LITERATURA /// Lecturas
Una buena historia mal contada
Círculo de Lectores, 1984
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El reciente mail de un amigo preguntando dónde encuentro los libros que reseño me incitó a reir entre dientes. Si consideras raro El complot mongol, me dije, espera y verás. El tema, el autor, la lengua de origen y la factura del que leía entonces me parecían aún más chocantes, y consideraba por completo excepcional la cadena de azares que lo había puesto en mis manos. Tras adquirirlo en una librería de lance, alguien que no conozco lo terminó con dudas sobre su valía y lo pasó a un amigo (suyo y mío) para pulsar otra opinión. A éste no le despertó el suficiente interés, o no dispuso de tiempo, o le pudo la pereza, y lo orilló hasta que me animó a hincarle el diente. Y eso hice, más que nada intrigado por los interrogantes que me habían suscitado la emocionante peripecia vital que sustenta el libro y su insólito recorrido editorial, ya que se publicó en inglés en 1980 (por un sello canadiense llamado ¡Virgo Press!) y apareció en castellano cuatro años después en Círculo de Lectores.
No me apena haber leído El soldado alto, pero sí el desangelado resultado final de una ficción autobiográfica merecedora de mejor suerte. El haber sido destinada inicialmente al mercado anglosajón la condiciona en exceso. Tanto como la memoria del autor, en sus paginas se dejan sentir las reclamaciones del editor para tintarlas de sangre, padecimientos, heroicidad, exotismo, astucia y dosis inauditas de perseverancia. Más allá de los comprensibles errores y edulcoraciones que trufan cualquier reelaboración del pasado, el texto parece inflado y la voz narrativa en primera persona, impostada. Lo inverosímil de bastantes de los hechos que se cuentan, sobre todo de índole personal, invita a poner en duda otros no sólo ciertos, sino también abominables y contrastados. A Manuel Álvarez le cuadra el adjetivo "peliculero", profusamente utilizado antaño y que, salvo para los seguidores de Juan Marsé, tiene sentido peyorativo. Pero no fue el autor de Si te dicen que caí, sino algún negro de Toronto o Vancouver empachado de Hemingway, el responsable del armazón literario de una historia que pivota en torno al salvamento de un niño por un integrante de las Brigadas Internacionales en el fragor de la batalla del Ebro.
Manuel Álvarez, nacido en una familia obrera de Tarragona, es ese chaval y El soldado alto, la crónica retrospectiva de su indesmayable empeño por escapar de la España de posguerra y dar con el paradero del canadiense de la Brigada Mackenzie-Papineau que le libró de la muerte. Dos objetivos inalcanzables para alguien sin su arrojo ni las habilidades de las que se enorgullece en una rememoración que, pese a su tono desmesurado, refleja vivídamente una época terrible. La ilusionada niñez del protagonista recien instaurada la República y la tranquila cotidianidad de Corbera del Ebro en las semanas previas a los combates; el suceso que marcó su vida y la larga convalecencia en un hospital; la muerte en las cárceles franquistas del padre ferroviario y su precoces trapicheos en el puerto tarraconense; el servicio militar en Guinea Ecuatorial y su proceso de capacitación profesional como mecánico; los primeros empleos en Barcelona y su estancia en Las Palmas tratando de enrolarse en un buque de bandera extranjera...Los surcos de la peliaguda existencia del autor en la España franquista están bien roturados. Y asimismo resulta interesante el recuento de los años en la marina mercante noruega y sus primeros pasos en Canadá, país en el que acabaría nacionalizándose pese a su inicial escándalo por el maltrato que infligió a los supervivientes de la Brigada Mac-Pap. El trasfondo político y social es, sin duda, lo mejor del libro.
No procede desvelar si Manuel Álvarez encuentra a su soldado alto. Como se puede deducir de las líneas anteriores, eso importa poco. El libro, subtitulado "40 años buscando al hombre que salvó mi vida", pretende ante todo enaltecer un caso de rebelión individual frente a un orden injusto y sofocante. Loable empeño, sin duda. Lástima que la incontinencia narrativa, el sectarismo del autor y su irreprimible vanidad lastren muchas de sus páginas. ¿Quién es capaz de arrastrar fardos de bacalao de 100 kilos a los once años o, ya con trece, solicitar su alistamiento en la Royal Navy en un consulado británico al inicio de la segunda guerra mundial? ¿Cómo se puede definir al POUM de "colectivo anarquista", afirmar que Tarragona fue más bombardeada que Londres y Conventry o denunciar que en los primeros meses de 1938 "cientos de miles de civiles, mujeres y niños, morían bajo las bombas y las granadas alemanas e italianas"? Errores de este calibre son los que deben estar impidiendo la reedición de El soldado alto ahora que se rescata casi cualquier escrito sobre la guerra civil española.
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