LITERATURA /// Lecturas

Monólogo entre zarzas

ANTIGUA LUZ /// John Banville

ALFAGUARA, 2012

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La lectura confirma todas las expectativas generadas tras el unánime espaldarazo crítico y las últimas ascensiones de John Banville a los himalayas de la ficción. Gran literatura. Otro escritor irlandés que añadir a la insigne lista de los Yeats, Joyce, Beckett…Un novelista profundo y lírico, ducho en diferentes registros estilísticos, con una exigente trayectoria todavía en ascenso cerca de sus 70 años, capaz de afirmar durante una reciente visita a España “lo siento, pero la literatura es más interesante que la vida”. Y sí, la suya, sí. No doubt. Aunque tratándose de él, conociendo su pertinaz indagación literaria sobre las dobleces y los recovecos de la existencia, tampoco hay dudas de que no lo siente en absoluto.

 

El narrador de Antigua luz recrea su gozosa pasión adolescente por la madre de su mejor amigo e intenta determinar las circunstancias del suicidio de su hija mientras participa en un rodaje cinematográfico que conecta la trama con Eclipse (2000) e Imposturas (2002), anteriores entregas de lo que algunos consideran una trilogía. Como el Max Morden de El mar, publicada en 2005, Alex Cleave se revuelca en el pasado, pero apresurándose a advertir de su incapacidad para distinguir qué imágenes de las que se agolpan en su cabeza responden a recuerdos o invenciones, aunque “tampoco es que haya mucha diferencia, si es que hay alguna”. Con esta patente de corso, el actor que abandona el teatro en Eclipse tras quedarse mudo en el escenario, va asentando un relato fascinante que avanza sobre dudas e incongruencias hasta un final clarificador. Entonces, inducido por su referencia a la poterna desde la que le despide un personaje de su pasado, le sale del alma esta reveladora confesión: “Ah, como me gustan las palabras antiguas, cómo me consuelan”. Antiguas palabras. Antigua luz.

 

A lo largo de todo el texto, Alex Cleave busca la complicidad del lector incitándole a compartir sus experiencias –“ya veis lo que se puede evocar, todo tipo de cosas, cuando uno se concentra”, “bueno, ya conocéis la sensación, no sólo me ha ocurrido a mi”, “¿cuándo fue la última vez que visteis una estrella fugaz?”, “¿os acordáis de qué poca gente llevaba gafas en aquella época?”…– y por momentos cuestiona su manera de contar: “no te despistes”, “pero ¿qué estoy diciendo”, “¿me estoy abandonando a esa sofistería que me ha acompañado desde joven?”. Todas esas apostillas parecen proponer un juego estimulante, pero se acaba por caer en la cuenta de que son menos una invitación a participar activamente en la historia que un ardid de actor. Alex nos está endilgando un monólogo. Y, para colmo, sin empacho en admitir que en lo más hondo de sí siempre se ha considerado “un poco sinvergüenza”, lo que casa bien con el fulgor erótico que empapa la remembranza de su relación con la señora Gray.


La indiferencia adolescente ante la hecatombe que representaría el descubrimiento de esos encuentros clandestinos contrasta con el miedo de Cleave como actor, y en el sentido amplio de la palabra durante la mayor parte de su vida adulta. Es el mismo terror que atenaza a la famosa y joven compañera de rodaje a la que intenta salvar del suicidio, algo que no consiguió con su hija Cass. “Ese miedo simple, puro, insoportable de que te descubran”, precisa. Pero igual que el muchacho enamorado no tenía remordimientos y el sesentón de ahora sí, tampoco le importa ya que le descubran, o se adelanta a ello explicándose él mismo, al menos hasta donde le es posible, porque no sólo le resultan misteriosas las razones de los demás, sino también las suyas. “Tengo la impresión –reconoce al final del libro– de que me muevo en el desconcierto, me muevo inmóvil, como el héroe desafortunado y bobo de un cuento de hadas, enredado en los matorrales, obstaculizado por las zarzas”.

 

En cualquier caso, para entonces John Banville ha llevado con mano maestra la historia hasta donde quería, trufándola con detallistas descripciones de la cotidianidad provinciana irlandesa a finales de la década de 1950 y sagaces cavilaciones sobre el deseo, la amistad, el sexo, la aventura...la vida misma, con o sin ímpetu, como él mismo se preocupa de diferenciar. Con el zarandeo propio de toda buena novela, Antigua luz tiene subidas y bajadas de tensión, emociona y sorprende, desperdiga señuelos y enmascara evidencias, conduce hacia la revelación de un secreto y a la vez al centro del laberinto existencial de sus personajes…Además, el autor consigue que hasta los secundarios permanezcan tiempo en la mente del lector. ¿Cómo olvidar a la investigadora Billie Stryker con su “aire de cartón mojado”? ¿Cómo compadecerse del cornudo señor Gray, alto, delgado y anguloso, de pie “en la cocina en medio de un estanque de niños como uno de esos postes que se levantan torcidos de la laguna de Venecia”? ¿Y qué esperar del director de cine Tobby Taggart, “con su suéter grande y marrón y sus tejanos andrajosos, mordisqueándose las uñas igual que hace una ardilla con una nuez, como si intentara alcanzar la esquiva esencia de sí mismo, y preocupándose, preocupándose?”. Son solo tres muestras de la impactante prosa de John Banville, también conocido como Benjamin Black cuando escribe novela negra para descansar en su tarea de dar lustre irlandés a la literatura contemporánea en lengua inglesa.

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