LITERATURA /// Lecturas

Doble lectura de un libro

LAS PEQUEÑAS VIRTUDES /// Natalia Ginzburg

Acantilado, 2002

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Existen variadas razones para releer un libro. Las más convincentes remiten a la gran literatura: nadie rebate la conveniencia de volver a los clásicos y las obras maestras. Las más peregrinas suelen esconder el sometimiento a dictados por lo general poco edificantes. Otras solo defienden el derecho de disfrutar nuevamente con un título o buscan remediar algo, desde una deficiente traducción a inadecuadas circunstancias en las que se abrió el libro, pasando por una factura editorial incompleta, si no del todo chapucera. Y, al margen de estos pretextos (nunca mejor dicho), también hay relecturas que simplemente ocurren, ya sea por despiste o desgaste de la memoria tras el paso del tiempo. Me acaba de suceder con Las pequeñas virtudes.


Cuando terminé el volumen publicado por Acantilado en 2002 me asaltó la sospecha de que ya conocía esos pequeños relatos y miniensayos. No antes, como hubiera sido lógico, sino al cerrarlo. Sorprendido, busqué en mis estanterías y encontré el viejo ejemplar de Alianza con la cubierta diseñada por Daniel Gil. Tras Unas lecciones de Metafísica, de Ortega y Gasset; Mozart, de Vela; Ensayo sobre las libertades, de Aron, La Metamorfosis, de Kafka; Historia de la civilización en Europa, de Guizot; Cuando suena el clarín, de Corrochano; Cuentos, de Baroja; La Regenta, de Clarin, y Mahoma de Andrae, Las pequeñas virtudes se convirtió en el décimo título de los famosos libros de bolsillo de Alianza. Natalia Ginzburg no sólo era la primera mujer de la colección. También, el primer narrador, hombre o mujer, contemporáneo; el primero al que se traducía del italiano y el primero que publicaba textos autobiográficos.

 

Las pequeñas virtudes merecía ocupar ese simbólico puesto de la colección, oasis editorial en el planeta franquista, pero en mí no dejó huella. Una prueba más de la apuesta implícita que significa escoger un libro. No fue la primera de las lecturas que hice a destiempo, ni la relectura de ahora será la última tardía. Pocos libros han llegado a mis manos en el momento justo, ni antes ni después de lo que requerían mis (des)conocimientos. Pero cuando eso ha sucedido, el gusto y el provecho de leer se han multiplicado. Por supuesto, existen procedimientos para reducir ese albur, pero previamente hay que disponer de atributos que me son por completo ajenos: sentido del orden, cerebro programador, un concepto básicamente utilitario de la cultura, ninguna gana de perder el tiempo…  

   

Debí leer Las pequeñas virtudes con 17 o 18 años, así que resulta lógico que no me enterara de nada. ¿Qué podía saber entonces sobre los destierros de los intelectuales antifascistas durante la dictadura de Mussolini? ¿Cómo iba a identificar a Cesare Pavese en el amigo retratado en uno de los textos si aún faltaban dos años para que lo conociera en las páginas de Feria de agosto? ¿No hubiera sido pretencioso valorar la justeza de “Alabanza y menosprecio de Inglaterra” con las tres o cuatro nociones que tenía de ese país? ¿Cómo podía haber sacado partido de las interesantes reflexiones de “Mi oficio” si no había escrito otra cosa que mediocres redacciones de bachillerato? Y, relacionado con ese ensayo, algo mucho más preocupante: ¿tenía yo idea de qué escribían las mujeres que no escribían cuentos infantiles? No, ni la más mínima. En el mundo editorial español de entonces las mujeres apenas existían. Y esa carencia quizás sirva de explicación del bloqueo mental que debí padecer leyendo a Natalia Ginzburg.

 

En el prólogo a la edición italiana de 1962 la autora detalla la procedencia de cada uno de los textos, publicados en periódicos y revistas entre 1944 y 1962, y se excusa por la falta de unidad estilística. En la que escribió para la edición también italiana de 1983, apenas añade una aclaración sobre su confinamiento en los Abruzzos junto con su primer marido, Leone Ginzburg, poco después torturado y asesinado en la cárcel romana Regina Coeli. Más adelante se casó con Gabrielle Baldini, coprotagonista de “Él y yo”, único relato inédito de Las pequeñas virtudes y divertida constatación de lo diferentes que pueden llegar a ser los miembros de un matrimonio. Ese texto tampoco podía gustarme a los 17 años, pero ahora me parece sincero y cáustico, un excelente colofón a la primera parte de la obra. El que cierra la segunda, del que toma el título el libro, quizás el mejor, comienza de una manera inolvidable. “Por lo que respecta a la educación de los hijos, -escribe Natalia Ginzburg dieciséis años después del asesinato de sus primer marido- creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”. Me parece que no fui yo el único que no supo apreciar Las pequeñas virtudes. O poner en valor, como tontamente se dice ahora…

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