Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Medios de comunicación

Escena de la primera película de la trilogía, rodada en las playas de Mombasa, Kenia.

Tremendas estampas del paraíso

Paraíso constituye una apuesta cinematográfica excepcional por varios motivos: tema, estilo, estructura, duración, intérpretes…No parece recomendable verla de una tacada, como yo hice en Pamplona la tarde-noche del primer lunes de septiembre, pero conviene no dejarla pasar, o al menos no sin testarla con una de las partes de la trilogía: Paraiso: Amor, Paraíso: Fe y Paraíso: Esperanza. Un tipo de cine extraño, lento, de mucha conversación y diferentes clases de cuerpo a cuerpo, rotundas imágenes, punzante naturalismo y a la vez carga alegórica. Su director, el austríaco Ulrich Seidl, está acostumbrado a obtener tantos premios como críticas acerbas y denuncias de escándalo, así que considera, con razón, que va consiguiendo su objetivo. “Siempre que hago una película –explica– busco la manera de mostrar la verdad o al menos la verdad tal y como yo la percibo (…) Mi intención no es crear una serie de cosas para hacer una película, sino tan solo mostrarlas. Quiero que la gente vea cosas”.      

 

Seild centra Paraíso en las andanzas de dos hermanas austríacas de alrededor de cincuenta años y la hija de una de ellas, de 13, para tratar de la necesidad de amar, el poso colonialista del turismo sexual, la vivencia pervertida del catolicismo, la pulsión rigorista del Islam, el desvarío adolescente, el utilitarismo en las relaciones familiares, las consecuencias de la pérdida de atractivo físico, el fracaso de la multiculturalidad, la obesidad física y moral de Europa, la violencia que impera en el interior de los hogares supuestamente civilizados…El universo, doméstico o exótico, retratado por Seidl no tiene nada de idílico. Y el sarcasmo llega al extremo de que tampoco se vislumbran amor y fe en las películas de esos títulos, aunque sí la esperanza que cabe otorgar a la chica con sobrepeso que sufre por el fracaso de su primera experiencia sentimental. De hecho, las segundas palabras de los títulos de Paraíso, para la que se rodaron 80 horas inicialmente destinadas a un único film, resultan intercambiables: en la historia de las andanzas sexuales del personaje de Teresa en Kenia se detecta más fe y esperanza que amor, y en la que protagoniza en Austria su hermana Anna Maria, católica integrista, mayor esperanza y amor que auténtica fe. En el caso del romance de Melanie, la hija adolescente de Teresa, con un médico cuarenta años mayor que ella, hay tanto amor y fe como esperanza.              

        

Seidl rueda sus películas de ficción como si se tratasen de documentales para lograr un desarrollo realista de la trama con la improvisación de los intérpretes, a los que obliga a trabajar sin guion y repentizar los diálogos tras describir con detalle las escenas. Es un método arriesgado que, sin embargo, juega a favor de la trilogía, donde participan actores y actrices aficionados, en algunos casos con sus nombres reales, cuya actuación no desmerece al lado de actrices con tantos registros como Margaret Tiesel y Maria Hofstätter. Salvadas las distancias, hay algo en Paraíso que me recordó las mejores películas del mexicano Arturo Ripstein, también obseso del plano-secuencia, con gusto por el tremendismo, ciudadano de un país asfixiantemente católico y acostumbrado a realizar los guiones con su mujer, Paz Alicia Garciadiego, igual que Seidl con la suya, Veronika Franz. Hecha la conexión, no sé hasta qué punto feliz, volviendo de noche a casa tras cinco horas y media de cine casi ininterrumpido, recordé una foto que acababa de recibir desde México y dos también de pintadas que yo había hecho con el móvil esa misma mañana en Pamplona, donde no resultaría difícil encontrar mujeres como las que retrata Seidl, a las que dedico las imágenes. Amor, fe, esperanza. Sí…y dos huevos duros.   

Para Teresa, por si le tienta México como nuevo destino en su búsqueda de la felicidad.
Para Anna Maria, para que considere Pamplona como posible objetivo a recatolizar.
Para Melanie, por si la cursilería le sirve de paliativo en su primera derrota amorosa.

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