LITERATURA /// Lecturas
Una lectura a contrapelo
TOLEDO: PIEDAD /// Félix Urabayen
ESPASA CALPE, 1925
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Hay lecturas en todo tipo de circunstancias, pero difícilmente afrontaré otra como la de Toledo: Piedad. Ni adrede podría haber vivido una experiencia tan arcaica en plena expansión del libro electrónico. De todos modos, utilicé los recursos de la tecnología para conseguir un viejo ejemplar, quizás el único a la venta, en la librería de internet El Astillero, cuyo nombre evoca la novela de Jorge Onetti. Y fuera o no émulo de Larsen, a partir del momento en que lo tuve en mis manos, comenzó a desvanecerse la ilusión de haber adquirido una pieza de valor bibliográfico. El ejemplar, retractilado, presentaba un aspecto impecable. Nadie hubiera dicho, viéndolo tan lozano, que se desencuadernaría antes incluso de comenzar su lectura. No era un libro usado, sino un resto de edición, concretamente de la segunda que en 1925 hizo Espasa Calpe en su Colección Contemporánea. Los pliegos, sin el corte de cabeza ni el delantero, comenzaron a descabalarse en cuanto procedí a sajarlos. Y conforme avancé en la tarea no sólo se descuadernaron, también se astillaron. No exagero ni pretendo lanzar una tiradilla ventajista a la librería de la red: el lomo y las 352 páginas del volumen, impreso en un papel marrón claro de considerable gramaje, fueron dejando un creciente rastro de pedacitos y palitroques en cada sentada.
La paulatina desintegración de mi ejemplar de Toledo: Piedad simbolizó el triste sino que ha acompañado a su autor en la historia de la literatura española. En la década de 1980 se reeditaron algunas de sus obras (El barrio maldito, Centauros del Pirineo, La última cigüeña…) y hasta la documentada tesis doctoral que le dedicó el profesor Juan José Fernández Delgado, pero su figura permanece olvidada. La trilogía novelística sobre su ciudad de adopción, Toledo: Piedad (1920), Toledo, la despojada (1924) y Don Amor volvió a Toledo (1936), objeto de particular menosprecio, ha ido adquiriendo con el tiempo el sello desdichado que podía intuirse en su colofón: “Se terminó esta obra el mismo día en que estalló en España la intentona fascista. El autor no ha querido tocar ni una línea del original, aun sabiendo que lo que fueron audacias ayer serán ingenuidades mañana”. Profesor de magisterio nacido en Navarra, republicano militante, amigo de Azaña y activo intelectual de la que él consideraba la generación de 1918, al acabar la guerra civil, Félix Urabayen padeció cárcel y, tras ser liberado, murió en 1943 de cáncer de pulmón.
Toledo: Piedad resulta una novela extraña, por momentos sugerente y perspicaz, y en otros desajustada y pretenciosa. El paso del tiempo ha desactivado buena parte de sus enfáticas propuestas, pero a la vez permite apreciar tanto el brío de su prosa como la erudición que sostiene su peculiar entramado. Y merece especial reconocimiento el riesgo asumido por el autor al ligar su mundo personal y la ficción, Vasconia y Castilla, Iparaguirre y El Greco, los contrabandistas euskaldunes y los tertulianos del Nuevo Casino de Navarro Ledesma, los bosques de robles y las plantaciones de olivos, el Bidasoa y el Tajo, los curas con txapela expertos en el juego del tresillo y los altivos cadetes del Alcázar por los que suspiran las jóvenes casaderas…La novela comienza y acaba en el idílico valle navarro de Baztán, cuna del diletante narrador, pero se centra en Toledo, “ciudad de pasiones moras, de vestido judío y de alma cristiana”. Allí llega Fermín Mendía Iturri con la pretensión de ser pintor, pero acaba hechizado primero por el arte, la historia y los secretos que guardan sus viejos muros y luego por la serena melancolía de Piedad, con quien matrimonia antes de volver a los lares vascos, esta vez dispuesto a comprometer a sus paisanos en la tarea de vivificar Castilla. “Los heraldos que han bajado hasta ahora del Norte –argumenta a un adinerado contrabandista baztanés- han sido mercaderes o soldados. Hacen falta técnicos; hay que denunciar los saltos de agua, instalar grandes fábricas de luz, inundar de tranvías y automóviles las carreteras. Hagamos una ofensiva económica; movilicemos el casero y el capital; detrás, como artillería gruesa, vendrán los Bancos. El Pirineo necesita salvar a España; las regiones centrales se están derritiendo y hay que limpiarlas de bacterias para que el agua corra pura”.
Ese emprendedor regeneracionista es el versolari que da título a la primera parte de la novela y el mismo inquieto joven que, después de haber estudiado en varias capitales europeas, retrata la vida tras la puerta de la Bisagra en la “La corteza de Toledo. Los Taifas”, “Carne Semita. El Greco” y “Corazón cristiano. Piedad”. La suya es una puesta al día del mito de las tres culturas al comienzo de la década de 1920. Una mirada estimulante, y hasta novedosa en cuanto realizada desde una perspectiva vasca, pero aquejada de hiperestesia en torno al concepto de raza, algo muy de la época, y con consecuencias calamitosas, como es sabido. Se trata de un obvio lastre que, unido a ciertos excesos cultistas, malogra una novela por lo demás amena, pedagógica y cargada de ironía. Mendía no puede pintar a causa de la luz de Toledo, “de oro unas veces, de rojo blanco otras, que santifica las piedras y las abrasa”, pero por fortuna sí es capaz de escribir sobre la ciudad que, tras la caída del sol, contempla como “un ataúd del arte y un pudridero de almas”.
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