VIAJES /// Tumbos
Islandia: ocho en la carretera
¿Cuándo comenzó el viaje a Islandia? ¿Cuándo comienza cualquier viaje? ¿Cuando se sueña? ¿Cuando se considera factible? ¿Cuando se le otorga un sentido o se justifica con un objetivo? ¿Cuando se concreta el itinerario? ¿Cuando se realizan los preparativos para convertirlo en realidad? El viaje del verano de 2015 a Islandia se inició aparentemente unas semanas después de Navidad en una sobremesa en el Maestrazgo con la mera expresión del deseo de llevarlo a cabo y tomó cuerpo con la rápida compra de billetes de avión para obtenerlos a buen precio.
Así fue en lo que respecta al grupo de ocho personas que volamos a Keflavik a mitades de julio, pero dos ya habíamos estado en la isla. Nuestro viaje había comenzado antes, quizás incluso en el momento de abandonarla con deseos de volver. En mi caso eso ocurrió hace 41 años, apenas un “parpadeo del tiempo”, como califica el escritor islandés Jón Kalman Stefánsson el intervalo que, a nada que te descuides, convierte al joven pinturero que fuiste en el viejo, escondido en un rincón, que masca “recuerdos insípidos y nombres de los que nadie se acuerda”.
Yo aún soy capaz de enunciar los de media docena de las personas que traté en Grindavik, pero a veces tengo una duda más substancial. ¿Estuve de verdad en Islandia? ¿O sólo trabajé en aquella factoría pesquera del sur? Sea como fuere, el viaje a Islandia del verano comenzó entonces. De eso sí estoy seguro, y más tras haber redactado una crónica en la que solo por incapacidad he renunciado a contar “alguna mentira importante”, fundamento de cualquier buena narración según el Capitán Hogensen, que ni era capitán ni se apellidaba así, uno de los maravillosos personajes del premio Nobel islandés Halldór Laxness.
17 de julio: Reykjavik-Laugarvatn
Grindavik: la nostalgia ya no es lo que era
Buen vuelo. Salida de Barcelona a las 22,30 y aterrizaje, cuatro horas después, a las 0,30 de Islandia. La diferencia de husos nos presta tiempo hasta la vuelta. En el aeropuerto no hay ningún control: las provisiones facturadas en el maletón comunitario están a salvo. Recogemos la Opel Vivaro de alquiler y, tras vueltas y revueltas por Keflavik, el poblacho que da nombre al aeropuerto, encontramos finalmente la guest house reservada desde febrero. Son más de las dos y aún parece de día.
Horas después la mañana se presenta tan soleada que iniciamos el recorrido por la Ring Road en camiseta. El terreno, muy llano, está formado por coladas de lava hasta la famosa Laguna Azul, ya en Grindavik, donde en 1974 pasé tres meses, entre febrero y mayo, trajinando bacalao en la firma Hraðfrystihús Þorkðtlustaþa, si no me equivoco al emplear la ortografía islandesa. Del pueblo apenas reconozco la pequeña estación de policía y el puerto, tan cambiado que hay hasta un bar-restaurante, el Bryggjan, a cuya propietaria pregunto por mi antigua empresa, distante del núcleo habitado. Me dice que lleva algún tiempo inactiva y me explica cómo llegar. Una vez allí me fotografío delante de una nave moderna, obviamente cerrada, en cuyas proximidades hay un desvencijado barracón similar al que entonces servía de alojamiento a docena y media de islandeses, un amigo de Valladolid (¿José Luis?) y a mi, todos trabajadores de la factoría. No estoy seguro de haber dado con el lugar que busco. Todo es tan distinto, y la parada tan rápida, que no siento nada. Ni un pellizco de nostalgia.
Luego tomamos la ruta hacia la zona de Þingvellir, en el interior, apenas conscientes de que comienza el carrusel de maravillas en que se va a convertir el viaje. No tenemos tiempo de visitar el Alþingi, primitivo parlamento islandés fundado en 930, pero sí, y durante sucesivos buenos ratos, la impresionante falla de Almannagjá, que separa las placas continentales americana y euroasiática; las cataratas de Gullfoss, preservadas gracias al arrojo de la joven granjera Sigríður Tómasdóttir, quien a comienzos del siglo XX amenazó con inmolarse en sus embravecidas aguas si se llevaba a cabo el plan hidroeléctrico de los inversores que las habían alquilado a su padre y un socio; y los geiseres de Haudakalur, justamente situados en Geysir, la población que dio nombre a ese tipo de vistosas fuentes termales. Cansados y contentos, por no decir anonadados ante la espléndida porción de Islandia que hemos llegado a ver, nos aposentamos en el Heradsskðlin, internado reconvertido en hostel a orillas de lago Laugarvatn. La cena, a base de jamón, embutidos, queso y un par de botellas de Rioja, nos confirma lo feliz de la idea de acarrear nuestra propia manduca.
Cuatro cataratas y cuatro cascadas
No resulta clara la diferencia entre catarata y cascada, aunque la primera se caracteriza por un mayor caudal de agua y la segunda por una caída más vertical, según criterios comúnmente aceptados. Tras Gullfoss (foto 1) visitamos, siguiendo nuestra ruta de sur a norte por el este de Islandia, las de Seljanlansfoss (2) y Gljúfrafross (3), apenas separadas por cien metros, Skógafoss (4), Hengifoss (5), Dettifoss (6), Godafoss (7) y unas últimas sin nombre conocido, en el norte de la península Snæfellsnes, que contemplamos de lejos porque el terreno circundante estaba inundado (8). Allí, claro, no había un alma, y esa soledad resultó gozosa porque conforme el viaje fue avanzando, en cada salto había más y más turistas, con la excepción de Hengifoss, que yo definiría como cascada, igual que Seljanlansfoss, Gljúfarfoss y Skógafoss. Del resto, Gullfoss, Dettifoss y Godafoss tienen sobrados atributos físicos, religiosos e históricos para ostentar el título de catarata más representativa del país. Y la ignota de Snæfelsness, los suyos para representar a las centenares, quizás miles, que alimenta el deshielo de los glaciares.
18 de julio: Laugarvatn-Eyvindarhólar
Chiringuito frente al volcán Eyjfjalla
Despierto desde una hora antes, a las siete intento caminar en torno al lago, pero tras avistar un par de porrones islandeses, vuelvo a la carrera por las nubes de mosquitos con las que literalmente choco a cada paso. Mientras hago tiempo en la biblioteca del hostel hojeo un amarillento ejemplar de la revista Rauði Herinn (eufónico título que en traducción patatera suena a “Héroes Rojos)”, editada por una peña local del Liverpool, y poco después, cuando extraigo al azar un libro de las estanterías, me topo con una biografía del pionero del fútbol profesional islandés Albert Guðmundsson (jugó a mediados del siglo XX en el Glasgow Rangers, Nancy, Milan y Racing de Paris), escrita en 1982 por el famoso novelista Gunnar Gunnarsson. Por supuesto, no recuerdo ni papa de islandés, así que sólo los santos me aportan información sobre el contenido de lo que tengo en las manos, pero está claro que el fútbol acecha allá dónde vaya. Ni en el mismísimo corazón espiritual de Islandia deja de tentarme. Jodido juego, agobiante tinglado. Si fuera mínimamente sensato, correría a depurarme en una sesión de yoga como la que, en perfecto círculo sobre un prado cercano, aisla del mundo a una quincena de jóvenes de ambos sexos, aparentemente estadounidenses. Pero hay un problema: soy tan ducho en yoga como en islandés...
Otra vez en la carretera, con tiempo soleado y hacia el sur, paramos a comprar en Selfoss, y allí tomamos la Ring Road para ir de una tirada hasta las cascadas de Seljanlansfoss y Gljúfarfoss. La primera se presenta abierta, imponente, con un senderito transitable tras el chorro abrumador y la segunda, recóndita, misteriosa, juvenil, como encapsulada en un mínimo cañón habitado por elfos. Después de comer al lado de esta última volvemos a la camioneta de un humor excelente y tardamos poco en aparcar, ya a orillas del mar, junto al Centro de Interpretación que detalla las características y las consecuencias de la erupción del volcán Eyjafjalla en la primavera de 2010, cuando Islandia volvió a ser noticia mundial tras la ruina a la que pareció condenada dos años antes por la filibustera gestión de bancos de inversión privados.
Justo enfrente de ese bien montado chiringuito técnico-turístico, sigue en pie, y por lo que parece en plena actividad, una de las granjas afectadas por la erupción, no muy diferente de las que luego observamos en el trayecto hasta Vik, donde se supone debemos alojarnos. Y no, nada de Vik. La reserva la tenemos en Eyvindarhólar, pueblo que casi ni aparece en el mapa y hemos dejado 40 kilómetros atrás, así que antes de volver damos un corto paseo por la playa de arena negra de Vik, famosa por el perfil de los Reynisdrangur, tres promontorios en medio del agua con un perfil más picudo que el de una etapa reina del Tour. Según la leyenda son trolls convertidos en roca, y puede que ellos, tan malignos, tengan la culpa de que se enmarañe la búsqueda de nuestro hospedaje, hasta que ya pasadas las nueve accedemos a dos cabañas de madera construidas en un piedemonte de Eyvindarhólar, al lado de la pista que conduce al suroeste del glaciar Myrdals-Jökull y por la que paseamos después de cenar.
Alojamientos con derecho a cocina
Tercera noche en Islandia, tercer tipo de alojamiento y de nuevo complicaciones para dar con el sitio reservado casi medio año antes. En Keflavik (foto 1) dormimos y desayunamos (por primera y última vez a costa de la casa) en una guest house por completo anodina. El hostel de Laugarvatn (2) era mucho más elegante, espacioso y cómodo, con varios espacios comunes: cocina, comedor, bar-restaurante, biblioteca, sala de juegos...En Eyvindarhólar (3) ocupamos dos cabañas de madera, en Vallanes (4) una más y en Hvammstangi (6) otras tres, siempre en pleno campo, aunque en el último caso a sólo un par de kilómetros del pueblo. A esa distancia de Höfn se encontraba la guest house de Hafnarnes (5), destartalada por fuera, pero acogedora dentro. Desde la de Akureyri (7), ligeramente elevada, se llegaba enseguida a lo que con laxitud de criterio puede considerarse el centro de una ciudad, la cuarta de Islandia. Y los apartamentos de Reykjavik (8) estaban en el mismísimo corazón de la capital, a una docena de metros de la famosa calle Laugevegur.
Ocho alojamientos de distinto tipo, como corresponde a la variedad de localizaciones, pero con bastante en común: precios no disparatados, la imprescindible reserva meses antes del verano, lo complicado de dar con ellos si estaban lejos de núcleos de población, la utilización de la cocina por los clientes (generalizada ante las prohibitivas tarifas de bares y restaurantes), la amabilidad de dueños o encargados (cuando aparecían, ya que a veces conseguíamos la llave obteniendo una clave con el móvil) y la comodidad de camas e incluso literas, habituales en las cabañas. O cottages, que queda más fino.
19 de julio: Eyvindarhólar-Höfn
De glaciar en glaciar por el sureste
De camino otra vez a Vik, la población más meridional de la isla, llueve y hay rachas de viento, pero no tan fuertes como para disuadirnos de tomar el desvío que, a escasos diez kilómetros de Eyvindarhólar, conduce al glaciar Kötlujökull. Para la mayoría del grupo, es el primero que pisamos, aunque exagero al emplear ese verbo, ya que tan solo nos acercamos a una de sus puntas, donde flotan témpanos oscuros entre promontorios blanquinegros, un paisaje liminar, casi inquietante en comparación con la morrena de atrás, idéntica a los dibujos del viejo bachillerato. El glaciar nos fascina, tira de nosotros hacia su corazón helado. Querríamos explorarlo, pero no contamos con la equipación necesaria, cada vez hace más frío y durante el resto de jornada tenemos previsto husmear, ya que no hollar, otros.
Retomada la Ring Road, avanzamos entre coladas de lava y ramblazos de cantos rodados. El sol, que aparece y desaparece, varía los tonos azul del mar, a nuestra derecha, y marrón, verde y blanco de las montañas, a la izquierda. La belleza del paisaje, y tanto o más su contundencia, convierte la camioneta en una jaula rodante. Queremos parar, y lo hacemos de inmediato por partida doble. Primero para observar desde un mirador el glaciar Sekeiðarárjókull y luego para descender hasta la vaguada que forma en uno de sus extremos. Con tanto que ver, son casi las cuatro cuando comenzamos a comer en el solitario paraje de Sandfell, pocos kilómetros más al este, ya en el Parque Nacional de Skaftafell. Allí sólo queda una mesa de picnic para turistas junto a un pequeño cementerio, pero hasta 1973 hubo un villorrio fundado hace casi un millar de años y reconstruido en los siglos XIV y XVIII tras la erupción del volcán Grímsvötn. Como ocurre en muchos lugares de Islandia, una placa y un panel recuerdan a quienes lo habitaron, con especial mención de Þorgerdur, la viuda que tras perder a su marido Ásbörjn Henyangur-Bjarnson en el mar construyó allí la primera granja, según figura en el Landnámabók, el Libro de los Pobladores, joya bibliográfica del siglo XII que documenta las primeras familias, de origen nórdico, asentadas en Islandia entre los años 874 y 930.
El resto del día (sin noche, cuesta utilizar la palabra “tarde” al no poder acotar el espacio de tiempo comprendido en ella) lo dedicamos a ver más glaciares, aunque en realidad desde nuestro acercamiento al Sekeiðarárjókull sólo vamos y venimos del enorme Vatnajókull, que se extiende por el 13 % del territorio de la isla. En la especie de playa que forma donde tomamos contacto con el de Fiallsjökull sólo hay docenas de visitantes, pero Jökulsärlon, el cercano lago glaciar en que acaba el de Breiðamerkurjökull a orillas del océano, está tomado por cientos de personas, algunas guardando cola para surcarlo entre témpanos como iceberges y focas que se esconden de la marabunta bajo el agua. Nosotros, conociendo el percal, ni siquiera preguntamos por el precio. Debe ser una experiencia difícil de olvidar. Sí, ¿pero qué es fácil olvidar tratándose de Islandia?
Cuando reiniciamos el trayecto a Höfn son las nueve y al llegar, una hora más. En esta ocasión encontramos con facilidad la guest house y todo parece ir bien hasta que reparamos en que, de glaciar en glaciar, no hemos tenido tiempo de comprar pan. Afortunadamente, el dueño de la casa de Hafnarnes nos da, sin cobrarlas, un par de bolsas de pan de molde, y después de la cena concluimos la jornada admirando el estuario de Höfn, con ocasionales giros de cuello para divisar el Flájökull, otra lengua del imponente Vatnajökull, nombre que en islandés significa “glaciar de las aguas”.
Un país cada vez menos pesquero
Hay agua de sobra en Islandia. En estado líquido, sólido o gaseoso tiene ahora una reseñable incidencia económica, pero hasta hace un cuarto de siglo solo fue fundamental en el primer caso y, dentro de éste, en su forma más densa: el agua salada. Conforme avanzaba nuestro viaje constaté cuantísimo ha mejorado un país que de manera insconsciente, por mucho que hubiera seguido su deriva política, económica y cultural en la prensa, seguía creyendo pesquero. El que conocí en 1974, justo entre la segunda y la tercera “guerra del bacalao”, se redujo a barcos, peces, factorías, salazones, cadenas de frío...En el actual, con una economía más rica y diversificada, manda el turismo, sobre todo en verano, cuando apenas hay actividad en las lonjas.
De los ocho puertos que pateamos, en el de Keflavik (foto 1) subí, durante nuestras primeras horas islandesas, a la cubierta semicorroida de un pesquero con síntomas de abandono. La flota del de Grindavik (2) me pareció moderna pero, empeñado en perseguir sombras del pasado, apenas le presté atención. Ya camino de Egilsstaðir, el puerto de Höfn (3) fue un visto y no visto, igual que un par de horas después el de Djupivogur (4), aunque en este caso por culpa del frío traicionero que nos asaltó al llegar. En Akureyri (5), donde de buena mañana estaban amarrrados tantos barcos dedicados al avistamiento de ballenas como pesqueros, presencié el complicado atraque de un gigantesco crucero cuya eslora casi ocupaba la anchura del fondo del fiordo Eyjafjördur. Al día siguiente no sólo era notable la flota pesquera amarrada en Dalvik (6), pueblo situado en la orilla oeste de ese mismo fiordo, sino el olor que impregnaba el muelle, tan intenso como el de los días de Grindavik. En el puerto de Hvammstangi (7) había además de barcos de pesca, una muy desafortunada reproducción, a modo de monumento antropológico, de la salazón tradicional de peces y mariscos. Reykjavik (8) tiene un reseñable pasado como plaza pesquera, pero no llegamos a apreciarlo, puesto que apenas nos acercamos al puerto nuevo tras sucumbir al encanto arquitectónico del centro turístico-comercial Harpa. El edificio, pretendidamente inspirado en las auroras boreales, se levanta junto al muelle de los guardacostas islandeses, orgullo nacional por la astucia y la valentia que demostraron frente a la poderosa Navy inglesa en la tercera “guerra del bacalao”.
20 de julio: Höfn-Vallanes
Playas negras y montañas de lava
Aprovisionados en un super antes de abandonar Höfn, desistimos de acercarnos al cabo Stokksnes y recorremos treinta o cuarenta kilómetros por una serpenteante carretera costera. Picudas montañas marrones, laderas con campos de heno recién empacado, un océano calmo y gris, el pedregoso delta del río glaciar Jökulsa i Lóni...y, de repente, mientras las nubes decienden cada vez con mayor rapidez, la playa negra de Eystrahom, primera parada del día. Como nosotros, unos pocos turistas observan araos aliblancos, fotografian el impresionante monolito rectangular que hay en la orilla u otean desde los peñascos la línea de esta parte de la costa islandesa, particularmente enigmática.
Más adelante la carretera discurre en paralelo a una barra que sobresale sobre el agua a escasos metros de la orilla. ¿Fenómeno de la naturaleza? ¿Obra humana? El grupo especula al respecto, pero llegamos a Djupivogur sin una conclusión. El pueblo, antaño especializado en la pesca del salmón, nos recibe con frío y viento. Solo apetece tomar algo caliente en el Langabud, bien conservado edificio de madera del siglo XVIII convertido en museo-bar, pero está repleto, igual que el galpón cercano donde se venden carísimas baratijas. Visitamos el puerto a la carrera, volvemos al coche y salimos sin decidir qué rumbo tomar. Podemos ir al norte por los fiordos que siguen al de Berufijördur, donde está el pueblo, o acortar por la pista que lleva a las montañas de Öxi, grafía casi calcada de la que ha hecho mundialmente famosa la palabra griega “no”, y que, mira por donde, en islandés significa “hacha”.
Tras optar por la segunda opción, la ruta va tomando altura con rapidez mientras surge un debate rodante sobre el “no” trucado en “sí” de Tsipras al ultimátum de Merkel y compañía. Como avisaba un anuncio radiofónico de medio siglo atrás, habría “mucho que hablar del bacalao Dimar”, pero no procede. Un asunto tan complejo, y de tan capital importancia, reclama un análisis sosegado en un escenario neutro, o al menos no tan impactante como el que estamos atravesando, por lo que, a mitad de los 600 metros de las Öxi, se abre paso primero el silencio y luego algo similar al pasmo tras abandonar la furgoneta. A nuestra espalda, la sinuosa pista de gravilla por la que hemos ascendido, varios picos nevados, pastizales pespunteados de pacas circulares de color blanco, monte bajo de intenso verde y el azul cobalto del fondo marino del Berufijördur. De frente, la inquietante sucesión de farallones grisáceos de estratos formados por coladas de ceniza volcánica entre los que se abre paso una catarata a la que no prestamos casi atención. Un impetuoso salto más. La Islandia acuática aparentemente infinita que, de una manera u otra, nos acompaña hasta que, sin dar las tres, llegamos a Vallanes, donde tenemos reservado alojamiento, no lejos de la ciudad de Egilsstadir.
Tras acabar las dos últimas botellas de Rioja en la comida, decidimos explorar la zona, peculiar por el lago Lagarfljót, estrecho y largo como un fiordo, y por el bosque “nacional” de Hallormsstaður, repoblado con hasta 50 tipos de árboles diferentes. En torno al primero y en el interior del segundo, donde abundan los abetos, hay senderos señalizados, pero nos decantamos por otro que, a través de una pendiente, lleva desde la orilla izquierda del lago hasta Hengifoss, cascada de 128 metros de altura que cae, imperial, sobre un fondo de estratos horizontales basálticos veteados de capas rojas de arcilla. El salto de agua ha ido creando un paraje espectacular que, en sentido contrario al de nuestra marcha, toma forma sucesiva de circo lunar, riachuelo brioso, cañón de ranura y, antes de la desembocadura en el Lagarfljót, otra cascada, la de Litlanesfoss, en este caso entre columnas basálticas, verticales y regulares, ligeramente parecidas a tubos de órgano. La excursión nos lleva algo más de dos horas, pero recorremos con cierta prisa el camino de vuelta a Egillstaðir. Falta poco para que den las nueve, hora de cierre los supermercados. A falta de vino, buena es la cerveza, incluso el placebo islandés de poco más de dos grados.
Banda con alien
Joanna, simpática propietaria de las cabañas de Vallanes, pasó a saludarnos mientras preparábamos la cena, y aprovechamos para interrogarle sobre la Islandia rural y sobre la posibilidad de contratar una excursión a la caldera volcánica de Askja (donde en la década de 1960 se entrenaron los astronautas estadounidenses del proyecto Apolo), algo que desaconsejó por las previsiones de ventiscas de nieve. Ella, sorprendida al toparse con semejante cuadrilla, también hizo preguntas. ¿De dónde veníamos? ¿Qué lazos nos unían? ¿Por qué viajábamos juntos? Éramos amigos, le explicamos: siete habían sido profesores antes de jubilarse, y cinco incluso compañeros en un instituto de formación profesional del cinturón de Barcelona. La conversación fue corta, pero quizás no tanto para que ella no acabara reparando en algunos rasgos personales.
Si la ocasión lo requería, Víctor (1) oficiaba de conducator, avalado tanto por su carácter resolutivo como por el manejo del wikiloc y del útil mapa de Garrigós (amigo suyo) que todos podíamos mirar pero apenas tocar. Mariaje (2), organizadora del viaje (billetes, hospedajes, trayectos, camioneta, manduca...), controlaba con similar eficacia el fondo en coronas islandesas y los pagos con tarjeta de los alojamientos, siempre atenta a las necesidades que iban surgiendo. Jorge (3) se había revelado una fuente inagotable de información, el tipo de conversador capaz de abordar, generalmente con humor, desde los temas de mayor enjundia a los más nimios. Pepa (4) rajaba menos, pero su afán por sacar el máximo partido de cada jornada y su mirada sobre Islandia y los islandeses, a menudo desarmante, obtenían notable eco. Gran amante del ciclismo, y cada tarde inquieto por lo que acontencía en el Tour, Luis (5) demostró tablas para representar, también con éxito, el papel de turista ciclotímico: cordial y renegón, entusiasta y desdeñoso, voceras y reservado, tan munificente en versos como en imprecaciones. Antonia (6) parecía darle la réplica con un estar complacido, activo y diligente, el propio de quienes en cualquier circunstancia, por complicada que sea, actúan en favor del grupo. A Menci (7) la contemplación de la naturaleza le provocaba un gozo que cabría catalogar de indecible sin su empeño en compartirlo y, cuando lo consideraba necesario, racionalizarlo para confrontar percepciones menos entusiastas. Del octavo pasajero (8) poco debo decir, si acaso que era el alien de la tripulación del Opel Vivaro, ya que no había vuelto a viajar en comandita desde el verano que siguió a la estancia en Grindavik, cuatro décadas atrás: por eso tendí a moverme con pies de plomo y de ahí la cara de palo en las dentonas fotos de a ocho.
La cuadrilla incluía una pareja de hermanos, otra matrimonial, dos viudas y dos abuelos. Cinco de los viajeros ya habían recorrido juntos otras partes del mundo (Vietnam, Sicilia, Benín...) y dos acababan de regresar de Estados Unidos, donde habían visitado el Parque Nacional de Yosemite y la ciudad de San Francisco. Del cuarteto masculino, un par eran ingenieros de formación y el otro, hombres de letras, que se decía antes (curiosamente, los únicos interesados en el deporte). Dos mujeres se habían licenciado en carreras de ciencias puras (Química y Biología) y las dos restantes, en una ciencia tan aplicada como aleatoria: gestión empresarial. En definitiva, una banda curiosa, por una vez con equilibrio de sexos, conocimientos e intereses, aunque más proclive a disfrutar en una central geotérmica que con el último disco de Björn.
Nacidos en Lleida, Guipúzcoa, Navarra, Salamanca, Ávila y Mendoza (Argentina) todos nos sentíamos catalanes en algún grado, sin olvidar que durante un tiempo, según Jordi Pujol, lo fueron todos cuantos vivían y trabajaban (o robaban, se sobreentiende) en Cataluña. Hablamos en varias ocasiones sobre el procès, e incluso discutimos, pero civilizadamente, con el ardor imprescindible para no aburrirnos, dada la firmeza de las convicciones de cada cual. Nada semejante al tremendismo con el que se despidió un líder independentista, ex-compañero de claustro, de las dos viajeras con las que se cruzó en el aeropuerto del Prat: tras el 27-S, predijo, la libertad o la Modelo. A miles de kilómetros de Barcelona y dos meses de los comicios, su disyuntiva sonaba extemporánea, pero nunca se sabe en qué, ni cuándo, acaba la erupción de un volcán, ya sea en Islandia o la Garrotxa.
21 de julio: Vallanes-Akureyri
Del desierto Hðlfsjöll al lago Mývatn
Retomada la ruta al norte, en la salida de Egillstaðir hay tres o cuatro autoestopistas, casi seguro islandeses por lo exiguo de su impedimenta. Los cicloturistas que avanzan con dificultad por la carretera sí que van pertrechados. Llueve a ratos y en ciertos tramos el viento amenaza con tumbarlos pero, igual que el resto de los que recorren la isla, se empeñan en cumplir etapas haga el tiempo que haga, la mayor parte en parejas, como la alemana, ya talludita, que plantó su mini-tienda al lado de las cabañas de Vallanes. Una con las que nos cruzamos podría ser la de unos amigos, el barcelonés Sergio Fernández Tolosa y la madrileña Amelia Herrero Becker, audaces viajeros por medio mundo y excelentes narradores de sus aventuras en libros, programas de televisión y la web “Con un par de ruedas”. (Ya en casa supe que habían llegado a Islandia un día después que nosotros y aún pedaleaban por parajes tan salvajes y hermosos como inaccesibles para el común de los mortales).
Pese a haber recorrido un centenar de kilómetros cada vez más desolados, el desierto de Hðlfsjöll constituye una sorpresa, otra más en un territorio como el islandés, tan diverso como juvenil geológicamente. ¿Quién puede esperar ese arenal negro tras las inagotables torreones de agua, los campos floridos y el alegre trote de la peculiar caballería islandesa por los herbazales? Son 900 km² de pura nada en verano y helado vacío en invierno. Hasta fines del siglo XVI los cubría un espeso manto vegetal, pero el proceso de erosión y desertización iniciado hace dos siglos ha resultado imparable. Y las causas, como se explica en unos paneles a pie de carretera, hay que buscarlas lejos en el tiempo y, de algún modo, también en el espacio: el mar de ceniza que siguió a la erupción del volcán Vatnajökul en 1477 y los sedimentos de piedra y arena depositados por las inundaciones que provocaban más tarde las explosiones en el glaciar del Jökulsá á Fjöllum. Precisamente, el río al que nos dirigimos, tras desviarnos por una pista de casi 40 kilómetros, para admirar su ruidoso desparrame en las cataratas de Deltifoss y otear, desde su ribera derecha, el largo cañón de herradura de Asbirgy, a través del cual desemboca en el mar de Groenlandia.
De nuevo en la Ring Road comprobamos que la vía fetén a Dettifoss es la que conduce a la otra orilla, pero ya da igual. El viaje exige un ritmo vivo, ahora toca llegar a la zona del lago Mývatn, donde en pocos kilómetros hay un muestrario casi completo de la iconografía turística islandesa: volcanes, campos de lava, picos nevados, una estación geotermal con piscina al aire libre y las calderas, solfataras y fumarolas de Námafjall y Hverir, donde comienza nuestro periplo entre efluvios malsanos. Luego comemos un plato combinado en la central geotérmica de Krafla (la primera vez que pisamos un restaurante) y mientras Antonia y Pepa se bañan en la piscina, el resto nos dirigimos al campo de lava de Dimmunbotgir, desde donde ascendemos hasta el enorme cráter del Hverfjall, lo que dicho así supone una redundancia, puesto que su nombre significa “montaña cráter”. Los expertos, que datan la erupción hace 2.700 años, lo consideran un cono volcánico perfecto, y a esa característica hay que añadir una privilegiada ubicación cerca del lago, con sus curiosos pseudocráteres, y de otras montañas volcánicas también de primoroso dibujo, como la que vemos de frente durante la bajada.
Con el grupo al completo y las bañistas contando maravillas, volvemos a la carretera. Akureyri es el destino final de la jornada, pero nos tomamos un tiempo para dilucidar el plan de ruta. ¿Vamos de un tirón? ¿Sin escala en Godafoss, la “catarata de los dioses”? Por lo general basta el firme deseo de ver o hacer algo de cualquier pasajero para que se convierta en realidad. Así hemos funcionado y así de generosos queremos seguir sintiéndonos. De no llevar cinco días en Islandia, y de no haber visto tantos saltos de agua, incluido Dettifoss unas horas antes, nos faltaría tiempo para desviarnos a Godafoss, pero esta vez la facción del no, mayoritariamente masculina, hace valer su criterio y hora y media más tarde entramos en el fiordo donde se asienta Akureyri. Mientras nos aproximamos al centro urbano, construido en el fondo oeste del Eyjafjördur, intento infructuosamente tararear la cancioncilla sobre la ciudad que martilleaba mis noches de borrachera en 1974. Fracaso, pero no me doy por vencido. Vamos a pasar dos noches en Akureyri.
Impronta religiosa en cemento, piedra y madera
Ni dos ni doscientos días, con o sin noche. Imposible seguir el rastro de esa huella sonora. Y mejor así. Mejor callejear por Akureyri sin interferencias del pasado. El que entrevimos en una primera incursión tras dejar los bártulos en la casa de huéspedes Amma no se asemejaba ni pizca al que imaginé escuchando la canción: cuatro casas, viento ululante, frío extremo y un puñado de personas moviéndose a paso lento entre la nieve. En realidad, Akureyri ya tenía entonces 8.000 habitantes (ahora 17.500) y el clima veraniego era tan bonancible como el de nuestra estancia. Y en cuanto a las casas, sin duda existían buena parte de las que, construidas en madera u hormigón, se alinean en una loma de aire californiano. Todas unifamiliares, pintadas de diferente color y en julio con jardines floridos.
No lejos de ese barrio residencial se levanta, sobre una colina a la que se accede por una escalinata, la iglesia de Akureyri (1), emblema de la “capital del norte”, pero sin la carga simbólica del gran templo islandés, la Hallgrimskirkja (2), o iglesia de Hallgrímur, en Reikyavik, llamada así en honor del pastor y poeta Hallgrímur Pétursson, autor de cientos de himnos en el siglo XVII. El peso histórico y el influjo social de la Iglesia Nacional de Islandia, evangélico-luterana y con una obispa como máxima autoridad actual, se percibe en la ambición arquitectónica de esos edificios de imponente piedra gris y en el privilegiado emplazamiento de otros menos ostentosos. Las iglesias de Vik (3), de techo rojo, y Dalvik (4), blanca con ribetes azules, se alzan en laderas junto al mar a modo de refugio algo más que espiritual, y las torres coronadas con una cruz constituyen la única referencia comunitaria en pequeños