VIAJES /// Tumbos

Maite Clavo, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Barcelona, y autora de la divertida crónica Noche estrellada en el altaris, vuelve a colaborar en esta sección con un texto en el que funde sensaciones y experiencias de sus estancias en Ouassá, pequeña localidad cercana al lago Ahemé, y otros lugares de Benín, el Dahomey colonial, uno de los países más estables de África.


Taxi-motos en las calles de Cotonou

Memorias de Benín

Mensaje de Elisa: que abre su casa de Benín a grupos de viajeros.¡La casa de Ouassá! Golpe de imágenes al conjuro del nombre. Soy asidua del lugar, he hecho amigos y enemigos. Me sorprende, me enfada, me hace reír. Y pienso volver. Sin ninguna duda.

 

¿Cómo se llega allí? Avión a Cotonou, un exiguo aeropuerto, y ya está: el descampado a la luz de la luna. Aroma tibio de tierra, grupos de personas esperando a los viajeros, la voz alegre de Elisa y sus brazos visiblemente blancos saludando. De la oscuridad emergen otras caras sonrientes: Petit, el chófer, y Remi, el guía, que estudia español en Cotonou. Entre charlas y efusiones vamos a parar al hotel Crillon. Petit no quiere viajar de noche. Teme a los bandidos y, aunque no lo admita, también a los fantasmas.

 

El guarda del Crillon duerme atravesado en la puerta. Nos abre entre bostezos y en un momento estamos en las camas, los ventiladores zumbando sobre las cabezas. Es un lugar modesto, que aloja sobre todo a comerciantes libaneses de los puestos de telas y zapatos de la calle adyacente. No tiene cafetería: por la mañana cruzamos la calle de tierra hasta el puesto de Musa, un rasta gambiano que administra nescafé con leche condensada, pan con mayonesa y tortillas. Unas tablas bajo un árbol que comparte con unos mecánicos de motos, y en los bancos la más variada parroquia. Impera la cordialidad en el café de Musa. Tema estrella: el Barça.

 

Competimos por decir nombres de jugadores, y siempre me ganan. Los benineses sienten pasión por el fútbol y la política. Siguen las vicisitudes del Barcelona, su equipo preferido, y discuten las medidas anticorrupción de Boni Yayi, el presidente. Misión imposible, opinan los más escépticos; pero encomiable, añaden los fieles. El país está orgulloso de su democracia y de sus últimos cien años sin guerras.

 

Antigua colonia francesa, durante el largo mandato de Kerekou contó con un estricto gobierno socialista que supo realizar infraestructuras, incentivar la industria (hoy privatizada por multinacionales) e invertir en sanidad y enseñanza, que es obligatoria y gratuita, y desde hace poco tiempo aplica la discriminación positiva de las niñas para evitar que queden al cuidado de la casa. La realidad, sin embargo, es menos rosa. Un paseo por el barrio de los sastres nos mostró a criaturas cosiendo a las once de la noche con ojos de total agotamiento. En las obras, junto a los padres, hay chiquillos que acarrean arena o limpian piedras en pleno horario escolar. En los descampados donde los nigerianos y libaneses vienen a comprar coches, niñas con los hermanos a la espalda venden agua y devoran los restos de los platos de los comerciantes. Frente al equilibrio del campo en las ciudades las diferencias sociales son sangrantes. 

 

Mercado de Cotonou.

Compramos productos frescos en el laberíntico mercado de Cotonou y salimos hacia Ouassá. La carretera sigue la costa hasta Ouidá y allí giramos al norte, hasta el lago Ahemé. Jacques e Yvet salen a recibirnos entre risas y abrazos. En la mesa tenemos preparado el souraví de bienvenida. Tomo mi primer vaso con delicia: nada mejor para el calor y la charla. Me han guardado la habitación del centro, un gesto de atención que aprecio. La ducha me espera, una ducha de lujo con chorro y alcachofa, con esa agua, ni fría ni caliente, que llega uniforme desde la fuente de aguas termales del pueblo. No hay temor en ese aspecto: de Ouassá sale embotellada para todo el país la famosa agua de Possotomé, que brota de la tierra a 60 grados. Observo los cambios en la habitación, está pintada, tiene perchas y estantes, y hay una gran mosquitera sobre la cama cubierta con sábanas del terso algodón de Lokossá, además de cortinas del azul regional en las ventanas. También es nuevo el bajo techo de cañas, para aislar del calor.

 

Me quedo un rato en la penumbra, disfrutando de la vista del jardín. ¡Cuánto han crecido los árboles! Por las paredes trepan enredaderas con flores y a la sombra del gran mango del fondo han dispuesto unas hamacas y una mesita, el rincón de las conversaciones privadas, pues las colectivas se suceden solemnemente bajo la pallotte, en torno a la gran mesa. Reunirse para hablar es un acto señalado en todos los países que conozco, y una actividad cardinal en las sociedades tradicionales. Nuestro pequeño pueblo cuenta con una explanada con árbol para ese menester. Otros, más potentes, han construido “casas de hablar”.


 

Telas con mensaje

En la mesa espera ya una comida ingeniosamente dispuesta por Jacques, gran cocinero. Mientras la disfrutamos me pongo al día en últimas noticias: una hermana de Yvet ha muerto de parto, el fantasma ha salido las últimas noches tras un adúltero, madame Tossavi ha tenido gemelos. Por la tarde, vida social: el objetivo es presentarse al jefe Tossou, de Ouassa Topka, nuestro primer anfitrión. Salen a recibirnos sus tres esposas y una multitud alborotada de nietos. Padres y madres están trabajando, algunos en Nigeria. Las abuelas se hacen cargo del colectivo, ruidoso pero obediente. El chef de village aparece al fin, esplendorosamente cubierto con un bubu azul estampado con grandes zapatos de tacón rosa. Sin duda es la última moda. En Benin las telas tradicionales tienen dibujos con un sofisticado lenguaje de símbolos que transmiten mensajes como “estoy de mal humor”, “busco novia”, “hoy trabajo”, “la semilla crece”… Las  telas de moda exhiben dólares, aspiradoras, vírgenes… La iconografía es liberal. La composición de colores, también.

 

Tras los saludos ceremoniosos, ronda de souraví y dispersión espontánea. Estas normas aleatorias de urbanidad corren a nuestro favor. Hay tiempo de pasear hasta chez Theo y sentarse en el entarimado que se extiende sobre el lago. La noche se acerca veloz desde el agua, se levanta una brisa que agita los árboles de la ribera. Bordeando la tarima hay una serie de grandes tinajas agujereadas. Son las jarras del rey Ghezo, un símbolo nacional. Con ocasión de una disputa civil, Ghezo se presentó a los contendientes con esta jarra; el agua escapaba, lógicamente, y él, llamando a los de cada bando les pidió que pusieran, cada uno, un dedo en un agujero. Al poco, la jarra entera estaba cerrada y el agua quedaba dentro. Sólo unidos conservarían, entre todos, la vida y la riqueza.


Los estampados de la ropa suelen tener mensaje.

 

Funerales festivos de uniforme

Las cosas más nimias tienen en este pueblo dimensión simbólica. El lagarto es pequeño, pero llega a lo más alto del árbol. Una araña en el dormitorio hace de espía. Un pote semienterrado, aparentemente roto, representa una vía de comunicación con los muertos. Entre las casas se mezclan pequeños edificios con dibujos de dioses o sacerdotes: se trata de los templos del pueblo, y hay también pequeños santuarios y altares en el interior de los patios privados. El Legba de fuera de la casa y el de dentro son distintos. Y también, los eguns, las figuras diminutas de los ancestros que a veces llevan consigo, y el gran Egungun, que representa a todos los muertos. Los funerales, auténticas fiestas, duran varios días. Los allegados visten un modelo uniforme, y todo el pueblo participa con sus mejores galas entre el sonido incansable de los tambores. Familias enteras emprenden largos viajes por un funeral, cargadas con frutos, cabras, cazuelas y los más variopintos presentes.

 

El espíritu del muerto puede pasar a niños recién nacidos. Por puro azar asistí a  la presentación de un bebé en una casa próxima. Tres eguns danzaban por el patio entre los presentes. La madre se tumbó con los pechos desnudos contra la tierra. Los hermanos fueron llevando sucesivamente al niño girando dentro del corro de familiares y músicos. El padre lo depositó al fin en un círculo dibujado en tierra por el feticher. El niño, que quedó sentado, cayó suavemente de lado. Gritos de alegría y redobles de tambores acompañaron el acontecimiento: los ancestros lo aceptaban.

 

 

Baile, oráculo y fútbol

Por la tarde encontramos la pallotte abarrotada. Los amigos han venido a saludarnos. Están los percusionistas, los sastres, Pauline con un modelo nuevo, madame Delfine, la peluquera y su hermana farmacéutica con la hija que estudia en Cotonou; no faltan aguerridos exponentes del equipo de fútbol, y nuestros vecinos, los Tossaví. Yvet ejerce de DJ.  Entre los saludos de rigor la fiesta crece sola. Un modisto inicia el baile. Al poco, el baile se desmadra y corre la cerveza.

 

Los días siguientes paseamos por los alrededores, en moto, a la espera de que lleguen los amigos que faltan para emprender las excursiones largas. Los zim, taxis-moto, son el transporte más común, con dos, tres, cuatro personas, un ternero, bidones de gasolina… Maurice viene a buscarme en su Alcira, el colorido bubú ondeando en torno a su cuerpo delgado. Es de Sehomi y quiere enseñarme su casa familiar, que está en una plaza irregular, dominada por un árbol centenario, frente al templo de Heviossó, el dios del rayo. La casa, como casi toda la zona antigua del pueblo, está semiderruida. Callejones descarnados por el agua son transitados por hombres y cabras entre restos de plásticos y ramas. El lugar es hermoso, entre una colina boscosa y las playas del lago. Por todas partes, pequeños templos, conventos, signos vuduístas.


Yvet es árbitro de fútbol.  Aquel mismo año se disputaba la final regional y nos invitó. Los eventos públicos se financian con pequeños donativos de los vecinos. Los de can Elisa contribuimos comprando zapatillas para el equipo de Ouassá, que se enfrentaba al de Sehomi, lo que nos dio derecho a ocupar sillas en primera fila, junto a los mayores, a quienes se respeta sin discusión. Las autoridades tenían una tribuna a la sombra. Los demás se dispersaban en torno al amplísimo terreno de juego, en pleno descampado. Había futbolistas calzados y descalzos, y jueces de línea con grandes varas. El partido se interrumpió para atender a un muchacho que se desmayó por el esfuerzo.

 

El respeto y la dignidad imperaban en medio de la pasión futbolera. Una vez más me sorprendió lo eficaz de la política educativa del país. En aparente concordia, chefs de village y delegados del Gobierno pronunciaron sentidos discursos y entregaron los trofeos.


 

Excursiones por el lago y al norte

Después de mostrarme su ruinosa casa, Maurice me lleva hasta el mercado de trueque. Antaño había sido importante para el intercambio entre pescadores y agricultores, pero hoy la decadencia del lago Ahemé amenaza su continuidad. Las cestas que exhiben pacientemente las mujeres apenas contienen dos pescaditos o un puñado de gambas. El lago mezcla las aguas de los ríos con la que entra del mar, confluencia que produce una fauna singular, pero hace unos años estrecharon la boca natural de entrada, en Cotonou, para construir una autopista entre las dos orillas. Grandes diques frenan el ir y venir de las aguas, y ahora los pescadores languidecen al mismo tiempo que los pescados. Con buen criterio -pero no sé si con idénticas honestas intenciones- una empresa belga ha construido un secadero de peces. Aquí no hay refrigeración, la conserva se hace al sol. Todo tipo de criaturas desecadas se encuentran en los mercados locales, productos que los extranjeros miramos con sospecha, seguramente fruto de la ignorancia. Debo decirlo: mis análisis de sangre nunca están mejor que cuando regreso de Africa.

 

Volvemos hacia Ouassá con una parada estratégica en el Ecobenin, una casa rural que regentan tres muchachos convencidos de las virtudes de la ecología y la botánica. Nos sentamos a charlar a la sombra. Han planeado una excursión en barco  hacia la desembocadura de los ríos que alimentan el lago. Aseguran que encontraremos sorpresas -yo imagino bosques de centenarios baobabs, hipopótamos dormidos, pitones perezosas-  y hacemos planes para una futura expedición. Cuando en otra ocasión viajé al norte, el parque natural estaba intransitable por las inundaciones y tuvimos que quedarnos en el pueblo cercano. No vimos animales, pero no me arrepiento de las largas horas de viaje en una atrotinada furgoneta colectiva, bajo la lluvia de sus goteras. Un viejo curandero musulmán nos tomó bajo su protección, y mientras él era reverentemente recibido por sus fieles, encomendó nuestro cuidado a los muchachos de la estación. Se trataba de un colectivo de niños sin recursos a quienes el pueblo había cedido la gestión de la “fonda”: barracones con camastros y cubos de agua, en medio de un barrizal. El santón vino a desearnos buenas noches y nos dejó un transistor. No había puertas. Pasamos el mayor tiempo posible en los puestos próximos de mazorcas calientes y souraví, y llegado el momento de dormir nos vestimos de pies a cabeza y tendimos la ropa restante sobre los dudosos colchones. A la mañana siguiente, las sonrisas radiantes de los niños huéspedes esperándonos con cubos de agua limpia, sus gestos de adiós desde lo alto de un viejo camión, abochornaron nuestra aprensión y salimos  conmovidas hasta la médula.


Pescador del lago Ahemé.

 

Jacques e Yvet pasan por el Ecobenín de regreso del mercado nocturno, que los vendedores iluminan con cientos de lamparillas de aceite. Vuelvo con ellos, caminando lentamente por la cuesta de tierra roja hacia la casa. Por el camino silencioso nos alcanza un susurro indescriptible. Yvet se para un momento, escuchando. Es Oró, dice. Jacques también se ha parado, y ambos otean el horizonte. Está por la colina de Lobogó, concluye Jaques. Y ambos continúan tranquilamente la marcha.

 

En la casa, los amigos están discutiendo el plan de viajes: en Abomey han abierto la ciudad subterránea, una red de túneles ingeniados para engañar al enemigo, y el fascinante palacio del rey Glelé, construido con tierra y sangre de los vencidos;  en Ouidá, la Puerta del No Retorno, frente al océano, donde embarcaban a los esclavos hacia América; en Lokossa, una fábrica de algodón; una cestería en Lobogó…. Suena la canción de moda de Petit Miguelito: Entre tuoi et moi,  ¿qui a raison?

 

Es tarde cuando nos acostamos. Y duermo entre los suspiros de Oró y los ojos vigilantes de la araña.

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