Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates

No sé cuántos ejemplares de Camaleón se venderán del 11 al 14 de abril en el Salón del Cómic de Barcelona, pero seguro que bastantes menos de los que merece. Es el sino de su autor, experto en el arte bartlebiano del desistimiento profesional. De todos modos, la edición que, a modo de novela gráfica, realizó La Cúpula en junio de 2012 no se lo tuvo en cuenta y encargó a Hernán Migoya un prólogo, reproducido a continuación, que hace justicia al dibujante Carlos García, Perro, quien por amistad diseñó esta web.

 



Tú quieres duro

 

“-Tú quieres duro.

-Dame duro, papi, dame más duro.

-¡Te torturo!”

Estribillo de un célebre reggaetón de Héctor El Father



Es la primera vez que comienzo a escribir un prólogo sin saber qué voy a escribir.

No es porque no tenga nada que opinar sobre Camaleón y Perro, pero me repelen los textos introductorios en los que se habla maravillas del artista como persona (y aquí habré de incurrir en ese repelús) y estoy arto (me ha salido así, sin hache, manda uevos) de recurrir a lo chungo que es este país por no reconocer más la calidad de un artistazo como el aquí homenajeado, etc. Los lectores habituales de cómic saben de sobras de esos argumentos resentidos -tic que acaba siendo común a todos los países del mundo… ¡igual la culpa es de los putos cómics!-, con más razón los que hayan tenido el infortunio de cruzarse con alguno de mis demasiado habituales prólogos atrincherados en títulos carnavalescos de vulgares juegos de palabras (para éste también tenía algunos preparados: Un Perro camaleónico, que no correspondería para nada a la realidad; A otro hueso con ese Perro, que no sé qué significaría exactamente; Perro no come Perro… y mierdas del mismo jaez).

En fin. Empezaré, pues, con una cabriola nunca vista:

Perro es un artistazo y además una bellísima persona.

Y Camaleón, obviamente, una obra imprescindible para todo buen aficionado a los cómics.

Ésa es la base. Pasemos a los detalles, que abundan en esa otra constante del prologuista, ciertamente de mis prólogos: hablar de uno mismo, cuando debería limitarse a cantar las excelencias de obra y autor…

Hace ya veinte años, que si es nada también es algo, que me dedico profesionalmente a generar proyectos en el mundo de la historieta española, y Perro sigue siendo, a todos los niveles, esa mi debilidad que también tenía Antonio Machín.

Hacia mediados de los años 90, llegaron a mi mesa en Ediciones La Cúpula unas páginas presentadas al concurso de la revista de cómic porno Kiss Comix que, pese a arrastrar ya el ojo vago como redactor jefe de la publicación, me “sulibeyaron”, con más razón en tanto en cuanto habían sido enviadas por un completo desconocido para los miembros del equipo editorial. Dichas páginas eran demasiado arties para concederles el primer premio del certamen, porque no pagaban el peaje de las convenciones falsamente realistas e hipertróficas donde un coño es un coñón suficientemente coñil para permitir una masturbación; pero aun así el Jurado, encandilado por la calidad gráfica y buen hacer narrativo de la historia, decidió otorgarle el segundo Premio.

Imagino -mi cabeza no es lo que era- que el autor pasaría poco tiempo después por la redacción, alentado por mí, por el jefe de producción Emilio Bernárdez y por el editor Josep Maria Berenguer -creo no faltar a la verdad si digo que fue de las pocas ocasiones en que el llorado Berenguer y servidor coincidíamos en gustos historietísticos-, para que presentara algún proyecto en la revista El Víbora, hermana mayor de Kiss con más tragaderas artísticas, que le permitiera convertirse en autor regular de esta cabecera.

Y allí se nos plantó Carlos García, alias Perro, un señor navarro con cara de sufrimiento interno constante, como la que tienen esos actores de cine que tanto nos gustan, un Ralph Fiennes, un Liam Neeson, un Sean Penn, un Jeremy Irons o, si nos atenemos a la versión ibérico-cañí de Perro, un Juan Diego, que parecen que están implorando con la mirada el socorrido “Please, shoot me!” o hallarse a punto de aullar que ha sido todo un error, que él en realidad no tiene ningún talento y que ha debido haber una equivocación en el juicio del Jurado… Un, en suma y como define felizmente el amor de mi vida, “amargadito”…

Sí, Perro es de ESOS artistas.

De esos que me remiten, no me cansaré de repetirla -y uno tira siempre de cuatro cosas aprendidas de cartilla-, a la impagable anécdota de Boris Becker que leí en el Playboy (mi mayor fuente de sabiduría vital), que tanto me conmovió en su día y con la que tanto me identifiqué durante años (sí, yo también soy de ÉSOS, aunque para mi desgracia mucha gente poderosa opina de mí exactamente igual que yo): cuando tenía 17 tacos, Becker ganó el Roland Garros o Wimblendon o vete a saber qué, y el bisoño campeón se pasó toda su juventud visitando un psicólogo frente al que indefectiblemente terminaba llorando y gritando: “¡¿Es que nadie se da cuenta de que soy un fraude?!”.

Bueno, ahora llega el momento de reafirmar que, obviamente, Perro no es un fraude, por más que le pese. Que le pesa.

Perro es un autor que, probablemente, llegó tarde a El Víbora. Su sitio estaba con la primera hornada de Gallardos, Maxes, Ponses y demás iconos. Tenía una madurez de trazo y unas coordenadas mentales más acordes con la generación setentera y ochentera que con la noventera. Lo mismo le pasó, con distintos matices, a un Jaime Martín o a un Tomeu Seguí. En el momento que llegaron a la revista, estaban en tierra de nadie.

Quiero creer que su Camaleón hubiera sido mucho mejor acogido diez años antes.

Cuando volvió a la redacción y presentó la primera historieta de Camaleón (nunca publicada debido a la limitada extensión disponible en El Víbora, pero que aquí cierra como justo colofón este recopilatorio de todas sus entregas), su guión a mí me supo a una generación anterior: a la que entendía el género negro como Vázquez Montalbán, como Juan Madrid, en lo literario; o, en lo historietístico, como un Sampayo o un Hernández Cava. Yo conectaba con esa generación sólo por el hecho de que de niño había leído a los clásicos yanquis (ya saben, el pesado de Raymond Chandler, el grande de Dashiell Hammett, el que siempre queda bien mencionar, Jim Thompson, y toda la pesca -también mis favoritos: James M. Cain, Charles Williams, John D. MacDonald, William P. McGivern-), pero ya estaba en otra onda, me empezaba a poder (y a poner) el cachondeo fantabuloso de Mickey Spillane y Ian Fleming, prefería con mucho un villano con doble párpado como Fu Manchú a esa pandilla insoportable de detectives torturados. Vamos, que entre Humphrey Bogart y Sylvester Stallone, me quedaba con Stallone.

Pero Camaleón está preñado de verdad, además de estar dibujado con una precisión de rugosidad que lo convierte en un tebeo para mirar y remirar con la lengua babeante. Y la narración… ¡ah, la narración! (he puesto los ojos en blanco, por si no se nota). Da gusto seguir los juegos visuales y narrativos de esta obra.

Camaleón es un personaje que se suma a esa nómina de detectives torturados que ya no son ni detectives, en realidad han manejado tan mal su porvenir, que terminan al otro lado de la Ley; probablemente porque este antihéroe particular comparte con su autor ese pánico escénico que le impide ser dueño de su destino.

Yo siempre había creído que un hombre puede ser dueño de su destino, hasta que me empezaron a llover hostias por todos lados. Ahora comulgo más con la filosofía personal de Camaleón.

Es difícil no enamorarse del personaje: uno espera todo el tiempo (y espera sentado) que se cargue a su rufianesco compinche Dani, que salve a las “damsels in distress” o putas redomadas que son explotadas en el mismo negocio del que él es lacayo… que, en fin, se REDIMA (esa fase tan protestante que nunca nos parece alcanzar a los españoles, que a lo sumo solemos redimirnos con la Lotería o el Mundial de fútbol) saliendo del fango o pagándola con el resto del elenco deliciosamente eisneriano que pulula el universo barcelonés de Camaleón.

“Nasti de plasti”, como dirían sus nobles antecedentes viborianos.

Y quizá lo que me conmueve de Camaleón y de Perro es que no tienen el punto canalla de los antiguos autores y personajes de El Víbora: Camaleón y Perro son torturados y pasmados ante los acontecimientos. Pero nunca saben sacar provecho propio de las situaciones en que el viento sopla a favor.

Son demasiado decentes, no son maliciosos. A la larga, eso es mejor.

Perro dice que esa etapa durante la cual publicaba cada mes una historieta de Camaleón en El Víbora la recuerda como una de las más felices de su vida.

Ahora me toca a mí entonar mi letanía: creo que nunca he disfrutado tanto como guionista, ni me sentí tan por debajo del nivel intelectual de un dibujante, como trabajando con Perro en la que fue su/nuestra siguiente serie, la descocada Desalmado. Durante el proceso creativo, constantemente me repetía a mí mismo: “Por Dios, pero si este tío, si este Perro es mil veces mejor guionista que yo”. Por no hablar de bagajes culturales. ¡El gachó siempre llevaba un libro de Anagrama bajo el brazo!

Por ello le estoy agradecido: porque fue generoso, quizá como prolongación de su propia inseguridad personal, y porque juntos alumbramos la que todavía hoy es una de las obras que más quiero de las que he parido en pareja. Quizá la que más, en su conjunto. ¿Por qué? Puede que sea porque fue la más ignorada, cierto. Pero también porque mis veleidades imaginativas se camuflaban a la perfección con sus solideces narrativas. La pátina de verdad artística siempre fue suya.

Ni con Camaleón ni con Desalmado “pasó nada”, como dicen mis amigos latinoamericanos para expresar que no pasó nada: que no nos crecieron los fans como hongos, que no nos recibieron chicas deseosas en nuestro portal, que no nos subió el caché profesional ni nos reportó nuevos encargos.

Quince años después, ¿qué queda de todo aquello? En lo personal, me congratula (uy, me congratula) afirmar que siento que comparto con Perro cierta sintonía existencial, un entendimiento en la actitud ética ante la vida, si se me permiten los desatinos grandilocuentes. Él ha conseguido afirmarse en la suya propia gracias a una mujer hermosa y buena, y unos hijos preciosos y encantadores. No sé si somos amigos, no en la definición habitual del término, porque ambos somos demasiado misántropos y tímidos para encarar una amistad en su definición más rigurosa (quizá la amistad de verdad sea así, la certeza en la distancia), pero da gusto reunirse con él y verle opinar, reír y callar. Parece menos torturado, a veces disfruta como un niño con las propinas más pueriles del mundo del artista de cómic (una buena crítica, un piscolabis en una presentación, una mínima exposición pública) y hasta diría que, dentro de lo que cabe, Perro ha conservado algo muy difícil de retener en esta dura profesión que, a la fuerza ahogan, no es ni profesión: la inocencia del recién llegado. Eso se lo envidio tanto como envidio su familia.

Vamos, que por Perro mato humanos.

Al final va a resultar que sí somos amigos como Dios manda.

Ahora, aunque no venga a cuento en mi hilacho discursivo, se me ocurre que la mencionada sintonía entrambos proviene de que Perro y yo hemos nacido viejos. Hay cierta vejez en nuestras posturas sempiternas ante la vida, aunque yo lo disimule escuchando reggaetón. No sé hasta qué punto eso -y todo lo aquí expuesto- es cierto o me dejo llevar por mi necesidad de proyección. Pero ahí queda.

Disfruten Camaleón, o súfranlo (porque en Camaleón, disfrutar es sufrir), embébanse la agonía vivencial del personaje y sus melancólicos haikus viñetados de peripecia concentrada con la delectación que merecen gracias a esta ¡albricias! oportuna (en cualquier momento lo sería) edición completa, por vez primera, de sus desventuras y desandanzas.

Y, por favor, coincidan conmigo en que es un gran tebeo y Perro un excelente autor.

Por joderle, más que nada.

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