VIAJES /// Retumbos

Viaje a los Pirineos y los Alpes, último de los títulos de la interesante colección Alhena Literaria, recoge las impresiones de Víctor Hugo durante los trayectos a esas dos cordilleras y la estancia en ellas. En castellano ya se había publicado la crónica del viaje a los Pirineos, que realizó en 1843, pero no la edición conjunta aparecida pocos años después de su muerte. Es esta la que ahora ha publicado Alhena, invirtiendo el orden de las crónicas, con nueva traducción de José Miguel González Marcén y un prólogo mío, reproducido a continuación, en el que destaco la sorprendente vigencia de muchos de los planteamientos del gran escritor romántico.

 

Un viajero emocionado y clarividente

Los cuadernos de viaje recogidos en este libro evidencian dos realidades a menudo cuestionadas: la modernidad de su autor y el ya largo pasado del turismo como actividad económica. Viaje a los Pirineos y los Alpes no sólo representa un gozoso e ilustrativo ejemplo de literatura de viajes, sino también una obra que, más allá del espíritu romántico que la alienta, desvela a un Víctor Hugo de ideas adelantadas a su tiempo. Y, por supuesto, tratándose de un escritor de su talla, decidido a precisar sus pasos, reflejar sus sentimientos, contextualizar sus crónicas y no ahorrarse ni vehementes encomios ni acerbas críticas sobre lo que tiene ante sus ojos. Al final del capítulo dedicado a Cauterets, él mismo resume su magnífico talante de viajero: “paso por la vida entre un punto de admiración y un punto de interrogación.”

 

Las dos crónicas agrupadas en este volumen aparecen en orden inverso al que fueron redactadas. Los cinco capítulos de los Alpes corresponden a la estancia solitaria de Víctor Hugo en esa cordillera en 1839, y todos, salvo el episodio titulado Los titiriteros, recogen las cartas que envió a su esposa Adèle Foucher, amiga de la infancia con la que tuvo cinco hijos. El destinatario de la otra misiva, el pintor Louis Boulanger, uno de sus próximos, es también el interlocutor del relato sobre los Pirineos, pero más bien como una figura retórica escogida por el autor para encabezar los textos con que en 1843 completó dos cuadernos en los que incluyó dibujos suyos, flores y hierbas secas. Víctor Hugo, acompañado en esa ocasión por la actriz Jouliette Drouet, realizó una descripción pormenorizada del recorrido hasta Pamplona y dejó capítulos aislados sobre el resto del viaje, que sin duda habría pulido y desarrollado de no ocurrir la trágica muerte de su hija Leopoldine y su yerno, Charles Vacquerie, al que menciona en alguna de sus cartas.

 

Pese a su reconocida envergadura literaria y su indesmayable activismo político y social, no deja de sorprender la clarividencia con que Víctor Hugo defiende en Viaje a los Pirineos y los Alpes tesis entonces ultrarrevolucionarias y todavía hoy polémicas. El insufrible coste humano y material de las guerras, el reconocimiento de los derechos de los animales, la interpretación de la naturaleza como un todo, el respeto del patrimonio artístico, la arquitectura dictada por el mimetismo... todos estos temas aparecen tratados en sus páginas con dosis similares de pasión y lucidez. Si no fuera por su imagen de la mujer (basada en la untuosa y falsa adoración propia de la época), las pantagruélicas comidas con que se premia sus largas caminatas y la España arcaica que le encandila (poblada por gentilhombres, curas, guerreros, bandidos y pordioseros, negada de por vida para la producción y el trabajo), se diría que leemos a un escritor actual, algo así como un neorromántico del siglo XXI.

Victor Hugo se muestra en Viaje a los Pirineos y los Alpes permanentemente emocionado, irritado a veces, casi nunca perplejo, sabiendo siempre dónde está y qué quiere ver. Como, además, habla español y chapurrea el vasco, cuenta con indudables ventajas respecto a la mayoría de los viajeros franceses e ingleses que dictaron el canon romántico de la España del siglo XIX. De todos modos, eso no impide que en ciertas descripciones resulte impostado tanto rasgueo de guitarra, tanta mantilla, la aparición de una tuna de Salamanca de vacaciones en San Sebastián, la percepción del viejo Pasajes como un poblado árabe... Diríase que Víctor Hugo también se siente obligado a pagar su débito al tópico casticista. O, quizá, incluso él más que nadie, porque pese a que en Los titiriteros afirma que nada resulta “más vulgar y literariamente manido que la belleza de los mendigos y los cómicos ambulantes”, Esmeralda, la protagonista de Notre Dame de Paris y arquetipo de esa idealización romántica, es una de sus más famosas criaturas.

 

Entre las virtudes de este libro cabe destacar dos, propias de la mejor literatura de viajes, y más concretamente de la que tiene la montaña, o la naturaleza, como tema. La primera radica en la omnipresencia del paisaje, tanto durante los trayectos en cabriolé, diligencia o carreta-ómnibus, como desde las ventanas de las posadas y, desde luego, en los repetidos paseos y ascensiones a los montes. Víctor Hugo, como buen romántico, se extasía ante la magnificencia de la naturaleza, a la que considera un elemento vivo que no sólo le incita a conquistarla, sino que también le provoca ensoñaciones y exploraciones interiores. Esto se concreta en una voz narrativa potente que, sin embargo, no empacha gracias a la segunda virtud de las crónicas: el armazón histórico con el que cuentan. Las abundantes referencias a la primera guerra carlista y las vicisitudes gubernamentales del momento facilitan la comprensión de la España de 1843 y, aún mucho más, en lo que se refiere a Suiza, las que permiten interpretar la peculiaridad de las instituciones de ese país. En este aspecto, como en otras cuestiones de las que versa el libro, la catarata de conocimientos del autor ha exigido un buen número de pertinentes notas del traductor.

 

Cuando Mark Twain visitó los Alpes en 1879 encontró colas de carruajes con turistas de hasta una milla de largo, algo que no hubiera extrañado a Víctor Hugo, quien ya se topó con una pequeña multitud en la cima del Rigi cuarenta años antes. Hoy, esa formidable cordillera que se extiende por ocho países es uno de los primeros destinos turísticos mundiales, tanto en invierno como en verano. Los Pirineos, en una escala mucho menor, también resulta una opción estimulante para cuantos buscan disfrutar de la belleza natural, la tranquilidad, el ejercicio, los tratamientos termales... Otra hecho, igualmente indiscutible, es la despoblación de amplias zonas de los dos macizos, sobre todo en los Pirineos, ya apuntado por Víctor Hugo cuando se refiere al “abandono de las regiones intermedias” que traerá consigo la popularización del ferrocarril. Y otra pérdida, asimismo triste e irrefutable, se concreta en la desfiguración como consecuencia del cambio climático de un entorno natural que había pervivido durante siglos. Quien quiera recuperar ahora en verano la visión del circo de Gavarnie nevado tendrá forzosamente que leer el capítulo que le dedica Victor Hugo o repasar viejas fotografías y películas.

Un último apunte: esta obra describe tanto montañas, valles, lagos y gargantas como ciudades. Cuando fue escrita y aún en el momento de su publicación, cinco años después de la muerte del autor, bajo el concepto de los Alpes y los Pirineos cabían Lucerna, Berna, Ginebra, San Sebastián, Pamplona, Bayona... y hasta Burdeos. Tanto en esas ciudades como en Zug o Pasajes, subido en la imperial de un carruaje o pateando empinados senderos apenas delimitados, Víctor Hugo se siente cómodo y contento. Sobre todo en España, donde nada más cruzar la frontera, el peculiar sonido de una carreta de bueyes, “vizcaina” escribe él, le transporta, medio siglo antes de la magdalena de Proust, al viaje que, siendo niño, realizó junto con su madre y sus hermanos desde París hasta Madrid para reunirse con su padre, general napoleónico. Ese estar a l´aise, como dicen los franceses, afila su habitualmente incisiva pluma, sobre todo en Pamplona, donde sólo la maravillada visita del claustro gótico de la catedral aplaca sus denuestos a la fachada neoclásica. “¡Ay, amigo mío, que feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser hermoso!”, exclama antes de sugerir un futuro bombardeo de un teatro entonces en construcción y hoy sede del gobierno foral. Ese es, para gozo del lector, el tono general de un Víctor Hugo que días antes, de camino a la capital navarra, aprovecha una parada de la diligencia para “dar limosna a las náyades” lanzando un ramillete de flores silvestres a una cascada. El autor de Los miserables en estado puro.

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