Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates
El texto que sigue, publicado como uno de los capítulos del libro El hombre que siempre estuvo allí, recoge una serie de conversaciones que mantuve a finales de octubre de 2010 con tres peluqueros de Buenos Aires, donde en las primeras décadas del siglo XX, durante los años dorados, llegó a haber establecimientos con decenas de barberos, manicuras y limpiabotas que contaban hasta con orquesta de música para animar a la clientela. En La Época, peculiar peluquería del barrio de Caballito, pueden rastrearse las huellas de todo aquel antiguo esplendor.
Peluqueros de Buenos Aires
La luminosidad de la primavera bonaerense contrasta con el carácter luctuoso de la jornada. Desde las cristaleras de la peluquería Romano se divisa la larga hilera de personas que pretenden acceder a la capilla ardiente de la Casa Rosada. Son algo más de las nueve de la mañana del 28 de octubre de 2010. La Plaza de Mayo está tomada por una muchedumbre en duelo que se mueve con dificultad entre decenas de banderas argentinas y toda clase de estandartes, pancartas, carteles afiches, pintadas y notas manuscritas pegadas en los muros…
Néstor Kirchner, expresidente en ejercicio, ha muerto veinticuatro horas antes. El panteón de caudillos argentinos tiene un nuevo inquilino. La muerte, como explica Martín Caparrós en la edición argentina de El País, se ha vuelto a adueñar de la nación. “En la Argentina –arguye el autor de A quien corresponda– no hay político más poderoso que la muerte, y vuelve y vuelve y no nos suelta. Desde 1983 no hubo movimiento social que funcionara sin el respaldo de sus muertos: el reclamo por las víctimas, el peso de los mártires es un sustrato ineludible”.
Nicolás Romano, el propietario de la peluquería, parece tan ajeno al luto como al incesante desfile de gente. “Aquí –me informa– hemos asistido en primera línea a todos los grandes acontecimientos del país: el nacimiento de movimientos políticos, las celebraciones electorales, los despliegues de los milicos en los golpes de estado, las acciones de guerrilla urbana… Hemos visto volar piedras y flores, cascotes y manifiestos… Hemos escuchado tiros. Y hemos contado muertos”.
La peluquería, uno de la decena de negocios todavía abiertos en la vetusta galería situada entre Hipólito Yrigoyen y Avenida de Mayo, al lado mismo de la famosa plaza, fue fundada por Juan Romano, padre de Nicolás, y otros dos socios en la década de 1930. Durante muchos años contó con siete empleados, equipamiento profesional a la última moda y clientela de postín: senadores, congresistas, gobernadores, intendentes, abogados, médicos, comerciantes… Pero cuando la visito, apenas queda más rastro de todo aquel lustre que un fomentero, como llaman en Argentina a los artilugios que suavizaban toallitas y paños de afeitar con el vapor generado por un pequeño calentador de gas. El humidificador, panzudo y plateado, me recuerda a los primeros extraterrestres imaginados por el cine.
En la parte del local que da a la Avenida de Mayo, Nicolás Romano atiende, tras el amplio mostrador, un despacho de loterías. Cuando le pregunto por su padre, se muestra elusivo salvo en un aspecto: su afición por el juego. “Era –reconoce– amante de la timba, las carreras de caballos y el casino”. Durante la media hora que dura nuestra conversación, hacen sus apuestas una veintena de personas y dos requieren los servicios de Juan, peluquero en el salón desde hace un cuarto de siglo. Romano, que ronda los 70 años, es del gremio, pero no del oficio. Sólo gestiona el negocio heredado. Y nunca, según me asegura, se ha sentido tentado de seguir la profesión del padre. “Capaz de que no me veía con cara de barbero”, dice con sorna porteña.
Mi interlocutor achaca el estado agónico de su peluquería tanto al paso del tiempo como a la penuria económica del país y, más en concreto, al declive urbanístico y social del Microcento bonaerense. Pero sus lamentos suenan comedidos en comparación con la contundencia de sus críticas al fomento institucional de los juegos de azar. “El vicio –aduce– ha sido promovido desde arriba. Todos los gobiernos nacionales y provinciales se han dedicado desde hace veinte años a esquilmar a los pobres”. Curiosa reflexión de quien con toda seguridad gana más dinero con las apuestas que con los cortes de pelo. Al salir del local, Juan, que fuma un cigarrillo en la calle, me explica las condiciones en las que ejerce el oficio. Él es uno de los profesionales (“dos y medio”, según Romano) que trabajan por turnos en el otrora rutilante salón, y lo hace a comisión, sin sueldo fijo, como todos sus colegas de Buenos Aires, salvo patrones y peluqueros contratados en establecimientos franquiciados. En su caso, se queda con el 50% de lo que Romano cobra por sus servicios.
Ese porcentaje rige en Buenos Aires desde tiempo inmemorial, según me comenta al día siguiente uno de los propietarios de la peluquería Pino y Franco, situada en una galería que también da a la Avenida de Mayo, en este caso en el número 666, dizque demoníaco. Pero, sea porque Satanás se resguarda de la lluvia inclemente que despeja las calles o sea porque se ha sumado al cortejo fúnebre de Kirchner, no detecto el más mínimo olor a azufre mientras charlo con Pino, porteño de origen siciliano. Nacido en Godrano, localidad distante 30 kilómetros de Palermo, Pino aprendió el oficio a partir de los 13 años (“como todo tano, de chiquitito”) y una década más tarde se embarcó con destino a Buenos Aires, adonde pronto emigraron dos hermanos suyos más jóvenes, también peluqueros. Pino consiguió colocarse en el salón de Avenida de Mayo 666, trabajó duro, ahorró plata y con sólo 25 años llegó a un acuerdo con el dueño, un portugués, para adquirirlo junto con sus hermanos. Desde entonces ha pasado allí 46 de sus 71 años.
A las tres de la tarde del 29 de octubre de 2010, Pino no tiene clientes ni hay visos de que vayan a llegar a corto plazo. La lluvia barre del pavimento los rastros de la ostentación de músculo peronista realizada los dos días anteriores. Poco a poco, el Microcentro recupera el ambiente de un viernes cualquiera. Uno de tantos que mi interlocutor ha pasado al pie del sillón en su peluquería. Cuando le pregunto por lo mejor y lo peor del oficio, Pino contesta que no cree haber pasado por algo de lo que necesite renegar. Para él, lo mejor ha sido poder trabajar y ganarse la vida. “Si consigues eso, –concluye– se hace fácil la existencia. En la buena época de este local, mis hermanos y yo le dedicábamos 12 y hasta 14 horas diarias, pero el esfuerzo merecía la pena. Éramos jóvenes. Y los peluqueros gozábamos entonces de la misma consideración que cualquier otro profesional. De todos modos, tampoco es cuestión de andar quejándose porque el laburo no sea el mismo, de que haya aflojado”.
A Pino, que pasa de lamentos, no le importa rememorar la época de mayor esplendor del oficio en Buenos Aires, cuando había establecimientos como los dos salones Basile (calles Callao/Corrientes y Maipú), cada uno con 25 peluqueros, 10 manicuras y… orquesta. “Entonces –precisa– la gente salía mucho por la noche, al teatro o a bailar, y los hombres tenían la costumbre de pasarse antes por las barberías para afeitarse y limpiarse el cutis con las toallitas calientes que preparábamos en los fomenteros. Basile ni siquiera era peluquero, sólo un tipo avispado que empezó de lustrabotas”. Los dos hermanos que continúan en Pino y Franco tienen ya edad para pensar en el retiro. Los hijos de Pino, tres también, se iniciaron en el oficio, pero sólo uno sigue ejerciéndolo, de modo escasamente convencional en opinión del padre. Nada induce a pensar en un relevo generacional en la peluquería que los fratellos sicilianos inauguraron en 1964. Ni siquiera parece tener mucho futuro. Con el alquiler caro y una clientela menguante, pende la amenaza de que acabe echando la persiana, como tantas de las barberías que hervían de gente en os buenos viejos tiempos de la Avenida de Mayo. El cierre de la del Gran Café Tortoni, que ocupaba el recinto de la actual Biblioteca César Tiempo, convirtió en cliente de Pino al escritor y letrista de tangos Juan Centeya. Bohemio irredento y habitual del café, donde mantuvo un famoso diálogo sobre el lunfardo con Borges, Centeya sólo cruzó la avenida para cambiar de peluquero.
Entre 1920 y 1950 había miles de barberías en el gran Buenos Aires. Las más selectas eran las que en el centro ofrecían sus servicios en bares y confiterías de renombre; en círculos de la alta sociedad, como el Jockey y el Club de Progreso, y en grandes almacenes, como Harrods y Gath & Chaves. Casi todas han desaparecido, pero parte de su mobiliario, herramientas y productos de uso cotidiano sobreviven en el peculiar salón de peluquería que visito durante la mañana que sigue a la conversación con Pino y el insulso piscolabis en el Tortoni. Su propietario, peluquero sobrevenido, los ha salvado de la acción inclemente de la muela del tiempo.
Apenas sé nada de La Época en el momento en que doy la dirección al taxista. Meses antes me había topado en Internet con una referencia a una peluquería de Buenos Aires, de “estética del Siglo XIX y comienzos del XX”, que era también museo y programaba actividades culturales. Me pareció una extraña combinación, pero no busqué más datos ni volví a pensar en ella hasta que viajé a la capital federal argentina por motivos profesionales. Y, cuando el taxi me deja en mi destino, me llevo una enorme sorpresa. La Época desborda mi capacidad de asimilación. Me descoloca su simultánea multifunción como peluquería-barbería, museo viviente, café-bar y centro cultural de barrio. Me asombra la amalgama de antiguos sillones, espejos, secadores, fomenteros, herramientas, mesas, sillas, vitrinas, muebles, cuadros, carteles, anuncios y abalorios que decoran hasta el último centímetro del local. Y me choca la figura de su factótum, un acabado espécimen de porteño. La primera estrofa de la milonga Soy como soy parece haber sido escrita por él: “Me llamo como me llaman/ nunca tuve preferencia./ Me gusta obrar a conciencia/ en la buena y en la mala./ Soy como me da la gana/y procedo de igual modo.”
El apego reverencial por el pasado le ha servido al propietario de La Época para obtener la distinción o el mote de “conde de Caballito”. Cuando me lo cuenta, a todas luces satisfecho, quedo frío. Las ínfulas de grandeza en un peluquero resultan tan estrambóticas como la mesura en un telepredicador. Pero enseguida concedo a Miguel Ángel Barnes una especie de bula democrática. Quizás es la dulzura de la palabra Caballito, reductora de la prosopopeya del título. Quizás, el abolengo paisano, no exento de retranca, que se deriva del asiento nobiliario en el barrio bonaerense de ese nombre. No sé exactamente que me lleva a ello, pero acabo aceptando la existencia de ese peculiar Gotha criollo. Al fin y al cabo, sólo los monárquicos más incautos confían en que la nobleza de aluvión se corresponda con algún tipo de lógica o mérito. Pensándolo bien, si Franco concedió el condado de FENOSA a Pedro Barrié de la Maza y Juan Carlos I hizo marqués a Josep Tarradellas, cualquier título es posible. Y ningún pasado, irredimible.
Puestos a comparar, conde de Caballito suena rebién. Y Miguel Ángel Barnes compone, además, el tipo perfecto de aristócrata ful. El rostro amable, el pelo canoso y ligeramente largo que una vez fue rubio, la barba recortada con primor, los modales refinados y los aires de galán maduro le favorecen en el juego de los ringorrangos. Pero la camisa de seda negra, los pantalones igualmente negros, el chaleco adamascado (con pasamanos dorados el suyo y plateados los de sus oficiales) y los zapatos blanquinegros de charol le dan el aire de un tahúr del Mississippi. Quizás por eso, Barnes refuerza suatuendo con una prenda talismán: la antigua capa española de Casa Seseña con la que, según me dice, pasea por las calles porteñas cuando bajan las temperaturas. Imposible pillar en un renuncio al conde de Caballito.
La Época tiene en la acera una terracita con cuatro mesas junto a las que se exhiben voluminosos secadores de pie, un terrorífico aparato para realizar permanentes calientes y otros cachivaches eléctricos pasados de moda. En el interior, separadas por un tabique, hay dos estancias que sólo resultan estrechas por el abigarramiento que reina en ellas. La peluquería-barbería dispone de tres sillones para los clientes, varios más que no se usan, espejos grandes, dos banderas argentinas de considerable tamaño con sus mástiles y vitrinas hasta el techo repletas de toda clase de pertrechos profesionales. En el café-bar hay cuatro o cinco pequeñas mesas, algunas sillas, varios fomenteros y otras imponentes vitrinas que guardan un sinfín de productos de otro tiempo: jaboncillos, tintes, postizos, horquillas, cremas, colonias, brillantinas, lociones, tijeras, peines, cepillos, espejos, navajas, brochas, cuchillas de afeitar... Un heterógeneo tesoro de diez mil piezas adquirido con pasión, paciencia y astucia.
Miguel Ángel Barnes me explica que el oficio le tiraba desde pequeño, pero que sólo apostó por él cuando capotó la frutería que había heredado de sus padres. “Desde el principio –reconoce– fui consciente de que estaba obligado a montar algo que alcanzara rápida repercusión: ya no era un pibe, no podía avanzar poco a poco por una nueva vereda. Por eso tuve la idea de ir contracorriente. Como todo el mundo enloquecía con las peluquerías más y más modernas, opté por volver la vista atrás. Y mientras me formaba profesionalmente, fui adquiriendo durante siete años en secreto, eso resultó esencial, todo lo que ves aquí”.
Desde que La Época abrió sus puertas el 7 de agosto de 1998 representa una alternativa en el baqueteado sector de las peluquerías de caballeros del llamado mundo occidental. La revista National Geographic la considera el único museo viviente del continente americano y diversas instituciones argentinas le han otorgado reconocimiento público por su interés cultural y turístico. Miguel Ángel Barnes admite que buena parte de ese éxito corresponde a sus convecinos de Caballito: “Desde un principio hemos programado exposiciones, presentaciones de libros, clases de inglés, espectáculos gratuitos de tango, salsa, jazz… Las actividades han ido variando según las sugerencias de la gente del barrio. Y eso responde a nuestro objetivo: recuperar el espíritu de las antiguas barberías, que fueron el primer lugar de reunión de los habitantes de Buenos Aires, antes que los bares y las confiterías.”
Mientras nos despedimos, ya en la calle, el conde de Caballito afirma que un peluquero debe demostrar equilibrio psicológico y poseer las virtudes humanas necesarias para que se pueda confiar en él. “Tu padre –me dice a bocajarro– seguro que es buena persona. En caso contrario, no hubiera podido mantenerse tantos años en el oficio”. Aún sorprendido por tan extraña deducción, me detengo a observar un par de fotos del escaparate. “Lo atendemos acá al Diego”, me explica Barnes. “¿Viene aquí a cortarse el pelo?”, pregunto, un tanto extrañado. “No, manda un coche y vamos a su casa”. Conocer que Diego Armando Maradona es uno de sus clientes me permite calibrar el verdadero alcance del éxito del tonsor de Caballito. Ya en el taxi lamento no haberle preguntado por los gustos y las manías del mito argentino.
Un mes después, viendo por televisión el Masters de tenis, me pregunto si será Barnes el culpable de la barbita mefistofélica con la que Maradona se ha presentado en Londres. En un primer momento supongo que la habrá querido el Pelusa para seguir paseando su palmito funesto ante los ingleses. Pero luego me inclino a responsabilizar al peluquero, ya que durante los meses previos había asesorado al actor Julio Chávez, protagonista del montaje de Sweeney Todd en la calle Esmeralda de Buenos Aires. “Tardé dos meses en traspasarle los modismos del oficio”, me había comentado cuando nos vimos. La mano de Dios. El barbero diabólico de Fleet Street. El conde de Caballito. Todo cuadra.
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