LITERATURA /// Lecturas
Farra asesina en el verano de 1936
EL ESCARMIENTO /// Miguel Sánchez-Ostiz
Pamiela, 2013
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La última obra de Miguel Sánchez-Ostiz resiste cualquier
intento de encuadrarla en un género. ¿Novela política? ¿Crónica histórica? ¿Relato dramático? ¿Libro denuncia? Sí, todo eso. Y también prontuario criminal retrospectivo, enmienda autobiográfica,
texto refundido, reportaje de investigación, pieza de retórica contemporánea…Medio millar de páginas de un volumen con respetable formato dan para mucho si al dominio del oficio se le añade ambición
narrativa. Detallar, explicar y abominar la feroz represión que sembró de cadáveres las cunetas de la católica Navarra durante el verano de 1936 implica múltiples riesgos, literarios y de otra
índole, que el autor ha afrontado con el arrojo propio del cimarrón de las letras hispánicas en que ha acabado convirtiéndose. El homenaje a los primeros vencidos de la guerra civil era tan necesario
como imposible de abordar sin el concienzudo análisis de la psicopatología social que propició el exterminio programado por el general Emilio Mola: el escarmiento del título. Una salvajada que
algunos pretenden seguir vendiendo como epopeya guerrera. La farra asesina que urdió el mando rebelde y corrieron en patriótica comandita cuadrillas de escopeteros falangistas y carlistas.
Miguel Sánchez-Ostiz engarza una demoledora crónica de las semanas anteriores y posteriores al golpe con informaciones extraídas de legajos oficiales y periodísticos, libros de ficción y memorias, testimonios de víctimas y verdugos, trabajos de historia que se reclaman neutros o combativos, “un mundo de papel y tinta menos muerto de lo que parece”. Sobre la base de esa exhaustiva recopilación documental describe la cacería posterior al 18 de julio y el mefítico ambiente en que perdieron la vida, o en casos excepcionales la salvaron, cientos de personas (3.000 al final de la guerra). Los asaltos, delaciones, saqueos, vejaciones, torturas, violaciones y fusilamientos ocurrían al mismo tiempo que los desfiles, las soflamas y las procesiones, con el agravante de que los victimarios impusieron el monopolio del dolor al compás de sus bajas en el frente, ya que los asesinados en la retaguardia navarra no tuvieron derecho a sepultura ni luto. Y tampoco han conseguido, hasta ahora, casi ocho décadas después, la reparación necesaria ni de quienes los masacraron ni de sus herederos políticos, fustigados por el autor de El Escarmiento con una saña que deja de parecer excesiva en cuanto se entra a valorar cómo se comportan. La destrucción o desaparición de algunos diarios (Garcilaso, conde de Rodezno, José María Iribarren…), la dificultad de acceso a comprometedores materiales de archivo, el ominoso silencio de la jerarquía eclesiástica o, simplemente, la negativa del gobierno de UPN a autorizar el rodaje en el palacio de Diputación de algunas escenas de La Conspiración, película de 2011 de Pedro Olea sobre el general Mola que TVE, coproductora del film, todavía no ha emitido, confirman la tesis del libro. Seguimos sujetos a una “mala historia en la que cada cual ha cogido sus relatores, sus dioses, sus santos doctores; cada cual está en posesión no de su verdad, sino de toda la verdad. Es una mala historia, es la mala historia, es la que acaba mal, la que por fuerza tiene que acabar mal”.
Pese a la monserga en sentido contrario, Miguel Sánchez-Ostiz sostiene que resta mucho por escribir sobre la anteguerra, la guerra y la posguerra, que por el contrario apenas queda tiempo para honrar a las víctimas propiciatorias aún vivas, que no es posible el punto neutral en el que pretenden situarse la mayoría de investigaciones académicas, que resulta ineludible compulsar lo contado por unos y otros a la luz de su personalidad e ideología y, algo más preocupante, que Navarra sigue siendo territorio de mucho matarse a hostias, aunque por ahora sus habitantes simulan darse por satisfechos con cruzarse amenazas de hacerlo. “Por ahora”, insiste el novelista, buen conocedor del terreno que pisa y con reconocida experiencia, como sujeto activo y pasivo, de la prevalencia del consumo de cainina en el mercado foral de las drogas duras. “No nos queremos”, recuerda que le decía el también escritor navarro Pablo Antoñana, “y seguiré oyéndoselo mientras viva. Cuando se lo oí, pensé que estaba equivocado, ahora, no.”
El Escarmiento resulta imprescindible para entender la manera perversa en que el crimen sistemático por motivos políticos se adornó en Navarra con cintas patrióticas y exvotos marianos. Definido por el propio autor como una “purga del corazón”, en sus páginas barbotan el desasosiego, la indignación, la furia y el desprecio junto con el relato, desnudo y preciso, de hechos que casi siempre hablan por sí solos. Miguel Sánchez-Ostiz utiliza en su nueva obra la implacable técnica narrativa de Las pirañas, pero con mejor causa, ya que ahora no se trata de un ser atormentado repartiendo estopa contra la humanidad circundante de Umbría, sino otro, o el mismo pero justamente indignado, desvelando secretos y desmontando mentiras arraigadas en Pamplona, Navarra y España. Muy en su estilo, lanza mandobles a diestro y siniestro, pero no olvida autozurrarse con ganas, tanto por su complaciente asunción previa de los biorritmos sociales que impulsan a saber o no saber, como por haberse dedicado, durante los felices eitis, así los llama, a glosar el percal literario de los intelectuales azules que pululaban por Pamplona mientras corría sangre roja, y republicana, anarcosindicalista, nacionalista… incluso sacerdotal, cuando se terció.
La voz de Miguel Sánchez-Ostiz coincide con la del narrador, pero sus trazas son también reconocibles en un par de personajes de El Escarmiento, como ocurre con la veintena de barbis y borrokas pamploneses que le han servido de inspiración para componer otros seis o siete poco recomendables tipos que sustentan la parte de ficción del libro. Además, abundan sus sarcasmos sobre derivas políticas, doctos pesebrismos, querellas vecinales, hombres y mujeres de letras, artistas plásticos fraudulentos y profesionales de fulgor planetario… Toda esa mala baba puede gustar más o menos, incluso nada, pero no afecta al valor de la obra, no la condiciona en lo fundamental, solo añade un plus de morbo a los lectores navarros. Los verdaderos protagonistas de El Escarmiento son las cientos de personas que aparecen con sus nombres y apellidos como conjurados o paganos de la conspiración triunfante que se concretó en el huracán de odio, miedo y sangre que asoló la bendita tierra navarra a partir del 18 de julio de 1936.
“Este no es un libro de historia, sino una tentativa de
acercarse a aquel tiempo desde un presente en el que las trincheras siguen abiertas y las acusaciones y la mala munición vuelan de una a otra”, se explica en la página 134, al final de la primera
cuarta parte de un texto que, sin ningún género de dudas, alcanza su objetivo. La estructura cronológica y el compromiso ideológico de El Escarmiento
remiten al muralismo mexicano, en especial al impactante “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, de Diego Rivera, aunque la paleta de sus páginas se revela más recia, de un negro a lo
Gutiérrez Solana, bernhardiana antes que barojiana. Basta con sustituir la imagen central del dictador Porfirio Díaz por la del general Mola, con o sin
Leica al cuello, y vestir la katrina con camisa azul y boina roja, adornándola con un rosario de nácar, un detente bala o una horca de ajos, o los tres
abalorios juntos, ya puestos. A la derecha de tan espeluznante pareja estarían los uniformados golpistas, los señoritos falangistas con huertas en Aranzadi, los carlistones de la Junta de Guerra, el
moscón borbónico bebiendo whisky en el café Kutz travestido con su buzo mahón, el resabiado factótum Garcilaso, el vate con sombrero de teja Yzurdiaga, Laín Entralgo, García Serrano, Barandalla, el
Chato de Berbinzana… toda esa ralea enardecida. A su izquierda, pero a la derecha de la imagen, por muy paradójico que resulte, los vencidos, los condenados, los ultrajados, desde el comandante
Rodríguez-Medel, el jefe de la Guardia Civil asesinado por la espalda el 17 de julio, hasta la púber Maravillas Lamberto, y el alcalde Fortunato de Aguirre, los 51 asesinados en la corraliza de
Valcardera, el cura Santiago Lucus, la maestra María Camino Oscoz, Galo Vierge, Jacinto Ochoa, Honorino Arteta… Ellos y sus descendientes son los destinatarios últimos del emocionante libro de Miguel
Sánchez-Ostiz, que conviene leer de día (adentrarse en él por la noche produce pesadillas) y que pronto va a tener continuación en otro, de título igualmente inequívoco: El Botín.
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