Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates

Retratos de la memoria

Hace unos años, mi amigo Joaquín Ahechu fotografió una serie de personas relacionadas con oficios y actividades a punto de desaparecer en Huarte, nuestro pueblo natal, y me animó a que redactara algo para acompañarlas. Con sus imágenes y los textos de mi pequeña colaboración se montó una exposición en la Casa de Cultura y se editó en 2007 un catálogo que reproduje en esta sección poco después del repentino fallecimiento de Arturo Navaz, dinamizador cultural y referente artístico durante decenios en la villa.

 

Como Arturo, de la generación de Joaquín y mía, ya han desaparecido del paisaje humano de Huarte varios de los protagonistas de lo que dimos en llamar Retratos de la memoria y que fue traducido al euskera, para la edición bilingüe del catálogo realizada por el ayuntamiento, como Oroimenaren hegaletan. Ellos se han ido, entre ellos mi padre, pero todavía viven bastantes de los 37 huartearras que posaron para Joaquín.

 

En la reproducción del catálogo respeto el aleatorio orden de publicación de fotos y textos, por lo que recuerdo el mismo en el que los fui escribiendo, pero sin incluir la traducción del euskera, que no obra en mi poder.

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Tomás Ilundain

Nostalgia del oficio


La expresión del rostro de Tomás Ilundain tiene un aire nostálgico, reforzado por las grandes tijeras de cortar y el metro en torno al cuello al mejor estilo sartorial. Es como si recordara, mientras posa junto al inquietante maniquí descabezado, su larga trayectoria profesional, las medidas de sus antiguos clientes, los tejidos que empleó, los cortes con los que se lució y los trucos a los que recurrió para ajustar el tiro de un pantalón o la caída de una chaqueta.

 

Tomás, uno de cuyos hermanos abrió una tienda de confección en Pamplona, aprendió el oficio en Barcelona y montó su sastrería en 1957 en casa Maire, tras su matrimonio con Esperanza Erice, viuda como él. Muy cerca, enfrente de la iglesia, tenía entonces Fermín Inda su taller de sastre. Y entre los dos marcaron las pautas de la elegancia masculina en las bodas, bautizos y comuniones que se celebraron durante decenios en Huarte.

 

Hoy, cuando sólo visten a medida los jóvenes tiburones de la bolsa, los presidentes de consejo de administración, los políticos de ringorrango, los grandes capos del narcotráfico y alguna deslumbrante estrella del deporte, el oficio de sastre debería ser proclamado Patrimonio Mundial por la Unesco. No se trata de cuestionar las evidentes ventajas de la confección prêt-a-porter y de los posteriores sistemas de producción que la han perfeccionado, pero sí de garantizar que todo quisqui pueda hacerse, al menos una vez en la vida, un traje que le quede como un guante.

Luchi Navarro

Una sólida presencia

 

La viveza del rostro de Luchi Navarro induce a pensar en el centón de anécdotas que podría narrar en una animada sobremesa. Muchas las protagonizó su padre, Joaquín, emigrante en Argentina hasta 1914, propietario de Casa Navarro, conductor del único taxi que hubo durante años en la villa y uno de los cebolleros más genuinos e impredecibles. La historia del Stradivarius linda, como todas las buenas historias, con la leyenda y es, sin lugar a dudas, la que más fama le dio en toda la comarca.

 

A Luchi le han sucedido en el gobierno del bar sus hijos José Joaquín y Javi,este último de carácter parecido a su abuelo. Otros peculiares personajes ligados al establecimiento no han tenido continuidad porque pertenecían a una época ya ida. Es el caso, por ejemplo, de Severa, la vieja sirvienta de los tiempos en los que Joaquín Navarro daba animada conversación a su clientela y en Sanfermines servía copas al mismísimo Ernest Hemingway.

 

La fotografía es pródiga en detalles. Los sólidos muros de piedra, la reja con su adorno, el ordenado mostrador, las botellas de destilados de marca, la cacharrería de cobre bruñido y el violín (por supuesto, el violín) encuadran a la perfección a Luchi. Y son símbolos materiales de algo intangible pero cierto: la sólida presencia del bar del que es propietaria en la pequeña historia de Huarte durante casi un siglo.

Mari Iriguíbel

Dones de nacimiento

 

Los buenos vendedores acostumbran a desplegar una simpatía y un dinamismo imposibles de adquirir si no se nace con ellos. En el caso de Mari Iriguíbel, que los ha evidenciado desde que era un chaval, se adivina el primero en su mirada de pillo y se intuye el segundo en la manera en que sostiene el enorme cuchillo entre los dedos, como a punto despiezar un cordero lechal con media docena de tajos.

 

El padre de Mari, Santiago,nació en Elcoaz, pero llegó a Huarte desde Gallipienzo, donde se había casado con Amparo Mateo, y en poco tiempo puso en práctica la economía de escala. Si tienes un rebaño de ovejas, o montas un matadero o abres una carnicería, debió decirse. Y acabó eligiendo la segunda opción, el establecimiento de la plazuela de Portalaldea (casi al lado del actual), con el que puso los cimientos de otros negocios (restaurante, gasolinera…), regentados después por sus cinco hijos.

 

El hermano mayor de Mari, Josetxo, compatibilizó la hostelería con la política con tanto éxito que llegó a ser senador antes de fallecer prematuramente, y uno de sus sobrinos, también llamado Josetxo, siguió los pasos del padre y alcanzó la alcaldía de Huarte en plena juventud. No es difícil imaginar que si se hubiese aburrido de servir jarretes, costillas y brazuelos, Mari habría tenido futuro en la vida pública. Otros con muchos menos dones que él copan titulares en los periódicos.

Blanca Paternain

Casa Shiota en el corazón

 

Esta composición tiene su intríngulis. El doble retrato de Blanca Paternain, la terraza con barandilla de hierro, la fachada de casa Blas y el lateral de la iglesia le dan una impronta incuestionable de realidad. Pero a su vez está sustentada en un elemento artístico previo, o sea sublimado: un interesante óleo de equilibrados tonos ocres y mirada inequívocamente romántica.

 

La reproducción del cuadro era obligada. Blanca, su historia y el apodo con el que se la conoce, la de Shiota, están ligados desde siempre al lar de sus ancestros. Pero de casa Shiota, extraordinario ejemplo de una arquitectura rural desgraciadamente desaparecida, sólo quedan algunas fotografías y la pintura de María Ángeles Aísa, hija de don Enrique, veterinario de Huarte durante las décadas de 1950 y 1960.

 

El primer plano de Blanca la muestra concentrada, como atrapada en el recuerdo de su añorada casa en la calleja de Navarro. En la imagen más pequeña, tomada en la terraza de su actual domicilio, posa con unos antiguos calentadores, testimonio de un rico pasado en el que destacan sus tiempos de hortelana con puesto en la plaza de Pamplona (de dónde vino al pueblo José, su marido). Al fin y al cabo, Shiota (o Sota) venía a significar en euskera, según los entendidos, la casa situada frente a las huertas y el regadío.

Fermín Marticorena

El panadero fiel

 

No cabe duda de que Fermín Marticorena tiene una idea clara de su negocio. Sólo hay que examinar la imagen publicitaria por la que ha apostado (con ese horno que parece salido de una película neorrealista italiana) y el tipo de producto que exhibe entre sus brazos con indisimulado orgullo. Este es pan-pan parece decir, como en los tiempos de la posguerra se hablaba de café-café para despejar unas dudas más que razonables.

 

Fermín, cuya familia consiguió que hubiera colas en la panadería de Eugui, se instaló hace unos años en Huarte y abrió en la calleja de Navarro un establecimiento con el significativo nombre de Miravalles. Las cosas le fueron bien, la clientela creció y no tardó en trasladar su panadería-panadería a Itaroa, el centro comercial que ha supuesto un significativo cambio en la vida comercial de la villa.

 

El joven Marticorena vino de Eugui con el oficio aprendido, pero dispuesto a seguir las artes de los viejos panaderos de Huarte y en cierto modo a reivindicarlos. Sus excelentes cabezones son herederos directos de los que se elaboraban en casa Basterico (indescriptible cruce de tienda, almacén y garaje donde campaba por sus respetos una gata gris) y en la panadería de Blas Irigoyen.

Esperanza Erice

Cosas de familia

 

Nacida en casa Maire, Esperanza Erice ha sabido desde joven de los sinsabores y de las mieles de la vida. Tras contraer matrimonio con Martín Paternain, enviudó al poco tiempo, y se casó en segundas nupcias con el sastre Tomás Ilundain, quien aportó una hija a la unión. Luego, los dos tuvieron otras tres hijas, así que su hogar fue todo un gineceo hasta que cada una de las jóvenes voló lejos del nido.

 

Ella, como la gran mayoría de sus contemporáneas, ha hecho de su familia y de su casa la obra de su vida. Ese era el comportamiento que la sociedad en la que creció en Huarte esperaba de las mujeres antes de que en la década de 1970 se extendiera la lucha por la igualdad con los hombres y se comenzara a considerar normal el trabajo femenino.

 

La imagen de Esperanza Erice destila una sobria elegancia. El peinado sin fecha de caducidad por los vaivenes de la moda, las cejas perfectamente delineadas, la finura de los zarcillos de oro, la acertada combinación de los colores en el nudo del vistoso pañuelo y las filigranas acanaladas del jersey hacen pensar en una señora que sabe cuidar los detalles. La sábana con puntilla que sostiene en su regazo, bordada con las iniciales de su bisabuelo, Martín Erice (que llegó a Huarte desde Artaiz), permite descubrir que ése es un rasgo que viene de familia.

Gabriel Martiarena

Fígaro en el sillón

 

Existen barbas y barbas. Barbas regias, barbas de chivo, barbas pitiminis, barbas cerradas, barbas de barrabás... Y hay también barbas plácidas, esas que serenan el rostro y hasta le aportan un vislumbre de bondad o algo que se le parece. El perfil afilado de Gabriel Martiarena siempre ha lucido este tipo de barba, un pelín quijotesca, y quien sabe si a eso se debe el que sea desde hace años juez de paz de Huarte.

 

Claro que de mediar en conflictos de menor cuantía no se come, así que él se ha mantenido fiel a las tijeras, la navaja, el peine, el secador, el sillón giratorio y el ambiente distendido de su establecimiento, en el que ha seguido los pasos de quienes le precedieron en el honesto título de “peluquero del pueblo”: Jesús Ahechu (en la décadas de 1960 y 1970) y Paco Bator (en la década de 1950). La peluquería ya no cumple hoy el rol social que tenía cuando Gabriel comenzó a los 10 años a enjabonar mejillas y barrer suelos, pero no hay duda de que en ella se trabaja (con) la cabeza.

 

Sentado en su sillón, la vieja sabiduría del oficio se adivina en la mirada y la postura del Fígaro de Huarte que, como el sevillano de la ópera de Rossini, bien podría cantar “¡Oh che vita, che vita!, ¡Oh che mestiere!”. Al menos, sensibilidad musical no le falta, porque a su demostrado arte con las tijeras ha unido desde joven las cualidades de una voz de bajo que le ha permitido conocer mundo con el Orfeón Pamplonés.

María Jesús Ahechu

El costurero como escuela

 

En un tiempo no muy lejano los costureros eran importantes en la vida de las mujeres de Huarte. Entre puntada y puntada las jóvenes aprendían muchas más cosas que las propias de las labores de aguja, las recién casadas intercambiaban consejos sobre el manejo del hogar, las de mediana edad se ponían al día de las comidillas del pueblo y las mayores recordaban los viejos tiempos a la vez que se erigían en guardianas de la tradición.

 

El de María Jesús Ahechu, tristemente fallecida entre la realización de la fotografía y el montaje de la exposición, era uno de los tres costureros en los que se impartieron en la villa los conceptos básicos de lo que entonces se llamaba corte y confección. Casi enfrente del suyo estaban el de Mari Paz Salaverri y el de Ana Urdaniz, la de Nezketarra. Y todos disfrutaron de sus buenas épocas antes de que irrumpiera con fuerza en la década de 1970 la minifalda, por mencionar una prenda revolucionaria tanto en su concepción como en su factura.

 

La rebeca de dibujo apanterado que luce María Jesús no permite evocar con facilidad las labores de su costurero, algo que sí es posible observando los visillos de encaje, entre los que se refugiaron generaciones enteras de mujeres, como supo ver la escritora Carmen Martín Gaite. En cualquier caso, la amplia sonrisa que ofreció al fotógrafo (sobrino suyo, por cierto) invita a suponer que sus años de modista fueron fructíferos y felices.  

Sabina Ahechu

Pucheros y azucenas

 

El sobrio blanco y negro de la fotografía encaja a la perfección con la limitada gama de colores de los hábitos que Sabina Ahechu ha vestido durante toda su vida de monja, durante la cual ha pasado por no pocos conventos (incluida la casa madre de Roma) para acabar en el de su villa natal.

 

Esta marianista siempre se ha manejado entre pucheros, donde Teresa de Ávila decía que también moraba Dios. Y ahora prepara los refrigerios para sus hermanas del convento de Huarte, en el que aprendieron las primeras letras muchos de los vecinos que hoy superan el medio siglo de vida, siempre al cuidado de la madre Salvador, una andaluza tan salerosa como entregada a la educación infantil.

 

Esos niños de entonces probaron en las marianistas el extraño sabor de la leche en polvo y el queso en lata, exóticas dádivas yankis que llegaron al pueblo gracias al Plan Marshall chungo que siguió al acuerdo entre Franco y Eisenhower. Y se marearon por primera vez en sus tiernas vidas durante los rosarios del mes de María por culpa del intensísimo aroma dulzón que emanaba de las azucenas, las calas y otras flores blancas, todas símbolos de pureza, con las que se engalanaba en mayo la capilla.  

Valero Iribertegui

Pasión de juventud

 

Como ex-secretario del ayuntamiento de Huarte, Valero Iribertegui podría haber sido fotografiado entre legajos, actas, partidas de nacimiento e incluso junto a un ordenador, puesto que al fin y al cabo las administraciones locales operan desde hace tiempo con los equipos informáticos propios de la sociedad de la información.

 

Pero a la mayoría de personas les retratan tanto sus aficiones como sus oficios u ocupaciones. Y la bicicleta que Valero levanta sonriente desde el suelo (una de las que llaman híbridas, a lo que parece) da testimonio de una pasión por el ciclismo que viene de lejos. De tan atrás que con 19 años se subió a su bici y, ni corto ni perezoso, recorrió en cinco etapas los cientos de kilómetros que separan Huarte de París para festejar el triunfo de Federico Martín Bahamontes en el Tour de 1959. Aunque, cegado por los infinitos atractivos de la metrópolis francesa, no llegó a presenciar la coronación deportiva del ciclista en el el Parque de los Príncipes...

 

Esta aventura, que para más de un txirrindulari daría sentido a toda una juventud, por no decir una vida, contó con la autorización de su padre, el entonces secretario de Huarte, Miguel Iribertegui (originario de Beriain). En los mentideros de la villa se especuló con que el chaval se había escapado de casa para vitorear al “águila de Toledo”, pero ese es el tipo de travesura que nunca hacen quienes aman el derecho desde pequeños.

Sara Paternain

La hortelana indómita                        

 

Ha sido desde muy joven una mujer decidida y proclive a romper moldes, como se intuye en la mirada franca, casi retadora, que ofrece a la cámara en su invernadero de Ezpeleta. Pero también tiene un perfil personal afectuoso y divertido, que justifica el que muchos sigan llamándole Sarita la de Manchego (por la casa en que nació, entonces una fonda) a pesar de su querencia por las palabras gruesas.

 

Su biografía tiene mojones claros: la marcha a la capital francesa en 1955, su boda poco después con el pintor Patxi Buldain (tan decisivo en el desarrollo cultural de Huarte) en Saint Jean-de Pie-de Port, el nacimiento de sus dos hijas, la vuelta con toda la familia al pueblo en 1969, la dedicación a la horticultura siguiendo la tradición familiar… Una peripecia de juventud en las antípodas de la muchachita-golondrina del tango de Carlos Gardel y una vida de madurez intensa y moderna a un tiempo.

 

El carácter indómito de Sara Paternain, que no podía expresarse en los tiempos del Gran Amén del franquismo, acabó de forjarse en el París previo a la explosión revolucionaria de mayo de 1968. Allí trató a gente de una pieza, a seres que huían como de la peste de los caminos trillados, a navarros tan excepcionales como Lucio Urtubia, el cascantino libertario que doblegó al todopoderoso First National Bank (ahora Citygroup)…Una inmejorable escuela de vida para una mujer que ya de moza ganaba a los chicos jugando a pala. Claro que entonces no fumaba (en boquilla) lo que ahora…

Miguel Bezunartea

La sonrisa del pastor

 

A Miguel Bezunartea se le escapa en la fotografía una sonrisa mundana, aunque su hierática pose y su casulla son las apropiadas para la liturgia sacerdotal. En la expresión de su cara se adivina una considerable capacidad de comprensión de las debilidades de la gente del común, algo nada de extrañar porque algunos ven a los curas como psicoanalistas y otros a los psicoanalistas como curas.

 

Miguel ya era un mozo alegre y animoso cuando de seminarista daba la catequesis en la iglesia parroquial de San Juan. Desde entonces han cambiado muchas cosas en el mundo católico, pero tras tantas idas y vueltas, él luce vestimentas sagradas parecidas a las que utilizaba en las fechas de su nacimiento el entonces párroco de Huarte, don Leandro Azcárate.

 

La casulla (y por debajo, el alba con el cíngulo) y la custodia remiten a la voluntad de permanecer (e impresionar) de la Iglesia católica. La medio sonrisa de Miguel Bezunartea y la viveza de sus ojos reflejan su propósito personal de entender el mundo, empeño absolutamente necesario para quienes se ocupan de pastorear las almas ajenas.

Luis Antonio Paternain

En la senda del padre

 

Decir que es la viva imagen (física) de su padre resulta exagerado, pero Luis Antonio Paternain recuerda mucho a don Saturnino, maestro de Huarte en una dilatada época que podríamos acotar entre el gasógeno de la posguerra y la primera huelga en la fábrica Mina, ya no sólo cerrada sino desaparecida del catastro de la villa.

 

La transmisión de saberes profesionales de padres a hijos ha sido, desde el principio de los tiempos, una muestra de inteligencia de la especie, aunque también ha originado pulsos legendarios y ha propiciado todo tipo de elucubraciones psicoanalíticas. Ser maestro hijo de maestro cotiza doble en la bolsa de la transmisión del conocimiento por vía parental. Y tiene un plus de responsabilidad añadido si ocurre en un pueblo pequeño, porque entre padre e hijo están obligados a desasnar a un buen puñado de generaciones.

 

En la década de 1950, Saturnino Paternain, Félix Erice, Amparo Navarro y María Sarrasín eran los cuatro maestros de Huarte (sin contar la labor docente de las monjas marianistas). Ahora, cuando ya Luis Antonio se ha retirado tras toda una vida profesional dedicada a la enseñanza, en el colegio público Virgen Blanca no hay cuatro únicos maestros sino tres modelos de enseñanza (incluido uno en euskera) y la villa cuenta hasta con una Escuela de Negocios de ambición internacional.

Ángel Oroz

Motores con alas

 

Ángel Oroz es digno representante de una estirpe no sólo emprendedora sino muy dotada para la técnica, en particular para la mecánica de automoción. Su apellido tiene un prestigio profesional ganado a pulso en la razón social Oroz Hermanos, por cuyo taller de la calle Pérez Goyena han pasado durante décadas casi todos los tractores Deutz de la cuenca de Pamplona.

 

Pero los Oroz se han dedicado desde siempre a muchas más cosas que reparar y vender tractores y maquinaria agrícola. Su padre, Fermín, era ebanista, tenía una incubadora de pollos y conducía a modo de taxi un vehículo conocido como “la Rubia”, en el que se desplazaba en ocasiones el párroco para dar el viático a los enfermos. Su hermano Marino, que fue alcalde de Huarte desde 1966 a 1976, sorprendió a sus convecinos porque se empeñó en fabricar un coche y consiguió que funcionara.

 

Así que nada tiene de sorprendente que Ángel haga honor a su nombre de pila y se dedique a dar alas nuevas a motores fuera de combate. Compra los de avionetas accidentadas; los despieza; limpia, pule y pinta cada una de sus piezas y las monta de nuevo en una tarea de auténtica filigrana en metal. Y, como se puede adivinar por la cara de satisfacción de Ángel, fotografiado en la imagen junto con motores y turbinas, podrían servirpara alzar el vuelo.

José Urdín

Artista sin tiempo



Es de esa clase de personas que nacen con el arte dentro como otras lo hacen con pies planos o con orejas de soplillo. Aquella expresión que se empleaba antaño para resaltar las facultades de alguien en una actividad extraordinaria (“tiene madera”, se decía) le ha venido a José Urdín doblemente al pelo. Él la tuvo desde muy joven, se la descubrió a si mismo, se comprometió con ella y, ya sin metáforas, la ha empleado como materia prima de sus creaciones.

 

Podría decirse que es un tallador de la estirpe de los hombres de la madera vascos de los que habla Ramiro Pinilla en su novela “Verdes valles, colinas rojas”, representantes de un universo preindustrial que José recrea con el buril. El suyo es un arte sin tiempo, deudor de un mundo arcaico, ancestral, pegado a la tradición.

 

Electricista de profesión, este natural de San Martín de Unx se radicó en la década de 1959 en Huarte poco después de haberse casado con Fany, una joven del valle de Esteríbar. En su domicilio de casa Pastorico crió a sus hijos (a los que él mismo hacía los juguetes) y aprovechó las horas libres para perfeccionar su escultura autodidacta y para documentarse sobre el arte popular vasco. Ya jubilado, dedica ahora sus días a esculpir sus piezas, junto a algunas de las cuales aparece, sereno e intímamente orgulloso, en la fotografía.

Rosario Larrañeta (Ro)

Las voces del entusiasmo

 

La definición de una generación hecha por Honoré de Balzac (“un drama en el que cuatro o cinco mil personas son los personajes principales”) encaja como un guante con la que alcanzó la juventud en la década de 1960, impelida a romper moldes y a rehacerse una y otra vez sin abjurar de los viejos ideales. Sólo resulta extraño que uno de esos pocos miles de protagonistas naciera en Huarte, que fuera mujer y que vistiera hábitos de monja desde 1951 a 1974.

 

En cualquier caso, Rosario Larrañeta (o Ro, como le llama todo el mundo) no fue una monja al uso. Se licenció en Ciencias Exactas, estudió música, aprendió a tocar el piano, dio clases de matemáticas en la ciudad brasileña de Sao Paulo, colgó los hábitos, volvió a Navarra, trabajó en la enseñanza, se implicó en la lucha antifranquista y nunca dejó de comportarse como una acérrima hincha osasunista.

 

Ahora, como directora del Coro Parroquial y de la Coral Virgen Blanca, despierta la admiración de la cincuentena de cantantes cuyas voces armoniza sin necesidad de alardear de batuta. La fotografía, tomada mientras dirigía a la Coral en una boda, la presenta como alguien que se multiplica en un montaje acorde con su dedicación y entusiasmo. Rosario tiene problemas de vista y oido, pero eso no le impide desplegar una incesante actividad cultural ni ser la primera en animar una buena juerga.

Pilar Iribarren

Hermana enfermera



Apenas un detalle de su indumentaria revela la condición de monja de Pilar Iribarren: la cruz marianista sobre su blusa. Pero como pende de una cadena holgada, parece más un discreto adorno espiritual que el símbolo de su pertenencia a la “orden”, palabra casi en desuso tras haber sido reemplazada por “comunidad”.

 

El estetoscopio, la bata blanca y el armario con las medicinas dan pistas seguras sobre su actividad. Es la hermana enfermera encargada de velar por la salud de los pequeños que van a la guardería y de las religiosas marianistas que pasan sus últimos años en el colegio que construyó en Huarte el arquitecto Serapio Esparza, autor del plan urbanístico de Segundo Ensanche de Pamplona.

 

Hija de una familia de hortelanos, Pilar nació en casa Frexca, en el barrio del Portal. Tras optar por la vida religiosa eligió una de las dos congregaciones presentes en Huarte. Y al decidirse por las marianistas, de nombre oficial Hijas de María Inmaculada de Agen, se garantizó sin saberlo volver un día al convento de su pueblo natal (que, por cierto, tampoco es ya una “casa de ejercicios”, sino una “casa de espiritualidad”). Si hubiera preferido a las auxiliadoras, cuyo edificio se alzaba en el parque Mokarte, no podría divisar el Miravalles cada mañana.

Paco Bator y Pilar Bernal

El trajín del matrimonio



La transparencia de su mirada y el armónico abrazo a la garrafa demuestran que comparten más cosas que sus iniciales. Por citar sólo las de dominio público, casi sesenta años de matrimonio, tres hijos, cuatro nietos, un historial de división de trabajo (barbero él, provisora de paños limpios ella), un reparto de leche durante decenios en Huarte y un ultramarinos de corta vida. Hace falta ser una pareja muy bien avenida para permanecer indemne ante tanto trajín.

 

Él nació en Urroz, pero se crió en Huarte, donde abrió su primera peluquería tras haber aprendido el oficio en Irún, San Sebastián, Bilbao y Pamplona. Ella, hija de la capital, llegó a la villa después de casarse y entre los dos montaron un reparto de leche. La vendían en una bajera de casa Ibiricu (frente a la que aparecen fotografiados) y también a domicilio, primero a mano y después en un triciclo-carro, ayudados por la señora Dolores, de origen maño.

 

Siempre tranquilo y bienhumorado, Paco dejó de cortar el pelo en Huarte para hacerlo en Pamplona, aunque siguió acarreando garrafas, más tarde botellas y finalmente bolsas de leche. Para cuando se implantó el tetrabrik, la familia, que ya no vivía en el pueblo, tenía una pequeña tienda en la calle Leandro Azcárate, gobernada con indiscutible garbo por Pilar hasta que se traspasó en 1974. Él, ella y otros muchos de su generación han sido, por encima de todo, currelas. Pero en su periplo vital también han sabido atesorar un hermoso capital guardado en palabras que ahora corren peligro de ser sólo entradas del diccionario: sencillez, ahínco, generosidad, compostura, cordialidad...

Marina Sarasíbar

La dama de la farmacia



A Marina Sarasíbar le cabe el honor de haber sido la primera diplomada universitaria que ejerció en Huarte. Nacida en Urroz (donde su padre tenía un almacén de vinos), estudió en Zaragoza y durante casi medio siglo administró remedios, repartió consejos y proporcionó consuelo desde su despacho de farmacia en la calle Zubiarte. Toda una vida dedicada a su profesión, en la que tomó el testigo de don Tomás Aldaz, el farmacéutico de origen chileno con que entonces contaba la villa.

 

Su marido, Santiago Iturria, alcanzó una considerable relevancia social: prestigioso químico y gran aficionado a los toros, llegó a ser presidente del Club Taurino de Pamplona y durante años asesoró a la presidencia en las corridas de San Fermín. Con él tuvo un hijo y una hija. Pedro Joaquín, el mayor, regenta una farmacia en la taurinísima calle de la Estafeta, aunque continúa residiendo en la casa familiar de Huarte.

 

El armario blanco ante el que posa Marina presenta el orden que es de esperar en una apoteca. El espacio apenas ha cambiado desde cuando ella expendía las recetas de don José Joaquín Ilundain, el médico hijo del pueblo que marcó toda una época en Huarte. Las botellas de los estantes, de las que se adivinan unas etiquetas de exquisito diseño, corresponden a otro tiempo, pero invitan a rememorar aquellas reboticas en las que los farmacéuticos elaboraban pócimas y ungüentos con fórmulas magistrales.

Martín Oroz

El buen vecino



Se le considera uno de los hombres de más edad (si no el mayor) de Huarte, pero a simple vista nadie lo diría. Martín Oroz no sólo se conserva bien, sino que se muestra muy activo. Y allá por donde va deja la huella de la sonriente amabilidad que le hizo popular cuando ejercía de bodeguero y atendía la barra del antiguo bar Lizarza, situado en la bajera del actual Lusarreta.

 

A este casi nonagenario la querencia por la hostelería le vino de familia. Su madre, María, era la propietaria y el alma de la fonda La Estrella, donde durante años se sirvió una excelente cocina que ponía el acento en algunas de las especialidades de Huarte (como los rellenos y los piporropiles). Ya ha llovido mucho desde que Martín vendió las cubas y las cisternas, pero no ha olvidado cómo elaborar licores tradicionales.

 

La bella enramada de puente del Calvario en la panorámica con el polígono Areta al fondo impiden centrar la mirada en un pequeño tesoro aposentado en el pretil: un botellón de anís de pomas casero. Quienes lo han probado atestiguan que no sólo está muy rico, sino que constituye un maravilloso remedio para los males relacionados con el aparato digestivo. Y, como buen vecino, Martín se encarga de hacer llegar su licor milagroso a los huartearras que lo necesitan, sin ahorrarse visitas a centros hospitalarios cuando lo considera conveniente.

Manolo Labiano

En el campo del rival

 

Manolo Labiano trabajó en su juventud en la fábrica de calzados Redín, pionera en el proceso de industrialización de Huarte, y luego abrió su propio taller en casa Obrena, situada en la calle Zubiarte. Fue allí donde discurrió buena parte de su vida profesional, aunque para cuando se jubiló el calzado ya era un bien de consumo más, así que se había reducido considerablemente la clientela de los zapateros remendones.

 

El taller que acoge a Manolo, gran conversador, no es el que fue suyo, sino el de su amigo Antonio Indart. La impedimenta y los utensilios (yunque, máquina de coser, hormas, pegamento...) no difieren gran cosa de los que él empleaba. El cuadro de San Crispín (patrono de los zapateros) tampoco le debe significar un problema, puesto que quizás tuvo uno parecido o pudo haberlo tenido. El elemento perturbador lo constituyen los llaveros. Entre tantos, seguro que hay alguno del Barça (el equipo de Antonio), así que parece difícil que esté cómodo del todo.

 

Quizás sea esa inquietud la que induce a Manolo, madridista hasta la médula, a mirar hacia su izquierda, como para darse un respiro ante los flashses del fotógrafo o para rememorar la jugada del último gol de Raúl en el Camp Nou. En cualquier caso, el relajado cruce de brazos sugiere que se encuentra a la expectativa y que en un plis-plas podría poner media suela nueva al zapato sobre el que descansa el martillo.

Javier Echeverría

Saga de “chispas”

 

El apellido Echeverría y el concepto “electricidad” comparten sonoridad vocálica y parece que también algo así como un campo magnético. Eladio, en cuya casa operaba el telefónico público de Huarte (después de que lo hiciera en casa de Eizaguirre), fue el electricista del ayuntamiento ya desde los tiempos en los que se sucedían los cortes de fluido dada la precariedad del servicio. Su hijo Javier le sucedió en el puesto hasta su jubilización en 2002. Y ahora tres hijos de éste, que llevan el negocio familiar, también realizan trabajos para el consistorio.

 

La mirada penetrante de Javier queda realzada en la fotografía por el haz de luz del flexo, mientras la estantería, los cables de diferentes tipos y el instrumental permanecen en un segundo plano. La imagen capta el ambiente profesional que caracterizaba la bajera antigua, integrada ahora en la tienda actual, que ocupa la antigua casa parroquial donde vivía don Leandro Azcárate.

 

Desde ese local acostumbraba a salir Javier, con una escalera de madera al hombro y siempre dispuesto a hacer un favor, para ir de una parte a otra del pueblo cambiando bombillas de las farolas y reparando el tendido de electricidad. Desde luego, un buen trabajo para acumular el fondo físico que demostró el año que hizo una doble peregrinación al castillo de su nombre. Algo le había impedido participar en la marcha anterior a Javier y, para compensar, fue y volvió andando.

Ángel Inda

El hombre orquesta

 

Cada una de las lengüetas del fuelle del acordeón cromático de Ángel Inda podría representar una faceta distinta de su intensa trayectoria profesional. Este huartearra nacido a mitades de la década de 1940 iba para salesiano, pero ha ejercido empleos de lo más diverso. Entre otros, los de profesor, cronista deportivo (en prensa, radio y televisión), asesor cinegético, jefe de personal de una gran compañía y empresario de restauración. Casi nada.

 

Los dioses le regalaron el don del entusiasmo y él ha puesto de su parte para redondear un currículum en muchos sentidos único. De todos modos, su perfil biográfico quedaría incompleto si no se resaltara que toca cinco instrumentos, aunque en este caso hay que hablar más de una afición que de un trabajo. Es precisamente la música la que ha facilitado su presencia continuada en Huarte, incluso cuando sus múltiples ocupaciones apenas le dejaban tiempo libre para darle a la púa o pulsar diferentes teclados.

 

En la edad en que muchos piensan en la jubilación Ángel sigue mostrándose hiperactivo. Conduce un programa televisivo que además se llama “Al rojo vivo”, mítico título del cine de acción protagonizado por el duro James Cagney. Toca la bandurria y el laúd en varias rondallas. Ejerce como organista titular de Mutilva Baja y Huarte, donde fue miembro fundador de su Escuela de Música. Y es muy probable que en el futuro se embarque en quién sabe qué aventura profesional con la determinación que se percibe en la forma en que mira al objetivo de la cámara en la plaza del Ferial.  

Felipe Aldea

Más que un hortelano

 

El magnífico paraje de Atondoa constituye el marco físico ideal para retratar a Felipe Aldea. Y no sólo porque resida desde siempre en las cercanías de la presa, sino porque el agua encauzada es la mejor amiga del hortelano, oficio que este casi septuagenario mantiene vivo en Huarte a pesar de la imparable expansión urbana.

 

Felipe, que permanece soltero, está catalogado como un ser solitario, por no decir huidizo. La imagen que se tiene de él es la de alguien que va y viene de la huerta ensimismado en sus asuntos. Puede que les hable a las plantas o a los árboles, pero no se prodiga en el trato con sus vecinos, aunque nunca tiene un mal gesto ni una palabra desdeñosa para nadie. La vida alrededor no parece despertarle demasiado interés. No hay más secreto. Pero toda regla tiene su excepción, y la de Felipe se llama Fútbol Club Barcelona.

 

Su pasión blaugrana es tal que no hubiera aceptado ser fotografiado de no poder lucir sus galas de hincha. El chandal y la gorra con su nombre corresponden a los de una segunda equipación del Barça, pero el color verde limón coincide, oh maravilla, con la lustrosa escarola de su huerta. Y este gran “culé” de Huarte sonríe feliz, como si disfrutara recordando la mítica delantera de las Cinco Copas (Basora, César. Kubala, Moreno y Manchón), que Joan Manuel Serrat glosó en una de sus más famosas canciones.

Emilio Orrio

Palomitas y palometas

 

Emilio Orrio ocupa un lugar destacado en la historia deportiva de Huarte. No alcanzó la proyección deportiva de su convecino Patxi Puñal, actual capitán del Club Atlético Osasuna, pero sus éxitos tuvieron una notable repercusión local. Entonces sólo se televisaba un partido de fútbol de Pascuas a Ramos, así que las categorías de plata ( y hasta de latón) contaban con muchos más seguidores que ahora.

 

El carácter de Emilio, e incluso la manera de desenvolverse debajo de los palos, siempre pareció ajustarse a la idea imperante en el mundo balompédico de que los porteros están un poco locos. Si se entiende por tal a alguien imprevisible, desenfadado y un punto temerario, entonces podría decirse que él fue un portero de esa estirpe, pero nunca llegó a las excentricidades del argentino Gatti o del colombiano Higuita, entre otras cosas porque le hubieran corrido a gorrazos por los campos de la tercera división navarra.

 

Emilio, fotografiado en el campo de Ugarrandía, era futbolista a tiempo parcial. Los domingos defendía los colores del Iruña, Oberena, Izarra, Azkoyen... y Miravalles (punto final de su carrera), pero entre semana trabajaba en la pescadería de su padre, ahora de su propiedad. Y allí demostraba que también era un buen cancerbero neutralizando las puyas, chanzas y quejas de la clientela, cien por cien femenina.

Javier Campos

Arcanos del taxi

 

Sonriente y relajado, Javier Campos posa ante su vehículo al lado de su casa familiar, que ha conocido años de gran actividad. Su madre, la señora Anastasia, (siempre persuasiva y con enorme instinto comercial) vendía de todo en una tienda de ultramarinos, su hermano José Luis arreglaba averías en un taller automovilísitico en la bajera contigua y él ofrecía sus servicios con el taxi (o taxis, como muchos decían entonces).

 

La carrocería metalizada del actual coche de Javier reluce en la imagen sin romper el equilibrio de tonos ocres que hace pensar en la luz del otoño. Este tipo de cromado, tan común en nuestros días, era sin embargo inimaginable cuando él comenzó a trabajar durante la década de 1960, en la que por las calles de Huarte corrían más niños que automóviles.

 

Curiosamente, el otro taxista de la villa en la época, Moisés Echarren, también estaba vinculado al comercio minorista, ya que tenía una tienda de comestibles, en la que reinaba su mujer, Anita. Podría decirse que existía entonces una estrecha conexión entre la venta (de garbanzos, por ejemplo) y el servicio particular de viajeros. Seguro que este nexo tiene una explicación lógica y simple, pero da más juego pensar que obedece a los arcanos de un tiempo ya terriblemente lejano.

Ángel Astiz

Las tenazas de Vulcano

 

Quizás en la Edad Media, años o siglos después de la fundación de Huarte, hubo herreros en la villa y se trató de vecinos de fuste, ya que en esa dilatada época histórica fue cuando el gremio alcanzó mayor prestigio social (el hierro era escaso y, consecuentemente, caro). Ahora ya no queda ninguno, pero todavía permanece milagrosamente intacta la última fragua que estuvo en activo.

 

Ángel Astiz, conocido como Poti, aparece fotografiado en escorzo en el mismo lugar en el que su padre, Jesús, trabajó durante miles de horas, ya fuera picando el hierro rusiente, moldeando piezas o realizando acabados de todo tipo. La herrería de los Ástiz se convirtió en uno de los negocios de referencia del pueblo, tanto en los tiempos en que se herraban en ella todo tipo de caballerías como en los que pasó a realizar encargos más artesanales antes de cerrar definitivamente.

 

Dos de los seis hijos de Jesús, el propio Ángel y Ernesto han seguido de algún modo la estela familiar ya que dirigen una industria metálica de su propiedad en Noain. No obstante, las técnicas que emplean y el catálogo de ventas y servicios que ofrecen apenas debe tener algo en común con el mítico mundo laboral que rescata la imagen, tomada en el caserón de la calle Zubiarte. El rojo del fuego y las herramientas que maneja Poti están mucho más cerca de “La fragua de Vulcano” velazqueña que de una empresa del siglo XXI.

Arturo Navaz      

Un personaje puente

 

Multiplicar la imagen de Arturo Navaz con el photoshop no es un mero recurso de estilo. Si se observa la composición con detalle resulta fácil deducir que la doble serie de tres arturos esconde varias posibles lecturas del personaje, crecido en el barrio de San Esteban, vecino del paraje en el que se tomó la fotografía.

 

El que aparece en primer plano es el Arturo escultor, el artista que ha conseguido hacerse a sí mismo compatibilizando su pasión creativa con el trabajo como montador de estructuras metálicas en Igoa, una de las industrias pioneras de la villa. Y el que está en segundo término es el Arturo pintor, el alumno de Patxi Buldain, el creador interesado por las múltiples expresiones del arte y comprometido en la dinamización cultural de Huarte.

 

Pero, además, la doble serie de figuras idénticas sirve para trazar una línea imaginaria sobre el río Arga para construir una pasarela. Y justamente eso nos permite reconocer a un Arturo puente entre lo cotidiano y lo excepcional, entre su generación y las siguientes, entre la madera y el hierro, entre el arte figurativo y el arte geométrico. E, incluso, como se puede apreciar en la imagen, un puente bajo el que fluyen a la vez aguas plácidas y aguas turbulentas.  

Rafael Eizaguirre

Canta que te canta

 

La estampa rezuma espíritu navideño. La luz plana, los pequeños copos de nieve, la torre parroquial y la corbata de lazo invitan a pensar que Rafael Eizaguirre está interpretando un aria del jubiloso “Oratorio de Navidad” de Juan Sebastián Bach. Es, sin embargo, una falsa impresión porque la partitura corresponde a la “Canción del viejo poeta”, del compositor vasco Luis Iruarrizaga, y no a una de las magnas obras del kapelmeister de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig.

 

En cualquier caso, Rafael está absorto en la lectura de las notas musicales, una clase de escritura que para él representa la felicidad con mayúsculas. Y terriblemente contento se ha mostrado desde joven cuando ha cantado en diversos coros de Huarte y en el Orfeón Pamplonés, y cuando ha intervenido como solista en bodas, funerales y todo tipo de celebracionas sacras y profanas.

 

Rafael nació muy cerca del lugar en la que ha sido tomada la fotografía, en una casa colindante con el Ayuntamiento donde su madre, la señora Maxi, vendía cisco para los braseros. Fontanero de oficio, ha solucionado cientos de emergencias domésticas por reventones de cañerías y fallos de instalaciones sanitarias. Esa parte de su vida, la profesional, ya le concede un lugar en la pequeña historia de la villa, pero palidece ante el virtuosismo que le ha permitido ser considerado el cantante por antonomasia de Huarte.

Luis Mari Irigoyen

El pintor y su ancestro

 

Ya jubilado de su trabajo como delineante, Luis Mari Irigoyen, el mayor de seis hermanos varones nacidos cuando su familia elaboraba pan en Huarte, puede dedicar lo mejor de su tiempo a la pintura. Y no hay más que verle, en una pose que recuerda a los pintores románticos, para deducir que le produce satisfacciones de todo tipo, inluida la buena aceptación de sus cuadros en el competitivo mercado del arte.

 

Luis Mari era sólo un crío cuando una monja dominica (Paz Orradre, pariente de la mujer del médico de la villa en la época, don Carmelo Butini) le inició en la pintura. Poco después, al principio de la década de 1950, tuvo como profesores en Pamplona al conocido matrimonio de artistas formado por Pedro Lozano y Francis Bartolozzi. El joven Irigoyen, sin un clavel, disponía, no obstante, de un bien muy preciado entonces en cualquier trueque: pan blanco.Y con una barra diaria pagaba unas clases de las que obtuvo buen provecho...

 

Hubiera sido lógico fotografiar a Luis Mari al lado de alguna de sus obras, pero en este caso la elección de un cuadro ajeno resulta comprensible. No en vano, el retrato colocado en su caballete es el de su bisabuelo paterno, Blas, fundador de la casa que todavía se conoce en Huarte por su nombre de pila. Y, además, la imagen permite comparar dos elegantes maneras de lucir la txapela...

Tere Astiz

Pionera cultural

 

El regocijo que plasma la imagen corresponde con el ambiente que es de esperar en la biblioteca ideal: un espacio vivo y mágico a la vez. Sólo rechina la preocupante ausencia de chicos en el pequeño grupo feliz… Pero que Tere Astiz esté rodeada de niñas no obedece a los vaivenes del azar, ya que en los tiempos que corren las lectoras ganan por goleada a los lectores desde la más tierna infancia.  

 

Cuando Tere se convirtió en 1970 en la primera bibliotecaria que hubo en Huarte tenía los años suficientes como para haber leído muchos libros, pero no tantos como para no pretender devorar una lista todavía mayor de títulos. O sea, era la persona ideal para asumir la responsabilidad del centro que entonces promovió el Ayuntamiento. Además, permanecía (y permenece) soltera, por lo que se ajustaba al perfil típico de las bibliotecarias en los dos primeros tercios del siglo XX.

 

Ahora, ya en la octava década de su vida, la lectura es para Tere sólo una fuente de placer, no una actividad profesional. Y ya no existe la primitiva biblioteca, sino otra mucho mejor dotada que desde 1997 ocupa dos salas en la Casa de Cultura. En ella se ha tomado una fotografía que evidencia el relevo generacional en torno a la lectura. Las chicas que hoy se alborotan con las Witch en un futuro no muy lejano descubrirán monumentos literarios como Guerra y paz y recónditas joyas como los haikus japoneses.

Fernando Erro

Estrella del frontón

 

Brazos potentes, piernas ágiles, dominio de la herramienta, cabeza bien amueblada…

y algo más intangible (el carácter ganador, la astucia) hacen de un remontista un profesional de renombre. Y eso es lo que fue durante una época dilatada de su vida Fernando Erro, más conocido en Huarte como el “carrero” por el oficio de su padre, que tenía su taller en la plaza del Ferial.

 

Fernando estuvo de aprendiz con su progenitor, pero lo dejó porque había descubierto que tenía futuro en los frontones. Profesional desde 1959 hasta 1984, y campeón de España en 1972, alguien le bautizó como “la muñeca de oro”, sobrenombre que cobra todo su valor al considerar que contemporáneos suyos fueron genios de la cesta curva como Arbizu (casado con la huartearra Pilar Martinez, de casa Monteagudo, tía abuela del capitán de Osasuna, Patxi Puñal), Olaberri y Etxenike. Con ellos o contra ellos jugó miles de partidos, muchos en el viejo Euskal Jai pamplonés y algunos, pero no tantos, en el Euskal Jai Berri, a un centenar de metros de la casa en que nació.

 

El montaje fotográfico que tiene a Fernando como protagonista consigue un acertado apunte de la extraordinaria plasticidad del remonte. Sólo hay que sumar a la perfecta armadura de su brazo los saltos imposibles sobre la pared y los movimientos de la mano que convierten la herramienta en una eficaz catapulta. Casi hasta se oye el peculiar sonido de la pelota al deslizarse por la cesta antes de ser expulsada violentamente contra el frontis…

José Mari Ahechu

La música del huerto

 

José Mari Ahechu, de casa Ligero, pertenece al exclusivo club de los huartearras que aún viven de la tierra. Él y muy pocos más (sobran dedos de la mano para contarlos) son los únicos herederos de aquellas familias que vendían verdura y fruta en el plaza de Pamplona, donde ganaron merecida fama las cebollas y las manzanas papandojas (capandojas, según algunos) de la villa.

 

José Mari y sus hermanos han destacado tanto por sus excelentes voces como por su buena mano a la hora de cultivar lechugas, tomates, coles...y toda el resto de delicias de la huerta. No sería fácil demostrarlo, pero puede que exista conexión entre las facultades canoras de esta rama de los Ahechu y la excelencia de sus cosechas. Al fin y al cabo, sesudos estudios han demostrado los efectos beneficiosos de la música clásica sobre determinadas producciones agrícolas.

 

La imagen muestra a José Mari en su ordenadísima huerta de Ainzoa utilizando una cazoleta que se empleaba antaño para regar con el agua que pasaba por los "redutos" aledaños a los campos. Hoy existen mangueras con motores eléctricos y otros aparatos aún más sofisticados, pero los hortelanos de una pieza disfrutan sobremanera cuando emplean las viejas artes de regar.

Agustina Clavería

De buenos mimbres...

 

El rumboso azul del vestido y la elegante forma con que agarra el bastón realzan la rotunda expresividad del rostro de Agustina Clavería, despejado por el tipo de peinado al que ha sido fiel desde su juventud. En la mayoría de los casos un moño revela que quien lo luce es una mujer de carácter y ella ha demostrado tenerlo en casi cualquier tipo de circunstacias.

 

Era una cría cuando llegó en 1944 a Huarte, procedente de Sos del Rey Católico, para residir en casa de su tía Agapita en el barrio del Portal. Entonces (el año del desembarco aliado en Normandía que significó el principio del fin del Tercer Reich y de la Segunda Guerra Mundial) se vivían tiempos extremadamente duros, pero se sintió bien recibida y se convirtió en una huartearra más.


Agustina, que tiene dos hijos habidos en su matrimonio con el lumbierino Esteban Echeverría, goza desde 1992 de un bien ganado descanso después de una vida repleta de quehaceres. Muchos de los oficios que desempeñó están en desuso, así que no ha podido traspasar sus saberes artesanos. Y es una pena, porque ha demostrado un mérito indiscutible al ser capaz de vendimiar, varear lana de colchones, arreglar paraguas y hacer sillas de anea y cestas de mimbre como las que aparecen en la fotografía, tomada en el patio de la casa donde fue a vivir con su marido, ya fallecido.

Joaquín y Blanqui Ros

La casa de los piperropiles

 

La imagen está tomada en la residencia de Joaquín en Ciriza, pero hay mucho de Huarte en ella. A los dos hermanos Ros, es preciso añadir varios objetos de la casa del mismo nombre, mascarón de proa del comercio minorista en la villa durante gran parte del siglo XX. El molino de café y el farol con su vela, de inequívoco aire decimonónico, se utilizaron durante decenios en la tienda. Y las contraventanas son las del edificio de la calle Zubiarte.


Joaquín, que desarrolla su actividad profesional en una farmacia de Pamplona, se parece a su padre, Julio, y Blanca, funcionaria municipal de Huarte, recuerda a su madre, Ricarda. El matrimonio heredó del padre de Julio un negocio de cerería y confitería que acabó siendo una tienda de ultramarinos. Las velas para los bautizos y las hachas (de alquiler) para los viáticos compartían mostrador con los chocolates, los caramelos, los turrones y los cocos, pero el producto estrella de la casa eran los famosos piperropiles, que dieron fama al pueblo en toda la comarca.

 

La casa Ros original tenía también otra línea de negocio (como se dice pomposamente ahora) consistente en la compraventa de lana, la molienda de piensos y el comercio de grano, con clientes y proveedores hasta en Valcarlos y Orbaiceta. La lana la vendían en Cataluña, allí se lavaba y luego se enviaba al Reino Unido, desde donde volvía manufacturada como jerseys de genuina denominación de origen inglesa....

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