Y UN CORTO...ETCÉTERA /// Medios de comunicación

Como Mongolia sigue sin dar explicación alguna sobre el uso del apellido Bator en la comercialización de sus postales satíricas, por otra parte convenientes, incluso necesarias, reproduzo a continuación un breve texto, recuperado de El hombre que siempre estuvo allí (Saga Editorial), libro que dediqué a mi padre y al honesto gremio de los barberos. Por lo menos, que los barandas de la revista sepan algo sobre el nombre con el que han bautizado su pack (vaya, con el palabro) y que de paso se enteren de con quien se la están jugando. El que avisa no es traidor.



Un apellido con un pack... de postales (II)

Paco Bator siempre se ha manifestado orgulloso de su apellido. Se trata de una niñería, una soberbia pavada, pero eso no cambia el hecho en sí, y mucho menos la permanente satisfacción que le ha deparado semejante vanagloria, por otro lado inocente. Si se pronuncia Bator con acentuación de las vocales, se puede reconocer que la palabra tiene cierta armonía fonética. Esto es todo lo bueno que cabe decir. O sea, nada, si no te apellidas así. Pero Bator no sólo era el apellido que mi padre había heredado del suyo, sino, desde su interesada percepción, un intrigante tesoro etimológico, un arcano existencial.

 

Hasta hace muy poco tiempo ha estado firmemente convencido de que en España no había otros batores que los descendientes de su tronco familiar, originario de la localidad soriana de Ágreda. Por lo que mi padre fue sabiendo de unas fuentes y otras, había llegado a la conclusión de que su apellido tenía raíces húngaras, dato que casaba bien con determinadas características físicas de buena parte de sus familiares paternos: tez muy clara, pelo rubio, ojos azules y rasgados, piel fina… De todas ellas, él sólo conservaba los ojos rasgados y la piel fina, pero estaba seguro de contar con ancestros húngaros. Y mucho más desde que su hermana Josefa le comunicó que un oficial húngaro del barco en el que emigró a Venezuela, apellidado como ellos, le había dicho que “bator” significaba “valiente” en la lengua de los magiares.

 

Encantado como estaba de ser un Bator, ni por asomo podía imaginar el alegrón que iba a depararle su apellido tras conocer a principios de 1960 un hecho más bien irrelevante. El despacho de agencia publicado por los periódicos era, por esa razón, breve: Urga, la capital de Mongolia, se llamaba en realidad Ulán Bator. La buena nueva impactó a mi padre. El qué y el dónde de la noticia, tan extraordinarios, cobraron una dimensión aún más feliz cuando conoció el quién y el por qué. Casi levitó al saber que Ulán Bator había sido el primer revolucionario que implantó una sociedad comunista en Asia. Desde entonces, Ulán Bator y Mongolia ha sido un tema recurrente en las sobremesas familiares.

Los hijos tomamos inicialmente a chacota las historias del padre en torno a su apellido, pero con el paso del tiempo acabamos por compartir su interés. En mi caso, la deformación profesional me ha impulsado a seguir durante años rastros de lo más diversos hasta conseguir una pila de insospechadas referencias con el membrete Bator. Y como no podía ser menos, mi madre ha ido apostillando con punzante sorna el constante flujo de enmiendas con que mi investigación ha ido acotando las fantasiosas interpretaciones de mi padre sobre el origen, la semántica y el peso histórico de su apellido.

 

Una de las primeras correcciones a la mistificación paterna de la batoridad fue saber de la existencia de Erzsébet Báthory, quien en el siglo XVII mandó asesinar en el principado de Transilvania a 650 niñas púberes para bañarse con su sangre en un cruel y alocado intento de mantenerse joven. Cuando leí a finales de la década de 1980 el retrato de la perversa aristócrata húngara que Valentine Penrose hace en La condesa sangrienta pensé que era preferible ir por la vida de cobarde que disponer de esa clase de arrojo. Según la autora de la obra, “los Báthory habían destacado siempre, en lo bueno como en lo malo. Los dos primeros de que hay noticia, cuando la familia no se había hecho aún acreedora a su sobrenombre, el de bájor (o báthor, el valiente), eran dos hermanos salvajes, Guth y Keled, venidos de Suabia y cuya cuna allí era el castillo de Sataufen, o Stof, que había de ser también la primera morada de los Hohenstaufen”.

 

Algunos historiadores consideran que el origen de los Bàthory se remonta a los hunos y otros ponen en duda la veracidad de las acusaciones contra Erzsébet, también apodada la “alimaña de Csejthe”, pero en general coinciden en señalar que los retoños de esa poderosísima familia eran tan valientes como tarados, salidos, déspotas y crueles. Uno de ellos, el tío de Erzsébet conocido como István Bàthory en húngaro y Stefan Batory en polaco, representa la consabida excepción, ya que, convertido en monarca de Polonia tras su casamiento con una hija de Segismundo I Jagellón, ha pasado a la historia por su buen gobierno, sus campañas militares victoriosas frente a los odiados rusos y el renacimiento cultural que caracterizó a su reinado.

Como no podía ser de otro modo, las lucubraciones familiares en torno a la llegada a España de algún miembro de la dinastía Bàthory se sustentaban en descabelladas fantasías. No obstante, asumíamos sin ningún género de dudas nuestro origen bastardo o, en caso contrario, la pertenencia a una estirpe no sólo salvaje sino decididamente manirrota, dada la extracción social de los ancestros agredanos.

 

Mientras estudiaba historia del arte, mi hermana Raquel trató de acotar estos delirios genealógicos con algún aporte documental, pero no pudo hacerlo porque el archivo parroquial de Ágreda había perdido buena parte de las actas bautismales en un incendio. Sólo había otra posibilidad de seguir el hilo del ovillo batoriano: investigar en el Registro Civil de Tarazona. Pero era mucho más complicada. Y, además, peligrosa. Corríamos el riesgo de acabar sabiendo que Bator era el nombre de una partida de Ágreda, o de Matalebreras, Dévanos, Ólvega… No queríamos que la realidad nos jodiera la diversión.

 

Por otro lado, resulta un colosal despropósito manejar a la ligera el concepto de “realidad”, y más si se hace en referencia a sucesos o personajes del pasado, siempre inaprensibles. Todavía hoy no sé con certeza si alguna vez existió alguien llamado Ulán Bator. Siendo adolescente creí lo que me contó mi padre: un mongol con ese nombre había fundado la primera república socialista de la historia (por confusión suya o mía, durante mucho tiempo estuve convencido de que había precedido en unos meses a la Revolución de Octubre). Después, casi con 30 años, me enteré de que Ulán Bator significaba en el idioma mongol “el gran líder”, “el revolucionario ejemplar”, “el padre de las masas” o algo así. Y desde hace algunos años, obnubilado por el magma informativo sin desbastar que proporciona Internet, manejo muchos datos, pero no acabo de creerme ninguno.

 

Lo único comprobado es que Süjbator, Sukebator o Shuke Bator, según algunas de las grafías empleadas en la transliteración del nombre a diversas lenguas occidentales, existió de verdad. Y, desde luego, su vida se hizo merecedora de la rendida admiración de mi padre. De humildísimos orígenes, se convirtió en un gran estratega militar que venció a los chinos y a las tropas de Nickolaus von Ungern-Sternberg, un iluminado general ruso, también conocido como “El barón sanguinario” y “El barón loco”, que se creía el nuevo Genghis Kan y del que Ferdinand Ossendowsky aporta un revelador retrato en Bestias, hombres y dioses. A este Bator se le considera el padre de la Mongolia moderna, pero nunca fue jefe de gobierno, sólo ministro de la Guerra en un régimen en el que el poder simbólico lo seguía ostentado el Bogd Jan, el único khan que tuvo el país entre su independencia de China en 1911 y su conversión en república en 1924. Süjbator, Sukebator o Shuke Bator había muerto unos meses antes, recién cumplidos los 30 años, quizás envenenado.

Estos son parte de los hechos que me parecen incuestionables, así como que la capital de Mongolia, Urga, pasó a llamarse oficialmente Ulán Bator a partir de 1924 como homenaje al héroe militar y revolucionario. Ir más lejos, extraer otro tipo de conclusiones, resulta difícil. ¿Quién sabe algo de la historia contemporánea de Mongolia? ¿Quién comprende las siempre enrevesadas relaciones entre lenguaje y política? Yo no, desde luego. Un apunte: Ulán Bator acostumbra a ser traducido a los idiomas de origen europeo como “Héroe Rojo”. Entonces, “bator” debe significar “rojo” o “héroe”. De acuerdo, pero en ese caso, Süjbator, Sukebator o Shuke Bator, ¿ya era “rojo” o “héroe” de nacimiento? Si uno diera por bueno todo lo que lee, acabaría tontainas perdido.

 

De todos modos, mi padre supo del supuesto Ulán Bator a principios de 1960, una década deplorable en lo que respecta a la calidad de la información. En mis manuales de geografía de bachillerato todavía se mencionaba, casi cincuenta años después del cambio de denominación, a Urga como capital de Mongolia, así que ningún español de la época tenía posibilidad de comprender el alcance de un personaje como el que capturó instantáneamente el interés de mi padre y, en muy poco tiempo, el mío. Todavía hoy, el ocasional rastreo de las resonancias semánticas de “bator” me confirma que están marcadas por los tambores de guerra. Existen fósiles de un dinosaurio del Cretácico superior que vivió en los territorios de Mongolia hace 75 millones de años y que fue bautizado en 1999 como Achillobator, es decir, el “guerrero de Aquiles”, utilizando el término mongol “bator” con idéntico significado que tiene en húngaro. El nombre francés del conocido personaje de manga Capitán Harlock, el pirata espacial creado por Leiji Matsumoto, es Albator. Y la empresa argentina Bator, denominación de gran lógica comercial, ya que se dedica a la fabricación de barras de torsión, explica en su página web que en 1978, “a pedido del Ejército Argentino”, según palabras textuales, amplió su planta para fabricar la barra de torsión del “tanque de guerra mediano de treinta toneladas”. Sólo tengo una ligera idea de qué es una barra de torsión, pero sé de sobras para qué sirven los tanques y cómo los utilizaba la sangrienta dictadura militar argentina en 1978.

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