VIAJES /// Tumbos

Diarios del camión (II)

Cuarenta días por México en 1982

 

>>Mazatlán, 7 de noviembre, domingo

 

No me gusta el tono de este diario. Todo lo que escribí ayer no tiene swing. El ritmo es imprescindible hasta en la menos pretenciosa de las gacetillas del más sensacionalista de los periódicos mexicanos. Del día de autos sólo fui capaz de transcribir lo anecdótico, y de una forma prolija, para mi vergüenza. Las únicas excusas que puedo barajar son la inconveniencia de escribir a toro muy pasado y, aunque parezca nimia, la de tener que hacerlo siempre incómodamente. Tanto que ahora debería desistir porque en el sitio en el que estoy sentado, una terraza frente a la enorme playa de Mazatlán, los mosquitos son legión en torno a mis tobillos, que no resguardan los pantalones de lino que visto para fardar en domingo. Por cierto, ¿qué habrá hecho Osasuna? Espero que no haya recargado su cuenta de negativos.

 

Me siento cansado. La travesía desde La Paz ha durado más de 22 horas y ni siquiera he dormido un par. Sin embargo, he disfrutado del viaje, en parte porque he conversado con la atractiva muchacha que mencioné en el diario ayer, economista de un servicio gubernamental en el DF. Tiene 26 años, nació en Ciudad Juárez, en el estado fronterizo de Chihuahua, y no casa con el patrón de jovencita mexicana cortado a medias por la bobaliconería y la pudibundez. Acostumbra a viajar sola, un detalle que la perfila. Y llevaba en la bolsa libros como la Ilíada, un ensayo sobre la filosofía pitagórica y El canto y la lira, de Octavio Paz. Venía de haber pasado unas vacaciones repartidas entre Chihuahua y la península de Baja California, donde una hermana suya está terminando medicina. Cuando me acerqué a ella, había una puesta de sol impresionante. En el horizonte se recortaba el litoral ribeteado de pequeñas montañas y el sol apareció de pronto como la última de ellas, pero de fuego. Se lo hice notar y comenzamos a hablar. La tía es de una belleza rara. Pelo rizoso negro, rasgos indios pero con nariz grande y una mirada impenetrable, casi ceñuda. Su tipo revela la atleta estudiantil que fue: proporcionada, de anchas espaldas y muslos poderosos.

 

Durante gran parte de la noche la interrogué sobre distintos aspectos de México. Me pareció una buena conocedora del país poco interesada en el acontecer político. Por momentos me desconcertó, como supongo que yo a ella, pero resultó un encuentro majete. Y milagroso, casi. Ha sido la primera persona con la que he hablado (hablar, no intercalar una o dos frases) desde el martes. Me hacía falta. Hemos intercambiado teléfonos (le he dado el de casa de A.) con la idea de vernos en el DF. El asunto no tiene excesivas trazas de erotizarse, pero quién sabe…

 

Del trayecto marítimo en sí no hay demasiado que contar, excepción hecha del amanecer. El cielo nublado ha impedido que pudiera verse la irrupción del sol sobre el agua, pero los colores y las formas que tomaban las nubes han brindado un extraordinario espectáculo de tonos rojos, violetas, cárdenos y amarillos. Para entonces, habían ido desapareciendo paulatinamente los millones de estrellas que colmaban una bóveda celeste radiante y calma. El encanto del mar debe tener algo que ver con esa intensa vivencia del cielo desde el agua. Y el de los marinos, con su obstinado empeño en navegar con el señuelo de alcanzar alguna vez el puerto imposible en el que se juntan la luna y el sol.

 

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>>Puerto Vallarta, 8 de noviembre, lunes

 

Diez horas seguidas de camión he necesitado para llegar a este enclave turístico, copado por los gringos. Pensaba haber dedicado el día a tomar el sol y darme unos garbeos por Mazatlán, pero ha amanecido nublado y nublado seguía cuando a las once de la mañana me he acercado a la terminal para montarme en un primer autobús, que me ha llevado hasta Tepic, desde donde he venido en otro hasta aquí. Todo el trayecto no alcanza los 500 kilómetros, así que la media ha sido supersónica: menos de 50 kms por hora.

 

Me he levantado a las siete con una placentera sensación de haber dormido mucho y bien, aunque recuerdo haberme despertado en varias ocasiones porque ocupaba una cámara pegada a la recepción de un hotel barato llamado San Jorge. En el que escribo ahora, que tiene el sugerente nombre de Océano, cuento con tres camas para mi, demasiadas hasta por un hombre de mundo como yo, capaz de ganar amigas por docenas con sólo entornar los ojos y darle a la húmeda con salero…

 

Ahora es medianoche y desde que he llegado, hace dos horas, no he hecho más que cenar y pasear junto a la playa. Por un lado, me ha resultado interesante toparme con la marabunta de turistas, al fin y al cabo soy uno de ellos y desearía compartir ciertas afinidades. Pero por otro lado, el más sustancial, no puedo evitar que me repelan. Detesto su ostentación, me molesta la falta de pudor con la que se pavonean de un lado a otro. El turista con ansia de conocer el país que visita tiene que agazaparse para sentir el pálpito de la vida cotidiana. Si se contenta con los reductos cerrados puestos a su disposición no se entera de la misa le mitad. En este aspecto cuento con la ventaja de que paso con facilidad por mexicano siempre que me mantenga callado, algo por otra parte habitual en el comportamiento de la gente del país. La pena es no disponer de más libertad de movimientos. Los camiones siguen sus rutas, y salirse de ellas supone comenzar a dar vueltas como una peonza.

 

Debo viajar en el futuro de noche, a no ser que atraviese lugares especialmente dignos de verse. Perder todo el día en ir de un lado a otro, sudando a mares y castigando a la pituitaria, no es mi ideal de vacaciones. Ir en camión no resulta tan duro como había pensado, pero sí incómodo por las paradas, la gente en el pasillo, la brusca conducción de los chóferes, el llanto de los niños…

 

El paisaje ha vuelto a sorprenderme. Me había hecho a la idea de que sería más seco, menos frondoso. La tierra, realmente feraz, está dejada de la mano de Dios. No entiendo nada del asunto, pero me atrevo a asegurar que podría cultivarse con espléndido resultados. El accidente que tuvo Menci fue cerca de Tepic. Lo he recordado al llegar allí. Menuda aventura que corrió, y ganó, como no podía ser menos, porque la policía intentó amedrentarla acusándole de haber matado a un niño. Aquí mucha gente considera a la pasma más peligrosa que los delincuentes o, dicho de otro modo, que está integrada en una gran parte por delincuentes con placa, uniforme y pistola. Al salir de La Paz me exigieron en la aduana 1.500 pesos por los walkman, y eso que mentí diciendo que sólo me habían costado 5.000. Reaccioné argumentando que el vendedor me había informado de que no había que pagar impuestos, otra mentira. El aduanero se lavó las manos haciéndome ver que era lógico que me hubiera engañado, ya que su negocio consistía en vendérmelos. Entonces, tras exigirle una explicación del porcentaje a abonar, me propuso un arreglo por 1.000 pesos. Mantuve obstinadamente el forcejeo asegurándole que no tenía efectivo, que sólo disponía de cheques de viaje. Al tipo debió encendérsele una lucecita en el cerebro y me preguntó si era extranjero. Al responderle que sí, me pidió el pasaporte y, después de una concienzuda revisión, me sonrió antes de decirme que tenía que haber comenzado por ahí. Como extranjero no tenía que pagar nada, pero acabé enterándome de que la tarifa oficial es el 10% del precio del producto adquirido. Para mi sorpresa en Mazatlán aún debimos pasar otro control aduanero, aunque en este caso el agente se dio cuenta enseguida de que yo no era mexicano. ¡Sólo hubiera faltado un pago extra por los malditos walkman!

 

Nada más llegar a Puerto Vallarta dos tíos me han chistado desde un coche y después me han estado siguiendo mientras paseaba frente a la playa. Me ha dado la impresión de que aquí hay bastante rollo mariquita. De todos modos, en las ciudades los jovencitos y las muchachas matan el tiempo de la misma aburrida manera: dando vueltas y vueltas en coche con la música a tope. Una copia con veinte años de retraso de los tópicos sábados veraniegos del american way of life, patente aquí por doquier, aunque manifestándose en ocasiones de forma divertida. En el barco viajaba una jovencísima pareja de indios yakis con un bebé de semanas. Él pedía a gritos una buena fotografía. Vestía un traje típico de su grupo indígena, blanco y con bordados rojos, y se tocaba con un sombrero de ala ancha. Hasta ahí, todo normal. Lo extraordinario no era sólo la deshilachada camiseta amarilla de basquet que llevaba encima del traje, sino también los gordos calcetines de lana de color verde eléctrico que lucía y…las botas de fútbol, todavía en buen estado, que calzaba. Un petronio yaki.

 

Espero que mañana haga buen día. Quiero ir a la playa. En un sitio como éste es lo único que puedo hacer, pese a que ya se me está despellejando la nariz. La última novedad sanitaria es que me ha vuelto a aparecer el herpes labial. No hay forma de arreglarme del todo.

  

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>>Puerto Vallarta, 9 de noviembre, martes

 

Del Océano he venido a parar al Río, lo que representa una sustancial pérdida de caudal de agua. En el primer hotel unos cafres gringos me han dado la noche. Llegaron hacia las tres y sólo pararon de gritar en el pasillo cuando pusieron música a todo volumen en una habitación. La faena la han redondeado de madrugada con más portazos y berridos. Desde entonces estoy en danza. Por una vez he reaccionado, he solicitado el cambio de habitación y como no había una disponible, me he cambiado a este hotel, cuyo nombre hace referencia al río Cule que, tras atravesar una sierra volcánica, desemboca en Puerto Vallarta, a la que divide en dos partes.

 

Este lugar resulta insufrible. La enorme bahía conserva bastantes de los atractivos que debieron impulsar su fama como destino turístico, pero sus playas están sucias y las “cuadras”, infestadas de restaurantes y tiendas de souvenirs. Para colmo, tiene pretensiones de sitio exclusivo cuando la clientela la componen fundamentalmente zafios yankis de clase media baja, auténticos magnates en cuanto cruzan la frontera de México por el cambio de moneda. De la primitiva Puerto Vallarta sólo queda el sensual espectro de la Ava Gardner de La noche de la iguana, rodada aquí. Y puede que algún descendiente de sus dos macizos maraqueros.

 

En todo el día no he hecho otra cosa que andar por las playas y tumbarme a tomar el sol. Ahora estoy cabreado. El momento de acostarse, siempre tan temprano, tan forzado por el cansancio o, peor, por la inexistencia de un plan con mínimos atractivos, es jodido. El resto del tiempo me lo paso bien. Compensa esta total dedicación a uno mismo, te abre mundos interiores que de normal permanecen precintados en el fluir mecánico de la cotidianidad. Ahora nada es cotidiano salvo el momento de dar el día por terminado en una habitación de un hotel cualquiera, fiándolo todo a que los sueños conduzcan nuestra segunda existencia por caminos reconocibles al despertar. Desde que salí del DF he recordado, aunque fragmentados, algunos sueños de cada noche. No los he consignado aquí por comodidad y para no caer en tentación de utilizarlos como material para un burdo remedo de autopsicoanálisis. Sólo confesaré que Menci ha aparecido en todos menos en uno, centrado en el trabajo, y que al menos en dos ocasiones los protagonistas han sido los componentes de la vieja cuadrilla de mi adolescencia en Pamplona. El resto iba de mujeres y de familia.

 

Acabo de tirar a la basura las dos casettes que había salvado de la quema de las cuatro que compré, como una auténtica ganga, en Mazatlán. Quería escuchar música, pero sólo he conseguido distinguir un infame sonido parecido al que deben emitir unos grillos afónicos enjaulados. Parece obvio que hasta que regrese al DF deberé resignarme a oir a Julio Iglesias –omnipresente, el tío– y a disfrutar ocasionalmente de los cantantes callejeros. En Mazatlán lo pasé muy bien cuando, comiendo en un restaurante, un dúo y un trío de música norteña deleitaron con su variado repertorio a comensales cercanos. Con un acordeón pequeñito y un par de guitarras, los norteños interpretan una música monótona, pero resultona, con la salsa añadida de unas letras sin desperdicio, en las que siempre hay dolor por la pérdida de la amada, pérfida mujer que huye con otro, o se relatan auténticos cantares de gesta sobre hombres valientes y fuera de la ley implicados en sangrientas balaceras.

 

Los mexicanos son ansí…Este mediodía, al ir a pagar la cuenta de la comida, me he confundido y he dejado un billete de 100 pesos en lugar de otro de 1.000. El camarero me ha avisado del error, lo he cambiado y he olvidado el asunto. El tío, por lo que he colegido luego, no. Cuando me ha traído la vuelta, faltaban 300 pesos. De primeras no me he apercibido, pero luego he caído en la cuenta, se los he reclamado al camarero, el hombre ha dudado y, finalmente, ha reconocido que yo tenía razón. Sin embargo, no creo que se haya tratado de un error. Cuando me iba, el camarero me ha despedido con toda la sorna del mundo en esta frase: “Mano, no pasó nada; tu te confundiste con el billete de 100 pesos y yo, con las vueltas”.

 

Mañana dedicaré de nuevo la jornada a la playa y a la tarde tomaré un camión para Manzanillo, que está al sur, también en la costa, a seis horas de camino.

>>Manzanillo, 10 de noviembre, miércoles

 

Debo estar loco. El azar me ha conducido por estos rumbos, puro dislate en sí mismos, pero no ando bien de la azotea. Sólo voy a estar dos horas aquí y sin salir de la terminal de camiones. Me gustaba este sitio, su nombre me lo había hecho simpático. He llegado desde Puerto Vallarta después de seis horas de camión y he preguntado por el que debía tomar para ir a Playa Azul, dando por supuesto que existiría una carretera que no aparece en ningún mapa. Pero por esta vez mapas y realidad coinciden. No hay tal carretera. La única manera de llegar allí, al margen de aviones y, ahora que caigo, quizá barcos, es un camión que sube hasta Uruapan y tarda trece horas. Cuando me he enterado, he decidido viajar mañana, pero una concatenación de imprevistos ha hecho que esté a punto de subir al camión.

 

Un tipo de la compañía, engañándome, ha dicho que debía sacar el billete pronto porque se agotaban. Pasándome de precavido, lo he comprado, pero pensando que era para mañana. Luego he salido a la calle, dispuesto a alojarme en un hotel de las cercanías o al lado de la playa. He preguntado a un tipo por el mar y me ha respondido que debía superar una loma, llamando inmediatamente a un niño mientras me alejaba. El detalle me ha mosqueado. He activado de inmediato mi instinto de superviviente y he parado un taxi, pidiendo al conductor que me llevara a un hotel barato cercano al mar. El tío ha dicho que me llevaba a la playa de Santiago. Le he preguntado cuánto me iba a cobrar y me ha respondido que 200 pesos. Le he dicho que no me tomara por tonto, que por esa cantidad me habían trasladado de un extremo a otro del DF. Él, muy digno, ha dado la vuelta y me ha dejado en la puerta de la terminal diciéndome que había un camión a ese lugar, si lo que pretendía era no gastar dinero. He estado en un tris de rogarle que no fuera pendejo, que sólo quería llegar de una vez a un hotel, pero para cuando me he dado cuenta estaba de nuevo en el mostrador donde había sacado el billete inquiriendo por el camión a playa de Santiago, lo que ha inducido a la mujer que me atendía a decirme que no me daba tiempo de ir y volver de allí antes de que saliera el que me debía llevar a Playa Azul. Entonces, he caído en la cuenta de que el billete era para hoy. Podía cambiarlo, pero no me ha apetecido. En el fondo me resulta atractivo este maratón en autobús y eso que ando un tanto indispuesto desde el mediodía. Hay que dejar que el azar decida por uno. Sobre todo cuando nada es lo suficientemente importante como para no tenerlo en cuenta o para pasar por encima de cualquier otra circunstancia.

 

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>>Playa Azul, 11 de noviembre, jueves

 

Padezco un nuevo tipo de drogadicción: la camióndependencia. Un suceso trivial me ha revelado hasta que punto estoy enganchado. Quería llamar por teléfono al DF y la centralita de aquí estaba cerrada por quién sabe qué problemas de la mujer que la maneja. Pretendía realizar una o dos llamadas, dependiendo del resultado de la primera, dirigida a Marga, la chavala que conocí en el ferry de La Paz a Mazatlán. Pero podía pasar de hacerla (s). No estaba muy seguro de la conveniencia de una apuesta tan o lo loco con esa moza y había decidido que si no aceptaba pasar el fin de semana conmigo, intentaría convencer a A. para que se llegara a Zihuatanejo. Así pues, quería llamar, pero nada convencido de la utilidad del empeño. Podía ahorrarme el esfuerzo. Sin embargo, como no había opción de llamar desde aquí, he subido a un camión que me ha trasladado hasta La Mira, a cinco kilómetros. Algo perfectamente normal, si no acabara de bajarme de otro en el que había permanecido durante 19 horas, que sumadas a otras seis inmediatamente anteriores, representaban un viaje de ¡¡¡¡25!!!! horas.

 

Diré antes que nada que la llamada ha tenido el resultado infructuoso que era de esperar. La tal Marga no estaba en su casa y sí un tordo con muchas ganas de saber quién era yo. Desde luego, me apetece volver a verla. Quedamos en que nos llamaríamos, sin excesiva convicción, pero yo quería proponerle, en corto y por derecho, de una manera absolutamente distinta a comos se procede en México, que se viniera a pasar el fin de semana conmigo. Todavía tengo la posibilidad de llamarle mañana al trabajo. No sé que haré.

 

Ahora escribo en Playa Azul, que no se merece tantas horas de viaje. Tiene una playa inmensa, toda recta, sin que se llegue a atisbar un final, pero está bastante sucia. Y el color del mar no se ajusta el adjetivo que la define. El hotel en el que hospedo, llamado por alguna extraña razón La Loma, está en la misma playa y tan vacío como ella. Dudo que aloje a más de cuatro o cinco clientes. Lo mejor que tiene es un jardín con una alberca rodeada de palmeras y la decoración de azulejos de tonos claros del comedor y el inmenso hall. Todo parece indicar que fue construido al compás de las excelentes perspectivas que ofrecía Playa Azul de cara a un turismo que nunca ha llegado, entre otras razones por la inexistencia de una carretera desde Manzanillo, lo que convierte a esta zona en la única sin comunicación terrestre de toda la costa del Pacífico.

 

Por eso, y por mi locura, entendible si confieso que pretendía acercarme lo más posible a Zihuatanejo entes de contactar con Marga, he pasado 25 horas en camión, sin que, para mi sorpresa, haya terminado descoyuntado. Gran parte del viaje ha transcurrido por Michoacán, en una de cuyas puntas estoy ahora. Realmente es un estado tan impactante y repleto de contrastes como me habían contado. Uno de los despertares de esta noche no lo olvidaré mientras viva. Cabeceaba un sueño incómodo de autobús cuando, al poco de amanecer, un paisaje extraordinario me ha impulsado a restregarme los ojos para no perder detalle. Tenía en frente el cono de un pequeño volcán rodeado en su base por una densa niebla que se extendía por campos de maíz y, al principio, he pensado que se trataba del mar, que pasábamos junto a una bahía con una roca en medio. Luego, al darme cuenta de lo que era, aún me ha impresionado más. La primera luz del día y los diferentes tonos del verde de la tierra, brillante por el rocío, junto con el contrapunto dorado de los maizales, convertían la laguna de niebla y la erupción volcánica en un cruce monumental de lo fantástico y lo real. O si se quiere, en una prueba terrenal de lo real maravilloso, concepto tan caro a cierta literatura latinoamericana. Puede incluso que se tratara del Paricutín, el famoso volcán enano, pero eso no lo sabré nunca.

 

Sólo por ese momento hubiera merecido la pena un viaje del que no hay mucho más que contar. Tan sólo que he vuelto a tener problemas de digestión y que he viajado junto con, no en compañía de, unos franceses y dos suizas, que me han dejado un par de casettes con las que he podido utilizar por fin los walkman. El estreno me ha permitido escuchar la buena pero viejísima música de Chicago (el primer disco, que tanto me gusta), Byrds, Credence Cleawater Revival, Beatles…Cuando he llegado aquí he vuelto a comer langosta, la zanahoria del burro que soy para ir trotando por la tierra mexicana sin ton ni son (pese a las casettes).

>>Zihuatanejo, 12 de noviembre, viernes

 

Como todo adicto, me entrego a la droga consciente de vivir entre el tormento y el éxtasis. Si alguien quiere un viaje auténtico, capaz de liberarle de la lacra del aburrimiento, debe recurrir al camión. Sólo con subir a uno ya se disfruta de toda clase de sensaciones. El éxtasis consiste en el dejarse ir, disfrutar con el transcurrir del puro trayecto, despojado de cualquier trascendencia. La vida no es otra cosa, y yo siempre he soñado con estar en camino, no forzosamente en el camino. Ese gozo culmina a veces con la desazón de la llegada, sólo fin de secuencia, porque de inmediato se tiene la sensación de que no se trata más que de un alto que exige, al poco, otra partida. El camión siempre espera. Nos corresponde a nosotros acoplarnos a su ritmo, malgastar las horas antes de subir a él. El camión se deja ver, se muestra, intenta seducirnos con su atrabiliaria disponibilidad. Ahí no más comienza el tormento. Finalmente, comprendes que has caído en sus redes. Y reconoces que cuenta con una identidad propia e inaprensible. No importa a quienes o cuántos transporta. El camión siente, pálpita. Por eso a veces se cabrea, circula por espacios inverosímiles, emula a ingenios más sofisticados que vuelan o se emborracha, sin más. En esos momentos cualquier pasajero está al borde del infarto, incluso el más impasible. Algunos viajeros se tapan los ojos, otros siguen las evoluciones del conductor levantando continuamente la cabeza como si así pudieran adivinar el siguiente movimiento espasmódico y los menos pretextan, sin más, que se acaban de enterar de la muerte de su padre para bajarse en la siguiente parada. Nada hay más emocionante. Ese juego con la muerte en el que el camión apuesta por ti depara sensaciones únicas.

 

Los camiones representan el paradigma del México moderno, por eso no resulta extraño que sean permanente noticia en los periódicos. Ayer, cuando fui a llamar por teléfono, hojeé uno de la ciudad de Lázaro Cárdenas en el que a toda plana titulaban algo así como “Drogados conducen de forma suicida camiones de Río Balsas”. Leí la noticia con interés y me enteré de que días atrás un chófer había conseguido que todo sus pasajeros abandonaran el vehículo, muchos por las ventanillas, después de que se carcajeara ante las súplicas y los lloros para que condujera sin ocupar la izquierda de la calzada, tomar las curvas a velocidades supersónicas y rebasar, así le dicen aquí a adelantar, por la derecha. El suceso ocurrió en el trayecto Playa Azul-Lázaro Cárdenas, cubierto por mí esta tarde sin el mínimo sobresalto. Otra cosa, muy otra, ha sido el viaje Lázaro Cárdenas-Zihuatanejo. Inaudito es un adjetivo sin la contundencia semántica necesaria para definir el calibre de semejante aventura. El chófer ha conducido perfectamente si dejamos a un lado el respeto de las señales de tráfico. Quizás se le ha escapado alguna, pero juraría que ha cometido todas las infracciones del código de circulación a una velocidad siempre vertiginosa. Al principio he estado muy tenso, pero poco a poco he ido disfrutando con esa locura y he acabado disfrutando con el correteo. Y como yo, casi todo el pasaje, que justificaba la trepidante conducción en que el chófer debía ganar tiempo porque había salido de la terminal con más de media hora de retraso. Sin embargo, creo que sin más pretendía dejarle al camión que fuera el factótum último del tiempo de todos los que viajábamos en él, dándonos por igual la vida y la muerte.

 

De Playa Azul no voy a escribir nada, no se lo merece. De Zihutanejo, tampoco; no sé si lo merece. Basta de palabrería por hoy. No más filosofía y sociología de medio o ningún pelo. Aunque me sirven para no formular las preguntas obvias: ¿qué coño haces aquí?, ¿qué se te ha perdido en este hotelucho de mierda?, ¿por qué persistes en un vagabundeo solitario que comienza y acaba en el mismo hecho de deambular?, ¿por qué, so mamón, no te compras un autobús de juguete para imaginarte recorriendo el mundo en él?

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(Continuará)