Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Medios de comunicación

Los animales están muy presentes en la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, aficionado que fue a los toros, aunque ya hace tiempo que no ve una corrida, y también cazador muchos años atrás, "cuando aún no me había prohibido yo a mí mismo la sanguinaria ocupación de cazar". En el artículo que sigue, Juan Álverez-Cienfuegos, profesor de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, se refiere en primer lugar a los comentarios del escritor relacionados con los niños ferinos, en concreto con el caso Víctor de l’Aveyron; después se centra en las dos tendencias que considera conjuradoras de lo animal, la que lo hace humano y la que lo ridiculiza vistiéndolo de humano; y finalmente menciona tres de sus relatos que giran en torno a la fobia y hostilidad contra el lobo.

Ferlosio: consideraciones sobre lo animal y lo humano

Naturaleza-historia-antropomorfización

Para empezar, haré una mención a “Comentarios a Víctor de l’Aveyron de Jean Itard”, texto en el que Sánchez Ferlosio fija su atención en la clásica distinción naturaleza e historia: la primera, el mundo de los animales; la segunda, de los humanos. Sin embargo, sus comentarios a dicho informe le llevan a matizar una sima tan drástica entre los dos ámbitos. Desde luego que la ciencia del bien y del mal expatrió al hombre de su condición natural, pero con todo, la negación de una naturaleza en el hombre debe guardarse de ser tan enfática como su afirmación en los restantes animales y viceversa. Esto le lleva a poner en cuestión el calificativo de ‘monstruo’ –como así lo hace Malson, el editor de la obra de Itard– a Víctor, a pesar de ser capaz de sobrevivir alejado de todo comercio humano, pues es su supervivencia misma, que conlleva una mínima adaptación al medio, la que implica algo más que mero mimetismo fisiológico. De ahí que afirme que establecer una frontera demasiado neta entre los expedientes consagrados y las improvisaciones de fortuna es dar a la naturaleza un estatuto ontológico que posiblemente le sea harto inoportuno; es proyectar sobre ella la imagen de la legalidad, y mucho se acerca esa forma de entender las cosas a una visión antropomórfica de aquella.

 

No renuncia Ferlosio a emplear el concepto de naturaleza, pero apunta inmediatamente su carácter contradictorio, que, no por serlo, lo vuelve inútil, y si se mantiene su uso se podría comenzar a sospechar que tampoco en los animales hay, tal vez, propiamente hablando, una ‘naturaleza’, que lo que hasta la fecha habíamos venido entendiendo por tal es una superchería ontológica, resultante de una proyección sobre el cosmos de las ideales regularidades de las instituciones humanas, pues no parece más que se tengan por leyes lo que son regularidades cósmicas. Por otra parte, se refiere a conductas humanas próximas a la naturaleza, o a lo que se identifica como tal, si se entiende por tales las no aprendidas, como la succión, así como destaca conductas animales aprendidas, no meramente resultado de esas respuestas recogidas sumariamente bajo el término ‘instinto’, con lo que se podría hablar de ‘historia’ entre los animales. Sí califica de ‘tradicionalismo’ la tendencia general de la conducta de los animales, que lo achaca a la inercia de su mente.

Las observaciones de Itard a propósito de la nula reacción de Víctor a un disparo y su excitación cuando el sonido era el de cascar una nuez o tintinear suavemente la llave de la puerta de su habitación, le llevan a Ferlosio a dirigir su atención a la fuerza del sentido, donde se entiende ‘sentido’ como un vector de fuerza que constituye un campo en un espacio neutro, [y donde] no hay que imaginar su acción sobre ese espacio tan sólo como un efecto polarizador, sino también, y al mismo tiempo, como un efecto selecto. De manera que Ferlosio ve en la ausencia en un caso de respuesta y la exagerada actividad en el otro que sólo la extraordinaria falta de receptividad anímica de Víctor para las percepciones neutras de sentido, frente a la acusadísima actividad de las que entraban en el campo magnético de cualquier contenido subjetivo nos dará la medida que, en la construcción y en la configuración del alma humana y animal, llega a tener la acción selectora y polarizada del sentido. Así, concluye que el animal o el humano que carece de palabra viven inmersos en el sentido, quedando restringida esa situación en los humanos a muy pocas situaciones, por ejemplo, a la escena de una pelea, es decir, en trances de violencia activa. Un par de ejemplos: inmerso en el sentido, en el embargo de la acción, se percata cuando ya lo tiene abatido de su falta, pues mientras perseguía al zorro no había reparado en que no tenía rabo, y el caso de ¿dónde vi yo esa cara?, frecuente la situación cuando identificamos a alguien por su uniforme y nuestro embargo de sentido al “instrumentalizar” a ese funcionario nos impide reconocerlo cuando viste de paisano. De forma que a partir de sus reflexiones sobre este perceptivo par ‘sentido/sin sentido’ concluye que:

parece que de entre todos los animales sólo el hombre –dando a esta palabra aquel sentido más que zoológico del que Víctor tenía que ser excluido– alcanza aquella capacidad que podríamos llamar la suspensión del sentido, que le permite mantener esa indeterminación o neutralidad de la atención, en virtud de la cual sus potencias gozan de autonomía frente al interés eventual o general, quedando en amplio grado como abiertas a estímulos sensoriales indiferentes o extraños a cualquier contexto, interés o sentido subjetivamente prefijados.

 

De tal manera que el arco de la atención humana en lo que se refiere al sentido y sin sentido quedaría ejemplificado por la máxima atención de sentido en la pelea, como se había visto, y el plenamente abierto de quien pasea o contempla la plaza desde una banca, cuando se está en condiciones de prestar atención a estímulos que carecen de sentido; por su parte, un perro, un gato, pueden ser incitados por un determinado movimiento, pero no para contemplarlo, sino para poner en funcionamiento una respuesta activa. En definitiva, en opinión de Ferlosio:

sólo al hombre parece, pues, que le es dada en toda su pureza la singular disposición y –me interesa subrayarlo– actividad anímica en que consiste el ser mero espectador; sólo es capaz de mirar sin ser subjetivamente incitado desde dentro ni sentirse aludido desde fuera; sólo sus ojos ven la quietud e incluso la tiniebla, y sólo sus oídos llegan a oír el mismísimo silencio. La noción de la nada –esa ‘pizarra oscura’ en que, según Abel Martín, ‘se escribe el pensamiento humano’– es el correlato lógico de esta capacidad para una proyección autónoma de la atención y una actividad espontánea de las facultades sensoriales por la que el alma humana se distingue, según todas las apariencias, de la de los restantes animales. La noción de la nada se encontraría, con arreglo a todo esto, en estrecha conexión con la concepción de una ‘objetividad’.

 

Dejo aquí las consideraciones sobre la fuerza de sentido porque el resto de la nota que dedica a este asunto se centra en las diferentes formas de sentido en el humano: embargado, absorto y embargado con atenuación.

Conjura de lo animal

De este primer acercamiento, paso al comentario de Ferlosio sobre lo que podríamos llamar la conjura de lo animal; en el bien entendido, claro está, que no se trata de que haya una conjura de los animales, sino de los mecanismos de los que se echa mano para conjurar la extrañeza o la cercanía del animal, sea el de neutralizar su radical otreidad mediante la antropomorfización, sea ridiculizando su inquietante proximidad al propio ser humano. Es en “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, texto publicado en el volumen II de Ensayos y artículos, en el que centraré mi atención. Todo empieza cuando Ferlosio repara en la irritación que le causa oír cómo una amiga de la joven madre del recién bautizado se refiere a él por su nombre de pila. Reflexionando sobre su enojo encuentra que el nombre propio es apelativo y un bebé se sustrae a esa característica porque no puede responder: lo que me sublevaba es que fuese ipso facto persona de hecho, como si el solo derecho se bastase para sacarnos de la naturaleza e introducirnos en la humanidad. Un “responder” que vincula “responder a las palabras” con “responder a las acciones”. En este sentido, un animal puede ser un interlocutor, aunque asimétrico, en la medida en que atiende a un nombre, como es el caso de los bueyes, por ser animales de tiro, y los perros, que vienen cuando se les llama, no los caballos, excepto los de carrera y por razones distintas a la apelación, que atienden a la brida.

 

Tras un excurso sobre el carácter mágico de la palabra, Ferlosio dice:

  no era, a mi entender, sino el oculto miedo a tener que reconocer como naturaleza al que, sumido en impenetrable alteridad, dormía en aquella cuna, el miedo a aventurar, para alcanzarlo, la mirada más allá de los límites de lo inmediatamente comprensible, del mundo estatuido familiar, lo que impulsaba a la joven casadera a echarle encima el arnés de un nombre propio, para ahogar la inquietud de lo apenas vislumbrado en el profundo ensimismamiento de su sueño. Lo vislumbrado era la naturaleza perteneciéndose a sí misma en su absoluta alteridad.

 

Como no se puede dejar al niño ser naturaleza, se suprime la distancia nombrándolo, así se salta justamente sobre aquello que media entre humanidad y naturaleza: el don de la palabra. De esa forma, lanzando sus artejos con larga antelación, la sociedad trata así de defenderse contra la amenaza de lo indeterminado, de abortar in nuce aquello que cada nuevo nacimiento puede traer de posibilidad, de originalidad capaz de confundirla y desbordarla. Tanto más, cuando el nombre propio se impone a un animal que no atiende a su nombre; ese uso mágico o supersticioso de la palabra, y si no es así por lo menos bastardo, que incide en la misma función que la de nombrar al bebé, es decir, la de ahuyentar el desconcierto y la zozobra que la naturaleza puede producirnos, superar la inquietud frente a lo que podría poner en duda, y por ende en movimiento la inerte convicción de lo inmediato: urge, en una palabra, ‘humanizar’ al animal.

 

Ferlosio se detiene en el escándalo de llamar Currito a un camaleón, nunca vista una criatura tan dolorosamente envilecida, que bien podía ser pura imitación por parte de quienes así lo bautizaron, pero al socaire de sus individuales intenciones yo sentía actualizarse el anónimo instinto general, que no podía soportar por un momento la presencia de aquel dios fascinador, de aquel parsimonioso, absorto, inescrutable animal de ojos independientes, de color mudable, cola prensil y lengua cazadora y, no obstante, tan dócil, tan impávido en sus manos. En el otro extremo, el espectáculo de los espectadores ante la jaula de los monos, y en especial manera el benigno chimpancé (recuérdese cómo se le viste y se le hace sentarse a comer en torno de una mesa), que

son blanco favorito de todas las afrentas; y no hay que pensar que semejante preferencia se deba únicamente a que se presta a ello más que ningún otro animal, sino que, a mi entender, concurre otro motivo más profundo: el de que, por su semejanza con el hombre, sea también el que de modo más urgente reclama el exorcismo. Es el extraño próximo, si se me admite la expresión, el testimonio fronterizo estratégicamente situado en el lugar preciso en que la naturaleza puede volvérsenos inquietante y agresiva; pues poco hay que temer mientras lo Otro pueda presentarse como definitiva e indiscutiblemente otro, lo malo es que comience a revelarse no tan otro, o dicho inversamente, que lo Uno (perdón por esta jerga) se descubra más otro de lo que se pensaba, menos uno de cuanto desearía furiosamente ser; pues, vuelvo a repetirlo, el miedo a la naturaleza se funda sobre todo en el conocimiento de la humanidad que de rechazo podría provocar. ¿Cómo salir al paso de tan desagradable semejanza? Poniéndola en ridículo. […] ‘Mirad: uno que quería ser como nosotros’.

 

En el caso del niño y de Currito de lo que se trataba era de “ignorar la alteridad”, esa alteridad que se resiste a ser integrada plenamente en el mundo humano, mediante la negación de la discontinuidad, dada su indeterminación; en el del chimpancé era marcar las distancias, borrar la semejanza, la cuestión es que todo, y en especial la humanidad, sea idéntico a sí mismo, que cada cual se esté en su puesto, que no haya ambigüedad.

 

Ahora podemos comprender la inquina de Ferlosio contra Walt Disney con su despliegue cinematográfico para hacer congruente, inteligible y moral a la naturaleza, con lo que cada una de sus películas o caricaturas siempre es un argumento cargado de “mensaje”, de manera que:

mientras, en tal pasaje, la música no dejará de subrayar, con sublimes acentos y coros celestiales, la ternura de la fiera para con sus cachorros, la del ave para con sus polluelos, la del ofidio para con sus crías… prolongando con puntos suspensivos la serie inconcluida, para que el propio espectador, de manera automática, la complete en su mente con el hombre, en tal otro momento la voz en off se cuidará de enfatizarse, con épicas y filosóficas palabras, en torno a la dura ley de la selva, a la struggle for life, para, del mismo modo, ratificar y perpetuar, con la presunta sanción de la naturaleza, la violencia imperante en la jungla del asfalto.

 

Todo ello, además, trufado con la manipulación exagerada de los rasgos característicos de los animales, por ejemplo los incisivos de los conejos, y la multiplicación de los músculos faciales hasta alcanzar la complejidad, la riqueza de juego, de los del rostro humano; manipulación que acaba asesinando su condición fundamental: el silencio. Con lo que el mundo Disney se vuelve contra el mundo de los animales, mundo

que viene a ser para los niños el lugar fundamental en que se cuaja y se perfila la primera llamada a su interés centrífugo, la primera experiencia de lo Otro. Al hablar de la antropomorfización de la naturaleza, de su ‘humanización’ con miras a ratificar y hacer pasar por ‘natural’ el mundo humano, no se podía dejar de lado la figura de quien, por la enorme abundancia y difusión de sus repugnantes producciones, debe ser considerado como el máximo corruptor de menores de este medio siglo.

 

Esta pretensión de adaptar a los niños el mundo y el conocimiento no es más, en opinión de Ferlosio, que una horma, la infantilidad, que crearon los adultos al confundir el conocer con el asimilar, con el hacer semejante a lo propio lo otro.

La maldaz del lobo

Por último, quisiera hacer una mención a tres relatos de Ferlosio que giran alrededor de la caza del lobo. Ya en el texto comentado en primer lugar señala, en contra de la opinión más extendida proveniente del gremio de los pastores, la dulzura y la capacidad de amor hacia sus semejantes y sus descendientes del lobo, siendo el animal más citado como adoptante de niños y de otros animales, y, sin embargo, tenido siempre por el paradigma universal del malo. Paso a los relatos, “Dientes, pólvora, febrero”, “Carta de provincias” y “El reincidente”, publicados, junto con varios más, en El geco. De los dos primeros haré una breve mención, en el último me detendré algo más.

 

 Y luego un concejal, ya bebido, empezó en voz alta que en ningún otro pueblo sabían hacer lobadas más que ellos; ningún otro pueblo de los alrededores sabían combatir al lobo como hay que combatirlo; y que al lobo hay que combatirlo en su terrero, combatirlo con sus mismas astucias y artimañas; que el lobo había que combatirlo y no había que dejarle ni un día de descanso, porque si no el ganado jamás podría prosperar; que por los otros pueblos salían en busca del lobo como si fueran a robar una gallina, y así buena gana, así en su vida matarían un lobo; porque el silencio era lo primero que hacía falta para enganchar al lobo, y lo segundo no darle en el olfato, y lo tercero la constancia, como en todas las cosas de la vida, además, que sin constancia no se iba a ningún sitio ni nada se conseguía, más que enredar y hacer el tonto; y el lobo es un ganado muy astuto, decía y camina diez leguas en una sola noche y es necesario exterminarlo, porque es un bicho que mata por matar, porque asesina cien ovejas y luego se come una sola, y eso sólo la hace por malicia, por hacer daño y se acabó; que igual que una persona avariciosa.

 

Este fragmento pertenece al primero de los relatos. Tras la batida de la loba que estaba criando, en pleno febrero, los hombres del pueblo fueron invitados por el pastor a comer un par de cabritillos que cocinaban las mujeres, en la espera de la comida corrió el vino, hubo más de un discurso y este que leemos resume el generalizado sentir popular sobre los lobos. Una estampa fría, como el propio mes; fotográfica, por las descripciones del terrero, del ambiente y de la larga agonía de la loba ultimada a dentelladas por los mastines del pastor; descarnada, nunca mejor dicho. En ella queda en evidencia esa fama de malo, de irremediablemente malo, que tiene el lobo.

 

El segundo relato es la carta de una madre que describe al hijo el alboroto que hay a propósito del rumor extendido de que anda el lobo rondando el pueblo, treinta años después de haber visto al último. Los viejos se muestran incrédulos, mientras para los jóvenes lo importante no es haber visto al lobo; para ellos, lo que hay que hacer no es ver, sino matar, ya ves qué cosas, ¿sabrán lo que es matar? Le cuenta cómo se están preparando para abatirlo y le recuerda lo andariegos que son, que una loba parida puede andar hasta veinte kilómetros lejos de la carnada tras su presa y a la noche volver para amamantar a los lobeznos, lobas y todo, madres son. Le hace, también, una cumplida crónica de los malentendidos y del desánimo que recorre al grupo de jóvenes que los lleva a desistir de la batida, prosigue el relato con la ida de su marido hacia la peña del Espíritu Santo, desde donde más se domina, y lo cierra diciendo, tu padre estará viejo, pero no confunde un perro con el lobo; lo vio en lo alto de la Loma Larga, corriendo por la cuerda del perfil, bien recortado por la luna llena; que se paró un instante y volvió la cabeza y jura que lo miraba sólo a él. Tu madre que te adora, María Peña.

En “El reincidente” nos presenta Ferlosio al lobo ante el tribunal de la historia o, lo que es lo mismo, ante el Tribunal Celestial. El lobo, viejo, desdentado, cano, despeluchado, desmedrado, enfermo, cansado un día de vivir y de hambrear, sintió llegada para él la hora de reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Tras un largo recorrido que culminaba en huracanadas serranías, llegó a la Cumbre Eterna, entrevió las doradas puertas de la Bienaventuranza y escuchó la voz del oficial de guardia: ¿Cómo te atreves siquiera a aproximarte a estas puertas sacrosantas, con las fauces aún ensangrentadas por tus últimas cruentas refecciones, asesino?. Desanda penosamente el camino, vuelve a la tierra, ya no degüella ovejas ni corderos, se alimenta de osamentas, roe pan y emprende, después de un turno entero de inviernos y veranos, la vuelta, más penosa que la anterior, a la Cumbre Eterna. Apenas vislumbradas las puertas de la Bienaventuranza, truena la voz del querubín:

 

  ¿Así es que aquí estás tu otra vez, tratando de ofender, con tu sola presencia ante estas puertas, la dignidad de quienes por sus merecimientos se han hecho acreedores a franquearlas y gozar de la Eterna Bienaventuranza, pretendiéndote igualmente merecedor de postularla? ¿A tanto vuelves a atreverte tú? ¡Tú, ladrón de tahonas, merodeador de despensas, salteador de alacenas! ¡Vete! ¡Escúrrete ya de aquí, tal como siempre, por lo demás, has demostrado que sabes escurrirte, sin que te arredren cepos ni barreras ni perros ni escopetas!.

 

Emprende el camino de vuelta a la tierra, desolado y hambriento, pasa años comiendo lechugas o el jugo de los higos, lamiendo las manchas dejadas por los quesos, pisando sin pisar, hasta que llega el día en el que cree que ya puede reclinar finalmente la cabeza en el regazo del Creador. Allá va, por tercera vez, hacia la Cumbre Eterna, si en las dos anteriores ocasiones el esfuerzo había sido excesivo, ahora es sobrehumano; al fin, pisando mansamente, llega a las puertas de la Bienaventuranza:

 

apoyó el esternón en el umbral, dobló y bajó las ancas, adelantó las manos, dejándolas iguales y paralelas ante el pecho, y reposó finalmente sobre la cabeza. Al punto, tal como sospechaba, oyó la metálica voz del querubín de guardia y las palabras exactas que había temido oír: ‘Bien, tú has querido, con tu propia obstinación, que hayamos acabado por llegar a una situación que bien podría y debería haberse evitado y que es para ambos igualmente indeseable. Bien lo sabías o lo adivinabas la primera vez; mejor lo supiste hasta corroboraste la segunda; ¡y a despecho de todo te has empeñado en volver una tercera! ¡Sea, pues! ¡Tú lo has querido! Ahora te irás como las otras veces, pero esta vez no volverás jamás. Ya no es por asesino. Tampoco es por ladrón. Ahora es por lobo’.

 

Este último relato recapitula las notas anteriores. Queda de lado, eso sí, aunque sean pertinentes para la “cuestión animal”, la del par `sentido/sin sentido´ o la mención a la función del nombre propio. Respecto a lo demás, señalo, en primer lugar, lo relacionado con la prevención ferlosiana acerca de una excesivamente esquemática división entre naturaleza e historia, adscribiendo a la primera el ámbito animal, el humano a la segunda. En efecto, aquella separación entre los expedientes consagrados [los instintos] y las improvisaciones de fortuna [la capacidad de respuestas innovadoras] queda desmentida en el relato; el lobo, a la vuelta de su primera ida a la Cumbre Eterna, deja de comer corderos y ovejas y se alimenta de huesos y pan duro, a su segunda vuelta ya solo de lechugas, de jugo de higos y lamiendo las manchas dejadas por el queso. En segundo lugar, si las formas vistas de manipular la alteridad eran la de la humanización, en un caso, y la de la burla para marcar la distancia entre el demasiado parecido al ser humano y este mismo, en otro, ahora, en el caso del lobo se moraliza su apropiación, diríamos, al modo Disney, dentro de aquel entramado cinematográfico para hacer congruente, inteligible y moral a la naturaleza, con lo que cada una de sus películas o caricaturas siempre es un argumento cargado de ‘mensaje’, ya que se pretende que todo, y en especial la humanidad, sea idéntico a sí mismo, que cada cual se esté en su puesto, que no haya ambigüedad. En tercer lugar, el paso que se da, tanto en los relatos anteriores como en este con más intensa emoción, no deja ningún resquicio a la posibilidad de que el lobo pueda dejar de ser ‘lobo’, una vez que se le cuelga la etiqueta de ‘malo’. Por muchos esfuerzos que haga, todo será inútil, nunca podrá despojarse de esa coraza de piedra y hierro con que lo ahormó el pastor.

 

Bibliografía citada

 

Sánchez Ferlosio, Rafael, “Comentarios a Víctor de l’Aveyron de Jean Itard”, 1982.

Ensayos y artículos, I y II, Barcelona, Destino, 1992.

El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000.

El geco, Barcelona, Destino, 2004.

 

Bibliografía general de Rafael Sánchez Ferlosio

 

Archipiélago, n° 31, “Rafael Sánchez Ferlosio, El Triunfo de la lengua”, Madrid, 1997.

Sánchez Ferlosio, Rafael, Las semanas del jardín, Madrid, Alianza Tres, 1981.

Non olet, Barcelona, Destino, 2001.

La hija de la guerra y la madre de la patria, Barcelona, Destino, 2002.

El geco, Barcelona, Destino, 2004.

Sobre la guerra, Barcelona, Destino, 2007.

Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 2008.

Guapo” y sus isótopos , Barcelona, Destino, 2009.

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