Un relato de ficción en el que se adivinan vivencias personales y el poso de la Nicaragua revolucionaria de hace tres décadas, así puede resumirse la primera colaboración de Isabel Barba, profesora recientemente jubilada, en La Simiente Negra. La narración, trabajo final de un reciente Taller de Escritura realizado en el Ateneu Barcelonés, es a la vez arriesgada y conmovedora. Y, tal y como cabe esperar de una voraz lectora de novela negra, tiene ritmo, mucho ritmo. 

Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Rescates

El muro

Se despierta temprano, como siempre.

Tú serás de poco dormir, como yo hija, que le vamos a hacer –le decía su madre.

Sí, soy de poco dormir, de poco comer, y ya, también, de poco recordar.


Se levanta y mira por la ventana. El día despunta azul y luminoso. Es domingo, día 23, octubre. El otoño se resiste a llegar.

 

No quiere empezar el día con esa tristeza que le estruja el alma y que la acompaña haga lo que haga. Si pudiera seguiría durmiendo y soñando. Ahora sueña mucho, y en sus sueños, al contrario que en su realidad, vive historias alegres, misteriosas o terroríficas, pero de un terror como el de las películas. No de tristeza.Deja el balcón y va hacia la cocina. Pone la cafetera al fuego –todavía puedo hacerme el café. Debería acostumbrarse al té u otra bebida, como le ha aconsejado el médico. Pero hace café. Está harta de consejos y de cambios.

Con la taza vuelve al balcón. La calle ya se ha despertado. La gente va y viene por las aceras y las persianas se van abriendo en los pisos de enfrente.

 

Ya hace un año que le pusieron nombre a lo que le estaba pasando. Pero un año antes empezaron los descuidos, las pérdidas, los espacios blancos en su cabeza ante un nombre, unas cifras. Soy muy despistada, me pierdo en cualquier sitio, no tengo sentido de la orientación.

Cuando los descuidos, los despistes, se fueron repitiendo, cuando volvía la página de un libro porque se le olvidaba lo que había leído seis líneas atrás, cuando reconoció que el orden de sus armarios roperos no se había roto por arte de magia sino que ella misma había alterado y extendido el espacio para su ropa. Y cuando después de muchas conversaciones logró superar el miedo, Julia le acompañó al médico.

 

Nada fue rápido. La crisis ya había empezado en el país y los recortes en la sanidad pública alargaban el tiempo para las pruebas, los especialistas, los análisis, el diagnóstico. Pero llegó. Y no fue claro. En esta enfermedad, no hay nada claro, sentenció a modo de consuelo la neuróloga. Hay deterioro, eso sí, vemos factores que nos inclinan a pensar en el Alzheimer; pero también pudiera ser algo parecido. El tiempo nos lo dirá.

 

Un año después el tiempo ya había decidido lo que le pasaba a su cerebro. Tenía un nombre muy raro: Demencia por cuerpos de Lewis (DCL). No era Alzheimer como ella había creído pero sus efectos eran muy parecidos.

Los días que siguieron la sumieron en la desesperación y en la angustia. Con una sensación de irrealidad buscó información, leyó, consultó y todo fue a peor.

El tratamiento, un parche que debía cambiar a diario, le produjo, en un primer momento, naúseas, insomnio, depresión que se concretaba en una tristeza infinita. No salía de casa, le costaba hablar, comer, mantener su higiene personal.

El médico le aseguró, que era normal, que costaba dar con la dosis correcta, que, gracias al tratamiento, el avance era lento, que no perdiera la esperanza porque se estaba investigando, que hiciera terapia en un centro especializado.

De todo eso ya había pasado un año.

 

Esperanza no tenía. Los efectos de la enfermedad habían aumentado. Le costaba recordar el día, el mes, lo que había oído hacía cinco minutos. Sabía que la enfermedad borraba el presente y se instalaba en el pasado.

 

Ya no se perdía en la calle porque siempre iba acompañada. En casa, todo estaba rotulado para que supiera el sitio de cada cosa. Tenía pérdidas de orina, mejor dicho, se orinaba encima. No siempre. Había días que controlaba y otros que no. También sentía la rigidez en su cuerpo. Sabía que esa rigidez la llevaría a una silla de ruedas. Los efectos devastadores del DCL. La pared que empezaba a levantarse, cada vez mas alta hasta ocultarle todo resquicio de luz. La pared, el muro.

 

Pero en ese año sí había conseguido algo. Vivir con ello sin desesperarse a cada momento. Efecto de los antidepresivos que también tomaba.

Pero ella creía que se debía más al constante cariño que recibía.

No estuvo sola. Nunca. Siempre había alguien con ella.

Su familia y amigos la habían acompañado en todo el proceso. Fueron ellos los que vieron antes los síntomas. Los que, poco a poco, la fueron convenciendo de que debía ir al médico.

 

Suena el timbre de la puerta. María deja sus pensamientos y abre. Elsa y Julia irrumpen en la sala y dejan las bolsas que llevan en la cocina.

 

Hoy comeremos de capricho –dice Julia: pollo a l’ast y patatas fritas.

Además heladito del que te gusta.

 

Venga, pongamos la mesa en la terraza, hace un día estupendo –sugiere Elsa.

 

La terraza es la parte más bonita de la casa. María compró el piso por eso. Con la ayuda de Elsa la pobló de macetas con geranios de todos los colores y de parterres con rosales, dos limoneros y un olivo. Ya hacía diez años.

 

María, después de comer bajaremos las cajas del armario, vamos a hacer punto por punto, lo que nos dijo la terapeuta, ¿recuerdas? –le comenta Julia acariciándole una mano.

Sí, pero no sé si tengo ganas de hacerlo, ¿para qué va a servir? Todo eso de la terapia ¿tiene algún sentido?. El final va a ser el mismo, esto no tiene vuelta atrás.

No te rindas tan pronto, María, siempre has sido una luchadora, ¿lo vas a hacer ahora?

Me cuesta mucho, Julia, de verdad, cada día es más difícil. Cuando voy a la terapia miro a la gente y me veo como seré dentro de un tiempo. ¿Cuánto? Seis meses, un año, dos como mucho. No tengo futuro. De qué me va a servir recordar cómo ha sido mi vida, qué he hecho, adónde he ido, qué gente he conocido. Lo siento, vamos a comer, no me hagáis caso, hoy estoy muy tonta.

 

Julia y Elsa la contemplan en silencio. Se sienten impotentes. Cuando María habla así no tienen respuesta. Saben que lo que dice es cierto. Y lo único que pueden hacer es lo que hacen, acompañarla, distraerla, animarla.

 

Chicas, vamos a comer, que el pollo se enfría –exclama Elsa en un intento por romper la amargura del momento.

 

Durante la comida, Julia y Elsa intentan distraer a María con las últimas noticias del grupo, que si a ésta le van las cosas así, que si el otro y sus amoríos. Tonterías que no van mas allá pero con las que consiguen evaporar la tristeza. Ríen las tres ante las ocurrencias de Elsa.

 

Elsa y Julia, sus amigas del alma. Julia es su amiga más antigua. Compartieron piso durante muchos años. Las unen muchas cosas además del cariño: la ideología entre ellas. Gracias a Julia viajó a Nicaragua en los años 80 y vivió los momentos más intensos de su vida. Julia forma parte de su familia, es como una hermana más.

A Elsa la conoció hace unos diez años y enseguida congeniaron. También la considera como una hermana. Con ella comparte una parte de su vida, la más onírica, la intuitiva, la de las emociones. Las dos son mujeres valientes y fuertes.

 

Bueno, y ahora a por las cajas; venga, que nos vamos a reír – apunta Elsa levantándose de la mesa–. ¿Dónde están?

En el cuarto, ya las he bajado, vamos a traerlas aquí –responde María.

 

Durante un rato abren cajas, miran fotos, se ríen, comentan. El presente desaparece dejando paso a la historia de sus vidas. Cartas de Julia a María contándole como le va por Nicaragua, pidiéndole que fuera a verla. Fotos con Elsa en Guatemala, en México. María lo guarda todo: agendas, diarios, cartas... hasta pasaportes caducados, carnés, documentos del sindicato. Papeles mezclados, sin orden ni concierto.

 

Aquí hay trabajo para rato –dice Julia–. Hay que ordenarlo todo, por lo menos las fotos. Pasado mañana iremos a comprar albums, ¿te parece bien?

Vale –contesta María,distraída,su atención concentrada en las tapas de un cuaderno negro.

¿Qué hay en ese cuaderno? Llevas un rato con él en las manos.

Nada, otro diario más –contesta María, apartando el cuaderno de los demás papeles –. Dejemos todo esto, ya estoy cansada. Vamos a comer algo.

 

Una hora después, Elsa y Julia se van. Han dejado las cajas recogidas, fregado los platos, ordenado la cocina. También han cerrado la llave del gas. Al día siguiente le toca a Pedro desayunar con María y ayudarle a hacer la comida. Así se han organizado y, de momento, es suficiente.

Una vez sola, María coge el cuaderno negro, lo abre y lee la primera página: “Nicaragua 1989. El Muro”.

 

 

El mercado donde para el autobús es un hervidero de gente, una sinfonía de olores, colores y sonidos. Así son los mercados en Centroamérica. Hileras de puestos de frutas hasta hace poco desconocidas para mí y que forman un paisaje que atraviesa la vista y sorprende con la musicalidad de sus nombres: papayas, pitahaya, zapotes, nancites, jocotes, mangos rosas, mangos verdes, guanábanas, marañones, chirimoyas. Los puestos de frijoles y de arroz para cocinar el gallopinto de las mañanas. Pequeñas tiendas con productos de droguería y olor al zotal que la gente echa en la entrada de sus casas para matar a todo bicho que intente entrar. Canastas llenas de especias que lanzan al aire aromas que te hacen soñar hasta que se mezclan con el olor a fritangas de los puestos de comida.

Mujeres con canastas en la cabeza, en un equilibrio imposible, ofrecen sus dulces y panes, se paran y te miran sin descaro: comprame, “chelita”, me dicen. Sanadores con micrófonos multiplican los poderes de curación de sus hierbas; limpiabotas, barberos, echadoras de cartas, niños y niñas que venden refrescos en bolsitas de plástico con pajita incluida; salvadores del alma subidos a una silla arengan, en un rincón, a un grupito de mujeres con pañuelos blancos en la cabeza. Descuideros de bolsos y carteras que esperan su oportunidad.

Un espectáculo que no tiene guión ni normas. Un mundo que se mueve y cambia segundo a segundo.

Ana, Sole y yo, en medio de ese torrente de vida, esperamos la salida del bus que nos llevará a Camoapa. Es el Macondo nica, les dije para animarlas a acompañarme.

Hacía una semana que había llegado a Managua. Iba a pasar tres meses con Julia. Era mi segundo viaje a la Nicaragua sandinista, la de la revolución, la de las brigadas internacionales. La que llevaba nueve años plantándole cara a Estados Unidos. Miles de personas de todo el mundo viajaron durante la década de los 80 para conocer en vivo y en directo lo que era una revolución, algo que nunca íbamos a experimentar en Europa.

Dos días antes llegaron Sole y Ana. Era su primer viaje a Centroamérica. Yo tenía que visitar a Rosaura, alcaldesa de Camoapa y las invité a venir conmigo.

Subir a un autobús en la Nicaragua de 1989 era una batalla. La fila ordenada por turno de llegada no es la costumbre. Así que subir y encontrar un espacio para colocar los dos pies en el suelo era tener mucha suerte. La nuestra nos acompaña pues además de subir nos sentamos.

Durante dos horas circulamos por la carretera Panamericana. Compartimos comida y bebida, respondemos a las preguntas que nos hacen, somos las únicas “cheles”

 

El viaje transcurre sin novedad: gente sentada y de pie, ruido de conversaciones y muchas risas. Por fin dejamos la carretera y nos internamos en el camino de San Francisco, a solo doce quilómetros de Camoapa, nuestra meta. Doce quilómetros en Nicaragua equivale a una hora de trayecto. El camino es de tierra, lleno de baches que nos hace saltar sobre nuestros asientos. Dejamos atrás la llanura para subir hacia la montaña. El paisaje se va tiñendo de distintos verdes: el intenso de los árboles, el sutil de los cultivos, el ligero de los frutales. Todos enredados sobre la senda roja que serpentea hacia el volcán, a cuyos pies está el pueblo.

 

De pronto el autobús se para, alguien le hace señales: es un soldado. El chófer abre la puerta y pregunta. El tipo, con el rifle apuntándole, le dice que bajen todos los hombres.

 

¿Qué pasa María? – me pregunta Sole. No sé, debe de ser un control, aquí todavía hay guerra, no os preocupéis, no será nada. Es raro, pensé para mí. En los controles los soldados subían al autobús y pedían la documentación. Pero éste va solo, y nos apunta con el rifle, y manda bajar a los hombres.

 

Los hombres obedecen y empiezan a bajar del autobús. Él les señala una especie de muro que está en el arcén de la carretera. Les dice que se coloquen ahí.

Esto no es normal, les digo a Sole y Ana, que me miran con angustia y sin entender nada.

 

No digo nada porque creo que no se trata de un control rutinario. O es un loco disfrazado de soldado o es de la “contra” y pronto veremos bajar al resto de la fuerza por los montículos que rodean el camino.

Pero nadie más asoma. Mientras, los hombres ya están ordenados en la cerca. Son quince. La mayoría jóvenes. Hace un rato reíamos con ellos, respondíamos a sus preguntas: ¿de dónde son, “chelitas”?

El tipo se coloca delante de ellos.

En el autobús solo quedamos mujeres y niños y algunos hombres ya viejos que el tipo no ha dejado bajar.

Al silencio le suceden de golpe los gritos de las mujeres que ya han adivinado lo que está por venir. Abrazan a sus hijos y gritan al hombre.

 

Un disparo rompe los gritos dirigiéndose al tanque de gas que está dentro del coche, justo al lado del conductor. No pasa nada.

La gente se echa al suelo. Nosotras, de pie, paralizadas, mirando hacia el muro.

Otro disparo. De la fila del muro cae un hombre.

Unas manos tiran de nuestras piernas: échense al suelo, “chelas”, al suelo.

Nos tiramos al suelo debajo de los bancos del bus, intentando hacernos invisibles. Las tres muy juntas.

Más disparos.

El tiempo se ha parado.Tirada en el suelo de aquel bus, pienso que he venido a morirme muy lejos. Aquí voy a morirme, me digo. Primero mata a los hombres y luego vendrá a por las demás; nosotras somos extranjeras, tenemos todos los números.

Más disparos. El tipo sigue con su ceremonia mortal. De uno en uno.

 

De pronto, entre el ruido de los disparos y los gritos de la gente, se oye algo parecido al ronroneo de un motor. Levanto la cabeza y veo al conductor que cierra la puerta y, que echado sobre el volante, intenta poner en marcha al bus. Nos vamos, pienso, nos vamos.

Sigan en el suelo, nos dice el chófer, que nadie se levante. En ese momento una ráfaga de disparos barre un lado del autocar. El tipo se ha dado cuenta de la maniobra e intenta pararlo. Pero el conductor logra sacarnos de allí.

 

Las tres en el suelo, nos miramos, nos abrazamos. Sole solloza desesperada.

Las mujeres lloran y gritan el nombre de los suyos que han quedado tirados frente al muro. Los niños antes alegres que corrían por el pasillo del autobús, ahora no se mueven agarrados a los brazos de sus madres. Los cuatro viejos se han hecho mas viejos.

 

Le gritan al chófer que pare, que vuelva, que allí se han quedado sus maridos, sus hijos, sus vecinos. Yo pienso, no, por favor; sigue, conductor, sigue, sácanos de aquí. Siento un poco de vergüenza por estos pensamientos, pero es más fuerte mi miedo.

 

Cuando ya hemos recorrido tres quilómetros, se levantan dos mujeres: pelo blanco, cuerpos grandes. Con voz firme dicen: ahora se levantan y se sientan. Hemos de tranquilizarnos, llegar al pueblo y avisar a la policía.

Todas obedecemos. Sole, Ana y yo nos sentamos abrazadas. Nos tiembla todo el cuerpo. Sole llora y me pregunta si falta mucho para que aparezca el pueblo.

Las órdenes de las mujeres hacen efecto. Los gritos desesperados dan paso al llanto silencioso.

Tras una nueva curva aparecen las primeras casas. Respiro.

 

Cierro el cuaderno. Recuerdo perfectamente cómo sigue la historia. No quiero seguir leyendo.

 

María deja el diario y cierra los ojos. Las imágenes de lo que sucedió después vuelven con fuerza a su mente.

 

La noticia había llegado al pueblo antes que ellas. Centenares de personas llenaban la plaza del Ayuntamiento. Cuando paró el autobús la gente se arremolinó ante la puerta, abrazando a los que bajaban, llorando con ellos, preguntando, sin parar, que había pasado con los muchachos, si sabían de éste o aquél.

Rosaura, la alcaldesa las abrazaba y las llevaba dentro de la Casa Municipal, diciéndoles cómo sentía que hubieran tenido que vivir esa pesadilla.

 

Las imágenes se sucedían con tanta claridad que pensó que volvía a estar allí: la policía y los militares desplazándose al lugar de los hechos; la llegada de los primeros cadáveres, el velatorio en la plaza, el silencio solo roto por el llanto y los gritos de los familiares. Camoapa era Macondo más que nunca.

 

Murieron seis, junto al maldito muro. Nueve pudieron escapar cuando el autobús se puso en marcha y atrajo la atención del tipo. En ese descuido corrieron montaña adentro y lograron salvarse. Toda la noche tardaron los militares en encontrarlos y llevarlos al pueblo –musitó en voz alta Marí – pero al tipo no lo atraparon hasta un año después.

 

Al día siguiente se celebró el funeral. Asistió todo el pueblo y mucha gente de otros lugares. No solo se sentía el dolor de la pérdida sino también la rabia y sobre las calles y a las puertas del juzgado, gravitaba un ambiente de venganza.

Las noticias sobre el asesino llegaban de todos lados pero nada sobre su detención.

 

María, Ana y Sole se quedaron varios días en el pueblo. Luego volvieron a Managua. La noticia había recorrido toda Nicaragua: periódicos, televisión y radio hablaban de lo sucedido cada día.

La casa de Julia se llenó de amigos españoles y nicas que querían saber de primera mano lo sucedido y, sobre todo, apoyarlas.

 

Días después, Ana y Sole volvieron a España y María se quedó los tres meses que tenía previstos.

¿Por qué me quedé?, piensa María. Tenía un proyecto con el que me había comprometido, así que debía seguir adelante. Me empleé a fondo en olvidar aquella vivencia. Hablé mucho de lo sucedido los primeros días. Después, el trabajo y el contacto con la gente me ayudó a mantenerla apartada de mi mente. Solo en sueños revivía la historia: el muro, los jóvenes que caían, el olor a pólvora, la bala que no llego a tocar el tanque de gas. ¿Por qué no explotó el tanque?

 

Cuando volvió a Barcelona tampoco contó a nadie lo que le había pasado. ¿Para qué preocupar a su familia? Algunos amigos ya lo sabían por boca de otros, así que mejor olvidar. ¿No había seguido en Nicaragua viviendo y viajando sin más consecuencias?

 

Un año después, viajó de nuevo a Nicaragua con un proyecto de trabajo que duraría seis meses. Y, fue entonces cuando lo sucedido en aquella carretera de Camoapa, volvió con toda su fuerza: era una día normal, lavaba la ropa en casa de Julia, en aquel patio sombreado y fresco. Julia y Rosaura, en la cocina, ayudaban a doña Olga a preparar la comida.

Sentí como si un mal aire hubiera entrada en mi cuerpo, así, sin más. Se me hizo un nudo en la garganta que no me dejaba respirar y empecé a llorar como nunca lo había hecho. Después vino la terapia de verdad, no la que yo me había aplicado.

 

Una habitación blanca con armarios pintados en gris. La cama articulada, la mesa, una estantería, un sillón y una mecedora son los muebles que la llenan.

Por la ventana, que casi ocupa una de las paredes, entra la luz radiante y cálida que conquista la estancia y la disfraza, por unas horas, del hogar que no es.

La estantería sostiene marcos con fotografías, libros, una radio y un jarrón lleno de flores lilas.

Tras una puerta gris, el baño: lavabo, vater con agarradores a cada lado, ducha y armario lleno de paquetes de compresas y pañales, jabón, champú y toallas, cremas y colonias. En la puerta de uno de los armarios una foto con un nombre: María Llanos García.

 

Hace dos años que María vive en esa habitación con vistas y que forma parte de una residencia especializada en enfermos de Alzheimer. Ella misma pidió ser llevada allí cuando todavía podía decidir. No quería tener a su gente pendiente de ella, de sus necesidades que cada vez eran más grandes.

 

Le gusta esa habitación soleada que es su refugio. Allí sentada en el sillón y frente a la ventana ve como la luz marca las horas que ella ya no controla: Por las mañanas el sol me besa la cara y calienta mis huesos. Mi cuerpo degradado lo agradece. Al atardecer, la luz se va apagando entre destellos rojos y violetas. Después la oscuridad cubre la ciudad que se extiende mas allá de la ventana. Pronto llegará el sueño auspiciado por las pastillas. Y con él imágenes repetidas cada noche e ignoradas cuando vuelve la mañana. Sueño con un muro de piedra, al lado de una carretera. A los pies de ese muro hay ramos de flores rojas y blancas. Sueño que sobre el muro de piedra se alza una pared blanca más alta que mis ojos

 

He olvidado palabras y pensamientos. Cada día sé menos del presente. El pasado es mi nuevo destino hasta que también desaparezca. Entonces me convertiré en un fantasma de sábanas blancas que se escapará por la ventana y volará sobre la ciudad hasta desaparecer una tarde entre los destellos rojos y violetas de la luz.

 ....................