VIAJES /// Tumbos
Diarios del camión (I)
Cuarenta días por México en 1982
>> México DF, 27 de octubre, miércoles
La primera impresión que me produjo esta ciudad fue la de un inmenso espacio repleto de luciérnagas. Desde el avión, un Jumbo entonces casi vacío, sólo se veía un océano de puntos de luz tenues. El
vuelo de KLM resultó demasiado largo y hasta penoso por culpa del dolorcillo de cabeza clásico. El espíritu comercial de los holandeses me maravilló al constatar lo seriamente que se tomaban su papel
de vendedores ambulantes las azafatas. Al yanki que ocupaba el asiento de al lado le vendieron un reloj después de desplegar una amplia gama de argumentos. Yo, para no dimitir de mi papel de manazas,
rompí los auriculares, por los que debí pagar tres dólares. El incidente no merecería mención alguna si no fuera por que se trataba de un chisme de goma. En fin, uno es como es. No hay vuelta de
hoja.
No sé si acabaré por tomarme en serio esta especie de diario. Llevo 40 horas de viaje y ya han sido suficientes para comprobar que cuando tengo algo que escribir no resulta el momento adecuado para
coger el bolígrafo y cuando me decido a cumplir el ritual es tarde, las excelentes ideas de antes han desaparecido.
De camino hacia el hotel desde el aeropuerto, después de intentar conectar telefónicamente con A. sin conseguirlo, el paisaje urbano me recordó anoche Reykiavik y Moscú, lo que no deja de ser extraño, por no decir chusco. Las casitas bajas, la amplitud de las calles y esa perceptible pátina norteamericana que cubre edificios, neones y vallas publicitarias me remitieron a Reykiavik, aunque dudo que haya una sola valla o más de tres o cuatro neones en toda Islandia. Moscú se me apareció en los tonos grises de la vestimenta pasada de moda de los transeúntes, en el escaso número de estos a una hora tan poco intempestiva como las once de la noche y en la Plaza del Zócalo que, según me he enterado hoy, es la segunda más grande del mundo, tras la Plaza Roja.
He dormido en el hotel Fleming apenas tres o cuatro horas. El jet-lag, la altitud o simplemente la excitación han hecho que no pegara ojo. Para las nueve estaba en la calle iniciando la imprevista odisea de hacer efectivos unos pocos dólares de los cheques de viaje. En dos bancos se han empeñado en que las firmas eran distintas y se han negado a darles curso. En el tercero (consecuentemente con su nombre, Banco Confía) han hecho caso de mis razonamientos. Por supuesto, no hay una firma igual a otra, ni siquiera en el talonario, pero todas son flagrantemente mías. El caso es que necesitaba la pasta para desayunar y durante el tiempo que han durado las gestiones mi úlcera ha segregado abundante mala leche. Por fin he desayunado, he llamado por teléfono al marido de B. y he quedado esta noche con él. Según me ha dicho, puedo alojarme en su casa por unos días. Pero serán pocos, porque tengo intención de abandonar rápidamente esta ciudad.
La mañana la he dedicado a callejear por el centro y a una rápida visita al Museo de Bellas Artes, donde he apreciado el trabajo de los muralistas, Rivera sobre todo. No impactan tanto como cuando
uno conservaba impulsos revolucionarios, pero son frescos históricos de enorme fuerza con un simbolismo tan primario como efectivo. En cualquier caso, lo que más me gusta de ciertos museos es el
rigodón de miradas, aproximaciones y guiños pseudointelectuales que se marcan los visitantes solitarios. Por un momento he estado a punto de abordar a una chavala con pinta de centroamericana
mientras era consciente de ser el objetivo de un pintor de aire afeminado.
Acabo de comer un arroz que picaba bastante, a pesar de lo que me ha asegurado la camarera, una milanesa y un cocktail de frutas. No sé que hacer durante la tarde. Supongo que volveré a dar
vueltas como una peonza de ojos cansados y mente obtusa. Los dólares en efectivo los llevo en el calcetín, como un palurdo. El resto de mis cosas las he dejado en la recepción del hotel, donde las
recogeré cuando me reúna con el marido de B., quien se ha mostrado muy amigable por teléfono. De lo que estoy seguro es de que me encontraré con esa media docena de turistas con los que me he
ido cruzando a lo largo de toda la mañana.
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>> México DF, 29 de octubre, viernes
Estoy cómodamente sentado en un sillón de la sala de estar de la casa de A. mientras suena en el estéreo Black Market, de Weather Repport. Todos los que viven aquí han
desaparecido muy de mañana a sus ocupaciones: cursos universitarios, consultas médicas y la caja registradora de un restaurante libanés. A. disfruta de una beca para realizar una especie de doctorado
en política internacional y economía. Sé le nota interesado en aprovecharlo, en sacar todo el jugo posible al estudio de unas materias nuevas para él. Sigue tan tranquilo como siempre, lleva un año
aquí, ha trabajado en alguna publicación y no echa de menos aquello. Tan sólo se queja de la dificultad que entraña relacionarse con los mexicanos, de quienes nada puedo decir yo todavía.
Ayer J, el marido de B., me llevó de excursión a Taxco y Cuernavaca aprovechando su día libre en la zapatería en la que trabaja. En el coche no paramos de hablar sobre cada uno y sobre México. Este
país, del que tiene una opinión bastante negativa, le fascina en parte porque lo está viviendo desde la amoral realidad del mundo de los negocios, al que se ha incorporado más o menos a la fuerza,
después de trabajar allí como psicólogo y dejar colgada la carrera de Medicina. La corrupción parece ser aquí el verdadero motor económico. Todo el mundo se remite a ella para explicar cualquier
episodio cotidiano. De Lamadrid ha prometido impulsar una renovación moral de la sociedad mexicana, pero nadie da un centavo por ella. La lana es más reverenciada que la mismísima virgen de
Guadalupe.
Taxco me gustó. Callejeamos por el mercado, visitamos una iglesia con retablos barrocos dorados y comimos bien en un restaurante. El pueblo, asentado en una colina, es tan pintoresco que da la
impresión de que se ha instalado recientemente para reclamo de los turistas. A los trabajos en plata apenas les presté atención. Soy refractario a dedicar tiempo a estas zarandajas. Mi idea de viaje
consiste en ir de un lado a otro sin rumbo fijo y, a poder ser, rápida pero tranquilamente. De vuelta al DF paramos en Cuernavaca, y más tarde en una curva desde la que se divisa la ingente extensión
de la capital mexicana, cuyos límites no se abarcan desde aquel lugar, ni tampoco desde el último piso de la Torre Latinoamericana, al que subí la tarde del miércoles. La ciudad resulta tan
desmedida, tan ajena a cualquier referencia, que acaba por no asustar. Y más, cuando se repara en que la mayoría de las edificaciones son bajas.
Por la noche fuimos a un café-teatro de unos argentinos llamado El Fracaso. Fue una experiencia que mereció la pena, sobre todo por la actuación de una actriz mexicana. El espectáculo, espontáneo y panfletario, incluía numerosas pullas sobre la vida política de este país, muchas sin sentido para mi. Estuvimos con un grupo de periodistas de Uno más uno para celebrar, o algo así, el triunfo de los socialistas en España. Como era de esperar, han barrido. A ver por qué rumbos nos llevan ellos o…los otros, los espadones, que deben estar anonadados por la contundencia de este triunfo anunciado. En Euskadi la izquierda abertzale no sólo no ha subido, ni siquiera ha mantenido los resultados anteriores. Eso influirá negativamente de cara a las negociaciones con las que se especulaba al iniciar mis vacaciones. Lo paradójico del triunfo socialista es que Felipe me puede dejar sin trabajo. En fin. On vera …El asunto queda pendiente para la vuelta de aquí a cinco semanas, tiempo suficiente para airear mi escaso pero entusiasta cerebro.
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>> México DF, 30 de octubre, sábado
Tengo encima de la mesa una carta que he escrito a Menci y estoy escuchando unos discos que me he comprado esta mañana, cuando he ido a dar una vuelta por las cercanías de este barrio, tranquilo y dispar, con viviendas casi de lujo al lado de chamizos repletos de indígenas.
Ayer pasé todo el día durmiendo o amodorrado. Por fin se manifestaron los desajustes habituales al cruzar el charco. Si no fuera por las pulgas, diría que hasta me lo pasé bien. No tengo prisa para
confrontar sobre el terreno el aluvión de informaciones respecto a los mexicanos. Esto son vacaciones y lo demás, cuentos, De aquí a un rato iremos a conocer las instalaciones del Uno más
uno y después a El León, el establecimiento del que me hablo Menci, con su música de salsa y chicas, como La China, pendoneando con ternura.
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>> México DF, 2 de noviembre, martes
Me acabo de levantar justo cuando comienza el día. Son las 0,20 horas del martes y dentro de siete volaré a La Paz, en la Baja California del Sur –toma ya redundancia. Esta tarde había programado una salida de la ciudad para participar en una celebración de la fiesta de los muertitos, pero he debido desistir por los problemas digestivos de siempre. Los de la casa han partido hacia las siete y yo me he quedado en la cama con un fuerte dolor de cabeza, del que echo la culpa a un par de tacos-pastor, por supuesto sin chili, que he comido al mediodía.
Tampoco fui a Janitzio, por prevención. Parece que en esa ciudad la fiesta es tan multitudinaria como los Sanfermines y no había posibilidad de reservar habitación. A. no veía demasiados problemas, pero yo sí. Además, él acabó rajándose tras despertar con un amago de resaca el domingo a mediodía, hora inadecuada para cualquier otra cosa que no fuera dar una vuelta por la plaza de Coyoacán, cosa que hicimos con gusto.
El León me decepcionó de entrada. Está claro que la imaginación es siempre más poderosa, más espléndida, que la realidad. La China, de la que me habían dicho que fue amante de Pedro Infante o Jorge Infante, no lo recuerdo con exactitud, no estaba. Al parecer abandonó hace algún tiempo el local, repleto la noche del sábado de jóvenes parejas, grupos familiares y cuadrillas de cuates, a los que se les impedía, de buenas maneras, bailar una música que pierde mucho de su atractivo si la escuchas sentado. Cenamos allí, tomé un par de cervezas y acabé pasándolo bien, sobre todo observando a los espectadores, algunos de celebración de cumpleaños, como un grupo de amigotes del barrio de Tepico al que dedicó unas cuantas rumbas marchosas la Sonora no sé qué. El programa lo completaron un conjunto especializado en cumbias y los cubanos de Pello El Afrokan, las estrellas de la velada, que se hacían acompañar por cuatro bailarinas, zafiamente desvestidas, que se hacían llamar Las Mulatas de Fuego.
A la salida del espectáculo fuimos a casa de B. P., una periodista de baja estatura y minusválida del Uno más uno que, según cuentan, es una excelente y valiente reportera. La moza estaba algo cargada de ron y el traslado hasta su domicilio, a bordo del potente Falcón que conducía, terminó bien de milagro. Viajar en coche por el DF resulta azaroso a cualquier hora del día, pero se convierte en una pequeña odisea durante las noches de los sábados.
Del domingo y del día de ayer apenas tengo nada que contar. Un par de vueltas por el barrio y una salida al centro para comprar el billete de avión. Puede que me pase de tranquilo, pero parece claro que no debo forzar un cuerpo que me responde sólo si lo trato con exquisita deferencia. Además, lo he traído averiado. C., una de las mujeres de la casa, médica que está especializándose en dermatología, me dio ayer una preocupante noticia. El redondelito violeta que tenía desde hace un mes en el muslo derecho es tiña. La noticia me dejó frío. Las enormes picaduras de cara y tronco, quizás de chinches, me preocupan más, aunque parecen controladas tras cambiarme de cama y tomar una pastilla antihistamínica.
Vuelvo a la cama. Debo llegar al aeropuerto a las siete menos cuarto, y media hora antes vendrá a buscarme un taxi.
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>> La Paz, 2 de noviembre, martes
El taxista ha debido preferir el tibio bienestar de la cama al ímprobo trabajo de llevar un güero al aeropuerto. Menos mal que he encontrado pronto uno libre y que hoy, al ser fiesta, las calles
estaban despejadas de vehículos. Si no, me quedo en tierra, despotricando contra lo más barrido y con mi billete en el bolsillo.
Después de lo que dormí la tarde de ayer casi no he pegado ojo hasta minutos antes de de levantarme, corto espacio de tiempo que ha sido sin embargo suficiente para una polución nocturna. Ya ni me
acuerdo desde cuando estaba quince días sin follar. Y no parece probable que ese ya considerable lapso deje de crecer durante el viaje. Las mexicanas me parecen feotas en una gran mayoría y de una
belleza escandalosa las que pueden ser catalogadas como guapas. Aquí, en la Baja California, son más atractivas, pero igual de distantes y ensimismadas que las de la capital de la
República.
La Paz hace honor a su nombre. Se trata de una pequeña ciudad con una amplia bahía y numerosas tiendas de chinos, por lo que imagino afincados aquí desde el siglo pasado. Es una especie de puerto
franco. Las tiendas ofrecen los productos de costumbre: relojes, cámaras fotográficas, radiocassetes…Estoy tentado de comprarme unos walkman. Uno se siente casi obligado a adquirir algo en
un lugar como éste.
Aquí hay una diferencia de una hora con respecto al DF. El vuelo ha durado dos horas, pero he llegado a las 9,15, habiendo salido a las 8,15. Lo primero que he hecho ha sido tomar una habitación en
La Purísima, donde escribo antes de meterme en la cama. He dedicado el día a pasear por el muelle y a leer y comer en la terraza del bar La Perla, situado en frente de la bahía.
Como dice García Ponce, siempre se paga un precio si se ha sido un niño solitario. No lo había pensado antes, pero de los seis a los once años apenas compartí mi mundo con nadie. De entonces debe
venir la necesidad de funcionar a mi aire, soberano y displicente. Y a veces toda esa libertad pesa, abruma hasta hacer que me sienta absurdo. Hoy sólo he pronunciado tres o cuatro palabras, las
imprescindibles. Disfruto del viaje, pero detesto el indiferente transcurrir de las jornadas como ésta. Supongo que soy tan indolente que necesito alguien al lado que me contagie su entusiasmo, su
curiosidad o su actividad, por muy absurda que sea. Cuando me comprometo con algo que me exige reaccionar, lo hago y punto. Eso me ocurre con el trabajo, por ejemplo. El problema, aunque no estoy
seguro de que se trate realmente de un problema, radica en que cuando me quedo solo, me abandono a la estoica espera de que algo o alguien se me revele de pronto.
Este pretende ser un diario de viaje. Sólo eso. La fórmula la conozco: cierto orden temporal del relato, cuatro pinceladas de paisaje y paisanaje, algunas remembranzas históricas y macizo anecdotario, nostálgico o no, eso al gusto. No sé a cuento de qué viene la faramalla existencialista del párrafo anterior. Prometo enmendarme.
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>> Cabo San Lucas, 3 de noviembre, miércoles
Es un juego fatuo, pero ahora, al coger el bolígrafo, he tenido la sensación de haber soñado este instante. Y lo único que la hace verosímil es que se trata de este instante, precisamente de éste,
solo de éste. El azul del mar, la ristra de yates anclados en la bahía, esta choza elegante de estilo rústico en la que acabo de comer con ganas, el parlotear subido de tono de los turistas yankis e
incluso el muzak estaban ya en mi memoria. No sé si vale la pena haber viajado hasta aquí, en el extremo sur de la península de California.
Me he tomado tres cervezas. Y tengo ganas de beber otras muchas, por muy penoso que resulte el descalabro consiguiente. No lo haré. Pero vale la pena que conste este deseo insatisfecho, uno más. Por
lo menos caería rendido en la suite que he alquilado por la considerable cantidad de 350 pesos.
Mi despiste era enorme. Me había hecho a la idea de que había 70 u 80 kilómetros de La Paz hasta aquí. Por supuesto no lo pregunté, nunca pierdo el tiempo en ese tipo de nimiedades. La primera sorpresa la he tenido cuando me han cobrado 210 pesos por el viaje en camión. Esa cantidad debería haber bastado para hacerme una idea del trayecto, pero han tenido que pasas uno tras otro los 232 kilómetros para determinar con exactitud la distancia entre los dos lugares, tan cercanos en el mapa.
El bautismo en camión ha sido agradable. Pese a que había imaginado un camino recto y en espacios abiertos, hemos circulado entre montañas de arena con arbustos de flores rojas y amarillas al borde de la carretera, repleta de curvas. No acierto una. Claro que tampoco me flagelo al advertir mis errores. Los eludiría con información. Pero hasta ahora tengo el hábito de consultar las guías una vez que ya me he afincado en un sitio y, con más frecuencia, cuando lo he abandonado. Esta mañana me he enterado de que Steinbeck situó La perla en La Paz. Resulta muy probable que el nombre del café-restaurante que me gustó tanto rinda homenaje a la novela, aunque también es fácil que remita simplemente a los tiempos en que había ostras en la zona, desaparecidas por culpa de sucesivas plagas.
Nada más bajar del camión me he dedicado a buscar hotel bajo un sol de justicia. Me siento orgulloso de mi empuje, pero no de mi perspicacia. He caminado dos o tres kilómetros por una carretera casi
desierta hasta la punta de la bahía y en uno de los hoteles de allí me han pedido 1.800 pesos por noche. He rechazo esa opción y he vuelto, en taxi, hasta el pueblo, donde he alquilado en última
instancia una habitación cochambrosa en una choza igualmente cochambrosa. Para hacerse una idea de la higiene del establecimiento, basta decir que no cambian las sábanas, sino que las extienden, de
acuerdo con la información que me ha facilitado uno de la docena de hijos del dueño, sujeto malcarado y seco. Esta noche me espero lo peor: alacranes, víboras, arañas venenosas, mosquitos como
gaviotas, en fin cualquier desastre. De todos modos, tampoco me importa mucho porque comienzo a estar inmunizado. Por la mañana, he descubierto nuevas picaduras en el cuello, idénticas a las que
achaco a los chinches. Y una de dos: los llevo conmigo o estaban también en la habitación de La Purísima, por cierto la peor que podía haberme tocado en suerte, al lado del ruidoso aparato central
del sistema de aire acondicionado y junto al cubito de agua potable del pasillo.
Una vez duchado he venido directo a pie a la playa, aunque está lo bastante alejada como para tomar un taxi. Este furor peripatético debe tener algo que ver con la imagen de mi que voy recogiendo de
los espejos. Nunca me había visto tan fondón, tan fofo, tan bien provisto de llantitas, como llaman aquí a los michelines. En cuanto vuelva a casa voy a emprender esa cruzada deportiva que eludo
desde hace ya años, y por el momento voy a exigirme algún ejercicio que otro.
Sólo he estado alrededor de una hora tomando el sol y diez segundo dentro del agua más caliente en la que me he bañado nunca. Es suficiente para empezar. Una insolación o mi espalda como una carne al carbón sería el colmo del viajero estúpido que a veces me siento. Me resulta evidente que hay una relación proporcional entre mi aburrimiento y la cantidad de líneas que escribo en este diario. Sin embargo, estoy resuelto a continuarlo. Sé que no vale gran cosa. Nada, si me ahorro la condescendencia conmigo mismo. Ni importa. Será la primera vez en mi vida que termine algo de este estilo. Creo, además, que podré mejorarlo una vez acabado el viaje. Mejorarlo en el sentido de pulir el lenguaje y revestir estos presentes planos con la perspectiva ondulante del recuerdo, recreación artificial y, por tanto, literaria.
De Cabo San Lucas vale la pena consignar que me gustan más las postales que el marco real. Otra vez la superior belleza de la recreación artística frente a la naturaleza. El rincón más visitado es el
arco sobre una roca situado en un lado de la bahía. No creo que me vaya allí. Me apetece muy poco subir a una lancha repleta de gringos. Y eso que ellos no desentonan del todo. El pueblo, pese a sus
enormes dunas, sus kilométricas playas y el azul profundo del Pacífico, tiene algo de escenario de western.
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>> Cabo San Lucas, 3 de noviembre, miércoles
Estoy en la cama más ancha de todas en las que me ha acostado en mi vida. Evidentemente, no la aprovecho para dormir, porque, entre otras cosas, escribo en una postura digna del mister del mes de Play Girl, aunque mi única pretensión es que se seque el ungüento que me he aplicado en la mancha de tiña en el muslo, del tamaño de una moneda de 25 pesetas. Si junto las piernas, la pomada afecta al cojón derecho, y lo evito porque el medicamento, desprovisto de prospecto, avisa en el envoltorio de forma escueta que su empleo es delicado.
No hago nada, y sin embargo podría ensayar virguerías, hazañas, estratosféricos saltos de tigre. He dicho que la cama es grande y no exagero: con los brazos en cruz no llego a tocar los bordes. El
récord éste del inmenso tálamo para un hombre y su tiña se completa con otro personal: hasta hoy jamás había pagado dos habitaciones en un día, ni había salido a escape de una que previamente había
considerado aceptable. Hace sólo unas horas he escrito que me temía lo peor dado el habitáculo astroso por el que había apoquinado 350 pesos. Pues bien, no he podido soportarlo. He renunciado a morir
por no pasar por tonto.
De vuelta de la playa he advertido que había un ventilador en el cuartucho, detalle que he agradecido. Luego, me he duchado y he platicado con el patrón, a quien he pedido agua para tomar Silimag. Él también ha padecido úlcera y también se ha medicado con Taganet. Una enfermedad más compartida nos habría convertido en cuates, pero dudo que eso hubiera supuesto una ayuda para superar la repulsión que me producía el lugar en el que estaba dispuesto a pasar la noche: suelo de arcilla, paredes de color vino y un ventanillo con la mitad del cristal roto y un trozo de hule a modo de cortina, fijado en la base con un cartucho de Baygon. Por la mañana he creído que estaba allí mitad de adorno y mitad para impedir que se vieran los agujeros del cristal. Pero no. Nada más inexacto. En cuanto he llegado con intención de dormir, a eso de las nueve, he pisado algo como metálico y he descubierto que se trataba de algo parecido a un pequeño escorpión con patas, morro en punta y caparazón similar al de las cucarachas. El bicho, despachurrado, ha dejado un corroncho rojizo y viscoso. Entonces, me he inquietado y he comenzado una frenética búsqueda de otros congéneres y…vaya si los había. Una docena se paseaban por los bordes de la cama y casi otros tantos estaban colgados en el costal de la sábana mugrienta del lado de la pared. Excitado, por no decir enloquecido, sintiéndome un futuro festín para aquella nutrida colonia de bichos, me he abalanzado sobre el Baygón y, justo en ese instante, he observado que había en la pared mosquitos de todos los tamaños…decenas de mosquitos de todos los tamaños a partir de grandes. He rociado varias veces con el aerosol las paredes y la cama, y mientras, he aplastado con los pies los bichos del suelo, que saltaban como pulgas gigantescas. Más tranquilo, convencido de haber aniquilado aquella inquietante fauna, he salido al exterior y he mantenido cerrada la puerta diez o quince minutos, antes de abrirla para orear la estancia.
La habitación, junto con otras cuatro, es parte de una especie de cobertizo convertido en motel para trecemundistas, si es que existe esa clase de población. Lo curioso es que por la mañana me ha parecido sólo horrorosa, sucia, destartalada e incómoda. Ni siquiera me he parado a pensar que también estaría infestada de bichos, más o menos repugnantes. El detalle paradójico es que he decidido alquilarla porque tenía ducha, resguardada por un murete de arcilla. Eso, y que llevaba más de una hora yendo de aquí para allá, como un dominguillo, buscando dónde no caerme muerto. Pero, bueno, el caso es que allí estaba yo, de pie, mirando el cielo y esperando que desaparecieran los vapores del Baygon, en un patio iluminado por una lámpara bastante potente, mientras la familia de la pensión veía la tele en una barracón una pizca más aparente que la pensión propiamente dicho. Allí estaba yo sin saber nada sobre la clase de bichos que habían invadido mi habitación. No sabía si picaban, si mordían, si hacían cosquillas…De lo que no tenía duda es del entusiasmo con el que me picaban aquellos enormes mosquitos. Iban ciegos a por mi joven sangre navarra. En un momento he pensado en preguntar al dueño qué era todo aquel desbarajuste y exigirle que me adecentara el alojamiento, pero me ha parecido una pretensión vana. También me he planteado dar por concluido el incidente y ponerme a dormir. Y es lo que he hecho, pero sin éxito. Todo el calor del día estaba concentrado en aquella caja de cerillas. Por la ventana rota, entraban manadas de mosquitos. El water hacía un ruido de todos los demonios. Las sábanas contagiaban alguna enfermedad vergonzante con sólo mirarlas. Para colmo, resultaba una suprema ironía pensar en administrarme el ungüento contra la tiña en aquel caldo de cultivo idóneo para cualquier tipo de contagio. Así que en un santiamén, y sin avisar a nadie, he recogido mis pertenencias en el petate y me he venido al hotel cuyo precio me ha escandalizado este mañana. Un hotel de 1.800 pesos que se parece al otro como la ballena blanca del capitán Acab a una rata de alcantarilla.
Esta es la mejor habitación en la que he estado en mi vida. Y la otra, la peor, gemela de las que deben reservar para los que se revuelven en las sentinas del infierno. En un solo día he tensado
tanto el arco de los contrastes que he llegado a lo mejor desde lo peor, al menos en la dimensión que le es propia a este pueblo destartalado y suntuario que es Cabo San Lucas, punta austral de la
Baja California del Sur.
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>> La Paz, 5 de noviembre, viernes
¿Por dónde empiezo? Se me hace difícil explicar este extravagante día, hipotecado por la obsesión de gastar, de tirar el dinero. Casi son las dos de la mañana y llevo encima demasiadas cervezas. Mejor lo dejo para mañana. Cuanto más escriba, y mañana lo podré hacer sin prisas, menos tiempo dedicaré a despilfarrar pesos en compras fútiles, cuando no a gastarlos por el mero placer de verlos desparecer…Pero no. ¿Por qué digo estas tonterías? La verdad es que me lo paso bien escribiendo. No es cierto, como apunté el otro día, que me dedico al diario forzado por el aburrimiento. Nunca me aburro. No al menos en un país desconocido, en una realidad por descubrir. En ocasiones me entristezco, me cabreo, me atormento, me hago cruces ante lo que veo o me dejo llevar por algo parecido a una incitante desidia, pero no me aburro. No señor.
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>> “Benito Juárez-Santa Rosalía”, 6 de noviembre, sábado
El transbordador se aleja lentamente de la bahía de La Paz con casi dos horas de retraso sobre la hora prevista para zarpar. En cubierta, la gente come, observa la estela que deja el barco o dormita sobre los bancos que flanquean unas mesas rectangulares de un color azul insignificante comparado con el añil del mar. Una muchacha, la única atractiva de todo el pasaje, cruza hacia la proa con un libro en la mano. Son las cuatro de la tarde. El sol queda ya bajo, pero todavía desparrama algunos potentes rayos. Nos esperan veinte horas de travesía.
Tengo cosas pendientes de escribir sobre el día de ayer, pero antes debo remitirme al anterior, en el que me desperté en la espléndida habitación del lujoso “Mar de Cortez”. Haraganeé antes de desayunar, fui a Correos para enviar unas postales que había escrito dos días antes y llegué a la playa tan temprano que en un arrebato subí a una barca de fondo transparente que iba a El Arco, la roca de esa forma en la que se encuentran el Pacífico y el Mar de Cortés. La excursión mereció la pena sólo por el grupo de focas que había allí. Observar como se movían, coquetas y perezosas, me resultó toda una sorpresa, y eso que, según contó el barquero, ahora son menos sociables por culpa de las gamberradas de algunos turistas y por la saña con las que les persiguen los pescadores o cazadores, no sé cómo denominarles. Toda esta parte de la Baja California basa su reclamo turístico en la pesca deportiva, y algunos de sus practicantes arremeten también contra las focas. De hecho, en una playita cercana a El Arco vimos una muerta sobre la que planeaban los zopilotes.
De nuevo en el pueblo de Cabo San Lucas, pasé unas horas en la playa, comí algo rápido y subí a un camión con destino a La Paz. Llegué a las diez de la noche y decidí alojarme en el hotel La Perla.
Supuse que sería más caro que La Purísima, pero no me importó, pensando que sólo pernoctaría una vez, ya que pensaba viajar al día siguiente, también en camión, a Guerrero Negro, población fronteriza
entre los estados californianos de México.
Por la mañana, después de una detenida lectura del Sudcaliforniano (“Materialista mata a una nenita” titulaba al informar sobre el atropello causado por un camión con materiales de
construcción), fui a la oficina turística, donde me informaron de que en Guerrero Negro el tiempo sería fresco. Esa circunstancia, lo largo del viaje y el que no hubiera conexión marítima desde allí,
me hicieron cambiar de planes. Y decidí embarcar en La Paz hacia Mazatlán.
Mientras esperaba la hora de partir fui a huronear por las tiendas libres de impuestos, pasatiempo en principio inocuo, por no decir inocente. Y así hubiera resultado, de no ser por mi repentino
desquiciamiento, surgido, imagino, por mi incapacidad de asumir tanta tranquilidad. El descontrol se debió a mi decisión de comprarme unos walkman. En mi primera estancia en la ciudad había
visto muchos modelos a buen precio. Entonces, sólo eran una posibilidad de compra, pero con el paso de los días se convirtieron en una adquisición imprescindible pensando en la hueva de horas en
camión que tenía por delante. No dudaba de que con ellos el viaje iba a ganar en ritmo, y como disponía de mucho tiempo, decidí comparar marcas, modelos, precios y calidad de sonido, por lo que entré
en no menos de veinte tiendas, en las que también eché algún vistazo a otros artículos, ropa fundamentalmente. Había pensado en gastarme unos 5.000 pesos, pero luego rebajé ese tope. Los había mucho
más baratos, bastantes a un precio que rondaba la mitad de esa cifra. Sin embargo, los que probé no me gustaban: los baratos eran grandes, pesados y casi no tenían potencia. Pero ya estaba emperrado
en comprarme uno, tanto que hasta me gasté 200 pesos en cuatro casetes sin tener el aparato. Había un pequeño Sony que me había encandilado a un precio desorbitado: 12.000 pesos. No estaba dispuesto
a llegar hasta ahí, y además, para mi sorpresa, disfrutaba con mi representación de comprador concienzudo, entre otras razones porque me daba la oportunidad de comprobar la desfachatez de ciertos
vendedores que duplicaban el precio de un modelo en relación con la tienda de al lado. En una ocasión, tuve incluso la oportunidad de flirtear con una joven dependienta, que me invitó a una pasta y,
tras abrirlo, se puso descaradamente a leer este diario, que había dejado encima del mostrador. Pero algo no debió gustarle, porque lo cerró rauda y cambió radicalmente de actitud.
En esas, llegó la hora de la comida sin haber tomado otra decisión que comprar como fuera unos walkman. Comí de nuevo en La Perla, y ya apresurado, me dispuse a comprar cualquier modelo de cualquier marca antes de acercarme al muelle. Pero volví a caer en las redes del consumismo más gilipuertas al toparme con una tienda que justo se inauguraba a esa hora, las cuatro, con precios tirados. El barco sale a las cinco, tienes tiempo, aprovecha la oportunidad, me dije mientras miraba en el escaparate unos modelos que rondaban los 3.000 pesos. La apertura de aquel establecimiento había creado una gran expectación. La gente se agolpaba en la puerta, cada vez en mayor número conforme pasaban los minutos de las cuatro. Desde el exterior se advertía la frenética actividad de una docena de empleados y, por fin, uno que parecía el jefe, con pinta de gringo, preguntó a voz en grito si everybody estaba ready y, sin esperar respuesta, dejó expedita la puerta del Supermercado del Stéreo, como se llamaba la tienda. Eran las cuatro y diez cuando entré allí junto con otras cien personas. Seguía contando con tiempo suficiente para hacerme con mi seguro musical y llegar al barco. Pero no tenía billete ni sabía dónde quedaba el muelle Pichilinque, en el que estaba atracado el barco. Comencé a ponerme nervioso. Durante cinco o seis minutos dudé sobre el modelo en oferta que iba a adquirir. Al final, opté por el más barato y pedí a un empleado que me enseñara el manejo. El tipo resultó un incompetente y, para colmo, no había pilas en la tienda. Por un momento, pensé en renunciar. Pero de inmediato, tomé la decisión contraria. Iba a conseguir mis walkman sí o sí, incluso si eso me costaba perder el barco. Pero tampoco estaba dispuesto a cargar con un chisme defectuoso, así que le dije al empleado que me esperara, que me llegaba a una farmacia y volvía con las pilas, cosa que hice a pesar de que pagué por ellas la desorbitada cantidad de 50 pesos por cada una. De vuelta al Supermercado del Stéreo, el tipo no sabía como colocarlas y cuando finalmente lo consiguió, el aparato no funcionaba. Llamó a un compañero y éste, tras un parsimonioso examen, dictaminó que aquellas pilas eran demasiado pequeñas, que había que cambiarlas. Para entonces, yo tenía el nervio desatado. Eran las cinco menos veinte y decidí renunciar a los walkman. Fui a la farmacia para devolver las pilas y recuperar los 200 pesos, pero la tipa de la caja, quien me las había vendido, dijo que nanay, que no me reintegrana dinero, que sólo aceptaba un cambio por otro objeto del mismo precio. ¿Y qué podía comprar en una farmacia? Di una rápida vuelta por los estantes, repletos de dodotis, juguetes, polvos de talco, bronceadores y cremas de distinto tipo, y acabé eligiendo un suavizador de pelo (producto que nunca había usado) de 126 pesos. Y salí como una exhalación hacia la oficina donde expedían los billetes para el trasbordador, situada a pocas cuadras de allí.
Eran las cinco menos doce minutos. Si conseguía el billete, si subía inmediatamente en un taxi para recoger la maleta en el hotel y si el barco no zarpaba puntual, supuesto harto probable, podría
abandonar La Paz, como había programado diez horas antes. Pero la oficina estaba más lejos de lo que me habían dicho y para cuando llegué allí, a las cinco menos uno o dos minutos, estaba resignado a
permanecer un día más en la ciudad, aunque ya en guerra conmigo por mi estúpida indecisión y mala cabeza. No obstante, me esperaba otra sorpresa: el barco salía a las siete. ¿La última? ¿La
definitiva? Nooooooooooo. Estaban vendidos todos los billetes.
Volví sobre mis pasos con el pesado caminar de los imbéciles. Y para flagelarme, o para aliviarme, no lo sé exactamente, compré unos walkman Sanyo, caros pero de calidad, con un excelente sonido y del tamaño adecuado. ¡6.500 pesos! Quinientos menos de los que inicialmente me había pedido el vendedor. El pobre tipo no sabía con quien se la estaba jugando…
Exhausto, pero satisfecho al menos de haber completado felizmente una operación comercial de semejante complejidad, alquilé de nuevo una habitación en La Perla, y nada más entrar en ella me
dispuse a contar por carta a Menci esta ejemplar historia de un tonto que trató de no pasar por tal y multiplicó por cien su tontería. Como remate de un día tan desquiciado, dos de las cuatro casetes
que había comprado durante la mañana acabaron en el cesto de la basura. Y las otras dos, las guardé por prurito, ya que, dada su penosísima calidad, no me atrevo a usarlas en mis relucientes, y por
ahora inutilizables, walkman.
Acabada la carta, me di una ducha y, tras una espléndida cena a base de langosta, me reconcilié con la vida y me sentí indulgente con el capullo parecido a mi que había perdido todo un día para
comprarse unos walkman. Me divertí observándolo, calibrando el inimaginable alcance de su incuria. ¡Qué tipo! ¡Valiente pardillo! Pero no es mala gente. Uno puede irse de copas con él.
Justamente lo que hice anoche, primero en el night-club del hotel y luego en una discoteca situada al final de la bahía, a la que llegamos paseando, silenciosos y casi felices.
Pero todo eso ocurrió ayer. Ahora estoy en la cubierta ya casi vacía del “Benito Juárez-Santa Rosalía”. Ha caído una espléndida noche sobre el mar de Cortés. La vida sigue. El viaje, también, así que
mañana estaré en Mazatlán.
(Continuará)