Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates
El jueves 16 de mayo se presentó en La Central del Raval
de Barcelona Detrás del biombo, novela corta en
la que Manuela Benuzzi recupera por la vía de la ficción sus vivencias de infancia y juventud en la colonia italiana de la empobrecida, ultracatólica y machista España de la posguerra. El libro,
escrito en italiano y también traducido al francés, ha sido publicado en castellano por Milenio, pero los siempre repajoleros duendes de imprenta se encargaron de secuestrar el capítulo V,
fundamental en la historia porque describe el decisivo verano en que la protagonista, Marina Berselli, trasunto de la autora, deja de ser una niña para convertirse en una adolescente igual de
rebelde, pero un poco más lista.
El percance se solucionó de cara a la presentación en
Barcelona con la inserción de un pliego con el texto volatilizado, pero dado que en su momento propicié el contacto entre la autora y la editorial para la publicación de la obra,
he creído oportuno reproducirlo también en La Simiente Negra con el título El capítulo de Predazzo, ya que es en esa localidad montañosa del Trentino donde transcurren los hechos que Manuela Benuzzi relata con tanta
profundidad emocional como ambición de estilo.
El capítulo de Predazzo
"La abuela intentaba domarla y le decía bruja fea y antipática te los hago pasar yo con la escoba esos afanes de libertad, vergüenza te debería dar. Marina en verano quería ir a todas partes y comportarse como un varón, quería ir a la montaña con los hermanos e incluso escalar, que te estropeas los dedos y no podrás tocar más el piano que es el más preciado adorno para una chica. Las piernas además se vuelven feas y musculosas y nadie querrá casarse contigo, había dicho Paolo una vez para quitarle las ganas de ir de excursión con ellos. Una chica debe quedarse en casa, a tu edad no sabes ni siquiera sostener una aguja en la mano, las excursiones se hacen sólo con los padres, como aquella vez que habían ido a pie a la Rosetta, entonces no había telesilla, pero llegando al refugio Colverde que después de la guerra era sólo un enorme agujero negro lleno de cristales y escombros, Marina no había podido seguir con el padre los hermanos y los primos porque se habría cansado demasiado, y la madre la había obligado a quedarse con ella y la tía Beppina y mientras miraba hacia lo alto para seguir por lo menos con la vista los puntitos negros que eran los hermanos que subían cada vez más, había caído en la fosa quemada y vidriosa, y cuando tocado fondo se había sentido todavía viva, le está bien había pensado, así aprende a no obligarme a quedar aquí con ellas, y con la cara llena de sangre había mirado satisfecha a su madre que en cambio estaba asustadísima, Dios mio, quedará señalada para toda la vida, justo la chica, también esto le tenía que pasar.
A tu madre no la he dejado alejarse nunca, decía la abuela con orgullo echándole en cara implícitamente no haber sido tan buena educadora como ella. También cuando se iba a la montaña, llegaba sólo donde podía llegar yo también, incluso la primera excursión que había hecho con el padre cuando lo había conocido. Aquel día llovía, él estaba yendo en moto a Canazei y se había tenido que parar en Predazzo a esperar que la lluvia escampara. Se había sentado en el café Croce al otro lado de la plaza y pasada la tormenta había visto salir juntas de casa a la madre y a la abuela, pero si esa es la señora Santini, en Trento se conocían todos, qué guapa es la hija, y había ido a su encuentro para saludarlas. El ingeniero Berselli es un buen partido, había pensado la abuela, y cuando él había invitado a la madre a hacer una excursión a Ciampedié, la abuela había contestado sí iremos con mucho gusto, y a la madre no se le había ni ocurrido oponerse. Se habían casado cuatro meses más tarde y la fecha del matrimonio había sido para ella la de la liberación, contaba la madre.
Todos los años en Predazzo era una batalla, yo el año que viene no vuelvo decía la madre. Como ha crecido la niña, decían los otros cada año, será alta como la madre, pero la madre era mucho más guapa, no tenía esos feos dientes salientes y su pelo era suave como la seda, se apresuraba a añadir la abuela, Marina ha heredado el pelo áspero y liso de la abuela Berselli. Cuando después de cenar tocaba la banda en la plaza y los amigos venían a llamarla debajo de la ventana porque no se atrevían a subir y Marina se asomaba diciendo bajo enseguida, la abuela intervenía rápidamente, no hace falta salir, la música se puede oír también desde la ventana. Pero todos bajan a la plaza, ¿por qué yo no? Porque tú tienes que aprender a renunciar, contestaba la abuela, saber renunciar es la cualidad más bella en una mujer, tienes demasiada libertad y debes dejar de comportarte como un chicazo. La renuncia impuesta por la fuerza, no sales porque yo he dicho que no sales, la renuncia sin motivo y por supuesto no asumida que en vez de llevar la paz al ánimo como decía la abuela generaba tenebrosos sentimientos de rebelión violentamente reprimidos. Marchad, decía dirigiéndose a los amigos, Marina no sale por la noche. Y ella, nada convencida, cerraba la ventana y reteniendo las lágrimas y una rabia oscura e impotente se encerraba en el retrete al fondo del corredor, el único lugar donde refugiarse a pesar del frío porque en Predazzo no tenía habitación propia, dormía en una esquina de la enorme habitación de los padres, detrás de un biombo de tela beige con patas de bambú.
De todas formas Marina era feliz en Predazzo...
Durante los primeros años jugaban con muñecas, la de Miranda se llamaba Mariolina, Marina llevaba a Predazzo la Rosa María que le había regalado el padre cuando estaba enferma en Madrid, y Miranda le decía que la escondiera dentro de una bolsa cuando iba a jugar a su casa porque no quería que los chicos vieran que ella jugaba todavía con muñecas y Marina no entendía por qué se tenía que avergonzar y qué tenían que ver los chicos con su muñeca. También saltaban a la comba, en una esquina detrás de la casa rosa, Marina iniciaba una canción española y Miranda y Ersilia la cantaban: Soy la reina de los mares, y ustedes lo van a ver, tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a recoger, y así cantando tiraban al suelo el pañuelo y lo recogían sin romper el ritmo de la cuerda. Hazme los pies de tierra en un voltear velocísimo de la comba. En invierno también las dos muñecas se escribían largas cartas con caligrafía infantil, Marina escribía con la mano izquierda para imitar mejor la caligrafía insegura y guardaba las cartas de Mariolina en una cajita especial.
¿Por qué no les dices a tus hermanos que jueguen con nosotras?, le había preguntado un día Miranda. ¿Paolo y Umberto? ¡Pero si son chicos! Precisamente por eso, había replicado la amiga dejándola estupefacta ante la posibilidad de tal mezcla y también asustada por la consiguiente posibilidad de perderla. Le parecía una amistad ya problemática por la diferencia de edad, Marina se sentía siempre al borde del abandono y como Miranda era para ella no sólo un modelo sino también un punto de referencia y de refugio porque sólo a ella podía contarle sus penas, de faltar ella se habría sentido sola e incomprendida, como cuando una noche había decidido escaparse de casa y había ido corriendo a la suya, pero desde la ventana había visto que todavía estaban todos en la mesa y se había escondido en el jardín entre las dalias a la espera de que acabaran de cenar.
Aquella mañana había venido a pedir limosna el hijo de Tulia, que había sido la niñera de Marina cuando tenía tres años y todas las tardes la llevaba a dar largos paseos, hasta que un día Marina había contado que también el padre de Tulia iba de paseo y mientras ella jugaba en el prado Tulia estaba con él en el pajar y la abuela había dicho mala puta y por la tarde Marina no había vuelto a salir con Tulia, que algo más tarde había tenido un niño y se había casado con ese hombre que no era su papá como había pensado Marina, era leñador y la abuela decía que era un ladrón. La abuela llevaba el monedero cosido debajo de las faldas por miedo a los ladrones y cuando en una tienda tenía que pagar, ponte delante y tápame para que nadie vea decía a Marina, y se levantaba las faldas, que le llegaban casi al suelo y manipulaba allí abajo mirando a su alrededor con expresión sospechosa, y Marina se avergonzaba porque nadie podía pensar que la abuela estuviera sencillamente buscando el monedero.
El hijo de Tulia había contado a la abuela aquella mañana que el padre se había hecho una herida en la pierna con el hacha y no podía seguir trabajando por eso la madre lo había mandado a pedir ayuda. Ah sí, había contestado la abuela, di a tu madre que si hubiera sido una mujer honesta ahora no estaría en esta situación, y le había cerrado la puerta en las narices. Marina había escuchado horrorizada, se había ido en busca de Miranda y las dos juntas habían salido corriendo en bicicleta a llevarle una bolsa de caramelos a Tulia, que vivía valle abajo hacia Cavalese. Ya esa misma noche la noticia de la expedición había llegado a oídos de la abuela que indignada había decretado que Marina no tenía que salir nunca más, el exceso de libertad la estaba llevando por mal camino y no tenía escrúpulos cuando se trataba de entrar en cualquier casa. Marina protestaba excitada en defensa de Tulia, pero la abuela no se equivocaba nunca porque era santa y hablaba a menudo con la virgen, tanto es así que una vez le había dicho de estar preparada por que vendría a recogerla el 15 de agosto y la abuela estaba contentísima de subir al cielo también ella en ese día, y se había encerrado en su cuarto, echada en su cama todo el día a la espera. Al día siguiente estaba de un humor pésimo porque la virgen no había ido a recogerla y ella seguía allí.
Ahora para acabar la discusión la abuela gritaba cállate, que con esa manera de hablar acabarás en un burdel, te lo digo yo ese es tu sitio, y ni la madre ni los hermanos la habían defendido. Marina se había levantado de la mesa llorando y había salido corriendo, ciega por las lágrimas y por la rabia, hacia la casa del bosque, subiendo por el sendero oscuro olvidando que tenía miedo de que los soldados le robasen los pendientes como decía la abuela, aunque ella no llevaba. Y mientras sollozando escondida entre las dalias en la oscuridad esperaba calmarse, he aquí que se abre la cancela blanca algo chirriante y aparece Conchita que viene a preguntar de parte de la señora si Marina está allí. Había mandado a la camarera como cuando se pierde un par de guantes, y Marina en ese mismo momento había decidido que no habría vuelto nunca más a casa. Miranda la había acogido y consolado y la había convencido para que olvidara y no se lo tomara a pecho, y además si no volvía a casa dónde podía ir, y así Marina había vuelto a la chita callando mientras la madre dormía o fingía dormir, había dejado la puerta abierta y ella se había metido sigilosamente en su cama detrás del biombo.
Marisa y Miranda ahora ya no jugaban con muñecas, pero compartían la pasión por la montaña, actividad mucho más difícil porque en su inexperiencia dependían de una persona alpinísticamente confiable. Delio era el único que las llevaba de cuando en cuando a escalar, le estaban muy agradecidas por ello y lo consideraban un gran amigo, porque no sólo era un verdadero escalador sino también amable y paciente. En efecto, con él habían llevado a cabo las escaladas más bonitas y difíciles, las que habían quedado para siempre enmarcadas en las páginas de oro de sus recuerdos, como la travesía de los Cinco Dedos con Mario Giolitti. Unos años más tarde aquellas excursiones quedarían bruscamente interrumpidas para siempre pero aquel día aún no lo sabían y en una bellísima mañana de septiembre habían ido al Paso Sella en coche de línea. La subida hasta el ataque había sido larga y aburrida, entonces no había funicular, pero la escalada había sido espléndida, aunque Marina tenía miedo como siempre pero en este caso más porque por primera vez compartía cuerda con Marco y no con Delio. Marina era menos ágil que Miranda, o quizás sólo tenía más miedo, a veces muchísimo miedo que la llevaba a jurar no volver más a afrontar una pared de roca en toda su vida, como aquella vez en la arista de la Delago que era fina y cortante como el filo de un cuchillo y se había encontrado con una mano a la derecha de la arista y la otra a la izquierda, y estaba colgada sobre el valle que se veía allí abajo muy muy lejano, y hacía frío y cuervos grandes y negros revoloteaban a su alrededor graznando con un sonido siniestro presagio de muerte. Los agarres eran pequeños y cortantes, Marina estaba paralizada y al límite de sus fuerzas había gritado ¡vuelo! pero se había lanzado hacia arriba desesperada y a ciegas mientras Delio retirando velozmente la cuerda sobrante había dicho a Miranda, Marina ha aprendido a volar, pero el miedo afortunadamente se olvida nada más pasar, y de nuevo en el pueblo Marina a los pocos días no veía la hora de volver a la roca. Aquel día en los Cinco Dedos se habían dado momentos de miedo atroz como en la pared Gluck antes de llegar a la cima, porque no sólo era expuesta y difícil, también había empezado a llover. Luego en la cima, más que nunca la gran alegría de haberlo conseguido y el subidón ante la vista del nuevo paisaje, el ojo que puede dominar un espacio de trescientos sesenta grados y sentirse satisfecho ante cualquier enfoque, el intercambio de abrazos de felicidad con los compañeros de escalada y el placer del estómago que por fin recibía lo que deseaba desde hacía tanto tiempo. La lluvia había ralentizado sus movimientos y en la bajada las dos parejas procedían con prudencia y lentitud. La tarde caía implacable y la lluvia se había convertido en granizo. Ya no era posible bajar en escalada, había que darse prisa y Delio no quería plantar clavos para no atraer a los rayos. Se bajaba a oscuras a saltos cuerda abajo. Marina era la primera en saltar y no sabía si al final de la cuerda sus pies encontrarían un apoyo. Muerta por muerta había que arriesgarse. A las ocho de la tarde habían llegado al pedregal de la base y se habían tirado hacia él con botes largos y alegres y habían sido acogidos por el mugido de las vacas de los prados. Mirando hacia arriba más allá de las montañas negras habían visto una clara noche estrellada y Marina había experimentado de manera intensísima el gusto de volver a la vida.
Umberto y el primo Armando se habían ofrecido una vez a llevarlas a hacer una escalada, habían preparado la noche antes las mochilas con las cuerdas los clavos los mosquetones y todo lo necesario en gran secreto porque los mayores no tenían que enterarse, y habían salido al amanecer en el coche de línea, donde Umberto y Armando repetían una y otra vez os hemos preparado una bonita sorpresa, y ante la insistencia de las dos chicas contestaban, os lo diremos sólo al llegar a Vigo. Y en Vigo, al bajarse del coche se habían recostado en el muro del cementerio y habían dicho esta es la sorpresa, nosotros no nos movemos de aquí. Ellas dos habían subido solas hasta el refugio Rey Alberto, donde dos conocidos las habían invitado a ir con ellos al Piz Piaz. Pero ninguno de los dos conocía la vía y se habían encontrado en apuros, y en el momento en que Marina estaba a punto de lanzarse en primer lugar con la cuerda doble por una pared que parecía la adecuada, desde el refugio habían llegado los gritos de un guía que la había parado y le había indicado el punto justo por donde bajar. Luego en el refugio el guía los había reñido e insultado porque si se hubieran tirado por donde pensaban no hubieran encontrado punto de llegada y se habrían quedado colgados en medio de la pared. Para Marina y Miranda el único pensamiento reconfortante era que Umberto y Armando habrían tenido para siempre sobre su conciencia el hecho de su muerte. Pero en cambio se los habían encontrado en el coche de línea contentísimos porque rebuscando en el cementerio, en fase de restructuración, se habían apropiado de un cráneo humano que lucía intacto sobre un montón de huesos y ahora se encontraba al fondo de su mochila.
Por la noche Umberto y Armando habían organizado un catafalco en la habitación de los padres, con la calavera robada apoyada en un cojín forrado de negro entre dos cirios y los primos de Miranda disfrazados de mujer con un pañuelo negro en la cabeza se lamentaban y lloraban. Las luces de la sala estaban apagadas, y cuando los amigos habían llegado como siempre para el baile, a través de la puerta abierta habían visto el espectáculo macabro. Avisadas por los gritos y el jaleo, con un trasfondo de música sacra que Umberto y Armando arrodillados entonaban, habían acudido la madre y la abuela, la primera diciendo fuera, fuera, que mal fario, pero cómo se os ha ocurrido, justo en mi cuarto. La abuela por su cuenta despotricaba ¡pecado mortal! Habéis profanado una tumba, qué le pasará a este pobrecito el día de la resurrección de los muertos sin la cabeza, yo os denuncio al párroco, y las dos, cada una por razones diferentes, se habían apresurado a desmantelar el catafalco, la calavera estaba de nuevo en la mochila y al día siguiente, tras las insistentes amenazas de denuncia por parte de la abuela, había vuelto en coche de línea al cementerio de Vigo donde espera la resurrección de los muertos
En aquellos años la máxima autoridad del pueblo era el párroco don Angelo. Para la abuela sus palabras eran verdades absolutas y cuando se encontraba con él se apresuraba a besarle la mano insinuando una reverencia. Las tardes de verano cuando después de cenar era todavía de día, el párroco saliendo de vísperas se paraba en la plaza y enseguida se sumaban los notables del pueblo, el juez el notario el alcalde el secretario de la Democracia Cristiana local. Hablaban de pie delante de la iglesia, Marina los veía desde la ventana, siempre a la misma hora, siempre los mismos. A veces se unían al grupo dos o tres sacerdotes de veraneo que daban una nota negra a la tonalidad ya gris y austera del grupo, es más, a menudo era el negro el color predominante, como cuando venía a Predazzo el tío padre Clemente, afortunadamente venía pocas veces porque en esos días la abuela enloquecía en su papel de madre de sacerdote, mejor dicho, de santo como iba contando a todos en el pueblo con gran desagrado del tío que preguntaba a la hermana cómo se puede hacer callar a mamá. Cuando venía de visita el tío sacerdote la abuela decía a Marina desaparece, entra sólo un momento saluda y vete, una muchacha no debe entretenerse con un sacerdote, hay que evitar tentaciones a estos pobrecitos, y una vez que Marina había entrado a saludar con pantalones, la abuela había pegado un salto en la butaca, vete a cambiar y vuelve vestida como dios manda. Marina se sentía humillada y no entendía que la tentación fuera una fuerza ineluctable y siempre latente ante la cual bien poco podían hacer los hombres, se lo había explicado también padre Fernando, por eso las mujeres se confiesan detrás de la reja, cara a cara sería muy peligroso, hay que tener en cuenta que los curas están sujetos a la tentación como todos los demás hombres.
El párroco que era también un ferviente adversario de la inmoralidad creciente no había permitido la apertura de ningún local público de baile en el pueblo, sólo después de su muerte se había podido abrir uno, el Rododendro, por lo tanto en aquellos años no se sabía dónde ir después de cenar. Estando así la cosa, un día la madre de Marina había ido a Trento en el coche de línea y había vuelto con un tocadiscos portátil y dos discos. A partir de entonces se bailaba casi todas las noches en casa de ellos, siempre las mismas canciones, el Vals de las velas y Celos, el tocadiscos se cargaba a mano con una manivela y conseguía a duras penas terminar un disco sin perder golpe. Entonces la música se ralentizaba con sonidos como de bostezos, y todos adecuaban sus movimientos a ese ritmo, arrastrando los pies sobre el pavimento hasta que la música no paraba del todo con un sollozo lento y bajo que no desafinaba respecto a las palabras de la canción, pero nadie iba a dar vueltas a la manivela. El párroco, que vivía frente a la casa de la abuela, había clamado por el escándalo, también desde la plaza a través de las ventanas abiertas se veía bailar a las parejas, algunas más arrimadas de lo necesario, otras contorsionándose como negros, así había dicho. Pero la madre prefería que los chicos se quedaran en casa por la noche, por lo menos así sabía dónde estaban, y el padre había bajado una tarde a hablar también él con el párroco y don Angelo se había dejado convencer con la condición de que cuando bailaban cerraran ventanas y persianas de manera que en la plaza no llegaran indicios ni para la vista ni para el oído.
Don Angelo también había intervenido en ocasión de la primera comilona de mitad del verano, que luego se había repetido todos los años a pesar de sus protestas. En casa de Marina se juntaban y se preparaba comida para unas veinte personas. Ya por la mañana temprano afluían mesas sillas cacerolas platos vasos y por último también comida preparada desde otras casas a través de la plaza a casa de Marina que se ocupaba más de la organización que de la cocina, ignorante como era de las diferentes técnicas al uso para trasformar un alimento de crudo a cocido. Fuera, fuera de la cocina, decía siempre la madre, de todas maneras no sirves para nada y sólo creas confusión, sugerencia que Marina aceptaba alegre y velozmente, también porque sabía que sus posibles responsabilidades consistían en limpiar el arroz o rallar el parmesano. Marina iba contenta de una casa a otra a la búsqueda de ingredientes y cacharros, hacía la compra y llevaba las cuentas. Los padres a turno metían la nariz en la cocina, curiosos ante todo aquel follón y contribuían al éxito de la comida, de la que estaban excluidos, con regalos en especie de primicias y golosinas, mientras que el tío Gino hacía llegar cajas de buen vino. Marina y Miranda asignaban los sitios en la mesa con adecuados carteles, no olvidando favorecerse situándose al centro en contacto directo con los chicos más deseados y con buen control visual sobre todos los demás.
El primer año estaban también los primos romanos de Miranda que habían aportado una alegría ruidosa e insólita a la comilona, lanzando primero en broma y después cada vez con más entusiasmo pedazos de polenta sobrante de un plato a otro hasta que la habitación se había convertido en un campo de batalla con lanzamiento de bolas de polenta, el vino del tío Gino había hecho su efecto, y por las ventanas abierta la polenta había volado fuera a la plaza y don Angelo había acudido corriendo a plantear sus quejas a los padres de Marina que al enterarse habían acudido apresuradamente a poner fin al asunto.
Un año, en cambio, mientras comenzaban los preparativos para la comilona de ferragosto se había venido a saber que Delio estaba en la pared sur de la Marmolada con un amigo y que volvería probablemente al día siguiente.
Delio había sido compañero de curso de Umberto aquel lejano invierno en Predazzo durante la guerra, pero en aquella época Marina era demasiado pequeña para acordarse. Se acordaba sólo de algunos años más tarde cuando Luigi, el hermano gemelo de Delio, había enfermado y la abuela y la madre susurraban con gran misterio números, cuarenta y uno cuarenta y dos, que ella no sabía pero que entendía que hacían referencia a algo grave. Luego las voces se habían hecho más agitadas, había aparecido la palabra septicemia, y al poco tiempo Luigi había muerto. Era la primera vez que se enteraba de la muerte de un niño, normalmente eran los viejos los que se morían pero de la muerte en general, como de las enfermedades o de la guerra no se tenía que hablar. Marina creía que la muerte era un castigo que recaía en los malos, y estaba aún más sorprendida porque la madre solía poner como ejemplo la docilidad de esos hermanitos, que estaban siempre limpios y en orden, los sentaban en el orinal todos juntos a la misma hora y paseaban todos los días, los dos niños a un lado y las dos niñas al otro. Ahora Delio a los once años se había quedado solo en su lado, y esta soledad lo habría acompañado toda la vida. Pero él no hablaba nunca de ello, sólo en sus poesías la muerte era una presencia viva. De otro modo, como él mismo había escrito, estaba encariñado con la máscara de hilaridad que llevaba en el rostro.
La comilona aquel año había sido pospuesta, y cuando al día siguiente el tiempo había empeorado y Delio aún no había vuelto todos habían olvidado la comilona, pero cuando tampoco el día siguiente Delio había regresado y el tiempo emperoraba, habían empezado las horas de impaciencia y de angustia, y todos iban arriba y debajo de Canazei para tener noticias del padre o de los grupos de socorro, haciéndose la ilusión de encontrarlo en el refugio delante de un vaso de vino, divertido por el jaleo involuntario que había provocado. En cambio al tercer día un helicóptero había traído la noticia de que Delio no volvería nunca.
A partir de ese año no se hizo nunca más la comilona de ferragosto, y Marina y Miranda no volvieron a escalar."
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