VIAJES /// Tumbos
Maestrazgo a la luz de invierno
Cuando dejamos Cervera camino de L´Avellà nos despide un sol glorioso y benefactor, el mismo que lleva tiempo incitándonos a salir de casa. Los días despejados de enero son estupendos para deambular en coche por los alrededores. La luz invernal le sienta bien al agreste Maestrazgo. Campos de almendros y olivos, casetas de piedra seca, barrancos, bancales, molas, peñascos, pinadas, coscojales…todo cobra una asombrosa nitidez hasta que la caída de la tarde empasta el territorio con una paleta de tibios verdes y opacos marrones. Y luego, hacia las seis, otra vez oscuridad y frío, el momento de regresar.
Conduzo el moderno Toyota Rav 4 de Antonia, más cómodo y con mejor perspectiva que nuestro baqueteado Saab 900 de dos puertas. Tres jubiladas y un parado de excursión. Compramos el periódico en la animada plaza de Sant Mateu, vamos hasta Tirig, y desde allí hacia Albocasser, dejando a la izquierda los abrigos con pinturas rupestres de la Valltorta. Con Albocasser a la vista, o más bien la torre de su moderna cárcel, giramos a la derecha, y por un valle bastante abierto, alcanzamos Catí. Sólo quedan cinco kilómetros hasta la cima de L´Avellà. Los pinos que pespuntean la recta inicial, la suave subida dejando a la espalda una amplia franja del Baix Maestrat y el angosto túnel de roca viva retrotraen a una época con más tartanas que coches. Ninguna sorpresa, pues, ante el caserío decimonónico de la otra ladera: un balneario-hotel, una ermita con pujos de santuario cuya fachada casi tapan dos formidables chopos pese a su desnudo invernal, la fuente que está en el origen del enclave, una fonda-restaurante, una planta embotelladora de agua mineral y tres o cuatro viviendas de dos plantas. Todo encajonado frente a una cadena de montañas calizas. Nada espectacular, pero curioso, agradable, incluso humilde, si todavía puede utilizarse un adjetivo tan desgastado semánticamente.
Lo primero que vemos son dos carteles en la Casa de Banys pidiendo que no se aten los caballos a las rejas. Otro guiño al pasado, como si aún estuviéramos en los tiempos del barón de Casablanca, el primer propietario del inmueble, construido en 1845, poco después de que desaparecieran las partidas activas en el Maestrazgo tras finalizar la Primera Guerra Carlista. No se detecta la más mínima actividad, ni vemos a nadie hasta que nos cruzamos con dos matrimonios de jubilados que, hablando alemán, vuelven de la fuente con garrafas de plástico. Nosotros, siempre tan previsores, no hemos traído ninguna… Pero eso no es lo peor. La ermita está cerrada. Graziella se queda con las ganas de verla. Fue en ella en quien pensamos Menci y yo nada más acceder a su interior seis meses atrás. ¡Qué sorpresa! Una inimaginable sobredosis de color en paredes y techos: panes de oro, vírgenes, angelillos y angelotes, santos padres de la iglesia… hasta vidrieras con un burdo toque cubista. El barroco valenciano en su máxima expresión, o degeneración. Una fallera y jibarizada Capilla Sixtina al alcance de los clientes doblemente devotos de antaño: misas, rosarios y baños de aguas termales. Una pena que nuestra amiga, tan amante del arte religioso desaforado, no pueda visitarla.
Mientras volvemos hacia Catí dudamos entre dirigirnos a Benassal y luego a Cullà, para saludar a su milenaria carrasca, o seguir hasta Ares y comer en Forcall. No acabamos de decidirnos y, llegado el momento, descartamos el desvío a Benassal. Un balneario al día resulta suficiente. Además, el tiempo luce espléndido, sería delito dejar pasar la ocasión de disfrutar en condiciones tan favorables las imponentes vistas de Ares y su mola. Pero conforme subimos baja la temperatura y al salir del coche nos recibe un viento inhóspito. No nos arredramos. Pasamos frente a la iglesia y la cárcel medieval, ocupada ahora por una oficina de turismo, y al iniciar el rodeo de lo que queda del viejo castillo apreciamos grandes cambios desde nuestra última visita, tres o cuatro años antes. El paseo está empedrado y cuenta con barandillas, bancos y jardineras, han montado un museo en la cueva y hay balcones con plataforma de madera sobre el vacío. Una intervención útil y airosa, incluso atractiva si, como es nuestro caso, se aprecia valor estético en el acero corten. Y, por una vez, respetuosa con el extraordinario entorno de rocas, barrancos, bancales, sabinas, olivos y pinares de reforestación.
Circundamos el promontorio a la carrera, tarzaneando contra el frío y voceando al vendaval. Se ha hecho tarde. Desistimos de ir a comer a la plaza porticada de Forcall. En la de Ares, mucho más modesta, el hotel-restaurante con el nombre del pueblo oferta un menú de 9 euros. Ensalada mixta para los cuatro, tres platos de lentejas y uno de spaghettis, dos carrilladas y dos conejos en salsa, y para finalizar, dos pasteles de turrón y chocolate, una cuajada y un postre de músico. El vino, manchego y bebible, tiene el nombre de Batuta, como el gran viajero musulmán del siglo XIV. Todo bueno, bonito y barato. Una grata experiencia que no contraviene el facilón, e inoportuno, lema turístico de la localidad, se supone que lanzado coincidiendo con la feliz intervención en el paseo: Ares del Maestrat, Estat del Benestar. Unos parroquianos a los que pregunto por el pareado ponen cara de que la cosa no va con ellos, y dejan caer que el eslogan no ha llegado a cobrar vuelo.
Ya en el coche, avanzando hacia Morella, comentamos la ocurrencia, pero sin hacer sangre. La ramplonería de la promoción turística de Castellón es proverbial, y del todo lógica a tenor de la clase política que lleva decenios mandando en la Diputación, con el inefable Carlos Fabra como modelo de gestión y referente ético. Ya lo decía Tomás de Quincey, uno comienza erigiéndose un aeropuerto y acaba creando o validando joyas publicitarias como “Las costa del Azahar. La costa que te gusta” o “Castellón, deja que te tiente”. Decididamente, a los creativos del PP les gusta el sonido de la “t”, definida fonéticamente como consonante dental, oclusiva y sorda. Ellos, o Fabra, sabrán por qué, si por dental, por oclusiva o por sorda…De todos modos, vale ya de comentarios maliciosos. Hemos pasado los desvíos a Forcall y Cincotorres y, perdiendo luz, avanzamos hacia el este, para tomar la N-232 en dirección a Vinaròs, entre campos de cereal que ya verdean y terrenos vallados en los que pastan vacas de diferentes razas y colores. Y después de una curva surge a la izquierda la escarpadura urbana de Morella, entre blanca, marrón, gris y azul, entre pueblo y ciudad, entre turística y encerrada en sí misma. Nos gusta, nos tienta y sin duda estaríamos bien en ella, pero la dejamos de lado, y no por dar en los morros a la publicidad institucional castellonense. Sabemos que se queda ahí, accesible y recoleta, salvo cuando, cada seis años, enloquece a mediados de agosto. Cualquier día de primavera volvemos a subir al castillo…Ahora nos toca descender el puerto de Querol, pasar por el santuario de Vallivana, llegar a Xert, tomar el desvío a Sant Mateu y, desde allí, llegar a casa para encender la estufa de leña.
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