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El dios hombre y el hombre dios en el arte sacro

“Ha creado usted un hombre Dios, no un Dios hombre. En cualquier caso sé que eso es lo que pretendía”, le dice Goleníschev a Mijáilov tras examinar un cuadro que representa a Cristo ante Pilatos en una de las páginas de la monumental Ana Karenina. De manera significativa, León Tolstoi no menciona los patronímicos de ninguno de los dos, contrariamente a lo que ocurre con todos los personajes aristocráticos de su famosa novela. Es como si al tratarse de un escritor y un pintor pertenecieran a una nueva clase, la artística, más definida por sus obras que por sus orígenes. 

 

La visita  de Goleníschev, Ana Karenina y el conde Vronski al taller de Mijáilov en la “pequeña ciudad italiana” en la que pasan una temporada los amantes, de viaje por Europa, da pie a Tolstoi a reflexionar sobre el realismo en el arte. Y la frase de Goleníschev, escritor exiliado ruso, se comprende mejor si se consideran las notables diferencias existentes entre la pintura religiosa de Occidente y de Oriente, según explica Patrick Leigh Fermor en Mani, libro también descomunal en muchos sentidos. La primera se sustenta “en el horror, en la fascinación por el cuerpo, en la adoración del niño y en la facilidad para el llanto”, mientras que la segunda presenta una Virgen María “calma, irreal, hierática, de ojos muy abiertos y secos” y un Santo Niño “abstracto y ultraterreno” con “la juiciosa mirada de un adulto”. 

 

El célebre escritor de libros de viaje afirma que la hagiografía ortodoxa está tan sedienta de sangre como la católica, pero que en ella “el crucifijo es un elemento más bien excepcional” y que se obvia “la impresión de los estigmas de los santos privilegiados”. En su opinión, las líneas maestras de la pintura bizantina fueron definidas, tras la centuria iconoclasta, por la “reacción puritana y antimonástica que se desarrolló en las mentes de los griegos de Asia a causa del horror que el islam y el judaísmo sentían por la reproducción de los semblantes, ya fuesen estos humanos o divinos”. “En Oriente –concluye Leigh Fermor, muerto en 2011 con casi 100 años– el arte sacro buscó llevar al hombre al nivel de Dios, mientras en Occidente se pretendió acercar a Dios hasta el hombre; ambas modalidades hacían hincapié en una mitad diferente de la naturaleza de Nuestro Señor”. 

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