LITERATURA /// Lecturas

Jantipa en el Parnasso

LA LIBRERÍA AMBULANTE /// Christopher Morley

PERIFÉRICA, 2012

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Esta es, ante todo, una novela sobre libros muy anterior a la definición del concepto metaliteratura. Una historia de libreros rodantes publicada en español cuando los que aún mantienen botica notan cómo se abre el suelo bajo sus pies. Una ficción leve, divertida, casi melosa, fácil de leer y sustentada en el respeto reverencial a la escritura. Los protagonistas viven entre libros, los disfrutan, los venden, los recomiendan, los escriben o anhelan hacerlo para reflejar el sencillo mundo que habitan o sueñan. La narradora, convencida de que “leer un buen libro te hace modesto”, denuesta a Henry James, el ídolo de su hermano escritor, porque “tenía un aluvión de palabras en la cabeza y nunca se detenía a elegirlas adecuadamente”. Claro que enseguida reconoce que “nadie sabe nada sobre literatura a menos que se pase la mayor parte de su vida sentado”, algo fuera del alcance de las granjeras como ella (“Jantipa rural”  llega a autodefinirse), que no paran “más de quince minutos seguidos entre el amanecer y la caída del sol”. 

 

Compré La librería ambulante en El Parnasillo de Pamplona sin saber que el título original era Parnassus on Wheels y sin reparar en que se publicaba en la colección “Largo Recorrido” de Periférica, la admirable editorial de Cáceres. Dos particularidades, o casualidades, si se quiere, que cobraron significado tras su lectura. El título de la traducción, más comercial, orilla la referencia original al letrero del carromato que, al adquirirlo, cambia la existencia de Helen McGill: Parnaso Ambulante del Señor Mifflin. Y la aparición en el catálogo “Largo Recorrido” parece presagiar el éxito logrado por la novela (cinco reimpresiones y la reciente edición de la secuela La librería encantada), además de remarcar lo que tiene de literatura de viajes, con dosis suficientes de acción para que emerja la arrojada figura del retaco Roger Mifflin, quien impecablemente ataviado con su chaqueta Norfolk y muy en su papel de agente de la Continental Librera, salva a un muchacho de perecer ahogado con riesgo para su integridad física y se enfrenta a golpes con los bribones que han robado el Parnaso a su nueva propietaria. Un tipo con las cicatrices del héroe. Un digno ciudadano de la Tierra de los Bravos. Y un aguerrido defensor de la valoración material de los libros según su calidad, postura que le enfrenta a los editores: “Algunos se resisten a darme crédito porque vendo los libros por lo que valen y no por los precios que ponen. Me escriben cartas sobre la política de precios fijos y yo les respondo hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo!”.

 

Sin entrar en pormenores sobre el criterio cultural y gusto literario de Mifflin (propios de un estadounidense conservador  de principios del siglo XX), conviene reseñar la chocante reiteración de la narradora en tildar de “hombrecillo” a alguien con tantas prendas, incluso cuando ya está enamorada de él. Es algo que no debe obedecer a un fallo de traducción. Seguramente, Christopher Morley, joven y corpulento cuando publicó La librería ambulante en 1917, quiso acentuar el trazo humorístico y protofeminista de su primera obra con ese diminutivo, pero ahora suena a rancio y, lo que es peor, hace menos creíble la historia de amor del pelirrojo librero filósofo con la mujer de casi cuarenta tacos y cien kilos a la que vende el Parnaso junto con la mula Peg y el perro Block. De todos modos, la ex institutriz que ha dedicado los últimos quince años de su vida a cuidar de su egoísta hermano y que confiesa no haber tenido ocasión de poner a prueba su templanza, merece ese final feliz siquiera por la pena que siente por “las mujeres que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una extravagancia”.  Ni que hubiera encontrado en los anaqueles del Parnaso poemas de Oliverio Girondo...

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