Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates

Kabul Blues es el redondo título que Ramón Llull Sala ha elegido para la novela publicada por Editorial Milenio con un subtítulo de similar fuerza y todavía más rotundo mensaje, En la cola para el nirvana. Con ese enunciado, parece fácil suponer de qué va el libro (un ajuste de cuentas con la ficción y su antítesis en un viaje retrospectivo de medio siglo desde los valles leridanos de La Noguera a los llanos kabulíes de Shomali), pero una cosa es imaginar y otra dar trigo, así que conviene corroborarlo en sus páginas, razón por la que LSN reproduce dos capítulos. Del autor, conviene conocer que nació en Vallfogona de Balaguer en 1941, que zascandileó por medio mundo, que reside desde hace veinte años en Barcelona, que trabaja como traductor y que es miembro laico de la comunidad budista Soto zen.

 

XIX

 

LOS BLUES DE KABUL...

 

 

Sólo esta bella mezquita, este templo de nobleza construido para la plegaria de santos y epifanía de querubines, merece formar parte del camino de arcángeles, ese teatro celestial; el jardín de luz del rey ángel perdonado por Dios, cuyo refugio es el edén.

 

Tumba de Babur en Kabul

 

 

Isaac Levin y Zebulon Simentov, como casi todos los kabulíes, se conocían.

De hecho, hubiera resultado imposible que no se conocieran; ambos eran judíos y los dos vivían en el mismo edificio en la calle de Charshi Torabazein, en la planta baja de la casa que en su segundo piso tenía la sinagoga.

No eran familia, a pesar de ser el último par de judíos que quedaron en Kabul, después de que fuese “liberada” por los talibán. Pero esto no era obstáculo para que ellos dos no se hablaran.

Es un badmosh, una mala persona”, decía Isaac de Zebulon.

Ese hombre es mi dushman, mi enemigo”, declaraba Zebulon, refiriéndose a su único correligionario en Kabul.

Levin era el shabash o encargado de la sinagoga. Sobrevivió durante la ocupación soviética y la guerra civil que siguió recetando sortilegios y pócimas a mujeres que deseaban quedarse embarazadas o que buscaban disuadir a sus maridos de que tomaran una segunda mujer.

Zebulon pasó ese tiempo deambulando por Asia Central, dedicado a esa clásica actividad local equivalente en nuestros pagos a la compraventa de coches: el comercio de alfombras.

Es imposible saber cuál fue el detonante de su enemistad, pero ambos fueron encarcelados por las autoridades, después de que se acusaran mutuamente de delitos como dirigir un lupanar (¡en el Kabul talibán, nada menos!) o apropiarse de una valiosa y antiquísima Torah.

Naturalmente, cada uno negó las acusaciones del otro.

Y la Torah desapareció, convirtiendo la sinagoga en una habitación vacía, desprovista de todo aquello que la hace un lugar de culto. Al talib que la confiscó lo encerraron en Guantánamo y no se le pudo preguntar qué hizo con el libro...

Levin, según un reportaje de AP fechado el 9 de diciembre del 2001 en su cuarto iluminado únicamente por las velas que había encendido para celebrar Hanuka, decía: “Estoy solo conmigo mismo, y así estaré hasta que muera”.

Lo que sucedió, por causas naturales, cuando tenía cerca de ochenta años, cuatro después de ese despacho.

La noticia de su muerte no indicaba si Zebulon, el último judío de Kabul, fue capaz de ignorar su solitaria minoría y rezar kadish por él...

 

La pregunta es ésta: si no fue capaz, ¿hubo alguien en Kabul consciente de que si no te sabes el kadish, basta con recitar las letras del abecedario?…

Dios, con su poder, lo mismo que funde cuatro rayitos de sol y hace con ellos una mujer, juntará y combinará las letras —en un sefardí suspiro o dos— hasta formar el “kadish de los huérfanos”, un Kadish Avelim…

 

*

 

Et plus ça change, plus ça revient au même…

 

Jueves, 12 de octubre, 2006 9:09 PM BST164. OTTAWA (Reuters)

 

Las tropas canadienses de la ISAF que combaten a los insurgentes talibán en Afganistán, se han topado con un poderoso e inesperado enemigo: frondosidades casi impenetrables de plantas de marihuana de tres metros de altura.

El general Rick Hillier, jefe de Estado Mayor de la Defensa, dijo el jueves que los combatientes enemigos las utilizaban como cobertura. En respuesta, el equipo de por lo menos un blindado camufló su vehículo con plantas de marihuana.

"El problema está en que la marihuana absorbe con mucha facilidad la energía calórica; es muy difícil que los artilugios térmicos penetren en sus campos. En consecuencia, hay que tener mucho cuidado de que los talibán no se escondan en medio”, dijo en una conferencia de prensa celebrada en Ottawa.

"Intentamos quemarlas con fósforo blanco; no funcionó. Probamos con gasóleo; no funcionó. Las plantas estaban tan verdes que no ardieron”, dijo.

Incluso cuando ardieron, hubo problemas: “Un par de plantas del borde exterior que estaban secas, prendieron. Pero un pelotón que estaba viento abajo se vio afectado por los humos y decidieron que ésa probablemente no era la mejor manera de denegar cobijo al enemigo", declaró sucintamente y sin asomo de ironía Hillier.

Uno de sus soldados le dijo: “Señor, hace tres años, antes de que me alistara, jamás pensé que un día maldeciría a la marihuana. Pero es que esto, señor, ha sido demasiado.”

© Reuters 2006

 

 

 

XX

 

...Y DE LA FRESCA Y REGALADA “CIUDAD”

 

 

Es raro: cuando voy a Balaguer me embarga una especie de miedo, no del pasado sino del porvenir. No puedo dilucidarlo completamente, pero a veces creo que si tuviese que vivir allí, en pocas horas me convertiría en una viejecita inútil. En ningún otro lugar del mundo me pesan tanto los años.

¡Ah, pero antes de la guerra, que gozo daba vivir en Balaguer, “ciudad fresca y regalada”!

 

Teresa Pàmies, Crònica de la vetlla (Crónica de la víspera)

 

 

Cuando él era un niño en la gris, roñosa y repulsiva posguerra, la ciudad fresca y regalada (léase “pueblo gélido y picajoso”) donde vino al mundo, albergaba a muchos mendigos, dos de ellos — Silo y Dominguito—, no itinerantes.

Componían un extraño par. Silo, bajo y rechoncho, un Tartarín de Tarascón con la fantasía hecha trizas. Dominguito, alto y huesudo, con algo en su tipo que te hacía pensar en La Golue, tal como la retrató Toulouse-Lautrec.

Recuerda haberles visto un día, al salir de la escuela, llevando su colchón de borra al río para sumergirlo en el agua y ahogar los chinches que habían hecho un hogar de su interior.

Aunque ésa no puede ser su primera memoria de Silo porque con él le unió una tierna amistad, la única que podía darse entre un niño y alguien que se había refugiado en algo cercano a la demencia.

Con él, Silo no sentía necesidad de fingir y se explayaba contándole cómo hacía para comunicar con Marte mediante signos cabalísticos trazados sobre el suelo con un bastón, y sus planes para enderezar la torre de Pisa, con ayuda de “los marcianitos”...

Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando el ricachá; así llaman en Marte al cha-cha-chá...”, hay que aclarar que decía un hit de la época.

Parece ser que su “nombre” venía de que había sido un niño de asilo. Le contó que había salido del orfanato para casarse con “una mala mujer”, que lo abandonó dejándolo con dos hijos pequeños.

También le explicó que había pensado en suicidarse, pero que cuando ya tenía la soga atada al cuello e iba a darle una patada a la silla sobre la que se tenía en pie, uno de los niños se puso a llorar y eso lo hizo bajar de su improvisado cadalso...

Subsistían a base de algo que no era considerado mendicidad, puesto que eran indigentes “residentes”. Eran, por así decir, “la referencia”. A cambio de un plato de comida, daban a los demás la oportunidad de ser caritativos y, si se terciaba, hacían alguna chapuza de pintura, albañilería o carpintería, que para todo valían.

Cada domingo al mediodía, Silo iba a la casa de aquel niño. Llamaba a la puerta y cuando le abrían saludaba invariablemente con una sonrisa y una pregunta retórica: Què hem de fer? Más o menos, “¿Qué vamos a hacerle?”

Y el niño que luego se haría mayor acudía inmediatamente a pegar la hebra con el, para aquel aprendiz de brujo, tan interesante personaje. Por eso sabe cómo fue que cesó de visitarles.

A su madre, una mujer consciente de que atraía a los hombres (aunque a ella el mal llamado sexo fuerte la dejara fría), le gustaba jugar con el sexo opuesto. Sin falta, cada semana le preguntaba a Silo:

¿Has ido a misa hoy? ¿No? Pues el próximo domingo, como no vayas, te voy a dejar sin plato... Estas avisado.

Una vez debió de pillarle bajo de espíritu porque oyó que el necesitado personaje le contestaba:

Mire, señora... Búsquese usted otro desdichado, que ya yo me encontraré otra buena samaritana...

De Dominguito se decía que había dilapidado una fortuna en su juventud y que había conocido el lujo. “Ha estado incluso en el Casino de Cannes”, oía repetir. Vete tú a saber. Por supuesto que entra dentro de lo factible, pero también es posible que la gente del pueblo dijera esto sólo para tranquilizarse en cuanto a su propia existencia... “Nosotros no hemos estado ni estaremos nunca en el Casino de Cannes, pero tampoco terminaremos como Dominguito”...

Un día, sin que nuestro pipiolo ni nadie pudiesen averiguar el porqué, estos dos prohombres dejaron de hablarse, aunque continuaron viviendo juntos...

Muchos años después y sin pelotón de fusilamiento de por medio, ante las veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas nada diáfanas —el Kabal—, el infante en cuestión, hecho ya todo un hombrecito, habría de recordarlos, preguntándose qué era lo que, en Kabul y en ciudades más frescas y mejor regaladas, hace que nos muramos tan ignorantes como hemos vivido, negándonos en tanto unos a otros el don de la palabra.

Sucedía también en la España de Franco, donde a veces, chuetas y (nada) gentiles, pordioseros y que Dios (no yo) los ampare hermanos, nos olvidábamos de lo que éramos y de dónde veníamos.

*

 

Et plus ça change, plus c’est pareil…

 

En aquella tristona época, Silo y Dominguito vivían refugiados en un cobertizo adosado a “Cáñamos Vda. de F. Tena”, una de las muchas desgargoladoras donde se trabajaba la excelente Cannabis sativa que por aquel entonces, antes del advenimiento de las cuerdas de nailon, cultivaban en La Noguera.

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