Magdalena Albero Andrés, profesora de Ciencias de la Comunicación en la Universitat Autònoma de Barcelona, debuta en la literatura con Los caminos del mar, obra galardonada con el premio internacional Ciudad de Úbeda, uno de los más prestigiosos de novela histórica. Bien documentada, de estructura clásica, ágil y con una trama de interés creciente, Los caminos del mar, publicada por Roca Editorial, es también, como su título indica, una novela de viajes centrada en la experiencia iniciática de una joven obligada a abandonar la Atenas del siglo III (a.C.) por las razones que se explican en los dos primeros capítulos de la obra, reproducidos a continuación en La Simiente Negra por deferencia de su autora.

VIAJES /// Retumbos

La odisea de la hija de Kleón

1

Aquella tarde se llevó consigo todo lo que yo había sido hasta entonces. Me arrancó de golpe la placidez de mis días, los planes de un futuro que apenas había empezado a trazar y todo aquello que actuaba como referente a mi alrededor. En pocas palabras mi padre me explicó qué había dispuesto para mí. Me habló de forma pausada, aparentando calma, marcando una distancia entre nosotros que nunca había existido pero que en ese momento creía necesaria para protegerme, para convencerme de que no debía mirar atrás, para ayudarme a iniciar un camino que tendría que recorrer sin él. Nunca, hasta ese día, había intuido el miedo en su voz.

—No pienso ir —le dije secándome las lágrimas con rabia.

—Tienes que hacerlo. —Me tomó las dos manos y fijó en mí su mirada—. No nos queda otra solución.

Me aparté de él. No podía soportar la tristeza que transmitían sus ojos.

—No iré. ¿No te das cuenta de que no puedo abandonarte ahora? ¿Qué van a hacerte? Quiero estar contigo, sacarte de la cárcel. Eres inocente y…

—No puedes hacer nada —suspiró él.

—Claro que puedo. Buscaré ayuda. Tienes amigos importantes. No te van a abandonar en un momento así. Yo..., yo los convenceré —exclamé alzando la voz, sintiéndome fuerte, segura de mis palabras, capaz de salvar a mi padre de una condena injusta.

—No puedes, Irene. —Se sentó y dejó caer las manos sobre el regazo en un gesto de impotencia—. Nadie te ayudará. Y la culpa de que ahora tengas que abandonar Atenas es sólo mía.

—¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendida.

—Que he sido un irresponsable. He tardado demasiado en buscarte marido. Y ahora tu matrimonio es inviable. Yo…, yo ya no puedo ofrecerte una dote.

—Mejor. Crisóforo es un hombre pretencioso e ignorante. No sabes lo contenta que estoy de que no haya vuelto por aquí. No quiero casarme y pasarme el día encerrada en casa.

—¡Ay, Irene! No lo entiendes.

Me explicó que sin dinero y sin la protección de un padre o de un esposo, a una mujer sólo se le abría el camino de la esclavitud, o el de explotar su belleza ejerciendo el oficio de hetaira. No acerté a contestar, y me quedé mirándolo sin poder salir de mi estupor. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas sin que tuviera ya fuerzas para apartarlas a manotazos, como había hecho momentos antes. Mi padre se levantó de la silla y se acercó a mí. Me besó en la frente, me secó las lágrimas con la calidez de las yemas de sus dedos y se arrodilló delante de mí. Me tomó las manos de nuevo.

—Hija, has de partir antes del amanecer. Los soldados no deben encontrarte aquí cuando vengan a buscarme.

—Déjame acompañarte hasta el final —le supliqué con la voz entrecortada por el llanto que se había vuelto a desatar con toda su fuerza.

—No puede ser. El barco zarpa a primera hora de la mañana. Herófilo te espera.

Se apartó de mi lado y, dándome la espalda, me dijo con toda la firmeza de la que fue capaz:

—No te preocupes por mí. Estaré bien. Iré a buscarte cuando todo esto haya terminado.

Yo fui hacia él. Mi padre, todavía de espaldas, sintió que me acercaba y levantó la mano derecha para detenerme.

—Vete ya, Irene. Haz lo que te he dicho, por favor. —Su voz sonó tan ronca que apenas pude reconocerla.

Mi padre había sido mi único amigo, mi maestro, mi confidente; el que me ayudaba a tejer sueños, a generar preguntas, a imaginar respuestas. Era él quien me acunaba en las noches de tormenta para que no me asustaran los truenos. Fue él quien me sacó en brazos el día en que un rayo partió el olivo de nuestro patio y provocó un incendio. A él acudía cuando me sentía sola, cuando estaba triste, cuando quería compartir la alegría de algún descubrimiento que había hecho. Mi madre y mis dos hermanos murieron cuando yo era todavía muy niña. Dicen que tenía cinco años y crecía delgada y pálida. Nadie entendió cómo fue posible que me librara de la peste y que mis dos hermanos perecieran por su causa. Eran efebos fuertes y esbeltos, que se entrenaban todos los días en la palestra. Muy ágiles los dos, tenían la ilusión de participar como corredores en las fiestas panateneas, y ya habían ido una vez a Delos, a danzar ante la estatua del dios Apolo. Además, mi padre había planeado su educación con esmero.

Ambos tenían un tutor que los acompañaba a todas partes y asistían a la escuela, donde se iniciaban en las artes de la filosofía, la música y las matemáticas. Mi padre seguía sus progresos y mantenía largas conversaciones con ellos. Quería inculcarles el deseo de comprender el funcionamiento de la polis, la necesidad de crear leyes justas, de controlar la soberbia y la avaricia de quienes detentan el poder, de evitar que la corrupción se apoderara de aquellos que debían velar por el bien común. Él había leído a Platón y a Heródoto; le hubiera gustado vivir en otra época, en los años ya muy lejanos en que Pericles gobernaba y Atenas era la ciudad más importante del mundo conocido.

Mi madre era muy hermosa. Recuerdo los reflejos rojizos de su cabellera mientras su esclava la perfumaba y peinaba. Yo contemplaba ese ritual todos los días, y siempre le pedía a la esclava que me dejara peinarla. Las dos me respondían que eso no podía hacerlo yo. Entonces mi madre me tomaba entre sus brazos y me explicaba alguna historia. Sólo recuerdo una, porque le pedía que me la contara una y otra vez. Hablaba de los campos de olivos que se extendían más allá de la ciudad y que fueron plantados por la propia diosa Atenea cuando dio el olivo a la tierra. Nunca vi reír a mi madre; apenas esbozaba una sonrisa y sus ojos grises se detenían muy pocas veces en mí o en mis hermanos. Su figura emanaba serenidad, pero también control. No se enfadaba nunca. Y yo jamás me atreví a enseñarle los insectos que recogía en el jardín para observar cómo se movían, cuántas patas tenían o de qué color eran sus alas. Antes de que ella muriera, yo pasaba muchas horas con quien había sido mi nodriza y raramente abandonaba el gineceo para ir a otras zonas de la casa. Jugaba sola y no había visitado nunca el andrón, las salas donde habitaban los hombres.

Dijeron que la peste empezó en las chozas rudimentarias que levantaron en la ciudad los campesinos cuyas granjas habían sido incendiadas a causa de las guerras que provocaban los generales macedonios en su lucha para repartirse el territorio. Allí vivían los que habían huido, hacinados, como animales. No había posibilidad de higiene, pues quienes venían de las montañas no sabían nadar y no se atrevían a bañarse en el mar, como hacían los habitantes de Atenas que no podían acceder a los baños pùblicos, o que no disponían en su casa de una bañera de barro, piedra o ladrillos. La peste llegó a los mercados de la ciudad, al ágora, a las casas. Afectó a todos por igual: ciudadanos, metecos, esclavos. Hubo familias enteras que perecieron, a pesar de las precauciones que tomaron de no salir a la calle, o de enviar a los esclavos a comprar al mercado con la boca y la nariz cubiertas por un pedazo de tela fina.

Mi madre y mis dos hermanos murieron con pocos días de diferencia. También murió mi nodriza, los tutores de mis hermanos y varios de nuestros esclavos. En medio de tanta agitación, nadie se ocupó de que yo no presenciara los estragos de la enfermedad. Nadie me protegió de la visión de los cuerpos deformados, de la pestilencia, de los gritos de dolor que cortaban el aire, del humo de las hogueras donde quemaban a los muertos. Mi padre se sumió en su dolor, y yo en el mío. Vagamos solitarios entre aquel desconcierto y, cuando la epidemia hubo pasado, nos descubrimos en dos rincones diferentes, llorando a quienes nos habían dejado. Enfermos de soledad y de tristeza. Creo que fue entonces cuando él se dio cuenta de que tenía una hija y yo de que tenía un padre. No sabíamos nada el uno del otro.

Mi padre organizó la purificación de la casa, utilizando agua de los nueve manantiales e incienso. Asistí a la ceremonia todavía muy asustada, me preguntaba incluso si mi padre no hubiera preferido que fuera yo la que hubiese muerto durante la epidemia en vez de mis hermanos. Pero él nunca dio muestras de albergar ese sentimiento, y desde nuestro primer encuentro puso todo de su parte para que empezáramos a conocernos y aprendiéramos a querernos. Dispuso que ambos viviéramos en la misma zona de la casa y los dos tuvimos acceso tanto al jardín como al patio. Mantuvo la separación entre los departamentos de hombres y de mujeres únicamente para los esclavos. A partir de ese momento, mi padre empezó a preocuparse de mi educación y a darme todo el cariño que antes había prodigado sólo a mis hermanos. Su trabajo para velar por el cumplimiento de las leyes de la ciudad y la gestión de sus tierras y otros bienes lo mantenían muy ocupado, pero siempre estaba atento a mis deseos.

Recuerdo el día en que irrumpí en la habitación donde se reunía con sus amigos filósofos, matemáticos, artistas y músicos, para decirle a gritos que ya estaban saliendo las hojas nuevas de los troncos secos de los viñedos que teníamos detrás de casa. Él se excusó, me dio la mano y salimos juntos a observar algo que se repetía todas las primaveras pero que, gracias a mí —me dijo—, él pudo ver con la misma ilusión de la primera vez. No le importaron las sonrisas condescendientes de sus amigos, ni las opiniones de quienes pensaban que yo debía de estar a cargo de las esclavas, ya que no quedaba ninguna mujer en la familia que pudiera ocuparse de mí. Con el paso de los años, sus amigos se acostumbraron a mi presencia en el andrón. Y yo fui primero una observadora atenta y silenciosa, pero luego, alentada por mi padre, empecé a intervenir en sus conversaciones: preguntaba, manifestaba mi acuerdo o desacuerdo con lo que decían, exponía mis razones, escuchaba sus críticas o sus alabanzas; participaba, en fin, en aquellas reuniones de varones sabios.

Unos meses antes de la conversación que cambió para siempre el rumbo de mis días, los encuentros en el andrón habían tomado un cariz distinto. Abundaban los silencios cargados de significado, las expresiones tensas, los ánimos decaídos, una cierta clandestinidad en la forma en que llegaban y salían aquellos hombres de nuestra casa, y las primeras ausencias de algunos que siempre habían asistido a las reuniones y un día decidieron no volver más. Las conversaciones, antaño animadas y sobre los temas más diversos, se fueron convirtiendo en declaraciones de impotencia de quienes, al igual que mi padre, veían a su ciudad amenazada por aquellos que sólo buscaban repartirse el poder y mantenerlo, a costa de evitar que creciera la libertad de pensamiento entre los ciudadanos, forzándolos a que vieran en sus gobernantes la imagen humana de los dioses sobre la tierra. Porque, desde la muerte de Alejandro, que se erigió como gobernador absoluto de toda la Hélade, el Gobierno había cambiado varias veces de manos entre sus sucesores, quienes intentaban mantener el control de todo el imperio. Así, cuando Demetrio Poliorcetes se hizo con el poder de Atenas, durante sus largas campañas militares delegaba el gobierno de la ciudad únicamente en aquellos que sabía no iban a cuestionar nunca su personalidad divina.

Mi padre se rebelaba ante esta situación y, al igual que había hecho antes con mis hermanos, me enseñó a observar cómo el poder de la ciudad estaba cayendo en manos de quienes pensaban que la curiosidad es una enfermedad, que los secretos de la naturaleza están fuera de nuestra comprensión y que no debemos intentar entenderlos. Para contrarrestar esta corriente de pensamiento, que él presentía que iba a aumentar en el futuro, me dio a leer a sus autores favoritos. Y me citaba con frecuencia una obra de teatro de Eurípides en la que éste loaba a quienes se preocupan por hacerse preguntas, a aquellos que se interesan por el orden inmortal y atemporal de la naturaleza y por comprender su estructura. Creo que mi padre ya sabía que su carrera al servicio de la ciudad pronto llegaría a su fin. Se sentía vigilado e intuía las sombras de la traición cerniéndose sobre él. No me decía nada, pero yo entendí que su inquietud iba en aumento y que le preocupaba mi futuro. Un futuro que temía que fuera a discurrir sin él. Fue entonces cuando su hermana Helena anunció que venía a visitarnos.

La llegada de mi tía Helena y mis primas me impidió seguir ignorando que mi destino como noble ciudadana ateniense era casarme, y que mi padre debía buscarme marido y preparar mi dote. Helena era una mujer de cuerpo orondo y carácter jovial, dotada de un bello rostro, una sonrisa que sabía utilizar sabiamente para su conveniencia y una capacidad innata para escuchar aquello que no se decía, para adivinar intenciones que pudieran afectarla a ella o a sus dos hijas. Las tres mujeres envolvieron la casa en un torbellino de ropas multicolores, peinados extravagantes, risas, comentarios de desaprobación, consejos y órdenes. Un enjambre de esclavos se movían silenciosos a su alrededor, anticipando el menor de sus deseos. Desde el primer día de su estancia, mi tía no desaprovechó ninguna ocasión para recordarle a mi padre lo mal que me había educado y el incomprensible desinterés que había mostrado en preparar mi futuro. Nuestras comidas diarias eran su momento preferido para abordar ese tema.

—Pero Kleón, ¿cómo has dejado que esta niña creciera así? —Mi tía me señalaba con la mano derecha, en cuyos dedos brillaban varias sortijas.

—Me he ocupado personalmente de su educación —contestaba él ofendido.

—Ya… Ya veo. Tú y tus papiros. Parco favor le has hecho —decía ella mientras se servía trozos de melocotón durante nuestro ágape del mediodía—. ¡Ay! ¿A quién le importan los versos del loco ése que se inventó ya hace tantos años a un personaje que oye cantar a las sirenas?

—Ese loco que tú dices se llama Homero, y ha sido el poeta más grande de nuestra historia —contestaba mi padre con resignación, como quien ha oído ya muchas veces el mismo comentario.

—Ya sé quién fue Homero, no soy tan necia. Pero lo que quiero decir es que una mujer necesita saber otras cosas. Mira a tu hija, ¿sabes que esta mañana ha estado en el ágora? —Y Helena apuntaba hacia mí un dedo incriminatorio.

—Sí, lo sé —respondía mi padre en tono tranquilo, sirviéndose también él un trozo de melocotón.

—Pero ¿cómo se te ocurre dejarla salir sola? —Mi tía Helena cogía la copa para beber un poco del vino aguado que le acababan de servir.

—No iba sola. La acompañaban dos de sus esclavas.

—¡Ay, Kleón! —Lanzó un suspiro largo que dio ilusión de movimiento a los pájaros de alas doradas que tenía bordados en su túnica, a la altura del pecho—. Desde niño hiciste siempre lo que querías, sin pensar en los demás, pero ahora… ¿No te das cuenta de que estás perjudicando a tu hija con esa actitud tuya? No debes continuar ignorando que lo que hace Irene no es propio de una ciudadana noble y decente como ella.

—No me parece justo tenerla encerrada en casa. Es importante que conozca su ciudad, que aprenda todo lo que pueda. El saber la hará libre.

—No le inculques a la niña esas necedades sobre el saber y la libertad. Mira —mi tía adoptó el tono paciente con el que se habla a alguien a quien le cuesta entender las cosas—, Hipólita y Clelía sólo salen de casa para asistir a los festivales de mujeres y a los funerales. Así es como debe de ser. Y tú dejas a Irene que se mueva libremente por la ciudad. Además..., mírala, alguien debe enseñarla a cuidarse. Y esas orejas…, tendría que aprender a disimularlas.

Instintivamente me llevé las manos a la cabeza.

—¿Qué les pasa a mis orejas?

—Que son grandes —exclamó riendo mi prima Clelía.

—Pero nada que no se arregle dejando caer un par de rizos estratégicamente. Yo te ayudaré a rizarte el pelo, no te preocupes —comentó Hipólita.

—También las disimularán unos buenos pendientes —añadió mi tía.

Las tres me observaron como si fuera un ser extraño. De pronto, y por primera vez, me sentí fea, con mi cabello lacio recogido sin ningún esmero por una cinta de lino, y mi quitón blanco, sin volantes ni dibujos ni bordados. En comparación con Clelía e Hipólita, me vi pequeña e insignificante, sin ningún atractivo. Lejos habían quedado los días de su anterior visita, en los que aún muy niñas las tres, yo organizaba para mis primas los juegos por el jardín, y las animaba a hacer carreras para ver quién corría más deprisa, o a que observaran cómo construían sus nidos los pájaros. Ahora me miraban apenadas y me compadecían por estar todavía sin esposo. Yo no sabía hablar de vestidos, peinados y futuros maridos, y ellas no entendían por qué me interesaban las cosas de las que hablaban los hombres; muy preocupadas, me avisaban de que pronto perdería la belleza de mis ojos de tanto leer papiros. Mi tía instó a mi padre a que dejara mi educación en sus manos.

—¿Cómo has podido dejar que tu hija pasara de la niñez a la edad adulta sin organizar ninguna fiesta que celebrara ese cambio? Así no la vas a casar nunca.

—Ella opina que todavía es muy joven para casarse y yo no quería hacer nada en contra de su voluntad —respondió mi padre.

—¿Joven? ¡Pero si ya tiene 15 años! Hipólita es de la misma edad y está a punto de contraer matrimonio con uno de los generales de nuestro rey, Demetrio —exclamó mi tía con orgullo—. Y la boda de Clelía se celebrará dentro de unos meses.

Mi padre la miró con la expresión de un niño que ha sido descubierto en falta. Y comentó una vez más que él había intentado educarme para que pudiera pensar por mí misma, tomar mis propias decisiones.

—Ya…, haciéndola participar en todas esas reuniones de charlatanes conspiradores que organizas en tu casa. —Me miró con un gesto compasivo—. Escúchame bien —le anunció a mi padre en tono impaciente—. Debes buscarle marido. No puedes esperar más.

—Sí, claro. Pero...

—Kleón —dijo ella, de pronto muy seria—, o le buscas marido tú, o lo haré yo.

—Está bien —acertó a responder mi padre, dirigiéndome una mirada triste, como si quisiera pedirme disculpas.

Entonces alcé la voz y miré a mi tía Helena con altanería.

—No quiero casarme.

Mis primas cuchichearon entre ellas, dejando escapar risitas de burla.

—No se trata de lo que tú quieras hacer, sino de lo que debes hacer —sentenció tajante mi tía—. Dile que es así, Kleón. Díselo tú. No la mantengas engañada por más tiempo.

Bajo su apariencia de frivolidad, mi tía Helena distaba mucho de ser una mujer estúpida. Rica y viuda, sabía moverse con soltura en un mundo dominado por hombres, y lo hacía sin despertar suspicacia, manteniendo siempre una imagen de mujer sumisa. Pero era una gran observadora de las pasiones humanas y sabía prever acontecimientos que, en principio, parecía que no iban a ocurrir jamás. Nunca se equivocaba. Tampoco se equivocó con respecto a mi padre. En realidad, había venido a nuestra casa para avisarlo, para decirle que su manera de hacer y de pensar le estaba creando enemistades entre quienes habían tomado las riendas del gobierno de Atenas. Estaba segura de que tramarían algo contra él, aunque no sabía qué ni cuándo. Le dijo a mi padre que debía protegerse y, sobre todo, velar por mi futuro. Si algo le ocurriera a él, ella no estaba en condiciones de ayudarme. Que la hija de Kleón viviera en su casa dañaría seriamente la reputación de Hipólita y Clelía. Y mi tía Helena no haría nunca nada que pudiera perjudicar a sus hijas.

Mi padre carraspeó incómodo.

—Es así, hija. Tiene razón Helena. No podemos postergar tu matrimonio por más tiempo. Si algo me ocurriera, necesitarías la protección de un hombre.

—Pero ¿qué te va a pasar?

Me observó unos instantes y pareció que iba a decirme algo, pero calló. Bajó la vista y, mirando al suelo como si se avergonzara, le dijo a mi tía:

—Está bien, Helena. Ocúpate de instruir a Irene en todo aquello que consideres necesario. Yo..., yo le buscaré un marido. —Luego se dirigió a mí y añadió sin mirarme a los ojos—: Haz lo que dice tu tía, Irene. Necesitas completar tu educación. Me he ocupado de que seas libre para perseguir los deseos de tu corazón, pero también debes aprender a adaptarte al entorno. Y eso yo no he sabido enseñártelo.

Me sorprendieron aquellas palabras y el tono apagado de su voz. No entendía por qué mi padre parecía disculparse por la educación que me había dado. Yo estaba muy orgullosa de todo lo que había recibido de él.

Mi tía y mis primas me instruyeron en asuntos de belleza femenina, y en las obligaciones de una esposa y futura madre de ciudadanos atenienses. Y así fue como, durante el tiempo que estuvieron en casa, aprendí a depilarme, a peinarme, a llevar el quitón bien ceñido a la cintura, a saber moverme dentro de faldas muy amplias, a envolverme en un himatión con coquetería, a elegir los adornos más adecuados, y a esperar con ilusión la llegada de un marido y de una nueva vida como mujer adulta. Pero yo seguí leyendo, manteniendo largas conversaciones con mi padre y participando en todas las reuniones que él organizaba en casa.

Si debía casarme lo haría, pero eso no iba a impedir que me sintiera libre.

 

 

 

2

Mi padre me trajo al mejor pretendiente que pudo encontrar, teniendo en cuenta la premura que le imponía su hermana y las pocas ganas con las que desempeñaba esta función, necesaria pero dolorosa para él. El que iba a convertirse en mi esposo era hijo de un buen amigo de mi padre, compañero de juegos en la palestra y propietario de las tierras colindantes a las nuestras. Crisóforo era un hombre todavía joven, tenía los ojos de un azul grisáceo, la piel muy blanca y la barba afeitada, siguiendo la costumbre que iniciara Alejandro el macedonio. Había terminado su formación militar y se ocupaba de la gestión de los bienes paternos. A mí no me pareció que estuviera muy interesado por la tierra, las cosechas y las ventas de sus productos, pero sí por las leyes y la actividad política de la ciudad. Tenía una oratoria hábil, de palabra fluida y gesto convincente, y un brillo especial en la mirada del que entonces no supe descifrar su significado, pero que he visto después en todos los hombres ambiciosos que he conocido. Admiraba a mi padre y lo halagaba sin reservas.

Mi tía Helena aprobó la elección y dio por finalizada su estancia en nuestra casa, no sin antes dejar establecido un protocolo de visitas, formas de comportamiento, intercambio de obsequios y fechas que los dioses consideraban más propicias para la boda. Yo empecé a recibir a Crisóforo en casa tal y como me había dicho mi tía: con muchas sonrisas y pocas palabras. Pero la primera vez que compartió una comida con nosotros me di cuenta de que me iba a ser muy difícil seguir esos consejos. Lo vi comer deprisa, cogía trozos de codorniz asada con higos y miel y los despedazaba entre sus gruesos dedos antes de llevárselos a la boca. No me gustaron sus manos, ni la avidez con la que despachaba todo lo que se le ponía en la mesa. Pero menos aún me agradó su conversación.

—La última riña en la que participé —dijo mientras se chupaba los dedos llenos de grasa— fue estupenda. Las aves peleaban con tanta fuerza que nunca había sentido mayor placer al observarlas.

—¿Las aves peleaban? —me atreví a decir.

Sí, las codornices macho. Las preparamos para esas riñas. ¡Y para comérnoslas después, claro! —Rio complacido—. Primero las cazamos vivas, las guardamos enjauladas y las alimentamos con cañamones y trigo verde. Quien consigue que su ave sea la última en morir gana la partida. Y luego las guisamos. Algunos aseguran que su carne es laxante y que se debe consumir con la debida precaución; pero yo os digo que untadas con manteca de cerdo, doradas en el asador y sin más condimento que una hoja de laurel son un bocado digno del mismísimo Zeus.

—¡Ah! —repuse yo por decir algo. Miré de nuevo aquellos dedos cortos y cubiertos de grasa. Sentí asco.

Mi padre se dio cuenta e intentó reconducir la conversación.

—La codorniz habita gran parte del año en Etiopía, cruza el mar y reposa en la isla de Delos. Por su bravura, está consagrada a Heracles.

—Sí —añadí más animada—, cuenta Clearco de Soli que Ioalo hizo volver a un hombre de nuevo a la vida colocando una codorniz junto a su boca.

Crisóforo dejó de comer y me miró con sorpresa.

—Clearco… —empezó a decir. Pero no terminó la frase. Dándome casi la espalda, se volvió hacia mi padre y empezó un largo monólogo sobre la perfección de las leyes que regían la ciudad de Atenas y la honestidad de quienes debían hacerlas cumplir, entre los que se encontraba mi padre.

A partir de aquel día, siempre fue lo mismo. Crisóforo hablaba y hablaba, y si yo intervenía, él me miraba sin entender y con un gesto de desaprobación continuaba dirigiéndose exclusivamente a mi padre, como si yo no estuviera en la sala. Resignada a escuchar sus historias, me sentaba muy quieta y bien peinada, esperando que la visita terminara pronto para correr a ponerme ropas cómodas, liberar mi cabello de artificios y sentarme a leer a la sombra de una higuera que teníamos en el jardín.

Nada en Crisóforo despertaba en mí la emoción que había sentido otras veces al observar con disimulo a algún hombre en el ágora. Tampoco él me miraba nunca como lo habían hecho otros, ni el contacto de su mano con la mía me despertaba deseo o miedo, las dos posibles reacciones que me habían anunciado mis primas. Simplemente me encontraba a disgusto en su compañía. Ni siquiera mi padre parecía sentirse cómodo en presencia de aquel hombre joven y adulador. Desconfiaba de las atenciones desmedidas que le dedicaba y había sabido leer en mi rostro una conformidad triste con la nueva situación, totalmente ajena a mi naturaleza, que él conocía tan bien. Pero quizás ya estaba escrito en mi destino que aquel matrimonio no se celebraría nunca, y que las visitas de Crisóforo cesarían poco tiempo después de haberse iniciado.

La calumnia cayó sobre nosotros cual lluvia de granizo que deja los campos blancos y yermos, como si la nieve hubiera bajado del monte Parnaso y viajado misteriosamente hasta Atenas. En unas horas mi padre pasó de ser un ciudadano respetado a alguien a quien se acusaba de traidor. De madrugada llegaron los soldados a casa, liderados por un hombre de baja estatura y porte altanero que no iba de uniforme pero que daba órdenes tajantes. Apartaron a golpes a los esclavos que intentaban preguntar por el motivo de su visita y mandaron llamar a mi padre, a quien le ordenaron que los llevara a la sala donde se celebraban sus reuniones. Cuando —alertada por el ruido— llegué a donde estaban ellos, instintivamente busqué un lugar donde esconderme. Al ver que se alejaban los seguí sin ser vista, salí al andrón y observé desde allí cómo entraban en la sala. La ventana abierta me permitía ver, desde el exterior, y en el lado opuesto del patio, lo que estaba ocurriendo. Me oculté tras las columnas del peristilo y me asomé con cuidado.

El hombre que no iba vestido de soldado se dirigió al armario donde mi padre guardaba sus papiros envueltos en paños de lino para protegerlos de la humedad. Tras buscar entre ellos, encontró un rollo sin funda. Se acercó a mi padre con aire triunfal.

—¿Qué es esto? —Le puso el papiro demasiado cerca de los ojos.

—No lo sé. No es mío.

—¿No es tuyo? —Rio el hombre con sorna.

—No. No lo es.

—Pues…,¿qué hace entonces en tu biblioteca? —replicó irónico.

—Es la primera vez que lo veo. ¿Qué es?

Mi padre estaba erguido y mantenía su aplomo, con la mirada alta. El hombre desenrolló el papiro despacio, buscando el efecto de sus movimientos, observando de soslayo a mi padre, quizá con la esperanza de interceptar algún gesto que lo delatara. Parecía muy seguro de que iba a encontrar una prueba de su culpabilidad. Mantuvo el rollo abierto, lo leyó y le señaló a mi padre la parte inferior derecha.

—Conoces este sello, ¿verdad?

Mi padre asintió.

Pues entonces no debes ignorar que ésta es una carta de Demetrio Poliorcetes, nuestro rey.

—A mí no me ha escrito nunca el rey. Esa carta no es mía. No entiendo cómo…

—¡Calla! No intentes disculparte. A mí no me vas a engañar. Sabes muy bien qué contiene esta carta.

—No, no lo sé —repuso mi padre con firmeza.

—¡Atadlo! —ordenó el hombre a los soldados.

Ahogué un grito y me agazapé detrás de las columnas.

—Me parece que he oído algo ahí afuera —comentó un soldado.

Contuve el aliento; temía que alguno de aquellos hombres llegara a oír los latidos de mi corazón. El soldado debió asomarse a la ventana porque le oí decir:

—No se ve a nadie desde aquí.

—Debe de haber sido algún criado —dijo el que mandaba—.No me importa que nos escuchen… Que sepan que pronto van a cambiar de amo.

Volví a asomar la cabeza para seguir observando.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó mi padre—. Los esclavos son de mi propiedad.

—A partir de ahora, no. Mira, Kleón, hijo de Sosánemo. Has cometido una falta muy grave. Esta carta —dijo señalando al papiro— no estaba destinada a ti, pero la hemos encontrado en tu casa, escondida. ¿Qué te proponías?

—¿A quién iba dirigida la carta? Me gustaría saberlo —preguntó mi padre, quien, a pesar de intentar conservar la serenidad en su voz y en sus gestos, no pudo evitar una cierta ironía en su tono.

—¡Insolente! ¿Cómo te atreves a utilizar ese tono conmigo? —gritó el hombre.

Los soldados obedecieron a un breve gesto de su cabeza y estiraron con más fuerza las cuerdas con las que mantenían las manos de mi padre atadas a su espalda.

—Mira, te voy a explicar lo que ya sabes —dijo el hombre. Hizo una pausa casi teatral; parecía disfrutar de aquel momento—. La carta iba destinada al primer mandatario de Atenas, quien tenía que haberla recibido hace diez días.

Una expresión de sorpresa se dibujó en el rostro de mi padre.

—Y pedía un nuevo contingente de soldados para el campo de batalla. Por tu culpa, por haber interceptado esta carta, el refuerzo de hombres llegará demasiado tarde y perderemos la batalla. Estarás contento con tu hazaña, ¿no? —Dio una vuelta completa alrededor de mi padre y volvió a hablarle cuando lo tuvo de nuevo cara a cara—: Gracias a ti, quizá perdamos también esta guerra. Es lo que querías, ¿verdad?

Desde donde me hallaba pude observar la inmensa tristeza que desdibujaba las facciones del rostro de mi padre. Se había convertido de golpe en un hombre cansado, en el anciano que todavía no era. Sentí su abatimiento como un golpe seco que rompió en mil pedazos algo dentro de mí que todavía no fui capaz de precisar. Mi padre permaneció unos instantes sin decir nada. Luego se irguió, miró a su interlocutor directamente a los ojos y exclamó con voz clara:

—Yo no he interceptado ninguna carta. Alguien la ha puesto aquí para culparme de algo que no he hecho.

El hombre soltó una carcajada y dijo en tono despectivo:

—Y yo me voy a creer lo que dices. Tú, el rebelde, el conspirador Kleón. Todos te conocemos ya, sabemos cómo piensas. —Con un gesto solemne, se arregló los pliegues de la túnica, se situó muy cerca de mi padre y alzó la cabeza todo lo que pudo para compensar su baja estatura—. ¿Acaso esperas que alguien va a creerte?

Mi padre no contestó.

—Podéis soltarlo —ordenó a los soldados—. No escapará. Vigilad la casa. Que nadie entre ni salga de ella. Tú, Kleón, quedas retenido aquí en espera de juicio. —Y con una risita añadió—: Pero yo en tu lugar no me haría muchas ilusiones sobre el veredicto final.

Yo no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo. No entendía nada. Tampoco fui capaz de intuir hasta qué punto aquella visita cambiaría el acontecer de mis días. Sólo sentía la fuerza de la ira, que me enviaba un calor desconocido a las mejillas, y una sensación extraña en las piernas, que parecían quererse clavar en la tierra mientras yo las estaba ordenando correr. No sé cómo conseguí huir de mi escondite y refugiarme en mis habitaciones antes de que me viera aquel hombre al salir, o los soldados que se disponían a iniciar sus guardias a la puerta de nuestra casa.

Mi padre nunca supo cómo llegó aquella carta a su biblioteca, pero sí entendió la estrategia a la que servía. A causa de su oposición a las continuas ansias imperialistas de Macedonia, y de su desacuerdo con respecto a la índole divina que se había otorgado al poder absoluto de los sucesores de Alejandro en el Ática, mi padre se había convertido en un objetivo de los poderosos. El miedo que había llevado a varios de sus antiguos amigos a abandonar las tertulias en nuestra casa era sin duda también el motivo por el cual alguno de los que todavía acudían se había avenido a colaborar con quienes pretendían mantener un poder sin fisuras. Éstos se creían con el derecho a dirigir el destino de los demás y no podían aceptar que alguien cuestionara sus decisiones, o simplemente aportara una perspectiva diferente a su forma de hacer las cosas. Habían decidido, además, que la acusación contra mi padre tenía que convertirse en un aviso para otros, una constatación de lo que podía ocurrirle a quien se atreviera a pensar por su cuenta en los asuntos de Estado. El castigo, por tanto, debía ser ejemplar, y con unos efectos que duraran largo tiempo.

Creo que eso fue lo que salvó a mi padre de la muerte. Era más instructivo que se viera despojado de su posición, perdiera casa y fortuna y se le condenara a muchos años de prisión. Le anunciaron que el juicio contra él se celebraría en dos días y que, mientras tanto, permanecería en su casa vigilado por los soldados, para que todo Atenas pudiera pasar por delante de donde vivía y gritar «¡Traidor!». Y así fue como ocurrió. Durante las horas que siguieron no dejamos de oír los gritos de la multitud, y ninguno de sus amigos se acercó a visitarlo. Yo ya no volví a ver a Crisóforo, mi prometido. Años más tarde supe que, tras la detención de mi padre, él se había convertido en un brillante orador populista, defensor absoluto de la personalidad divina de quien quiera que estuviera en el poder.

Con la condena de mi padre se desbarató el orden de mi universo particular. «Vete ya, Irene», me había dicho. Recuerdo todavía aquella mano alzada, deteniendo mi avance hacia él, su voz afectada por la emoción y la forma en que quiso darme confianza en mi futuro.

—Herófilo es un hombre bueno y sabio. Sé que cuidará de ti como si fueras su hija. Te está esperando en su casa. Ya sabes dónde vive, está a pocas calles de aquí. Le mandé recado con Filón de que acudirías al amanecer, a tiempo de tomar el barco que os llevará a Alejandría.

—Pero ¿qué voy a hacer en Alejandría, tan lejos de ti? —le contesté intentando una vez más convencerlo de que me permitiera quedarme con él en Atenas.

—Es el lugar más seguro, créeme. Además, te puede ayudar la compañía de Caledonia, la esposa de Herófilo. Ella también agradecerá tu presencia en la casa durante las largas horas que Herófilo pasa en el Museo.

Mi padre se mantenía de espaldas a mí y se esforzaba por parecer ocupado organizando sus cosas. Yo seguía llorando de manera sumisa. Había entendido finalmente que debía irme, pero la pena impedía que me moviera de la sala que estaba a punto de abandonar para siempre. Sabía que le estaba haciendo las cosas más difíciles, pero no podía evitarlo. Mi padre continuó hablando con toda la serenidad de que fue capaz.

—Conocí a Caledonia hace unos años, y es una mujer alegre y culta que no teme expresar lo que siente y decir lo que piensa. Creo que te gustará hablar con ella, aprender de ella.

—Pero ¿qué voy a hacer en aquella casa? Yo…

—Y Alejandría es una ciudad libre —me interrumpió él—. Allí acuden quienes buscan comprender todo aquello que nos rodea, convertir la curiosidad en conocimiento.

—Y eso a mí ¿qué más me da, si no te tengo a ti, padre, para compartirlo?

—Ahora debes irte, el tiempo se acaba —dijo con firmeza—. Y confía en Herófilo.

Entonces se volvió, vino hacia mí y me abrazó. Yo me quedé pegada a él, humedeciendo su túnica con un llanto que no era capaz de contener, cerrando con fuerza mis brazos alrededor de su cintura. Me tuvo así un rato, acariciándome la cabeza como había hecho desde que murió mi madre, diciéndome palabras de ánimo, prometiéndome un futuro mejor, un futuro en el que probablemente volveríamos a estar juntos. Después guardó silencio y empezó a despegarse de nuestro abrazo, poco a poco, con suavidad. Me miró una vez más, y me pidió que lo dejara solo. Y cuando salí de la habitación me sentí perdida en aquella casa, que se me hizo de nuevo grande y ajena, misteriosa y prohibida, como lo había sido durante los primeros años de mi infancia. Aquellos días en que mi padre era todavía un desconocido para mí, y mi madre una presencia etérea de la que poco pude llegar a saber durante el corto tiempo en que compartimos los espacios femeninos de nuestra casa.

No me preocupaba el largo viaje por mar al que debía enfrentarme, ni el desconocimiento del lugar donde viviría. Lo que me llenaba de inquietud era dejar atrás todo lo que había sido mi mundo hasta entonces. Pero presentía también que el alejamiento físico no borraría nunca el amor que me unía a mi padre, la fuerza y confianza que me había inculcado, la honestidad con la que me había educado y la curiosidad insaciable que había sembrado en mí. Sabía que tampoco se borrarían las imágenes inquietantes que guardaba en mi memoria, las que me asaltaban mientras dormía y me devolvían, una y otra vez, a la epidemia de peste que se cebó en nuestra familia.

Obedecí a mi padre y salí de casa de madrugada, poco antes de que vinieran a buscarlo a él. Guiada por la luz todavía brillante de la luna crucé deprisa las salas silenciosas, las dependencias vacías de los esclavos, la caballeriza de la que ya se habían llevado los caballos, y atravesé la pequeña apertura en la parte trasera del andrón que mi padre había mandado hacer cuando decidió ampliar la casa. En el lado opuesto al que había utilizado para entrar, todavía se conservaba la antigua puerta, construida en la parte inferior. La puerta se abría a unos viñedos de nuestra propiedad y quedaba escondida tras una espesa madreselva que se desbordaba por encima del muro que separaba el jardín de los campos que lo rodeaban por la parte trasera. Abrí la puerta sin dificultad y salí. Me acogió el perfume dulzón de la madreselva en flor, el olor de mi infancia. Llevaba escondido bajo el himatión un pequeño hatillo con un recambio de ropa, un muñequito de madera que me talló mi padre cuando era niña, un peine que perteneció a mi madre y una peonza con la que habían jugado mis hermanos. Colgado del cuello, y tapado por la túnica, llevaba escondido un anillo que fue de mi madre, y antes de mi abuela. Era una joya valiosa que mi padre había conseguido esconder, y salvar así de la rapiña de quienes, en nombre de la ley, se llevaron todo cuanto poseíamos.

Me alejé de casa andando entre los viñedos hasta que llegué a un camino de tierra que me llevó hasta tres calles más abajo. Anduve deprisa en la calma nocturna del barrio lujoso donde había vivido hasta entonces; pasé por delante de las casas dormidas de nuestros vecinos, temerosa de que el ruido de mis sandalias sobre las piedras grandes y lisas despertara a quienes seguramente me reconocerían y no vacilarían en denunciarme, como tampoco habían dudado antes en ir a gritar «¡Traidor!» a la puerta de nuestra casa, tal y como les habían instado a que hicieran.

Me detuve al escuchar unas voces y pasos cercanos. Corrí a esconderme tras un muro y asomé la cabeza con cuidado para ver quién venía. Eran soldados, los vi aparecer una calle más arriba y girar en dirección a la casa de mi padre. Me quedé allí, inmóvil. Sentía una presión muy fuerte en el pecho, el pulso acelerado en las sienes, y la garganta atenazada por algo que era a la vez un grito de rabia, un lamento de impotencia, un espasmo de miedo, y la fuerza de muchas lágrimas retenidas. Era un llanto que todavía tardaría mucho tiempo en manifestarse y que, cuando finalmente lo hizo, ya muy lejos de Atenas y de aquellos días, borró lo poco que quedaba ya de aquella niña diferente, pero confiada, protegida y segura, que yo había sido una vez.

Cuando al fin conseguí llegar a la casa de Herófilo, el alba comenzaba a asomar por encima de las colinas del Himeto.

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