchas razones excepcional. El historiador David Gilmour supo abordar en toda su complejidad la figura de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, perfilarla en el contexto siciliano del siglo que separa el Risorgimento de la azarosa publicación de El Gatopardo en 1958 y detallar no sólo el proceso de gestación de la obra, sino también el recibimiento despectivo que le dispensó la crítica engagé de la época y el clamoroso éxito editorial que cosechó de inmediato. Lampedusa no pudo, sin embargo, defenderla de sus detractores ni de sus apologistas, como sin duda le habría gustado. Un cáncer de pulmón acabó con él y su estirpe milenaria 16 meses antes de que Giorgio Bassani la publicara en Einaudi. Consciente del valor de su manuscrito, pese al rechazo de Elio Vittorini y otros prescriptores filocomunistas del canon cultural de entonces, el autor descartó cualquier tipo de autoedición, como reveló en 1963 su sobrino e hijo adoptivo, Giacomo Lanza Tomasi, en un artículo de título concluyente: Pubblicatelo ma non a mie spese.
Una vez leído el libro de Gilmour cabe aceptar que la vida del príncipe palermitano fuera la “vana búsqueda de sombra en un desierto abrasado por el sol” de la que habló el crítico Ferdinando
Castelli. Sin duda, él habría preferido otro país, otro siglo y otra lengua, preferiblemente la Inglaterra de Keats, o como mínimo la de Dickens. Pero la escritura de El Gatopardo le
supuso un inesperado y feliz oasis de un año de duración. Hasta entonces el amor a la literatura le había permitido sobrellevar una existencia poco envidiable. Rara avis de la especie
siciliana que tan magistralmente personificó en el príncipe Salina, enmadrado, malcasado y misántropo, nada hacía prever que Lampedusa, ya al final de sus días, diera rienda suelta al impulso
creativo que fraguó en su gran obra, mejor entendida y valorada con el paso del tiempo. Pero lo hizo, vaya si lo hizo… Y su novela figura con todo merecimiento entre las cimas de la literatura
europea de la segunda mitad del siglo XX. Como explica Gilmour en el párrafo final de su biografía, El Gatopardo es un clásico porque su autor “no tuvo en cuenta las manías de una generación
de escritores y se concentró en preocupaciones eternas”.
Para el lector actual la aristocracia retratada en la novela, de la que Lampedusa se sentía pese a todo heredero, constituye una clase social calcinada por el fuego de la historia, simple arcilla
literaria o materia de estudio para heraldistas y genealogistas. Pero, ya sin garibaldis, sigue habiendo borbones… Y algunos hasta tienen casa real. Es algo que resulta difícil de obviar mientras se
lee El último Gatopardo porque en sus páginas Giuseppe Tomasi es citado en muchas ocasiones como duque de Palma, título que ostentó hasta la muerte de su padre. Ahora ese ducado se asocia en
España con la corrupción rampante y el nepotismo más o menos coronado. La hermandad entre la lengua italiana y la castellana ha originado esta curiosa duplicidad onomástica, propiciada también por la
costumbre de denominar duque de Palma al que lo es (por matrimonio) de Palma de Mallorca y al que lo fue (por nacimiento) de Palma di Montechiaro, feudo originario de los Lampedusa en la provincia de
Agrigento.
Extraño dos en uno. Por una parte, el joven español de impecable porte, bien ganado prestigio deportivo, múltiples habilidades sociales, casado con una infanta,
padre de cuatro hijos y querencia por el dinero fácil. Por otra, el sesentón siciliano poco agraciado, rata de biblioteca prematuramente envejecido, casado con una ríspida psicoanalista letona,
arruinado y sin hijos. Dos tipos, dos épocas, dos maneras de descontar la prosopopeya de los restos del otrora rutilante Gotha. Parece fácil sacar conclusiones, incluso dar palmetazos. Pero, ¿para
qué? Mejor imitemos al viejo gatopardo, cuando al volver de un baile mundano y aburrido se consuela mirando las estrellas: “Como siempre, el verlas, le reanimó; eran lejanas, omnipotentes y, al mismo
tiempo, dóciles a sus cálculos; justo el contrario de los hombres, siempre demasiado cercanos, débiles y, aún así, tan pendencieros”.
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