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Tríptico siciliano

Viaje rápido a Sicilia. Salida de Girona a primeras horas de la tarde del jueves 27 de octubre y regreso a la misma hora el domingo siguiente. Cualquier excusa es buena para volver a la isla, pero sin aterrizar ya lamento la brevedad de la estancia. En 72 horas apenas hay tiempo para seguir el rastro de Vitaliano Brancati, pretexto para reincidir en la taquilla virtual de Ryanair. Catania queda a más de 300 kilómetros del aeropuerto de Trapani, y para colmo perdemos una hora por culpa de Hertz, que tiene el morro de negarme el coche cuya reserva he pagado con la tarjeta bancaria que ahora rechaza para el depósito. Me encabrono. Protesto. Subo la voz. Todo en vano. Mi Visa Electrón sirve para cobrar un servicio, pero no para prestarlo. ¿Mero maltrato al cliente? ¿Enrevesado problema de identidad crediticia en la tierra de Pirandello? Podría ser… Pero me temo lo peor y acierto, como comprobaré en Barcelona: un timo alevoso con la excusa de las pejigueras bancarias y la literalidad microscópica de los contratos por internet. Finalmente, una compañía local me alquila el Panda con el que ponemos rumbo al este cuando apenas queda una hora de luz.


Sobre las nueve de la noche Menci y yo estamos en Caltanissetta, donde un personaje de Brancati se queda a vivir porque intuye que allí el tedio le hará “conocer algún punto de sí mismo que en ningún otro lugar podría descubrir”. Eso debió ocurrirle al escritor cuando, en 1936, ya en la treintena y libre de su previa empanada fascista, daba clases en la escuela en la que estudiaba un adolescente Leonardo Sciascia recién llegado de Racalmuto, su pueblo natal. Caltanissetta es hoy tan provinciana como entonces, y con toda seguridad bastante más desastrada, pero difícilmente igual de tediosa. De todos modos, el tedio carece ahora de valor existencial. Resulta algo mecánico, irrelevante, una baba narcótica segregada por los medios de comunicación y las redes sociales. Nada que ver con el tedio que hasta hace unas décadas exigía el aprendizaje de la vida y se experimentaba en bastantes momentos de la existencia. El bostezo posmoderno cursa igual en Helsinki que en Tokio, en Linares que en Caltanissetta, pero eso le importa un comino al joven y parsimonioso camarero que nos atiende en el restaurante Medina. “Este es un buen sitio para vivir, una ciudad a escala humana”, dice tras invitarnos a un averna al acabar la cena.

 

El paseo matinal alrededor de nuestro hotel, el modesto pero céntrico Plaza, permite pulsar el cansado latido de la Sicilia interior. Pese a ser casi los únicos turistas, no despertamos el más mínimo interés entre los paisanos de diferente edad apostados en la plaza Garibaldi, donde está la catedral, notable por los abigarrados frescos barrocos de su nave principal, y enfrente, separada por la fuente de Tritón, la iglesia de San Sebastián. Por Caltanissetta han pasado griegos, romanos, vándalos, normandos, aragoneses, árabes…La pequeña calle dedicada al conde Testasseca atesora más historia que toda la Quinta Avenida neoyorquina.

 

En cualquier rincón se adivina la herencia de frailes con pico de oro y padrinos mafiosos de pocas palabras. Las piedras hablan mientras el tibio sol de otoño se abre camino por las empinadas callejuelas del centro. Al cruzar la Via Pampillonia recuerdo, como en un chispazo, que, según Sciascia, con ese nombre se refieren en la comarca a una fiesta alegre y multitudinaria, curioso guiño idiomático hasta para el navarro menos amante de los sanfermines. Pero no hay jarana, nada de música ni procesiones. La mañana está a punto de convertirse en tiempo estancado. La gente se ocupa de sus quehaceres, quienes los tienen. Los coches, pequeños y añosos, zigzaguean en el Corso Umberto I, la principal arteria urbana. En una hora escasa hemos vislumbrado lo inmanente de la vida siciliana. Esta desconchada, empobrecida y digna localidad no sólo está situada en el centro de la isla, también representa su quintaesencia. La cercana Enna, con su atractivo perfil, llama más la atención, pero no hay que desdeñar Caltanissetta, “la pequeña ciudad de piedra amarilla, suspendida en una raquítica llanura”, donde, según Brancati, los abogados hacían aspavientos delante de sus casas, mientras encima, “tendida en una cuerda entre dos balcones”, su camisa de muda gesticulaba también. 

 

El mismo techo de nubes que nos priva de la compañía del Etna mientras vamos a Taormina, convierte luego al Jónico en el mar de color de vino de la Odisea. A espaldas de la cala de Mazzaró, la ciudad se extiende, anárquica, por laderas y cresterías de considerable altura. En otro país los responsables de semejante caos urbanístico estarían enchironados, pero esto es Sicilia. Qué cárceles, ni cárceles. Si acaso, monumentos a quienes han hecho de Taormina un emporio turístico. Además, ¿para qué rasgarse las vestiduras? Nada puede contra la belleza incontestable del lugar. Las cortadas y los acantilados impresionan al empequeñecido viajero, que acaba olvidando la zafiedad circundante para disfrutar del paisaje, y extasiarse, literalmente, si llega a contemplar la cima nevada del Etna, con sus 3.322 metros.

 

En Mazzaró tomamos el teleférico al centro. Una vez allí nos dejamos arrastrar por la riada de visitantes hasta el Teatro Griego, excepcional por sus ruinas arquitectónicas y la privilegiada ubicación sobre el mar. Tras recorrerlo, ascendemos los 600 escalones que llevan al castillo sarraceno. Está cerrado, pero el esfuerzo vale la pena: las vistas son aún mejores que desde el Teatro Griego. De nuevo en el cogollo urbano, pagamos un pastón por un insípido tentempié, visitamos palacios e iglesias, pateamos las empinadas callejas, y tras dejar caer la tarde oteando el mar frente a l´Isola Bella, cenamos en una trattoria decorada con centenares de fotografías de estrellas de cine tomadas en el local. Será el poder evocador de las imágenes de La Botte, o quizás el susurro cool del saxofonista que anima la cena en un hotel de lujo, o sólo el sereno embrujo de la noche, casi veraniega, pero de vuelta al teleférico creo ver grupos de gente (traje oscuro, camisa blanca y corbata de nudo pequeño ellos y ceñidos vestidos satinados de colores pastel ellas) hablando animadamente, acaso discutiendo, como si acabaran de asistir al estreno de Il Bell´Antonio o Don Giovanni in Sicilia en una de las primeras ediciones del Festival de Cine. Puede que haya bebido demasiado nero d´avola durante la cena. O que sean espectros de los actores y las actrices de la época, la mejor del cine italiano. O, simplemente, macizos figurantes pagados por el consistorio. En el eterno escenario de Taormina caben todo tipo de representaciones…

 

Las luces de la costa calabresa, que vemos a tiro de piedra desde el Jonic Hotel Mazzaró, animan a suponer que el sábado estará despejado. Y como ocurre así, nos ponemos en marcha al punto de la mañana. Visitar en una jornada el Etna y Catania no resulta recomendable, pero tenemos una cuenta que saldar. En la primavera de 2009, durante nuestro primer viaje a la isla, no pudimos subir al volcán por el mal tiempo. Esta vez vinimos para conocer Catania y rastrear las huellas de los personajes de Brancati, pero hemos sido incapaces de renunciar a las paradas en Caltanissetta, Taormina…y ahora el Etna. Nada grave, por otra parte. Sicilia es una permanente encrucijada. Vayas hacia donde vayas, siempre estás obligado a renunciar caminos y destinos igual de apetecibles.

 

En nuestro primer contacto con el Etna, la “montaña de fuego” de los árabes, dimos la vuelta en el refugio Sapienza, a 1910 metros, y, camino de la cordillera de los Nebrodi, rodeamos la ladera norte por la misma ruta que ahora recorremos en sentido contrario. Entonces, recién comenzada la primavera, los colores eran menos intensos y el paisaje más uniforme que este otoño. La naturaleza, feraz en las cotas bajas, cambia deprisa una vez pasado Zafferana Etnea. En ese pueblo, que dista 30 kilómetros de Catania, Paolo, il caldo, convierte “los jadeos del ascenso en bicicleta en los del placer satisfecho” follando con Giovanna, la criadita desterrada allí por su abuelo, el barón Castorini,  aquejado de un ataque de cuernos del que es culpable su propio nieto, de sólo catorce años. Pero vale ya de Brancati. Los literatos de ciudad no son los guías más idóneos para explorar el majestuoso Etna, siempre magnético y antaño letal. En todo caso, podríamos pegar la hebra con los excursionistas que recogen castañas de la tupida hojarasca cárdena, pero tampoco resulta necesario. Aquí sobran las palabras. Basta con observar los bosques de castaños con ramaje verde y amarillo y, un poco más arriba, la retama que sigue floreciendo entre rojos bosquecillos de robles y abombadas coladas de lava, ya cerca de Sapienza. Una vez en el refugio nos escuecen tanto los casi 30 euros que cuesta cada ticket del teleférico que pasamos de gastar otros 12 o 15 para acceder en minibús hasta las proximidades de la cima, no del cráter, o los cráteres, puesto que en realidad hay cuatro, de acceso prohibido.  

 

Tampoco vamos a alcanzar este año la cumbre del Etna. En fin…qué más da. No pensábamos arrojarnos a las fauces del volcán, como hizo Empedocles, según la leyenda, y casi vamos a llegar hasta arriba. En diez minutos de suave balanceo de la cabina del teleférico ganamos mucha altitud. Estamos a 2.915 metros. Luce el sol, la temperatura es buena, apenas corre aire. Durante media hora caminamos hacia los picos, ya cercanos. No hay rastro de actividad volcánica: nada de fumarolas, ni gases, ni explosiones. Sorprendentemente, tampoco vemos nieve, aunque quizás la haya en la cumbre sur. Seguiríamos hasta el final si no fuera casi mediodía. Tenemos que volver sobre nuestros pasos.  La grava y la ceniza negras, las rocas de basalto, las coladas de lava y los conos volcánicos nos hacen imaginar por un momento que estamos recorriendo la cara oscura de la luna. El espejismo desaparece cuando descubrimos, alborozados, varias cochinillas entre ese magma tinto. Deben proceder de los cactus de las laderas del Etna, así que han recorrido un largo, y empinado, camino. Su rojo moteado confirma el colorido lema de la camiseta, también negra, de Menci: “¡la vida es chula!”.               

Bajamos a Catania por Nicolosi con prisas porque el bed and breakfast donde hemos contratado habitación sólo la reserva hasta la una. Como sucede en estos casos, nos extraviamos en Gravina di Catania y tardamos tres horas en recorrer un trayecto que requiere la mitad de tiempo. El tráfico es infernal. El vasto extrarradio de casitas bajas y calles está tomado por toda clase de vehículos. Gracias a los atascos no perdemos detalle del motocarro que marcha delante. La lona que cubre su caja acaba en un triángulo rojo en el que hay un pez espada pintado con aire amenazador junto al anuncio “PESCE FRESCO LOCALE” en mayúsculas amarillas. Despachada toda la mercancía, el vehículo sólo transporta una balanza de platillos dorados con sus pesas y, colgando de las barras del remolque, tres grandes bolsas de plástico con pescado, seguramente para familiares y amigos. El conductor recibe y da amistosos bocinazos. Debe tratarse de un tipo simpático, como buen vendedor ambulante. Y también de un filósofo de barrio, o como mínimo de un viejo admirador de Scarlett O'hara, porque, en letra bastardilla blanca y a todo el ancho del remolque, justo encima de la matrícula, figura una máxima incontestable: e domani è un altro giorno

Cuando, finalmente, llegamos al B/B Casa Barbero Charme no hay nadie. Para no perder más tiempo nos registramos en el primer hotel que encontramos pese al precio y su nombre: Royal. La habitación, bautizada como La Straniera, en homenaje a la ópera de Vicenzo Bellini, ilustre catanés, parece decorada por un fan barrenado de Klaus Nomi: cama con dosel del que cuelgan grimosas muselinas, falsos brocados, cortinas adamascadas, cantoneras de estilo rococó…¡Mamma mía! Por suerte, nada más salir a la calle nos topamos con Via Crociferi, uno de los rincones mágicos de Catania. Y bajando por ella entre iglesias y palacios barrocos accedemos cerca de la plaza del Duomo, donde está la fuente con la famosa estatua del elefantino nero o u liotru, como le llaman en siciliano. Allí, tras visitar la catedral de Santa Ágata, subimos al tren chuchú que recorre la Catania histórica: el palacio Biscari, el viaducto ferroviario del puerto, la plaza Stesicoro con el yacimiento arqueológico del Teatro Griego, la Colegiata,  el teatro Máximo Bellini, la plaza de las Cuatro Esquinas, la inacabada iglesia de San Nicoló, el Teatro Romano… Luego paseamos por Via Etnea, arteria principal de la ciudad, y callejeamos hasta volver al Teatro Romano, pero esta vez para visitarlo despacio mientras el último sol del día tamiza el color negro de su espléndido anfiteatro y mitiga el aire decadente de los edificios que lo mantienen escondido a ojos de los paseantes. De vuelta al Duomo atravesamos el mercado de la Pescheria en el momento de cierre de los puestos. Es hora de buscar un sitio para cenar y, mientras damos buena cuenta de unos spaghetti alla norma, hacer balance de la estancia exprés en la ciudad de Brancati.

 

En la contracubierta de Tríptico siciliano, reciente edición española de sus novelas, se asegura que su mundo es el de “los cuartos en penumbra poblados de madres y tías solteras al servicio del hombre de la casa”. Sí, se trata de un escritor de adentros, pero, sobre todo, de los de la psique humana. Su obra refleja el atavismo que castra o arrastra a un hedonismo extremo, la esclavitud de las apariencias en la vida provinciana, la inane idealización de la belleza, las viejas dicotomías (hombre-mujer, norte-sur, aristocracia-meritocracia…) y otras de su época (Italia-Sicilia, fascismo-antifascismo, sensualidad-inteligencia…) Sus criaturas padecen y gozan interiormente. Y cuando se mueven de un lado a otro, Brancati no detalla: se refiere a un edificio del centro, un solitario paseo, los viejos cafés, un delicioso palacio de Vaccarini…Sólo excepcionalmente concreta: la iglesia de Nuestra Señora en la calle Sant´Euplio, el café Caviezel… Pero aún así convierte a Catania en un subyugante territorio de ficción. Una urbe asfixiante, de alma aldeana, anulada sexualmente y pervertida políticamente. “La vida de la ciudad –escribe Brancati–  está llena de acontecimientos, amistades, peleas, amores e insultos solo en las miradas que se lanzan hombres y mujeres; en lo demás, es pobre y aburrida”. Los caserones de piedra volcánica, las decenas de templos barrocos y las destartaladas calles del centro de la Catania actual son los mismos que aparecen, en segundo plano, en sus novelas. Ciertamente, Cibali, la aldea donde Don Giovanni intenta emprender una nueva vida, lleva años convertida en el  barrio en el que juegan los futbolistas rossazurri del Catania. Pero no resulta difícil seguir los desesperados pasos del bello e impotente Antonio por la Via Etnea, la plaza Stesicoro, los Jardines Bellini, la iglesia de Santa Ana…Y también cabe percibir intensamente, como le ocurre a un amigo del joven Paolo Castorini, “los aromas de los árboles cercanos, magnolios, pinos silvestres, adelfas, abedules, pimenteros” y a la par otros, más lejanos, “de mar estancado, de pescado seco, de alquitrán y azahar”.         

 

 

Camino del hotel no disfrutamos de semejantes fragancias, sólo las propias del otoño mediterráneo. Además, una prueba de pentatlón moderno con meta en Via Etnea desprende otros perfumes, dudosamente deportivos. El campeonato, novedad de 2011, tiene un título pomposo, excesivo incluso para la jerga habitual en la alta competición: “Champions of Champions”. Suenan una atronadora música dance, los anuncios publicitarios, el sermón entusiasta del speaker… La algarabía no se desvanece ni siquiera al llegar al hotel, en cuyo hall se saludan decenas de elegantes invitados a una fiesta. La noche sólo ha empezado… y acaba siendo toledana, aunque no por las pesadillas que amenazaba el atrezzo de La Straniera. Quienes participan en la juerga del hotel son campeones de campeones, pero del ruido. Y no sólo nos impiden dormir, algo inconcebible en un establecimiento con las pretensiones del Royal, sino también que, a la mañana siguiente, podamos acceder a la terraza porque están rotas las puertas transparentes. Afortunadamente, el bar-restaurante cuenta con unas grandes cristaleras, así que lanzamos desde allí una última mirada a la “corta pero infinitamente bella Via Crociferi”, según otra de las escasas descripciones de Brancati. Hecho esto, recogemos el equipaje y, como es natural, protestamos al recepcionista. Se trata de un joven negro, alto y serio que se excusa por las molestias y, en compensación,  descuenta 9 de los 129 euros que debíamos pagar por el alojamiento. No es una gran rebaja, pero menos da una piedra… Y, sobre todo, no hemos tenido que pelear por ella. Una vez en Barcelona, el empeño en conseguir la devolución de los más de 200 euros cobrados por Hertz y Casa Barbero me exigirá un considerable gasto de energías y algunos momentáneos ataques de ira.

 

El plan del domingo no promete gran cosa. Sólo resta volver a Trapani con el margen de maniobra suficiente para solventar imprevistos que pudieran hacernos perder el vuelo. Pero en Marausa, ya cerca del aeropuerto, reparamos en que esa noche ha comenzado el horario de invierno y que hay tiempo para dar un garbeo por Marsala, distante sólo una veintena de kilómetros. Una vez allí recorremos en coche el paseo marítimo, bebemos una cerveza frente al Gran Estanque y nos fotografiamos en el monolito que conmemora el desembarco de Garibaldi y sus mil camisas rojas en 1860. Estupendo fin de viaje. Y una invitación en firme para regresar a Sicilia. La vieja Marsala merece una visita en toda regla. Y, por supuesto, la isla de Mozia, que está ahí mismo y sólo podemos otearla. El auriga nos espera.

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