Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates

La barba ha vuelto con fuerza y, como resulta fácil comprobar en prensa y televisión, es ahora tanto símbolo de ferocidad guerrera islamista como de modernez y guapura hipster, término con el que se definía en la década de 1940 a los jóvenes blancos amantes del jazz be-bop. Que individuos tan en las antípodas existenciales, por lo general jóvenes, coincidan en lucir barbas corridas, descuidadas en un caso y cuidadísimas en el otro, resulta un absurdo que ya ha provocado extravagantes, y peligrosas, confusiones. El asunto no tiene explicación, ni seguramente la merece, pero por si aportan alguna pista he rescatado un par de textos incluidos en El hombre que siempre estuvo allí, libro que publiqué en 2011 con el subtítulo “Mi padre y otras historias de barberos”.

Dos apuntes sobre barbas, barberos y barbudos

 

1. Cultura general

 

Por barba, en sus barbas, con toda la barba, subirse a las barbas, cuando las barbas de tu vecino veas pelar pon las tuyas a remojar, si sale con barba San Antón y si no la Purísima Concepción… Decenas de expresiones y proverbios prueban la potencia de significación que tuvo la barba en la lengua española. Ahora apenas están presentes en el habla coloquial, y eso refleja otra evidencia: lo baladí de llevar barba o no, recortarla con todo primor o que sea incipiente, corrida, de chivo, de mosca…

 

La entrada “barba” de la primitiva Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa incluye apuntes de biología, disquisiciones antropológicas y anecdotario histórico. En dos páginas se explica, entre otras curiosidades, cómo la barba sirve para “fijar la cronología de las monedas y de los monumentos de arte”, cuáles son las “razas” con más y menos vello en el rostro, que Pedro I el Grande cobraba impuestos a los rusos que no se afeitaban y cómo los “mahometanos juran por la barba del Profeta y la suya propia”.

 

Las voces relacionadas con “barba” también merecen un extenso tratamiento en la primera edición de la Espasa. Basta consultar las entradas “afeitar”, “brocha”, “espejo”, “espuma”, “filo”, “jabón”, “navaja”, “pelo”, “sillón” y “suavizador” para enterarse de casi todo lo que merece la pena conocer sobre barbas y barberos. Muchas de las explicaciones parecen ahora fruto de la fantasía de sus autores o han quedado obsoletas, pero otras dan medida del saber universal en la época de su publicación, el primer tercio del siglo XX. Sobre la navaja barbera la enciclopedia expone que es de filo agudísimo, no tiene punta, está hecha de acero muy templado, puede girar libremente entre sus cachas y sirve para “hacer la barba”. Esta definición, completa y exacta, introduce la subentrada “navaja de afeitar”. El erudito que la redactó cita la Ilíada (“en el filo de una navaja de afeitar están ahora la triste muerte y la salvación de todos”) y aporta detalles tan precisos como que los aztecas utilizaban laminillas de obsidiana o que los coptos no prescindieron de las herramientas de sílex hasta principios del siglo XIX.

 

El placer de vagabundear de un tomo a otro de la Espasa se multiplica con tiempo para picotear en entradas próximas a las que se van buscando. Tras “afeitar”, la lectura de “afeite” permite conocer que los romanos del Imperio ennegrecían el pelo, y previsiblemente la barba, con un líquido espeso extraído de las bayas de saúco y una decocción de sanguijuelas fermentada en vinagre. Y después de la instructiva “jabón”, ¿qué impide seguir hasta “Japón”? Sólo así se puede corroborar algo más o menos sabido sobre el cabello de sus habitantes: “rígido y negro, aunque ocurren casos de forma ondeada, nunca rubio y rarísima vez rojo, la barba tardía y pelos en el resto del cuerpo escasísimos, salvo influencia aina.”

 

Casi al mismo tiempo que la Espasa informaba sobre estas características antropológicas de los japoneses, el coronel Jacob Schick patentaba el invento que acabaría décadas más tarde con el oficio de barbero: la máquina de afeitar eléctrica. Pero para entonces las barberías ya estaban perdiendo gran parte de la clientela por culpa de King Camp Gillette, quien no sólo ideó la hoja de afeitar de dos filos, sino que supo desde el principio que debía ser desechable. En 1903, primer año del negocio, sólo vendió 51 maquinillas y 168 hojas, pero para cuando Schick presentó su artilugio en 1925 ya era una de las mayores fortunas del mundo. Las creaciones de estos dos estadounidenses del Medio Oeste habrían entusiasmado a Benjamín Franklin. El ilustre científico y estadista del siglo XVIII sentía un enorme orgullo por afilar su navaja y afeitarse él mismo. “La felicidad humana –escribió– se produce no tanto por golpes de suerte, siempre excepcionales, sino por las pequeñas satisfacciones de cada día. Por eso, si enseñamos a un joven humilde a afeitarse y a mantener en buen estado su navaja, contribuiremos más a su felicidad que si le regalamos mil guineas”. Lo exagerado de esta comparación debió inducir al prohombre estadounidense a presuponer que el dinero se fundiría con rapidez y sólo quedaría el “remordimiento de haberlo gastado locamente”. Pero como ése tampoco parecía un argumento irrebatible, apostó por el tremendismo. Al afeitarse por si mismo, concluyó, el hipotético joven se ahorraría la “diaria humillación de esperar al barbero y sus dedos sucios, su aliento pestilente y su navaja sin filo”. Franklin, a la vista está, detestaba a los barberos. Y tenía pavor a los ya entrados en años. “Desconfía del médico joven y del barbero viejo” es una de las frases que le han hecho célebre.

King Camp Gillette.

 

2. Peculiaridades islámicas

 

El famoso explorador Richard Francis Burton cuenta en Mi peregrinación a Medina y La Meca, libro publicado a mitades del siglo XIX, que tras llegar a la segunda de esas ciudades, un barbero le cortó “todo” el pelo, es decir, no sólo el cabello, sino el vello púbico y axilar. Además, reproduce la oración preceptiva del rapado con el que los peregrinos recuperaban el estado profano tras haber realizado los rituales fundamentales: “Oh, Alá, haz que cada uno de mis cabellos resplandezca con tu Luz, con tu Pureza, y merezca tu generosa Recompensa.”

 

El capitán, espía, diplomático, traductor, poeta y místico Burton, que supuestamente llegó a hablar 29 lenguas, se hizo circuncidar antes de viajar a las ciudades santas de Arabia. Con esa medida, propia de su desinhibido temperamento, buscaba sobre todo mimetizarse con el paisanaje de los lugares que debía atravesar. No quería exponerse al peligro de sufrir los avatares de quienes era apresados por piratas turcos y berberiscos en el siglo XVI. Como explica el hispanista Bartolomé Bennassar en Los Cristianos de Alá, la circuncisión de esos cautivos, de grado o por la fuerza, les convertía en “musulmanes” de por vida. Si alcanzaban la liberación, se les negaba la pertenencia a la grey cristiana tras obligarles a bajarse los pantalones. Los inquisidores incluso sabían distinguir las circuncisiones hebreas de las musulmanas. Curiosamente, muchas de estas últimas, las realizaban barberos judíos que, al servicio de sultanes y visires, rapaban además la cabeza de los cautivos dejándoles un tufo en el centro.

 

El imaginario popular occidental no asocia desde hace siglos esas coletas otomanas con la versión belicosa del islam. Ahora, existe una identificación más evidente entre la barba corrida y el fundamentalismo musulmán, e incluso, según el escenario geopolítico del que se trate, con el yihadismo. No todos los devotos con barba son yihadistas, al menos en el sentido de interpretar la Yihad como la guerra a muerte contra el infiel, pero una mayoría pertenecen a corrientes rigoristas del islam. De hecho, lucen sus largas barbas para dejar bien claro ante los demás quiénes son y a qué tipo de sociedad aspiran.

 

¿Dónde están los barbudos?”. “¿Qué van a hacer los barbudos?”. “En la revolución no tienen nada que ver los barbudos”. “No queremos un país en el que manden los barbudos”… Estas frases, y otras similares, fueron recogidas por los medios de comunicación occidentales durante las revueltas que provocaron a comienzos de 2011 el derrocamiento del tunecino Ben Ali y del egipcio Hosni Mubarak. Cuando se habla de los “barbudos” todo el mundo los identifica yacon los creyentes adscritos a corrientes fundamentalistas que realizan una lectura ahistórica del Corán. Los argumentos a favor de la obligatoriedad de la barba se repiten en las webs que aleccionan a la feligresía musulmana. Y se imponen los argumentos de quienes la defienden, equiparándola en ocasiones al supuesto uso preceptivo del hiyab por la mujer.

 

Disquisiciones doctrinales al margen, las barberías del Magreb y el resto de países musulmanes cumplen una relevante función social. Como antaño en Occidente, se frecuentan para pasar el rato en compañía, intercambiar información, hablar de fútbol y comerciar en pequeñísima escala. Esa polivalencia resulta aún más evidente en las que atienden a clientela musulmana en Europa. El bullicio reina en las barberías marroquíes y paquistaníes del barrio del Raval barcelonés cuando cae la tarde y los sábados, domingos y festivos. Son locales importantes para sus comunidades. Y por eso abundan en los barrios con vecindad musulmana de las ciudades españolas. En realidad, hay tantos que llegan a inquietar. En un artículo sobre la localidad gerundense de Salt que mereció la portada del suplemento Domingo de El País se llegó a publicar en 2010 lo siguiente: “En este pueblo donde sobran peluquerías, el 25% de los inmigrantes y el 13% de los autóctonos están parados. Y eso ha afectado mucho a la convivencia.”

 

¿Sobran peluquerías en Salt o en localidades con población de similar procedencia étnica? La respuesta debería darla el famoso mercado, que no sólo dicta sentencias macroeconómicas, pero los tiros parecen ir en otra dirección. Buena parte de quienes consideran que hay demasiadas peluquerías musulmanas también juzgan excesivo el número de carnicerías halal, bazares, locutorios, teterías… A otros, con menos prejuicios raciales, les cuesta entender la función social que desempeñan, apenas diferente de la de las barberías españolas hace 50 años. Y, finalmente, hay a quienes les preocupa que algunos de esos establecimientos, integrados en la red hawala de flujos financieros irregulares, sean meras tapaderas de grupos yihadistas o sirvan para sus fines terroristas.

 

Esta prevención coincide en el tiempo con una creciente ambivalencia de la figura del barbero en los países donde el islam es ley escrita o consuetudinaria. El fenómeno resulta sorprendente. Por un lado, los barberos han perdido predicamento desde que la mayoría de circuncisiones masculinas y ablaciones femeninas las realizan profesionales sanitarios. Pero en paralelo, se ha ido asentando una imagen pública suya que los diferencia del resto de oficios populares. Se les tiene por gente de la más capaz de pensar por sí misma y de desprenderse del peso muerto de la tradición.

 

Cuesta considerar una casualidad el porcentaje tan alto de barberos entre los procesados por blasfemia en países musulmanes durante la primera década del siglo XXI. Debió haber otros casos que no llegaron a interesar a los medios occidentales, pero de los que informaron, más de la mitad tenían como protagonistas a barberos. El turco Sabri Bogday, de poco más de 30 años, fue condenado a muerte en 2008 en Arabia Saudita, y sólo gracias a una campaña internacional en su apoyo pudo volver a su país tras la conmutación de la pena por el rey Abdullah. Otro caso sangrante fue el de Walid Husayin, de 27 años, barbero e hijo de barbero, a quien el hecho de residir en Cisjordania, la parte controlada por la “laica” Autoridad Palestina, no le salvó de ir a la cárcel a finales de 2010 por defender en Facebook, con seudónimo, sus convicciones ateas (y no había más noticias sobre él en mayo de 2011).

Richard Francis Burton.

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