VIAJES /// Tumbos

Nueve días entre el Rin y el Elba

julio-agosto de 2005

Han pasado siete años, pero parecen siglos. Los medios de comunicación informaban en 2005 de los esfuerzos de Alemania para superar su crisis económica y, al mismo tiempo, la sociedad española estaba convencida de que aquí hasta los perros cagaban lingotes dorados. Fue entonces cuando viajamos a un país que, pese a su actual papel de hierático gendarme económico de la UE, ha abonado durante siglos los árboles más fecundos de la ciencia y la cultura europeas (olvidemos arbustos bordes y repugnantes flores del mal). 

 

Tras volar a Frankfurt, partimos desde allí en coche hacia el este (Weimar, Dresde, Leipzig...) y luego, por el mazizo del Harz, viajamos hasta Colonia, para descender, en paralelo al Rin, al punto de partida. En nueve intensas jornadas recorrimos una buena parte del sudeste alemán.

 

Resultó emocionante visitar la estancia de la fortaleza de Wartburg en la que Lutero tradujo la Biblia y recorrer las calles de Lutherstadt, ciudad en la que el indómito monje fraguó su revolución religiosa y vivió durante décadas su amigo Lucas Cranach, el Viejo, extraordinario pintor, como pudimos comprobar días después en la Galería de Maestros Antiguos de Dresde. 

 

Menci levitó (y yo casi) cuando pisamos el suelo de la casa natal de Bach en Eisenach y al sentarnos en los bancos de la Thomaskirche de Leipzig, donde uno podía fácilmente imaginarse el eco de los apresurados pasos del kapelmeister cargado de genio e hijos. También nos impactaron las tumbas casi gemelas de Goethe y Schiller en Weimar, ciudad-paradigma de la cultura alemana. Allí recorrimos la Goethe Haus y paseamos por los parterres aledaños de la Goethes Gartenhouse, en la que el polígrafo ensayaba sus conocimientos botánicos. Incluso cenamos, muy bien por cierto, en Leipzig en el restaurante Auerbachs Keller, frecuentado por Goethe y en el que transcurre una famosa escena del Fausto.  



Entre tanto fulgor histórico-artístico reparé en el hecho de que, sin pretenderlo, estábamos siguiendo las huellas de un trío de individualidades que habían cambiado el curso de la religión, la música y la literatura, y precisamente en los siglos en los que religión, música y literatura se escribían con mayúsculas. También pensé que no estaba del todo mal que lo disfrutaran el hijo del barbero de Huarte y su mujer. Aunque, la verdad, no sabía si adjudicar el mérito al hijo, a mi padre, Huarte o Menci, quien me descubrió a Bach cuando yo no tenía oídos más que el jazz y otras músicas de raíz afroamericana.

 

Comimos mucho cerdo, bebimos buenas cervezas y nos maravillamos de las casas entramadas, los castillos, las callejuelas, las iglesias, los parques y los carriles bicis de pequeñas ciudades como Fulda, Quedlimburg, Goslar, Coblenza, Boppard...Visitamos la catedral de Colonia, los edificios de la Bauhaus en Dessau, el Palmergarten de Frankfurt, el Zwinger de Dresde, la roca Lorelei... Cruzamos el Elba y el Rin. También recorrimos, sobrecogidos, Buchenwald, campo de concentración de cinco estrellas comparado con Auschwiltz y Mathausen. Y, en fin, estuvimos apenas a un centenar de kilómetros de Berlín, pero vencimos la tentación de llegarnos hasta allí. No hubiéramos podido con tanto. Fijo que hubiéramos padecido una versión agresivamente prusiana del síndrome de Stendhal.



Disfrutamos del viaje desde el primer día en Frankfurt. Alemania estaba en crisis, decían, pero joder con su crisis... Se palpaba una sociedad articulada, pulida, respetuosa con el vecino y el medio ambiente, y, por lo que me pareció, bastante abierta al exterior. Apenas detectamos la indiscutible, según recientes resultados electorales, presencia de neonazis, pero sí comprobamos la distancia de desarrollo económico entre la ex RFA y la ex RDA, donde oteamos ciudades industriales estridentemente feas y percibimos el lamentable efecto de la lluvia ácida sobre los bosques. En cualquier caso, Dresde y Leipzig estaban llenas de grúas y zanjas. Claro que entre las dos debía haber bastantes menos que en Seseña.

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