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A medio camino del descenso del Ingleborough.

De aquí para allá en la Inglaterra del Brexit

Escribir, o tan solo juntar palabras, exige definir previamente tema, contenido y género narrativo, además de perfilar una voluntad de estilo. Las crónicas de viaje son, en lo que concierne a estos preámbulos, igual que cualquier otro texto, de ficción o no, pero resulta complicado acotarlos si remiten a tránsitos tan gozosos como zigzagueantes. Entonces el impulso entusiasta agudiza el dilema. ¿De qué escribir cuando hay tanto donde elegir?

 

La buena compañía, el venturoso clima, las circunstancias políticas, el azar del calendario y otras variables de menor calado jugaron a favor de un viaje a Inglaterra entre finales de mayo y primeros de junio de 2016. Lo suyo habría sido redactar algo circunscrito a la sección específica de esta web, pero los días en Londres y Yorkshire dieron para más. Incluso para armar un simulacro de Simiente monográfica, no sólo con textos propios de los tres espacios fijos (“Literatura”, “Viajes” y “Jazz”), sino también de cada uno de los cinco discontinuos que se agrupan en “Y...un corto etcétera”.

 

En este caso parecía más procedente sumar que elegir. Pero es difícil hacerlo sin aburrir a quien se arriesgue a huronear en estas líneas, así que al relato con cierto detalle de la estancia en el Yorksihire Dales National Park se han añadido apuntes sobre otros asuntos, de tanto o mayor interés, que fueron suscitándose durante el viaje por Inglaterra apenas 20 días antes del cataclismo que supuso el Brexit.

 

Tentaciones londinenses de un escritor irlandés

 

Sólo la parte final de Recuerdos de un pasado que se desvanece (Periférica) transcurre en Londres, donde bosquejé mentalmente una reseña tras terminar el libro. Dan Ruttle, obvio trasunto del escritor irlandés Aidan Higgins, trabaja de noche en una fábrica de helados por la zona de Willesden Junction y recorre durante el día sitios ahora familiares hasta para el turista más despistado: Tottenham Court Road, Kensington Gardens, Camden Town, Parliament Hill Fields, Holland Park, Notting Hill Gate... Enamorado hasta las trancas de una aspirante a actriz neozelandesa que acabará siendo su esposa, el narrador percibe la destartalada capital británica de mitades del siglo pasado como un paraíso y se muestra dispuesto a caer en todas las tentaciones, como corresponde a alguien capaz de sortear los peligros de su infancia en una adinerada familia algo tronada de Sligo y la apocalíptica educación administrada por monjas de pellizco fácil y frailes aún más furibundos.

 

 

La obra, publicada en 1977, reelabora literariamente la infancia, la adolescencia y la primera juventud del autor, y tanto puede considerarse un ambicioso bildungsroman como la segunda entrega de sus memorias tras Balcony to Europe, no traducida al español pese a que pivota en torno a una estancia en la localidad malagueña de Nerja a principios de 1960. De hecho, casi todos los libros de Higgins, fallecido en los últimos días de 2015 a los 88 años, tienen un componente autobiográfico. De estructura crecientemente compleja y prosa deslumbrante, Recuerdos de un pasado que se desvanece destaca también por las continuas referencias a canciones infantiles de diversas partes del mundo, tonadas tradicionales irlandesas, composiciones clásicas y músicales de Broadway, películas, actores y actrices de la época, partidos, jugadores y estadísticas de críquet y, cómo no, literatos, por lo general poco conocidos pero capaces de escribir versos como estos de Brinsley Mc Namara, seudónimo de John Weldon: “Sus hombros brillaban / como pulidos por la admiración / de un millar de ojos”.

 

 

Yorkshire y el esplendor en la hierba

 

El apogeo primaveral nos deparó en Yorkshire días soleados, cielos con amables intervalos de nubes, temperaturas templadas y ni pizca de viento en las tierras bajas. Asentados en Settle (valga la redundancia) durante tres días recorrimos la región comprobando que, con bonanza climática, sólo resulta exagerada y clerical su autoproclamación como God´s Own Country, por otro lado repetida en una decena de territorios de varios continentes que pertenecieron al también autoproclamado, no sin razón, Imperio Británico. Además, mientras tanto en Londres hacía un tiempo del demonio, así que miel sobre hojuelas...

 

El primer día realizamos un tranquilo y serpenteante recorrido en coche a través de los valles de Wharfedale, Langstrothdale, Raydale, Wensleydale y Swaledale. Pasamos, con abundantes paradas, por Malham, Airton, Hetton, Kilnsey, Buckden, Hubberlholme, Hawes, Muker, Gunnerside, Reeth, Keld y, por último, Grinton, donde ya cayendo la noche asistimos a un concierto del Swaledale Festival, evento que desde hace años programa en varias localidades música preponderantemente clásica, exposiciones, talleres y paseos naturalísticos y culturales.

 

Nada más salir de Settle aparcamos en un recodo de la estrecha carretera que conduce a Malham para contemplar unas vacas peludas, típicas de la región. También tratamos de dar un garbeo por Malham, pero desistimos ante la marabunta que aprovechaba el Bank Holiday para ir de safari familiar avistando decenas de reproducciones de los animalillos protagonistas de los cuentos ilustrados que alimentan fantasías infantiles. Las vacas de verdad y las ranasgustavo de cartón piedra dieron paso, decenas de kilómetros más tarde, a la iglesia normanda de Hubberholme, donde el mundo animal está representado por los ratoncitos de los bancos dejados como firma por el diseñador Robert Tomson, conocido como el Mouseman de Kilburn y figura local del movimiento Arts ands Crafts de mitades del siglo XIX. De todos modos, St. Michael and All Angels atrae ahora a un creciente número de visitantes por guardar las cenizas del escritor, dramaturgo y ensayista J. B. Priestley, tan enamorado de Hubberholme, donde se refugiaba del estruendo londinense, que no tuvo reparo en calificarlo como the smallest and most pleasant place in the world. Otra muestra, tras el Yorkshire/Campito de Dios, de la famosa contención británica...Pero en el caso de Priestley resulta hasta comprensible. Seguro que debió experimentar en más ocasiones la necesidad de simplificar algo en su aguerrida y longeva existencia en un país que llegó a definir, cuatro años después de la Segunda Guerra Mundial, como “una monarquía socialista que constituye en realidad el último monumento al liberalismo”.

 

Después de comer en Hawes, donde había mercadillo al borde de la carretera, enfilamos hacia el noreste y, tras el soberbio paisaje intermedio de Buttertubs Pass, alcanzamos Wensleydale, más abierto y no tan espectacular como los valles precedentes. Luego tomamos en Thwaite el desvío a Keld para ver en Bridge End, frente a media docena de aparatosas yurtas turísticas alineadas en la ribera del río, una pequeña casa perteneciente a la familia de Chris, nuestro inmejorable guía.

 

Barbara y él nos acogieron en su casa de las afueras de Londres y nos acompañaron durante el viaje a Yorkshire, que tuvo como insospechada banda sonora del primer día un concierto del AKA Trio en la señorial St. Andrews Church de Grinton. En el escenario, un guitarrista italiano (Antonio Forcione), un intérprete de kora senegalés (Seckou Keita) y un percusionista brasileño (Adriano Adewale). Y frente a tan intercontinental formación un centenar y medio de paisanos de Yorkshire nada jóvenes, pero receptivos a la subyugante polirritmia y el exotismo melódico de la música conocida como fusión, étnica, del mundo y otras etiquetas aún menos convincentes.

 

 

La cómoda ascensión al Ingleborough centró la jornada siguiente. Su enorme mola tiene sólo 723 metros, pero le alcanzan para ser el segundo monte más alto del parque, después del Whernside (736 m.) y antes que el Pen-y-ghent (694 m.), cimas que completan los llamados Yorkshire Three Peaks. Subimos desde Ingleton, una de las ruta más habituales, en apenas dos horas. Con un viento en la cima que tumbaba, nos resguardamos tras el muro de piedra erigido con tal fin y al poco apareció una oveja de cabeza blanquinegra, hermosa cornamenta e imperturbable mirada de político resabiado que nos rondó, a la búsqueda de comida y quién sabe si conversación, hasta que irrumpió el nutrido grupo familiar con niños de corta edad al que habíamos rebasado tiempo antes. Semejante circunstancia, añadida al cruce con una pareja de octogenarios que bajaba con su perro, da idea de la facilidad del Ingleborough, pero no de lo estimulante que resulta coronarlo.

 

Al principio se suceden muros ancestrales de oscura piedra seca, pastos suculentos, rebaños apacibles de vacas y ovejas, árboles desperdigados y hasta un par de granjas sobre un intenso fondo verde. A mitad de la subida coexisten barranqueras angostas, acantilados calizos y secos páramos de hierbas altas, todo en tonos basculantes entre el marrón y el gris. Y ya en la cima, a menudo contra viento y niebla, se disfruta de vistas aún más notables. Nosotros divisamos al oeste algunas montañas del Lake District y el mar de Irlanda frente a una larga línea de costa, además de la bahía de Morecombe. Un día más claro, o en otro momento del mismo, quizás hubiéramos identificado en dirección sudeste Haworth, pueblo natal de Emily Brontë, autora de la celebérrima Cumbres Borrascosas y de unos versos que parecen inspirados por el Ingleborough: “Caminaré adonde mi naturaleza me lleve / pues me humillaría elegir otro guía. / Allí donde pastan entre helechos los grises rebaños / allí, a la montaña, donde brama el viento salvaje”.

 

 

El gran referente literario de Yorkshire es la novela protagonizada por Heathcliff, Chaterine Earnshaw y compañía, pero su realidad actual dista mucho del inhóspito territorio que tanto provoca como subraya sus trágicas existencias. La ruralidad de ahora, próspera y tranquila, cuenta con el turismo como motor económico. Lo pudimos confirmar durante el último día allí, tras decidir pasarlo en Malham. La otra opción era conocer las abadías en ruinas de la región. La de Bolton, y las más lejanas de Rievaulx y Fountains Abbey, llevan justa fama, pero Malham (donde está ublicado el Centro de Información del Yorkshire Dales National Park) también tiene sus encantos y, aún más importante, allí había comenzado a gestarse nuestro viaje... ¡46 años atrás! Menci trabajó de camarera en un hotelito de la localidad, el Buck Inn, durante el verano de 1970. Pasamos una noche en ese establecimiento camino de Escocia en julio de 2005 y deste entonces teníamos ganas de volver a Yorkshire. O sea, que aceptamos a la primera visitarlo con Chris y Barbara cuando nos lo sugirieron en el último de sus anuales viajes a España. Y fue nuestro amigo el encargado de alquilar la casa de Settle y llevarnos de aquí para allá en su Vauxhall mientras nos informaba sobre la región en que pasó toda su niñez y la primera juventud.

 

Finalizado el Malham Safari Trail “Children´s Book” tras cinco días de británico jolgorio, el pueblo seguía tomado a la mañana siguiente por familias con niños entre las que nos incrustamos para caminar hasta un sitio popularísimo gracias a una película de Harry Potter y, con menor eco, a The Trip, la humorada gastronómica dirigida por Michael Winterbottom. Malham Cove, que así se llama, bien merece una visita, con o sin multitudes. Ante todo por el perfil legendario, asociado a los Peninos más agrestes, de sus farallones, riscos, gargantas y dolinas. Y también por el contraste de esa peculiar formación kárstica con los dos senderos por los que se accede desde el pueblo, compendio del paisaje que se asocia al Yorkshire más turístico: dóciles lomas, prados con muros de piedra, árboles frondosos, campos floridos, casas aisladas que tanto parecen granjas como iglesias y un rumoroso riachuelo que emerge de las entrañas de Malham Cove, resultado de la acción milenaria de una cascada ahora desparecida.

 

El acantilado calcáreo de 80 metros de altura, donde media docena de jóvenes realizaban escalada, impresiona, pero menos que la inquietante superficie de lapiaces que se extiende arriba del anfiteatro y desde la que, saltando de uno en otro, con cuidado de no perder el equilibrio, se disfruta de una soberbia panorámica. Barbara, Menci y yo tratamos de continuar desde allí a pie hasta Gordale Scar, donde debía recogernos Chris, pero no dimos con la senda, el famoso Pennine Way, así que volvimos sobre nuestros pasos. Ese ligero contratatiempo nos privó de adentranos en una garganta famosa ya en el siglo XIX por el poema que le dedicó William Woodsworth y las recreaciones pictóricas de James Ward (tenebrosamente romántica) y William Turner (bucólica, en tonos pastel y de técnica preimpresionista). Los dos cuadros, que se exhiben en la Tate Gallery, causaron en su época un efecto similar, guardando las distancias, al de las películas citadas.

 

 

Tras reencontrarnos con Chris fuimos en coche hasta Malham Tarn, reserva natural gestionada por el National Trust en torno al pequeño lago glaciar que le da nombre, el de mayor altura de Inglaterra (377 metros). La zona, despejada y ventosa, ofrece alternativas de paseos, pero nosotros nos limitamos a circunvalar el lago observando los lanzamientos de caña de un pescador desde una solitaria barca en medio del agua y tratando de identificar los árboles que encontrábamos en el camino: sicomoros, fresnos, hayas, alerces, pinos y, en la misma orilla, ya casi al final, un bosquecillo de abedules. En medio atravesamos Tarn House, mansión que, como tantas otras, fue erigida por un aristócrata (Lord Ribblesdale), la adquirió al cabo de los años un industrial millonario (Walter Morrison) y acoge en la actualidad una institución, Field Studies Council, en este caso dedicada a investigaciones sobre el medio ambiente, asunto que, de vivir todavía, seguro despertaba el interés de un trío de personalidades victorianas que fueron huéspedes allí: el científico Charles Darwin, el teórico del arte John Ruskin y el novelista Charles Kingsley.

 

No debía existir el Buck Inn cuando ellos pasaron por Malham, pero quizás otra posada con el mismo nombre o la edificación en piedra del actual hotel de 12 habitaciones, restaurante y pub. Cuando nos sentamos a cenar, dadas las nueve y sin asomo de anochecida, Menci sólo reconoció la barra del pub, la misma en que aprendió a tirar paints cuando trabajó para los Corn, hermana y hermano, solteros y en la cincuentena. Entonces el staff, integrado por media docena de personas, atendía un establecimiento que cabría calificar de tradicional y elegante, por este orden, según patrones del mundo rural inglés: cinco habitaciones bien amuebladas, cocina regional de Yorkshire, vajilla de calidad, camareras de uniforme y cofia, un pub con dos ámbitos diferenciados según el perfil social de la clientela...

 

Once años atrás Menci ya había reparado en el notorio declive del establecimiento, achacable tanto a una descuidada modernización de las habitaciones como al deterioro del mobiliario. En esa ocasión, llegados a horas intempestivas, no utilizamos el restaurante, pero sí en la primavera de 2016 y con pocas expectativas, dada la falta de servicio y lo exiguo de la carta. Era la cena de despedida y pretendíamos corresponder con ella las atenciones de nuestros amigos. No resultó catastrófica, pero sólo la salvó la materia prima de los platos de cordero. O sea, en última instancia, la hierba de los excelentes pastos de la región. La misma hierba que, volviendo a William Woodsworth, otro prohombre de envergadura victoriana, ya no debe lucir tan espléndida como antaño aunque, como emblema de la belleza natural de Yorkshire, permanecerá por siempre en nuestro recuerdo.

 

Bobby Trafalgar: el jazz que nunca existió

 

A tenor de la prodigalidad con que se utiliza la etiqueta, costaría poco definir el concierto ya mencionado de Grinton como jazz, pero no lo fue. Música improvisada, sí, y con influencias diversas, algunas enraizadas en el jazz, también. Pero sólo eso, por mucho que las trayectorias de los integrantes del AKA Trio incluyan actuaciones y grabaciones con gente del prestigio de Charlie Haden, Larry Coryell, Trilok Gurtu, John Etheridge o Manu Dibango, e incluso liderazgos en formaciones de jazz fusión. Por decirlo así, el rasgo más jazzístico era el nombre del grupo. Suma de las iniciales de Antonio, Keita y Adriano (o Adewale), sugiere un homenaje a todas esas figuras del jazz más conocidas por su aka, palabra inglesa con significado de “alias” o “apodo”, que por lo que indicaban sus partidas de nacimiento.

Aka Trio.

Humor y juego, incluso transformismo, cuando no puro y simple engaño, ha habido siempre en el jazz. Y también, cómo no, ahora, en plena coexistencia de estilos que ni triunfan ni fracasan: nujazz, acidjazz, electrojazz, jazzrap, jazzlounge...En ellos picotea un músico de semblante terrorífico y tocado con gorra marinera que imaginé reemplazando al sereno y victorioso Nelson de la columna de Trafalgar Saquare. Justo habíamos pasado frente al ICA (Institute of Contemporary Arts, donde en 1973 escuché con la boca abierta a jazzmen del talento de John Surman, John Taylor, Kenny Wheeler, Chris Laurence...) y, ya en la plaza, me vino a la memoria Bobby Trafalgar. O, más exactamente, la broma escondida tras ese nombre, uno de tantos utilizados por el prolífico artista sueco Håkan Lidbo (que también parece pero no es un alias).

 

El estuche en pálido rosa del CD, titulado con toda la sorna del mundo Bobby Trafalagar in Person y comprado a ciegas, echaba para atrás, pero los títulos de los cortes prometían (Sweet Revenge, Sad Samba, The Duke of Kingston, Alpha Centaury Boogie...) algo más audible que música electrónica con esporádicas citas de jazz. Un chasco, otro más cuando compras discos de 0,60 €. Claro que en esta ocasión, divertido y original, ya que tardé bastante rato en desmontar la patraña del perfil profesional de Bobby Trafalgar, supuesto pianista y productor rumano de larga trayectoria en ambos lados del Atlántico y éxito como compositor de bandas sonoras de películas de serie B francesas. Bobby Trafalgar...¿Cómo olvidar un aka así?

Portada del CD "de" Bobby Trafalgar.

 

Y... otros asuntos, tanto o más interesantes

 

El resto de temas merecedores de mejor trato prueban, antes que nada, la porosidad de las secciones de "Y...un corto etcétera". El referéndum sobre el Brexit, la muerte de Muhammad Ali, la difícil forja de una identidad europea, el ilustrativo paseo por la Inglaterra industrial del siglo XIX y la disputada final de la Champions encajan no solo en una, sino en casi todas. "Política", "Medios de comunicación", "Rescates y "Fútbol" retroalimentan una intrincada maraña de contenidos que a su vez aportan, aunque no siempre, sentido a "Conversaciones".

 

Del Brexit, tras el resultado de la consulta y el descaro con el que los triunfadores han reconocido muchas de sus mentiras, queda ahora lo más difícil: negociar la salida, asumir la f(r)actura social y manejar la decepción consiguiente. Durante nuestra estancia en Inglaterra, el referéndum monopolizaba las agendas política y mediática, pero no tanto las charlas de pub. El argumentario a favor y en contra insistía en considerar el Brexit un asunto esencialmente económico (businesses and jobs, negocios y empleos), con diferentes causas y consecuencias en la construcción europea, la independencia nacional, la seguridad, la inmigración...Una perspectiva insuficiente para nuestro amigo Chris, quien defendió la permanencia en un escrito redactado en un folio, impreso en papel mostaza y distribuido por él mismo en medio millar de hogares de la vecindad al suroeste de Londres donde reside. Su flyer político, titulado A view on the Referendum from an older (71) local resident of N. Kingston, contenía más ideas que cifras, como puede comprobarse (ampliando la imagen de abajo) a nada que se tengan nociones de inglés. Pero más allá del innegable acierto del análisis, dejando de lado su exceso de confianza en un futuro más democrático, eficiente y progresista de la Unión Europea, resulta ejemplar el compromiso político que refleja.

 

 

Muhammad Ali fue grande, el más grande, justamente por el compromiso con sus creencias sin temor a convertirse, como acabó sucediendo, en el gran apóstata de la América de los triunfadores, la verdadera América, algo aún más excepcional siendo un boxeador negro, campeón mundial de los pesos pesados. Desde que confirmamos el viaje a Londres me dispuse a dedicar las horas que hiciera falta a la exposición I am The Greatest en el complejo O2. Lo que no podía imaginar es que la visitaría horas después de la muerte de Ali en un hospital de Arizona. Y, ni que decir tiene, la recorrí en trance. Él era el único mito vigente desde mi adolescencia, el único que nunca me había fallado, el único al que por ningún motivo me habría atrevido a despojarle del cinturón de campeón fieramente humano.

 

Se conoce al detalle su vida, sus éxitos deportivos, el desprecio con el que fue tratado por la misma sociedad blanca que lo enalteció en los Juegos Olímpocos de Atlanta en 1996. Sí, flotaba como una mariposa y picaba como una avispa. No, nadie con un corpachón como el suyo ha siquiera igualado su cimbreo ni su juego de piernas en un ring. Sí, tenía recursos inagotables para promocionar sus combates e incrementar las bolsas a percibir por ellos. No, ningún púgil ha alcanzado su dimensión legendaria pero, como Mae West cuando era mala, aún era mejor vestido de calle, incluso con el traje, camisa blanca y corbata que uniforma la Nación del Islam.

 

De su pico de oro salían cánticos e insultos, verdades tan grandes como sus puños, incendiarias proclamas políticas, glosas y dicterios, rimas precursoras del rap, haikus del ghetto...Nunca antes había existido un fantasmón tan dotado para la poesía. Sin el Parkinson en las últimas décadas de su existencia quizás habría ganado el Nobel antes que su coetáneo Bob Dylan, quien no ahorró elogios en la hora de su muerte. “Si medimos la grandeza -dijo entonces el autor de Hurricane- por la capacidad de alborozar el corazón de cada ser humano existente en la superficie de la tierra, entonces fue verdaderamente el más grande. En todos los sentidos, el más valiente, el más amable, el más sobresaliente de los hombres”.

 

 

Barbara y Chris, delicados anfitriones, escucharon con atención pero escaso interés mi ditirámbica semblanza de Ali. Dudo que hayan presenciado alguna vez no ya un combate de boxeo sino un fugaz intercambio de golpes por televisión. Además, teníamos otros temas de conversación, algunos en relación con el semicongelado anhelo de una Europa unida que ellos, como hijos primerizos de la paz, representan. Chris Sanctuary es inglés y Barbara, de soltera Tohene, alemana. Él, nacido en Chesire en 1945, desciende por línea paterna de hugonotes franceses y por la materna del clan escocés de los Campbell. Ella, dos años menor, proviene de una familia de la alta burguesía de Dusseldorf con ancestros renanos y prusianos.

 

El padre de Chris, profesor socialista criado en las creencias de la iglesia no-conformista Swedenborgian New Church, fue objetor en la Segunda Guerra Mundial. Su consuegro combatió con el grado de capitán de la Wehrmatch y firmada la paz volvió a trabajar de abogado (un primo de la madre de Barbara, Heinz Trettner, fue en 1964 el primer inspector general del Bundeswehr, el ejército de la RFA, pese a su pasado como oficial en la Legión Condor, general de la Luftwaffe y prisionero de los británicos entre 1945 y 1948). Considerando estos antecedentes era harto improbable que los caminos de Chris y Barbara se cruzaran, pero ocurrió. Se conocieron en mayo de 1973 junto a la mezquita de Córdoba y el amor trajo todo lo demás: boda, residencia en Londres, dos hijos, una nieta, viajes cada verano a España...

 

Físico y funcionario jubilado, Chris toca el violín en la formación sinfónica amateur Richmond Orchestra, en la que además realiza tareas de gestión. A Barbara, coordinadora de lenguas extranjeras en un centro educativo del suroeste de Londres, el tiempo le da para todo: cuidar su jardín y la parcela que tiene en un huerto comunitario, perfeccionar sus amplios conocimientos de botánica, asistir a cursos de escultura, pasear por las riberas del Tamésis, escribir y leer profusamente, mantener lazos con amigos en medio mundo, ejercer el voluntariado con inmigrantes y...aprender turco, idioma que se le resiste pero en el que acabará expresándose con tanta fluidez como en alemán, inglés y español (se defiende también en francés). Chris, que domina alemán y francés, se maneja con dificultad en español, igual que nosotros en inglés. Aún así mantuvimos largas, cálidas, instructivas y por momentos hilarantes conversaciones en las que el futuro de Europa fue tema recurrente. Entonces el Brexit sólo parecía una amenaza. Ahora, convertido en realidad, ha redoblado el activismo de Chris y Barbara contra las fronteras interiores europeas y el cierre a cal y canto de las exteriores.

 

 

Saltaire, donde paramos de vuelta a Londres desde Yorkshire, es quizás el proyecto más logrado de cuantos pretendieron regenerar el tejido urbano y social de la Inglaterra industrial del siglo XIX. Antes habíamos visitado el cementerio Nab Wood en Bradford, donde Chris debía inspeccionar la lápida de la tumba familiar, y al atravesar ese pudridero de ciudad, la décima más poblada del Reino Unido, pudimos hacernos una perfecta, y desoladora, idea de cómo debía ser cuando Titus Salt decidió trasladar la factoría textil y los molinos que tenía allí a la ribera del río Aire para crear una colonia industrial en la que tendrían cabida sus miles de trabajadores. Pensando en ellos, y por supuesto en modernizar y ampliar su negocio, edificó casas, una iglesia, una biblioteca, un centro social, un parque y otros equipamientos. 

 

Dividido por zonas (work, play, religion, home) el espacio rectangular de 49 acres de Saltaire comenzó a utilizarse en 1853 y se completó en 1872. Fue un consistente ejemplo de model village que se regía por un código moral y unas ordenanzas ciudadanas acordes con los estrictos principios de la Iglesia Congregacional a la que pertenecía Salt, pionero en utilizar alpaca en la elaboración de sus prendas. La empresa se mantuvo a pleno funcionamiento hasta la Primera Guerra Mundial, luego pasó por sucesivas crisis y, tras el cierre de la factoría en 1986, la localidad fue declarada Patrimonio Mundial de la Unesco en 2001.

 

En la web de ese organismo se valora que “sus fábricas textiles, edificios públicos y viviendas obreras destacan por su estilo armonioso y gran calidad arquitectónica”, que “su trazado urbanístico ha permanecido intacto en su conjunto” y que “ofrece una imagen vívida de la aplicación de las ideas del paternalismo filantrópico de la época victoriana”. Todo muy cierto. Tanto que Victoria Road, su arteria principal, me transportó por un momento a las madrugadas de la niñez del padre de Chris, quien desde su habitación en el Post Office, oía las pisadas de cientos de hombres y mujeres que, en espeso silencio, descendían hacia la enorme factoría textil. Clap-clap, clap-clap, clap-clap, clap-clap...

 

El fútbol, cuyo nacimiento casi coincidió en tiempo y espacio con el de Saltaire, provoca mucho ruido antes, durante y después de los partidos. El 29 de mayo cientos de hinchas del Sheffield Wednesday enfundados en camisetas blanquiazules cantaban (mal) y bebían (tranquilos) en los alrededores del Covent Garden londinense. Su equipo, uno de los tres históricos de la declinante urbe industrial retratada en Full Monty, disputaba horas más tarde en Wembley la final del play-off de la Championship League contra el Hull City. Owls (búhos) contra Tigers (tigres). El campo de Hillsborough, con sus resonancias trágicas, contra la sopa de letras del KCOM Stadium. Yorkshire del sur contra Yorkshire del este. El interior contra la costa. La nostalgia por las láminas de acero contra las de bacalao...Y un premio acorde con tanta rivalidad: el ascenso a la Premier League.

 

El Hull City lo consiguió poco antes de la final de la Champions entre Real y Atlético de Madrid. Cuando comenzó, sólo Barbara, tres jóvenes ingleses (uno con la camiseta rojiblanca) y yo mirábamos la tele en The Wych Elm, un pub de Kingston. Menci, Chris y el resto de parroquianos hablaban en voz baja o zambullían solitarios su superyo en jarras de cerveza. Dos horas y pico después nadie en el local, para entonces a rebosar, retiraba la vista de la pantalla. A cada penalti le seguía una algarabía de aplausos, exclamaciones, interjecciones, juramentos, silbidos, puñetazos en la barra o en la mesa...El apoyo al Atlético era prácticamente unánime. Cuando Juanfran marró su lanzamiento el supporter colchonero maldijo a voz en grito y casi llegó al llanto, tirado en el suelo, tras el disparo ganador de Cristiano, abucheado con saña durante el final del partido. Yo elegí un resignado silencio. El fútbol tiene razones que la razón no entiende. Y como avisa Aidan Higgins, a propósito de la nobleza de un sabio envejecer, “la metafísica desgasta el corazón”. 

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