Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Medios de comunicación
Íñigo Gurruchaga acaba de publicar, en edición digital y gratuita, una novela que escribió hace un cuarto de siglo al final de su estancia en Londres para aprender inglés, sin imaginar que más tarde comenzaría a trabajar allí para el diario vizcaíno El Correo y que acabaría siendo el decano de los corresponsales españoles. Quienes le siguen en su blog "El mundo de cerca" o han leído El modelo irlandés y Scunthorpe hasta la muerte conocen su mordacidad y lo directo de su prosa, virtudes ya claramente perceptibles en Staff, novela subtitulada "Noches en el Continental", y de la que LSN reproduce el prólogo y uno de sus capítulos. Puede leerse entera en http://inigogurruchaga.com/?page_id=539
La novela de un futuro corresponsal en Londres
Prólogo
La única duda que nos quedó a Yaya y a mí tras el primer encuentro con nuestro patrón fue si, al meterse la mano por la cintura para remover algo que le inquietaba, lo había hecho por debajo del calzoncillo. Intercambiamos con él cuatro frases abruptas como saludo en una acera concurrida en el centro de Bilbao y caminamos hacia el cercano edificio del periódico, convencidos de que aquel meneo era un mal presagio.
Entre la variedad de patrones de la prensa que he conocido, aquél destacaba porque su más conocida relación con periodistas —antes de comprar los restos del naufragio de aquel diario que ahora me contrataba— era la de liarse a puñetazos con unos colegas a la salida del juzgado en el que se dirimió uno de sus pleitos, y acabábamos de verle tocarse los huevos.
En unos cuantos meses el periódico estaba ya en su agonía. La plantilla era una mezcla de abertzales vascos que se reciclaban en la sociedad burguesa y antiguos empleados que no tenían más ambición que preservar su salario y su posición en aquel negocio podrido. Además había alguna pluma notable que iba de periódico en periódico sin encontrar la manera de ganarse la vida, y un misterio, el de los dos aviadores, periodistas madrileños especialistas en tratar con los poderes mayúsculos. Volaban a provincias cada lunes ataviados ambos con unas cazadoras de cuero con cuello de borrego. Aquella mezcla no cuajó y, tras no publicar nada relevante desde su primer número, el patrón cortó el grifo. No cobramos una nómina.
Entonces se ejecutó el golpe editorial que se anticipaba en nuestras conversaciones. El director abertzale fue destituido y se anunció el nombramiento del aviador más célebre. Un jefe de redacción de intelecto gris y hábitos crueles se acercó a mi mesa para decirme que a partir de entonces tendría que trabajar también los fines de semana, y sin la seguridad de que fuera a cobrar. Por la tarde, vino el aviador principal a verme y me propuso algo que habría intuido como mi soñada ambición.
—¿Te gustaría dirigir una sección de cultura con ce mayúscula en vez de la que hacemos ahora con ka minúscula?
El aviador era un mayúsculo intelectual. Le dije que no se podía trabajar sin pago y me respondió que estaba intentando conseguir fondos para relanzar el periódico.
Aquella noche, cuando regresé para trabajar en el cierre de la sección, me extrañó el silencio y concentración de los que estaban en el ala que se divisaba desde la puerta lateral de acceso. Cuando llegué al centro de la redacción, entendí porqué se había congelado la atmósfera en aquel antro habitualmente ruidoso: el patrón se había sentado en el despacho del director, estaba en mangas de camisa guiando la edición del diario. Me di la vuelta y me fui a casa. Al día siguiente, recogí mis bártulos y me marché.
Tenía curiosidad por casi todas las cosas del mundo, la habilidad para escribir con rapidez el número de líneas que me pidiesen, un currículum que provocaría risa en cualquier negocio y unos pocos miles de pesetas. Todas mis pertenencias cabían en una bolsa.
Marta estaba en Londres, viviendo en una habitación que compartía con Piru, y me animó a ir allí, donde sería acogido en la casa que alquilaban unos periodistas ingleses a otros colegas que se habían marchado un tiempo a Brasil.
No sabía inglés. La única frase que podía pronunciar con más o menos acierto era un verso de una canción muy vieja de Bob Dylan: «The answer my friend is blowing in the wind». Requisé en casa de mis padres el manual de Inglés para españoles de Basil Potter y lo leí durante una noche de travesía por las carreteras de Francia, en el autobús de la línea Algeciras-Londres al que me subí en San Sebastián. Tras cruzar el canal de La Mancha en un ferry, un aduanero inglés me preguntó por el motivo de mi viaje.
Mi única relación con una persona inglesa hasta entonces había sido con un profesor que intentó enseñar su lengua a cincuenta alumnos de sexto del antiguo bachillerato, en un colegio de hermanos cristianos cuya brutalidad me espantaba desde el día en que salí de sus aulas. Era un hombre alto, con un rostro pálido y sonrosado, unas patillas que nos parecían extravagantes. Caminaba con zancadas muy largas y nos mostraba una cortesía que nos pareció cómica. Liberados del yugo de los hermanos y de sus cómplices seglares, nos comportamos con él como salvajes. Nos tronchábamos de risa cuando borraba el tablero con un paño que llevaba en su maleta y, cuando le explicamos el uso del borrador de fieltro, demostró a la clase que era un instrumento nocivo, porque aireaba la tiza, que manchaba la ropa y contaminaba los ojos, las fosas nasales, la boca. Sólo duró aquel año en el colegio. Quizás había regresado a su país, quizá lo echaron porque era incapaz de someternos. Sentía simpatía hacia los ingleses a través de aquel hombre que nos pareció tan ingenuo y que en un breve episodio nos había enseñado que tenía sus propias ideas sobre cómo hacer mejor las cosas cotidianas que suponíamos indiscutibles.
El aduanero me pidió que le mostrase el dinero para pagar mi curso de inglés. Me preguntó más cosas que no entendí. España no pertenecía a la Comunidad Económica Europea y las autoridades británicas daban visados para seis meses de estancia a quien demostrara su intención de residir en el país para estudiar su idioma. Pero el aduanero selló mi pasaporte con un visado de dos meses. Sería culpa de Basil Potter, o la venganza soterrada de aquel profesor de inglés a quien acosamos por su inusual cortesía, o que mis pesetas convertidas en libras no daban para más.
Marta y Piru me recibieron con otra mala noticia. Vivían en su casa, en el barrio de Brixton, dos hombres y un matrimonio con una niña pequeña, y el anuncio de que la habitación del piso superior iba a ser ocupada temporalmente por tres personas no había sentado bien. El marido de la familia se había empeñado en convocar reuniones de los residentes en la casa para debatir asuntos de la convivencia y sobre ellas escribía un acta. Leí aquella colección de apuntes, que contenía resoluciones graciosas: «Como en la casa se habla portugués y español, debatimos sobre si se debe hablar en inglés en la cena o cuando vemos juntos la televisión. Se decide que cada uno hable el idioma que prefiera». Uno de los periodistas tenía a su familia en Brasil y el otro era soltero. Eran más libertinos, pero el redactor de aquellas actas era un funcionario municipal de personalidad meticulosa.
Tras la reunión, en el atardecer del mismo día que llegué a Londres, Marta y Piru subieron al cuarto, en el que esperaba sus deliberaciones, y me confirmaron que podía quedarme unos días, hasta que encontrase otro lugar en el que vivir. Estaban enfadadas porque, en la exposición de motivos para justificar su petición de que me marchase, el funcionario había citado un informe del ente gubernamental de salud e higiene, según el cual se había comprobado que, en viviendas en las que la proporción de habitantes por baño es mayor que siete a uno, se dan más suicidios. Cenamos juntos. Los inquilinos ingleses me aseguraron que sería bien recibido cuando Marta y Piru regresaran a San Sebastián en unos meses.
Después de cenar, Marta me dio instrucciones para conseguir techo y empleo. Debía observar las cristaleras de las tiendas de ultramarinos, donde la gente pegaba tarjetas con ofertas de habitaciones en alquiler. En el hotel Continental, donde ella había trabajado como chambermaid limpiando habitaciones y haciendo camas, tenía una amiga, Isabel, que trabajaba como recepcionista. Podía ir allí a preguntar si había trabajo.
La gente cambiaba de empleo a menudo y en la hostelería se contrataba ilegalmente a extranjeros sin permiso de trabajo porque era el escalafón laboral más humillante para los ingleses, que lo evitaban. Me recomendó que fuese al Continental con mi camisa rosa porque el gerente era un homosexual muy gordo y muy cerdo al que le gustaban los jóvenes. Estaba segura de que me contrataría como friegaplatos, un trabajo en el sótano que podía hacer un mudo.
En la mañana siguiente, gasté casi todo mi dinero en la matrícula de un curso de inglés y fui al Continental. Pregunté en la recepción por Isabel. Habló con el hombre grueso que estaba en la oficina contigua. El gerente salió, me observó y habló con Isabel, que me preguntó si estaba dispuesto a trabajar como portero de noche, de once a siete de la mañana. Le dije que no sabía inglés. Me respondió que no importaba. Debía presentarme el domingo a las once, en cinco días. El hotel me daría alojamiento en la vivienda del personal. Recogí mi bolsa en la casa de Brixton y encontré una habitación en un hostal cerca del Continental.
Cuando Marta y Piru regresaron a San Sebastián, alquilé su habitación en Brixton. Tras un año como portero de aquel hotel, recibí una llamada telefónica. Santi, con quien había entablado amistad en aquel periódico, me había recomendado a un diario importante, que buscaba un corresponsal para su delegación en Bilbao. Acepté la oferta, aunque Londres me había parecido un buen lugar para vivir.
Siempre tuve la sospecha de que, en la casa, los dos periodistas ingleses no me creían cuando les decía que yo también pertenecía a su gremio. Pero, antes de emprender el viaje de regreso, alquilé una máquina de escribir y pasé unos cuantos días encerrado en mi cuarto escribiendo esta historia. Uno de aquellos días, Patrick subió a mi habitación y me dijo: «Esa máquina arderá si sigues tecleando así». Me sentí vindicado.
Había llegado con el salvoconducto de no tener otro lugar a donde ir y de la letrilla esperanzadora de “Blowing in the Wind”. Me marchaba con unas decenas de folios escritos en un arrebato de descargo y con otra letrilla de Dylan convertida enel lema de mi despedida: “It's all over now, baby blue”.
Los folios mecanografiados viajaron conmigo a Bilbao y luego de regreso a Londres. Juan Pedro Bator, Juan Requejo, Marta Iturrioz, Vicente Carrión y mi hermano Juanma los leyeron. Sus comentarios fueron amistosos y útiles. Los guardé en el cajón de los borradores, mientras me ganaba la vida con el periodismo. Hasta hoy.
Fernando Ortiz de Urbina se ofreció amistosamente a leer mi último borrador y su edición meticulosa ha mejorado el relato.
Londres, abril de 2014.
El penúltimo magnate
Cuántos hombres inteligentes se desmoronan en estos tiempos
Traikov era macedonio y calvo prematuro, tenía una manera de jugar al ajedrez que aprendió de Kasparov. Había estudiado economía y decía saber todo lo que puede saberse sobre el negocio de la banca. Llevaba el bar y tenía autoridad sobre los yugoslavos, que lo consideraban más inteligente. Había sido miembro del Partido Comunista, hablaba a su manera cinco idiomas, quería hacerse millonario en Londres, viajar luego por España para perfeccionar su español, estudiar una especialidad en Estados Unidos, volver a su país para cambiarlo.
—Io no soy como los altri —me decía—. Estos están piu jóvenes. Io, muy peligroso, treinta anni. Ahora, o hacia alta posizione o “hacia bajo”. ¿“Hacia bajo”?
—Hacia abajo.
—Ecco, hacia abajo.
Y repetía concentrado.
—Hacia abajo.
Llegó al hotel en uno de los relevos tradicionales de los yugoslavos al frente del bar, que se traspasaban el mejor negocio para los subalternos del Continental, junto al de los porteros de noche que cobraban comisión a las prostitutas. En su primera tarde tras la barra, calculó la cantidad de dinero que satisfacía la avaricia de los McCracken. El resto era su primer capital, el principio del imperio Traikov. Cuando contó las libras que ganaba vendiendo sus propias bebidas, estuvo aún más convencido de que había hecho bien abandonando su vida de gerente en un supermercado macedonio.
—Yo sé trabajo para maricones, yo digo “my God”, después de estudiar, ahora bar para maricones. Pero yo sé allí nada, nada, chico, naaaada. Escucha, hombre, mi padre dice “tú eres loco”, todos dicen “tú eres loco”. Yo soy mánager, como Míster J, y ahora bar y maricones. Nooooo. Ma io sé, chico, escucha, mi padre dice, “ay, hijo, tú eres loco”, pero yo aquí semana mi padre allí tres meses money. Él dice “loco”, yo dice “hostia”.
Traikov tenía un plan. Amasaría en Londres el capital suficiente para financiar ambiciosos proyectos de escala universal. Recibía el sueldo como barman, la pequeña fortuna que le proporcionaba el tráfico secreto de coca-colas calientes y, cuando se marchó Radovski, ocupó su puesto de camarero por la mañana. El objetivo inicial era cubrir el puesto hasta la llegada de un amigo. Llegó su amigo y Traikov siguió trabajando dieciséis horas.
—Me gusta, chico, me gusta. Españoles dicen si duermes menos vives.
Además de aquellos ingresos, extendía la gama de sus negocios. Se paseaba garboso por el hotel vistiendo una camisa que había comprado en algún mercado de saldos. Como si quisiera confirmar que ya había adquirido el estilo de un gentleman, Traikov preguntaba al staff si la camisa les gustaba. Cuando la respuesta era afirmativa, Traikov se extendía sobre los detalles, intercalando el precio de compra. Los más perezosos mostraban asombro por tal ganga y Traikov, simulando generosidad, establecía entonces su precio de venta.
Averiguaba los mecanismos de los más extraños negocios. Su especialidad durante un tiempo fue timar a compañías de seguros. Entraba en una tienda de equipos de sonido de segunda mano. Evaluaba su calidad con detenimiento de conocedor hasta que elegía su objetivo. Pedía permiso al dependiente para analizar el aparato en todos sus detalles y, tras recibirlo, anotaba el número de serie del aparato. Traikov llamaba a una compañía de seguros con los datos necesarios para rellenar una póliza aseguradora con identidad falsa. Dejaba pasar unos meses y se presentaba en una comisaría para denunciar el robo del aparato. La compañía de seguros le daba unas cuantas libras a cambio de calderilla. Traikov tenía aseguradas todas sus pertenencias, aseguraba maletas para viajar gratis y aseguraba que los ingleses eran maestros del fair play.
El último descubrimiento de Traikov, el que había avivado su fe en la inminencia de una gran fortuna, era la reventa de entradas para conciertos. Quería convertirse en un importante revendedor en una ciudad en la que había tanta competencia en ese gremio como en el comercio de oro. Lo que más le divertía de su nueva ocupación era la actitud de la policía. Temeroso de la ley, gozaba como un niño cuando, en plena negociación con unos americanos riquísimos que querían ver en directo a Sting, se acercaba un guardia y pedía a los yanquis con pausada cortesía que no comprasen sus entradas a aquel tipo, al que ni siquiera dirigía la palabra. Los americanos simulaban arrepentimiento y, en cuanto el policía desaparecía de la escena, volvían a comer de las manos de Traikov con más ganas aun de ver a Sting, porque la transgresión es el espíritu del rock-and-roll.
La caballerosidad de la policía emocionaba a Traikov que, cuando había vendido todas las entradas, volvía al hotel en taxi. Cuando llegué al Continental, me sorprendió algunas mañanas que hubiese ejemplares del Financial Times entre la basura que dejaba el staff junto a mi ventana. Era evidentemente Traikov. Cuando me marché de allí, compraba cada semana el semanario New Musical Express para conocer la programación de futuros conciertos.
Tenía ojos grandes y saltones y decía que se había quedado calvo porque las hembras satisfechas le arrancaron la melena en su delirio. Era partidario del ataque directo. Sus presas predilectas eran las mujeres españolas en víspera de abortar. Cuando el autobús las dejaba en el hotel, subía a la recepción para sopesar la carga. Si alguna bajaba al dominio subterráneo del barman, la recibía con sonrisa de patente lujuria y sin largos preámbulos prometía hacer de aquella única noche una noche única. Luego, Traikov bajaba al hall, decía «aaaaaayyy, chico, chico», desplegábamos el tablero y las piezas y me explicaba un nuevo plan para enriquecerse.
Decía que nunca había amado a nadie, que si algún día conocía a una mujer que mereciera más atención que un polvo fulminante habría de ser suya y sólo suya, y decía «aj, maricones», cuando desinfectaba los cubiertos con agua caliente. Jugábamos una partida y, antes de irse a dormir, Traikov llamaba alguna vez a su madre desde la centralita. El magnate entonces lloraba.
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