Mongolia sigue en sus trece de no dar explicaciones sobre el uso del apellido Bator en la comercialización de sus postales satíricas. ¡Menudos piratas! En fin, que les zurzan... Doy por terminado el contencioso. Sé reconocer cuando he perdido la batalla, algo que no se puede decir de todos los batores, como ocurría con uno cuya semblanza dibujé en el capitulillo de El hombre que siempre estuvo allí (Saga Editorial) que reproduzco a continuación. Él sí que se merecía un postal.
Y UN...CORTO ETCÉTERA /// Medios de comunicación
Una postal para Stiv Bator (y III)
Si mi padre fuera capaz de navegar por Internet se llevaría una gran desilusión al comprobar que Bator es un apellido relativamente común, extendido por los cinco continentes. Hay batores a porrrillo en Hungría, Polonia y otros países del este europeo. Hay batores en Inglaterra, Estados Unidos, Australia… Hay batores en África y, desde luego, en América Latina, aunque en algunos de esos casos están ligados por vínculos de sangre a mi familia paterna. En Inglaterra los Bator tienen hasta escudo de armas con el dibujo de un yelmo en cuarteles con fondos de color azul y amarillo: la típica pamema sacacuartos. Y en Estados Unidos nuestro apellido figura en el puesto 10.450 en el ranking de los más comunes.
Por supuesto, gracias a Internet es fácil obtener bastante información sobre ese gentío abatorado. Hay mujeres y hombres de muy diferentes características personales y profesionales. Uno de los personajes más relevantes es Francis M. Bator, profesor emérito de Harvard y autor de varios libros de historia económica. Otros, de reconocida trayectoria en el mundo literario, tienen apellidos que sugieren una misma raíz: el francés Michel Butor, el turco Ennis Batur… Hay incluso batores cien por cien que también han escrito libros, pero eso no tiene mayor importancia. Yo mismo estoy perpetrando uno.
Durante el último lustro he ido sabiendo los nombres y procedencias de muchos de ellos, he husmeado en sus webs, he visto sus fotografías, he tenido noticia de sus logros académicos, sociales, deportivos… Pero mi interés ha sido mucho menor del que me generó en su momento Steven John Bator, conocido por el nom de guerre de Stiv Bators hasta el último tramo de su carrera artística, cuando recuperó el apellido para encararla en solitario.
Youngstown, la ciudad de Ohio a medio camino entre Cleveland y Pittsbourgh donde nació, tiene el nombre idóneo para figurar en las enciclopedias del rock. Stiv, criado en una familia que supongo de origen húngaro o polaco, consiguió que aparezca en ellas por su trayectoria como cantante y guitarrista de los Dead Boys estadounidenses y por haber liderado The Lords of the New Church, banda con base en Londres que alcanzó un relativo éxito en Europa. No llegó a ser una estrella del show-bizz, pero vivió como si lo fuera. Su vida, pródiga en excesos, delirios y amantes, algunas tan fascinantes como Bebe Buell, icono sexual del rock y madre de Liv Tyler, acabó en París el 4 de junio de 1990, el día en que mi padre cumplía 69 años. Y como murió relativamente joven, aunque de la manera más pedestre posible, atropellado por un taxi al cruzar borracho una calle, ha alcanzado en algunos ambientes el estatus de remedo gótico del gran santón roquero Jim Morrison.
Como buen punk, Stiv era un músico malillo y un animal de escena. Confeso admirador de Iggy Pop, nunca pretendió imitar las legendarias contorsiones de la iguana, pero apenas tenía nada que envidiarle en cuanto a la intensidad de sus actuaciones y al gusto por la provocación. En julio de 1983 el concierto en directo de los Lords en el programa televisivo “La edad de oro” de TVE-2, dirigido por Paloma Chamorro, causó un considerable escándalo porque Stiv lo terminó bajándose los pantalones y enseñando el culo a la cámara.
Poco después de ese peculiar salto a la fama patria, el grupo tocó en los Festivales de Olite, y a mi padre y mi hermano les dio el pronto de acercarse hasta allí para ver al Bator de marras. Unos meses antes yo les había hablado de él sin entrar en detalles, así que sólo sabían que era músico y yanki, lo que permitió a mi padre sugerir que podría tratarse de un descendiente de un hermano de su padre cuyo rastro se perdió en Puerto Rico a finales del siglo XIX. Por supuesto, les habría acompañado de no haber residido fuera de Pamplona, pero se aventuraron solos, aprovechando la circunstancia de que estaban de “rodríguez”. Y todavía hoy no saben qué les horrorizó más, si la música, atronadora y elemental, o la macabra pinta de Los Señores de la Nueva Iglesia. El pelo cardado, el maquillaje, la camisa de lunares y los ornamentos religiosos de Stiv anonadaron a sus “parientes” navarros. Semejante tipejo desmerecía el mito de la masculinidad batoriana. ¿Qué se había hecho del legado genético aportado por los sanguinarios transilvanos y los revolucionarios mongoles?
La jornada habría pasado a la historia familiar sólo por la velada en el castillo de Olite, todavía escenario de los Festivales, pero la noche deparó un final de verdad chungo. Al volver a casa, alrededor de las dos de la madrugada, mi padre encontró la puerta abierta y la cerradura reventada, entre otras evidencias de allanamiento. Dio media vuelta y fue a casa de Patxi, que está cerca. Según mi hermano, nuestro padre llegó con el rostro desencajado, en estado de gran ansiedad, con más temor que indignación. Tras llamar a la policía, entraron en el piso y lo hallaron patas arriba. Los ladrones sólo se llevaron las joyas de poco valor que mi hermana había ido guardando desde pequeña y dos mantelerías sin estrenar, reservadas con celo para el festín de Babette que nunca hubo en nuestra casa, la más antigua bordada con puntillas por la tía Aurelia (hermana de mi abuela paterna) y la otra bordada con piquillos por la tía Ambrosia (hermana de mi abuela materna). Poco en términos materiales. Mucho, si se ponen en la balanza emociones y sentimientos. Además, como sucede cuando se trata de un asalto de hogar, las consecuencias del robo fueron psicológicamente dañinas. A mis padres les costó volver a sentirse seguros y confiados en su casa.
Un par de años después de estos hechos, Martin Scorsese estrenó una divertida película sobre la cadena de sobresaltos que afectan a un oficinista mientras sigue a una mujer en la noche neoyorquina. Ciertamente, Olite y Pamplona no son Manhattan, ni mi padre tiene el más mínimo parecido con el joven encarnado por Giffrin Dunne, pero en ambos casos se trata de hombres corrientes que dan un paso fuera del círculo de tiza cotidiano y les pasa de todo. Desde ese punto de vista, el título de la versión castellana, Jo, qué noche, refleja incluso mejor la peripecia de mi padre que el original, After Hours, apropiado también. E incluso hay una sorprendente coincidencia entre realidad y ficción, unidas por la música punk. Mi padre escuchó en Olite canciones de los Lords de títulos tan inequívocos como Open your Eyes, Russian Roulette, Li´l Boys Play with Dolls… y en la película el incauto protagonista aterriza en un club punki, donde, por cierto, aparece el propio Scorsese manejando un cañón de luces.
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