Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Medios de comunicación
Mordaz retrato de familia en la Barcelona preolímpica
LOS FELICES 90s, en mayúsculas y con plural volado, es el sarcástico título del álbum del dibujante Boada y el guionista Onliyú que publicó La Cúpula en junio de 2015. En su presentación ante colegas y amigos, el también dibujante Martí y Felipe Borrallo, inventor de Makoki y dueño de la desaparecida librería del mismo nombre, apenas se refirieron a la obra, pero no ahorraron dicterios ni pedorretas contra la deriva pepera en España y el diktat nacionalista que ha vuelto irrreconocible la Barcelona "convulsa y resistente", según la contracubierta, en la que transcurren las andanzas de una tropa tan familiar como majara. Pepe Boada y José Miguel González Marcén, Onliyú, no dijeron ni pío entonces, pero el segundo ha redactado para La Simiente Negra un artículo en el que además de enmarcar la aparición en la revista El Víbora de las sucesivas historietas que componen el álbum y detallar el proceso de la reciente edición, desvela las diversas fuentes en que se inspiró para urdir tramas y diseñar personajes. Junto con su texto se reproduce el prólogo de la obra, donde la novelista Mercedes Abad confiesa que ha reconocido en ella "un retrato más lúcido de la época que si me hubiera metido entre pecho y espalda un par de libros de Historia y algún sesudo tratado de antropología y sociología, lo que me faculta para decir que sin cómics no entenderíamos las décadas que van del tardofranquismo al colectivo arrebato de desencanto democrático que provocó el felipismo y que impregna las páginas de Los felices 90, de modo que cierta melancolía hace de contrapunto del humor delirante".
El ÁLBUM EN TRES VIÑETAS, SEGÚN ONLIYÚ
A principios de los años noventa del pasado siglo, había una revista de cómic que se editaba en Barcelona y se llamaba El Víbora. Aunque ya había pasado sus mejores momentos, se mantenía en el mercado y en el aprecio de sus lectores con una cierta dignidad. Los gloriosos momentos antedichos se habían dado durante los años ochenta. Una curiosa mezcla entre el mensaje un tanto provocativo que anidaba en la temática y el estilo de las historietas, la situación política (una de las claves del éxito de El Víbora fue su rápida y contundente respuesta a la patochada del intento de golpe de Estado de 1981) y, por qué no decirlo, una más que notable calidad del producto final hicieron que la revista se convirtiera en una especie de referencia generacional e ideológica. No había sido ésa la intención de quienes la habíamos ideado, allá por finales de los setenta, pero el caso es que nos vino muy bien. Vivíamos de ello, cosa que es a lo máximo que puede aspirar alguien que se dedique a cosas artísticas y similares.
En la época que nos ocupa, tal euforia se había atemperado. Lo que había sido una seña de identidad de los primeros años de El Víbora, esto es, la provocación, ya no nada más de sí. A cambio, habíamos, creo, adquirido na cierta sabiduría en el noble arte de contar historias. Dos de los tipos que pululaban por la redacción éramos quien escribe estas páginas, que rondaba los treinta y ocho, y Pepe Boada, de unos treinta.
Yo ejercía de una suerte de chica para todo. Como nunca he sabido hacer la o con un canuto, me dedicaba a hacer guiones a diestro y siniestro, a cometer editoriales y a ejercer de algo parecido a public relations, lo que me proporcionaba acceso tanto a numerosas libaciones e interesantes conversaciones como a pingües oportunidades para ampliar el círculo de mis amistades.
Por su parte, Pepe era, y lo sigue siendo, un dibujante en el que se aúnan una enorme capacidad de trabajo, una honestidad respecto al mismo que más quisieran muchos cantamañanas, un tremendo talento gráfico y una implacable lucidez. Por aquel entonces trabajaba en un par de álbumes: Mi vida como fantasma, con guión suyo y Dioses de ocasion, con guion de Joaquín Resano.
A veces, en mi despachito de El Víbora, hablaba con dibujantes que me decían que por qué no les hacía un guioncillo para salir del paso y entregar a fin de mes. La verdad es que yo disfrutaba un montón con eso. Como soy un tipo bastante leído y escribido, lo que solía hacer era preguntar por dónde querían ir y qué tono querían dar a la historia. Lo que hacía yo entonces era rebuscar en mi base de datos particular, llegar a alguna historia que nos sirviera a ambos y proponérsela, Claro, con algunos dibujantes me entendía mejor y con otros peor. Entre las cosas de las que estoy contento que salieran a partir de este método están N. (sobre un relato de Colette y dibujada magistralmente por Diego), varias historias incluidas en Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, (no menos maravillosamente dibujadas por Laura Perez Vernetti), y otras aventuras relatadas por Pilar Herrero (a partir de otro cuento de Colette), Juan Moreno (que me insistió en que quería dibujar coches de los años 40 y acabamos haciendo una especie de versión de Sed de mal) o Iron (a quien le moló que el rugby fuera el único juego en el que Irlanda y el Ulster tuvieran un equipo conjunto, dato que yo había sacado de una Enciclopedia del Deporte). Pues bien, mi relación con Pepe Boada era de este tipo (aparte de que éramos vecinos de barrio, lo que también ayudaba). Habíamos publicado al alimón una historieta bastante sosa que se llamaba La penitencia (procedente de un cuento de Saki) y otra, Los dos conejos, inspirada en la fábula de Tomás de Iriarte, la de los galgos y los podencos, que no estaba tan mal.
Un día, supongo que entre elaboración y elaboración de sus obras completas, me sugirió que hiciéramos una tercera. Yo, fiel a mis principios, me acordé de un cuento, Reveladoras, de Felipe Trigo, un escritor, semiolvidado y "verde", de principios del siglo XX. En él se cuenta la fascinación que un adolescente rural y presumiblemente virgen experimenta por una écuyere, estrella a su vez de un circo ambulante que pasa por su pueblo.
Pero, oh cielos, resulta que al adaptar el tema del cuento (el cuelgue de un joven retraído por una figura del espectáculo, un tema universal) a los tiempos en los que vivíamos se necesitaban formas, posturas y actitudes que lo hicieran creíble a nuestros posibles lectores. Así elaboramos Enseñar al que no sabe, primer capítulo de lo que no sabíamos que iba a ser el primer capítulo de algo y en el que habíamos cambiado el circo por el cine, introducido a unos cuantos personajes más (la mamá y la hermanita del niño, la amiga de la primera, el director de la película, la protagonista...) y, sobre todo, haciéndolos a la vez rijosos, amorales, ofensivos, simpáticos y un poco tontos.
Cuál no sería mi sorpresa cuando Pepe me sugirió que siguiéramos con la historia. Que le pusiéramos un título e hiciéramos unos cuantos capítulos más. Ambos nos sentíamos a gusto con la trama, los personajes y el ambiente. Llamamos a la historia en ciernes Los felices 90, título que evidentemente no tenía nada de nostálgico (el primer capítulo apareció a finales de 1990), sino que quería ser un poco sarcástico. Para mí, como guionista, el problema estribaba en que el relato del pobre Felipe Trigo no daba para más, así que tuve que sacarme de la manga las siguientes aventuras que les ocurrirían a Luz, Juana, Christian, Alejandro, Patricia, Esmeralda y los personajes que se fueron incorporando. Como no gozo de una exuberante imaginación, la única solución que tenía era la misma que han utilizado miles y miles de relatores de historias desde que el mundo es mundo; es decir, poner oído al parche, escuchar y ver lo que pasaba alrededor, falsearlo un poco (y, por lo tanto, hacerlo más veraz), darle un poco de ritmo y contarlo. Sin ninguna intención de hacer una crónica de costumbres ni, mucho menos, un roman à clef , ése fue más o menos el método que utilizamos (porque Pepe se apuntó al invento con sus acostumbradas habilidad y eficacia) en los once capítulos de la serie que durante dos años y pico fueron apareciendo en El Víbora. Hicimos que follasen casi todos con casi todos, les sumimos en obras benéficas de dudosa eficacia, los encerramos en diferentes comisarías, les drogamos de uno en uno, de muchos en muchos y emplacebados, les hicimos que llorasen unas cuantas veces, les enviamos con okupas, manguis y otra gente de mal vivir y no les hicimos más perrerías porque no nos dio tiempo.
Unos cuantos ejemplos:
El destino normal de una serie como la nuestra era que acabara siendo un álbum muy puestecito y que las aventuras de nuestros personajes dejaran de ocupar el ominoso lugar del revistero para pasar en la biblioteca de nuestros fans al más respetable estante de los álbumes de comic, al lado de los de Will Eisner, Winsor McCoy o Alex Raymond, por poner algunos ejemplos al azar. Pero hete aquí que a mediados o finales de 1993, por diferentes razones que no vienen a colación y cada uno con las suyas, tanto Pepe como yo estábamos bastante hartos de El Víbora y nos dedicamos a nuestras respectivas cosas. El álbum se quedó sin publicar. Aunque bien es verdad que la última viñeta que se publicó en la revista (la de aquí abajo) mostraba a Luz, nuestra heroína, que acaba de asestar una contundente patada en las partes nobles de un lamentable comisario de policía y que ante el pasmo y/o regocijo de la compañía, sigue empeñada en continuar su loable tarea. Y así no es manera de terminar una historia. ¿O sí?
El caso es que pasaron veinte años. Lo que nos ocurriera a Pepe Boada y a mí durante ellos no tiene ninguna importancia. El Víbora había dejado de existir en 2005 y su editor y factótum, Josep Mª Berenguer, con quien, a pesar de todo los dimes, diretes y trifulcas de tiempos pasados nos habíamos reconciliado casi todos, murió unos años después. Ediciones La Cúpula, que fue la editorial de la revista, ha conseguido sobrevivir, gracias en buena parte al inesperado buen hacer de Emilio Bernárdez, que ha logrado superar con nota su pasado de fiel escudero. En la primavera de 2014 hablamos con él. Si no entusiasmado, sí se mostró receptivo a la idea de hacer una reedición (ahora sí, en álbum) de Los felices 90, corregida y aumentada.
Y ocurrió una cosa. Pepe Boada me llamó un día a darme dos noticias: la primera era que podíamos tirar para adalante con Los felices... La segunda, que andaba sin casa y si podía apalancarse en la mía. Y vino. Yo sé que el relato del making-of genera un malsano interés, así que me apresto a satisfacerlo.
Nada más llegar, Pepe dijo algo así como "esto no puede ser" y se dedicó de manera febril (en la medida que se lo permitían sus otros trabajos) a rehacer todas aquellas viñetas que, bien por nuestro juvenil atolondramiento veinte años ha, o bien -y esto era lo más normal- porque estaban hechas a correcuita para cumplir con los plazos de entrega, le parecían tan impresentables como vergonzosas. A ello se dedicó. Por mi parte, me inventé unas cuantas páginas para cerrar de una manera más o menos digna el álbum. Y es curioso cómo van acomodándose las cosas: en el último capítulo teníamos a Juana, la hija de Luz, embarazada, con lo que un parto podría ser un digno colofón (nuestra prota, tan pendona ella, ya es abuela, podemos a reunir a todos los personajes en una especie de fiesta final, etc). Y resultó además que Pepe, además de corregir viñetas, estaba haciendo un story-board para una serie de dibujos animados alemana un tanto cursi en la que aparecían cada dos por tres rubias jovencitas a caballo. Me dijo: "Oye, ¿no podrías meter algún caballo que otro en el capítulo final, que ahora los tengo muy por la mano?". Pues bien, el cuartel donde la Guardia Municipal de Barcelona guarda sus caballos está a dos manzanas de distancia del Hospital del Mar, al que habíamos pensado que Juana fuera a dar a luz. Y ambos, a tiro de piedra de la playa (porque también queríamos meter una playa). Mezclas las tres cosas y te sale una historia. No muy apasionante, pero sí resultona. Y así fue el último capítulo. El chiste final de que Luz se vaya "a internet, donde me han dicho que se liga mucho" se nos ocurrió sobre la marcha. En 1992 o 1993, cuando pasara esto, tenía sentido
Última viñeta
Por otra parte, yo quería que el álbum tuviera un prólogo y que celebráramos su edición con una fiesta. Para el prólogo enseguida pensé en Mercedes Abad. Con Mercedes mantengo una relación de un montón de lustros en la que han sido permanentes la complicidad y la risa. Aunque a veces le he hecho alguna pirula que otra (no es la menor que una tarde de hace muchos años la liara para presentar al alimón un libro sobre las aventuras de un capuchino decimonónico en Palestina, -por entonces Mercedes estaba muy puesta en la asiriología [sic] y la cosa tenía un cierto sentido [?])-, imaginé que dado su buen talante y generosidad volvería a caer en mis redes. Como así fue.
Para la fiesta, hablé con Teresa Reyes, también amiga y propietaria del Margarita Blue, uno de los escasos lugares con una cierta elegancia que quedan en Barcelona. La celebramos, con asistencia de maravilloso público, a principios de junio de 2015.
Y ésta es la historia de Los felices 90. Como casi decía Paul Éluard, hay otras historias, pero están en ésta.
PRÓLOGO DE MERCEDES ABAD
Un buen día recibí un correo de un tal José Miguel González Marcén. Menos mal que me lo remitía la editorial Tusquets, porque de haberme llegado sin intermediarios, seguro que habría cedido a mis instintos destructivos y sin pensármelo dos veces lo habría borrado en el acto, por ignorancia absoluta del remitente, cuyo nombre nada me decía. Hasta que, de pronto, vi la firma del mensaje: ¡pero si es Onliyú, hostias santas! El formidable Onliyú. El único, el auténtico señor Yu, el gran conversador con el que había dado algún que otro susto a mi hígado, y a mi esperanza de vida, allá por los locos años 80, alrededor de una mesa donde si mal no recuerdo también confraternizaban con nosotros, copazo en ristre, gentes ejemplares del underground barcelonés como Ramón de España, Laura e Ignacio Vidal-Folch.
En el mensaje Onliyú me pedía que hiciera un prólogo para el libro, aquí presente, que reuniría los tebeos publicados en su momento en El Víbora junto con Boada, bajo el título de Los felices 90. Pensé, pero jamás le dije al señor Yu, que hacía mil años que no había leído un cómic. ¿Cuál fue el último? me pregunté. ¿Algún número de Anarcoma? ¿O El condón asesino, de Ralf König quizás? A pesar de mi desconexión del mundo del cómic algo me impulsó a aceptar el encargo, probablemente la idea de volver a encontrarme con Onliyú y asestarle un buen susto a mi hígado y a mi esperanza de vida…Lamento decir que no fue así, y que la tarde en que nos vimos Boada, él y yo, nos portamos relativamente bien, y lo dejamos en algún punto después de la segunda o la tercera ronda de inocentes cervezas, pese a lo cual sospecho que volveremos a las andadas (mala hierba nunca muere) y nos obsequiaremos con una sonada juerga cuando salga este libro.
Otra de las ideas que me vino a la mente antes de aceptar el encargo es que mi recuerdo de los 90 es un tanto borroso si no totalmente nebuloso. Como tantos coetáneos, cabalgué los 80 y los primeros 90 a lomos de un gin tonic (de los de antes, sin jengibre ni pepino ni otras gilipolleces por el estilo), de modo que mi memoria es en algunos puntos de lo menos fiable. Pues bien: sumergirme en las páginas del tebeo pergeñado por estos dos espíritus burlones, maestros en ironía y otras artes innobles, me ha permitido recordar de golpe todo lo que olvidé y que quizá incluso preferiría no haber recordado jamás. ¿Éramos de veras en la Barcelona de los 90 como la familia pija, progre y desprovista de escrúpulos que encarnan la dipsómana y alocada Luz, que conoce a su primer obrero de cerca a los dieciséis años (y ríete tú de Teresa y el Pijoaparte); su ex marido Eduardo, que ejerce medicina tropical en Ceilán y se ha casado con una cingalesa, y Cristian y Juana, los dos hijos, que se quieren tanto que se lo montan entre ellos, no tienen más oficio ni beneficio que sus turbios trapicheos y viven despreocupadamente de su madre a la que sablean sin cesar? ¿Éramos como esos personajes cuyas prioridades existenciales no van mucho más allá del sexo, las drogas y el rock’n’roll, aunque todos ellos se muestran más o menos solidarios de boquilla con los problemas del mundo? Más de uno se reconocerá en las aventuras de esta familia, no ya desestructurada, sino desquiciada y desenfrenada, donde madre e hija comparten amante sin saberlo y por cuyo hogar desfila, en pelota picada, un impresionante elenco de ligues a quienes Boada retrata, por cierto, en admirable forma física (cuando el body building estaba aún en pañales). Para muestra, un botón: cuando suena el timbre de la puerta, ningún miembro de la familia suele estar en condiciones de ir a abrir: el hijo se hace una paja, la madre duerme la mona y la hija se está duchando o folla con alguno.
Yo confieso que he visto en estas viñetas un retrato más lúcido de la época que si me hubiera metido entre pecho y espalda un par de libros de Historia y algún sesudo tratado de sociología y antropología, lo que me faculta para decir que sin cómics no entenderíamos las décadas que van del tardofranquismo al colectivo arrebato de desencanto democrático que provocó el felipismo y que impregna las páginas de Los felices 90, de modo que cierta melancolía hace de contrapunto del humor delirante. La historia transcurre precisamente en 1991, con Barcelona sumida en las obras de las Olimpiadas y cuando Felipe el Hermoso empezaba a hacer lo que luego otros se han aplicado a perfeccionar a placer: cubrir de mierda España. Aunque al leer estas páginas, desbordantes de socarronería y de mala leche, no puedo evitar decirme que, al fin y al cabo, uno siempre tiene los gobernantes que se merece.
Uno de mis episodios favoritos es Así no, primero la pasta. Pese a ir de farra en farra, de resaca galopante en resaca galopante, y de catar los encantos de un sinfín de bien dispuestos caballeros, Luz, nuestra inefable protagonista, que es una redomada pija (y, como tal tiene inquietudes), se aburre a muerte con los de su clase. De ahí que, ávida de emociones capaces de hacerla sentirse viva, le proponga a su último ligue, un chico lumpen y con pasado delictivo, que le enseñe a ser mangui. Los detalles le traen sin cuidado: un supermercado, una ancianita venerable, una farmacia, unos guiris… La cuestión es dar un golpe para vencer el tedio. No puedo evitar pensar que en la España del pelotazo, el tedio vital no era precisamente una enfermedad que aquejara sólo a Luz ni fue ella la única que buscó solaz en el delito. ¿Se acuerdan de Mariano Rubio y de Juan Guerra, el hermanísimo? ¿Se acuerdan de la banda (no inglesa) de Gal? ¿Y aquel director de la Guardia Civil que en 1994 huiría a Laos cuando se iniciaban las diligencias judiciales por sus actividades delictivas (malversación, cohecho, fraude fiscal y estafa)? ¡Cuánto aburrimiento hubo, hay y sin duda seguirá habiendo en este país y qué derroche imaginativo para combatirlo!
Otro episodio edificante a la par que desopilante, y muy ilustrativo con respecto a la época en que transcurre, es Lo que ocurrió en la masía. Luz organiza una fiesta de revival de los 70 que acaba en la lujosa mansión de las afueras de Barcelona, llena de cuadros de Barceló y otros pintores de éxito, y cuyo propietario es un escritor llamado Félix (cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia), de los de la época en que no sólo se vendían media docena de best sellers. Pero en los 90 las fiestas ya no son lo que eran y tras esta Luz empieza a hundirse en una depresión durante la que se hará nobles propósitos de dejar la vida perra y canalla aunque, por suerte para sus fans, no caerá esa breva y Luz seguirá siendo una madre amante pero catastrófica y una golfa incorregible.
Destacan el desparpajo y la desfachatez de los diálogos que Onliyú pone en boca de los deslenguados protagonistas y de sus no menos deslenguados novios, ligues, camellos, abogados, amigos y enemigos. Así, Esmeralda, novia de Cristian, suelta la siguiente perla cuando detienen al chico: «¿Sabes lo que me jode? Que hasta en esto los tíos se llevan la mejor parte. Ellos son los insumisos, los héroes y toda la pesca. Y nosotras, ¿qué? A llamar por teléfono a mamá y a llevarles ropitas a la cárcel». Pero lo que se me ha antojado directamente orgásmico es toparme con palabras cien por cien noventeras que hacía mil años que no oía: Luz y su pandilla «se embolingan» y, por supuesto, impregnados como están de filosofía new age, tienen «buenas y malas vibraciones»…
Mención especial merecen los estilismos que inventa Boada para los personajes: la evolución de los peinados de los setenta a los noventa, los sexis deshabillés de Luz y esos fantásticos y enormes pendientes que nos volvían locas.
Sin otro particular, me despido de los lectores, no sin antes desearles una feliz inmersión en esta Historia de la Vida Canalla de los noventa de la mano de esta familia descalabrada cuyas meteduras de pata tan parecidas son a las nuestras.
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