El día 10 de enero de 2015, el escultor Alejandro Molina hubiera cumplido 63 años, pero murió casi cuatro meses antes en Barcelona, donde residió durante
la mayor parte de su vida, que compartió con el pintor y dibujante Nazario Luque. Maite Clavo, colaboradora de La Simiente Negra y amiga suya desde que llegó a la ciudad catalana procedente de Sevilla, le recuerda como un ser humano alegre y deshinbido, un hombre enamorado del amor, un aventurero de ciudad, un artista comprometido y un sorprendente creador.
Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates
Alejandro Molina, obras y días
Una azotea
Dos miradores,
dos ventanitas
Un comepán
El botón de la levita…
Con esta cantinela descubría Lolita la dimensión insospechada de su frente, ojos, nariz, boca y, con sorpresa mayúscula, el ombligo; luego las del variopinto mundo, aprendizaje en que Alejandro la acompañó de forma cada vez más sofisticada, pues a las metáforas siguieron polisemias, metamorfosis, epifanías, cuentas del revés y, en resumen, cuantos deslizamientos y criaturas les brotan a las categorías aristotélicas.
También materia y virtualidad resolvieron sus diferencias un día de Semana Santa en que los tres, Lola, Nazario y Alejandro, se dedicaron a arrojar a la pantalla de la tele tiernos claveles rojos al grito de “¡Guapaaaa!”, con grande regocijo y escándalo. Transmitían la procesión sevillana y Alejandro, indiferente a la leyes de la física, había comprado de buena mañana claveles para echar a la Macarena. Como era de esperar, Lola creyó durante años que la Virgen María y la Mare de Déu eran criaturas diferentes.
De su tierra traía, además, conceptos para mi ignotos. Por ejemplo, la primera vez que me presentó formalmente dijo: “Mira, te presento a mi comadre”. Yo me eché a reír, porque la palabra me evocó a las novelas picarescas (conociéndolo, creí que aludía a los amores que, como buenas amigas, a veces habíamos compartido); pero él añadió, henchido de orgullo: “Es que su Lola es mi ahijada”. Así aprendí, conmovida, el sentido profundo de la palabra que nos enlazaba para siempre.
La andadura artística de mi compadre comenzó también por Andalucía, un tanto idealizada por la nostalgia. Había venido a Barcelona por amor, a finales de los 70, tras los pasos de Nazario (autor de la acuarela reproducida abajo) que sería su pareja durante casi cuarenta años, su esposo in extremis.
En el 79 expuso un ” Belén andaluz”, libremente ubicado en su tierra, que no en Palestina y en el 83 el abigarrado “Camino del Rocío”. Sobre los 90 montó para Lola otro belén sin complejos, en que pastaban vistosos dinosaurios y los reyes llegaban en un enorme taxi. El de 2001 tenía el pesebre bajo las torres gemelas; el de 2007 lo situaba en una jaima, aislado por el muro de Gaza, escenario cuya brutalidad resaltaba el hecho de que un tanque y un helicóptero vigilaran a la sagrada familia. Al principio con ironía, luego con rabia creciente, el signo cambiante de los tiempos ocupó en sus escenarios el espacio ejemplarizante y sentimental que le había confiado la tradición cristiana.
Su imaginario no se inclinaba siempre en la dirección de la denuncia política que compartía con Nazario. Otros movimientos internos transformaron sus alegres miniaturas en los gigantes y monstruos que ocuparon la Plaza Real en fiestas durante los últimos 80. Eran años agitados de amores y aventuras.
Aparte de amar a su Nazario, o tal vez por eso, mi amigo se encandilaba con hombres tan improbables como el vendedor de alfombras de mi pueblo o el médico del Cap, y entonces dirías que se transformaba como adelgazándose todo en brillo de ojos, voz honda, zozobra de doncella, y en sus avances conjugaban la finura y la audacia. Y cada nuevo amor era un primer amor.
Esos arrebatos ocasionales no le hacían perder su incansable actividad, ni la actividad el humor. En su edificio había una terraza colectiva que él transformó poco a poco en jardín. Con la camisa por turbante sobre la calva probaba nuevas plantaciones silbando El barbero de Sevilla o quitaba las hojas secas al son de uno de sus estribillos preferidos: “¡Una mujer en un armario, que dolor, qué dolorrrrr” , poniéndonos de los nervios porque no conocía el resto de la canción. Allí fue acumulando botes de pintura, tubos de plástico, latas de aceite de que brotaban llenas de empuje las semillas que encontraba por doquier. Incluso del balcón de la calle del Vidrio parecía salir disparado un alud de plantas compitiendo por el sol, y hasta un árbol nacido quién sabe cómo.
Ideó unas piezas de barro, inspiradas en las casas norteafricanas, que habrían de albergar microjardines de interior (nunca salieron del taller, creo, excepto la que se llevó un seductor marsellés, el muy zorro). Todo florecía entre sus manos.
Un largo proceso de reflexión precedió a su época de exposiciones en París, Sevilla, Barcelona… (1994-2007). Había encontrado en la iconografía minoica la riqueza expresiva que buscaba, pero al adentrarse en el Laberinto quedó atrapado una maraña de ideas. De esa inmersión en el mito surgió, al cabo, una obra sobria, contundente: toreros muertos en hornacinas de pared y minotauros vestidos de luces, crucificados atravesados de banderillas, capotes que se erguían solos, crucificados atravesados por banderillas; criaturas que habían intercambiado su naturaleza y su lugar y ahora aparecían trastocadas de soledad.
Él también fue cambiando, claro. Su risa loca, la broma siempre a punto, los ojos brillantes de gozo y malicia se fueron ensimismando en las largas, eruditas, conversaciones del Roca. Se apasionó por la cultura árabe en España; aprendió la lengua, con innegable triunfo de la caligrafía sobre la memoria; leyó volúmenes sobre el medievo con todo tipo de teorías sesudas o peregrinas. También se enamoró de un Hassan que le dio muy mala vida, haciéndose visitar desde la Modelo a Casablanca. Y, sobre todo, encontró al Enemigo: Israel, que vino a encarnar la distancia odiosa entre ricos y pobres, el paradigma del poder criminal de la mafia y, sobre todo, el monstruo que devora inocentes. Por eso ondeaba en su ventana, solitaria y desafiante, la bandera palestina.
Dotado de secreta sabiduría sobre el vivir, pasó los años posteriores más interesado en las inacabables ramificaciones de sus lecturas y de sus plantas que en la producción artística. Aceptó el cáncer con naturalidad, nueva forma entre las formas posibles que nos habitan, y continuó con sus actividades y sus salidas nocturnas, envuelto en variopintos atuendos
¡A cuántos desconocidos de barra cautivó! No podría nombrar a tantos amigos y tantas amigas de sus andanzas ¡Y cómo alarmó a todos, ya en el hospital, cuando se negó a casarse sin vestuario! Hizo reír hasta a la jueza, convocada urgentemente para oficiar la boda, pues tras fracasar en su intento de usar la almohada como velo de novia, sólo cedió cuando una amiga le trajo, a toda prisa, una diadema de tul rosa. Así ese radical libre, Alejandro, volvió a llevar el acto común a la dimensión simbólica con que él vivía la realidad, el arte efímero que nos regaló día tras día.
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