LITERATURA /// Lecturas

Arte y ciencia del vagar por los bosques

EL ÁRBOL /// John Fowles

IMPEDIMENTA, 2015

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En nueve casos de cada diez, es mejor no querer escribir algo que ni la imaginación ni el saber innato puede solventar de manera natural”. Tras digerir esta contundente advertencia uno debería abstenerse de comentar casi cualquier libro, pero cabe entender que se alude a obras de ficción. Y si no cuela, reclamar licencia para glosar textos que te impactan, como el ensayo en que aparece la frase de marras. Tardío amante de los bosques, por mucho que chirríe mi trino de pardillo, nadie está obligado a escucharlo ni interfiere la emisión de otros. De la misma manera que un árbol (sano) nunca invade con sus ramas el territorio del vecino.

 

John Fowles resalta esa propicia coexistencia al evocar la muy diferente manera de relacionarse con los árboles que tenían su padre, experto cultivador de frutales, y él, apasionado defensor de la floresta salvaje. En su conciso y original ensayo El árbol, escrito a contracorriente de la época en que fue publicado, constata la deficiente vivencia humana de la naturaleza, deudora de condicionantes, por no decir aversiones, que la distorsionan desde el principio de los tiempos. Según el autor de novelas tan famosas por su adaptación cinematográfica como El coleccionista y La mujer del teniente francés, “todas las herramientas, desde la palabra más simple hasta la sonda espacial más avanzada, son elementos desbaratadores y reorganizadores de la naturaleza primordial”. Apenas queda el bosque, algunos bosques, como ejemplo de lo intocado, lo indescriptible, lo inclasificable. La antítesis del árbol del conocimiento cuyo amargo fruto el autor indentifica, y rechaza de plano, en su visita al jardín de Linneo en Upsala.

 

El árbol analiza tanto el mundo natural como la imposibilidad de codificar o reproducir su realidad. “La ciencia -argumenta Fowles- disponde de poco tiempo para las pequeñas excepciones. Pero la naturaleza, al igual que la humanidad, está hecha de pequeñas excepciones, de entidades que, de alguna manera, no se ajustan a la norma general, aunque resulten indiferentes desde un punto de vista científico. Creer en este tipo de excepción es tan fundamental para el arte como para la ciencia creer en la utilidad de las generalizaciones”. Fowles sostiene que apenas hay modo de captar un destello de las múltiples formas y sutiles interrelaciones de la naturaleza, y que sólo es posible conseguirlo durante un momento concreto, con todos los sentidos alerta, de manera estrictamente personal. Ni visores, ni lienzos, ni palabras. Nada más que la experiencia directa permite una relación que sea “a la vez una ciencia y un arte, más allá del mero conocimiento o de la simple emoción por si sola”.

 

Consecuente con este planteamiento, el autor no elude hablar de sí mismo ni de su trabajo creativo. Reconociéndose un diletante más que un virtuoso, relaciona todo lo que sabe con su ininterrrupido vagar por los bosques. Confiesa que fue la fascinación por la vida natural la que le convirtió en escritor, y no al revés, como resulta habitual. Equipara el tránsito por el bosque (a menudo errático, arriesgado, sorprendente...) con los caminos en los que se traza una novela. Y enfatiza cómo le maravilla sentirse más recorrido por los bosques que moviéndose a través de ellos. Reacciona, dice, igual que cuando ve películas o lee novelas en las que el arte narrativo consiste en el “desplazamiento de un presente visible a un futuro oculto”.

 

Desde la edición original de El árbol a finales de la década de 1970 el planeta no ha dejado de sufrir los perniciosos efectos de la deforestación, la lluvia ácida, el cambio climático y otras injurias medioambientales ya denunciadas entonces por el movimiento ecologista. Selvas y bosques corren ahora incluso mayor peligro por culpa de las “termitas pensantes”, como el novelista califica a los seres humanos. De poco han servido los convenios suscritos para frenar el deterioro de la floresta virgen o acotar la explotación forestal. Esta evidente ineficacia no implica que la comunidad internacional deba renunciar a promover políticas favorables a la biodiversidad, pero, como sostiene Fowles, conocer la realidad de la naturaleza, -y se supone que consecuentemente amarla y defenderla-, exige un compromiso individual. “Nadie -concluye- puede comprenderla a través de otro. Ni siquiera parcelándola. Solo se puede llegar a ella a través de uno mismo. Cada uno por sus propios sentidos”.

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