Bet Nonell, traductora ya jubilada y autora de Milagrito en Argelia, emocionante remembranza de un viaje que realizó en difíciles circunstancias por ese país, colabora de nuevo en LSN, en esta ocasión con la crónica de la inopinada aventura que vivió, en compañía de dos amigos, mientras recorrían la península
del Sinaí durante la década de 1970, cuando la zona seguía bajo dominio Israel tras la derrota de los ejércitos árabes en la llamada Guerra de los Seis Días.
VIAJES /// Tumbos
Península del Sinaí: misticismos y submarinos
Conocí a Dan hacia el año 1970 en Copenhague, entre la variopinta fauna jipiosa que conformaba mi mundo a la sazón. Nacido en una familia judía ortodoxa danesa, el físico de Dan era una entrañable mezcla de robustez algo primitiva y una sutil delicadeza de gestos y miradas de sus ojos decididamente asiáticos. En aquel entonces oficiaba como chófer para el principal traficante de hachís local, un personajillo endeble y pajaril de larga coleta, al que transportaba en su Rolls Royce de los años treinta, y para quien ofrecía hipnóticas veladas tocando el sitar. Poco dado a explayarse demasiado, Dan contaba sin embargo en algunas ocasiones anécdotas hilarantes sobre su infancia y adolescencia en una familia estrictamente judía.
Poco después, Dan se trasladó a Jerusalén, donde estuvo viviendo unos años, y subsistiendo con trabajos de serigrafía. Desde su casa, una galería acristalada permitía asomarse a un paisaje urbano dominado por la cúpula dorada de la Roca, con una maravillosa extensión de casas de piedra, de un color indefinible y singular, a su alrededor.
Empujada quizás por cierto tedio existencial fomentado por los aires nórdicos, y a pesar de estar embarazada de seis meses, decidí de repente regresar a Oriente Próximo, y en compañía de una amiga danesa, aterrizamos en casa de Dan, que seguía tocando el sitar y mantenía intensas tertulias filosóficas con un reducido grupo de amigos. Al cabo de unos días de patearnos Jerusalén, torcerme un tobillo y ampliar mi exiguo vestuario con varias túnicas palestinas, muy apropiadas para mi abultado vientre, Dan nos propuso recorrer el país en su coche utilitario y llegar hasta el Sinaí, que a raíz de la Guerra de los Seis Días era todavía entonces territorio israelí
Fue un viaje sin rumbo definido, dejándonos llevar por la inspiración del momento, pero recuerdo especialmente la etapa a orillas del Mar Muerto, donde flotamos y retozamos, y difruté sintiéndome ingrávida ballena. A partir de entonces, y sobre todo después de pasar por Eilat, en el vértice septentrional del golfo de Aqaba, donde todavía no había llegado el turismo y que solo consistía entonces en un enjambre de tenderetes y tiendas de campaña, empezó una de las experiencias más peculiares de mi vida.
El desierto del Sinaí... qué inmensa belleza. Una sucesión infinita de suaves colinas, una paleta de mil matices del rosado más sutil fundiéndose con veladuras de jade. Por aquel entonces Dan estaba fascinado por las enseñanzas de Gurdjieff, y entre nuestro magro equipaje cargábamos con uno de sus mamotetros, de cuyo nombre no quiero (no puedo) acordarme. En todo caso, jugábamos a abrirlo por cualquier página, y a leerlo en voz alta mientras circulábamos lentamente dejando desfilar por las ventanillas aquel paisaje alucinante. Sería incapaz de reproducir una sola frase de aquél texto, pero sí sé que cada palabra parecía tener eco en mí y en el mundo a mi alrededor. Creo que es lo más cercano a una experiencia mística que he tenido jamás.
Un atardecer llegamos a orillas del Mar Rojo. Una casa abandonada y casi en ruinas dominaba una pequeña playa de arena reluciente, al estar formada por diminutos fragmentos de conchas trituradas por el mar. Era un lugar maravilloso, y decidimos pernoctar allí; colgamos nuestros víveres de una viga que asomaba entre los muros medio derruidos, y nos acostamos con nuestros petates. Se hizo de noche; el mar estaba muy tranquilo, y las olas apenas rompían el silencio.
De repente, una explosión de luz y sonido nos sacó de nuestro ensueño. Estábamos rodeados por una patrulla del ejército israelí, apuntándonos con sus fusiles y sus potentes focos y gritándonos que nos levantáramos de inmediato. Al comprobar las pintas obviamente pacíficas y extraterrestres que presentábamos, los soldados nos informaron de que nos encontrábamos en una zona militarizada y de acceso absolutamente prohibido. Era imperativo levantar campamento, y acompañarles, no sabíamos hacia donde.
Tras un corto trayecto llegamos a un pequeño embarcadero, donde estaba atracada una nave de extraño perfil. Al acercarnos, comprobamos que se trataba nada menos que de un submarino, al que nos invitaron a entrar por la escotilla abierta. En su exiguo interior, nos recibieron las caras asombradas de cuatro jóvenes marinos sentados alrededor de una mesa, y no era por supuesto para menos: la aparición en medio de la noche de un judío loco, una danesa y una seudo palestina embarazada debió ser una bienvenida interrupción de su rutina, seguramente aburrida; en todo caso nos trataron con mucha amabilidad, y nos dejaron pasar allí la noche, cediéndonos incluso sus literas. Ninguno de nosotros pudo pegar un ojo, la sensación de estar acostados en un submarino, y no precisamente amarillo, era demasiado flipante. A la mañana siguiente nos escoltaron hasta salir de la zona militarizada.
Todavía mantengo contactos esporádicos con Dan. Vive en Copenhague, se ha casado varias veces y tenido varios hijos; sigue tocando el sitar y viaja de vez en cuando a la India para perfeccionarse en su música. Y yo me siento afortunada de poder contarle entre mis amigos, y no tan solo por haber vivido con él esta peculiar aventura.
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