Bet Nonell, traductora y buena conocedora del norte de  Europa, donde residió varios años, rememora el viaje que hace ya décadas realizó, en difíciles circunstancias, por el norte de África. Casi perdida en un punto aislado del este argelino, todo se le complicó sobremanera al tratar de volver a España, pero como explica en su corto y emocionante relato, al final ocurrió algo que le permitió salir del atolladero. 

VIAJES /// Tumbos

El recinto penitenciario de Lambèse y al fondo, los baños romanos de Tazoult.

Milagrito en Argelia

Corría 1975. Era octubre, faltaba muy poco para que todos brindáramos con champán, y era también, según he sabido luego, el momento de las conversaciones de Argel con ETA, aunque mis dramáticas circunstancias eclipsaban entonces cualquier interés por la política nacional. En enero había nacido Oliver, mi segundo hijo, poco después de que su padre cayera preso en Argelia, en la frontera con Marruecos, con un coche trufado de hachís. Tras varios traslados, cumplía a la sazón una condena de diez años, finalmente reducida a dos, en la cárcel de alta seguridad de Lambèse, cerca de Tazoult, un poblacho en el noreste del país.

No sería la única vez en que recorrería el camino de Argel a Constantine, luego a Batna, y finalmente a Tazoult. Un trayecto en autobús del que solo guardo un borroso recuerdo de largas y traqueteantes horas amenizadas por varias paradas en las que los pasajeros compraban bocadillos enormes con relleno de patatas fritas y pimientos picantes, que a veces terminaban transformados en vómito en el suelo del vehículo. Del paisaje, quizá teñido por mi propio estado de ánimo, solo recuerdo una inmensa desolación rocosa.

Esta vez, sin embargo, quería presentar a Oliver a su padre. Ingenuamente, creía que mi estampa maternal me protegería de experiencias angustiosas vividas en otros viajes. Pero al llegar a Tazoult, una vez alojados en el único hotel de mala muerte del pueblo, y mientras me disponía a cambiar al bebé, noté algo a mis espaldas, una tensión que me obligó a girarme hacia la ventana. Era una habitación en la planta baja (y única) del hotel. Encuadrados en la ventana sin cristales y con barrotes, un racimo de caras masculinas, amontonadas unas sobre otras, me observaban como aves de presa. Salí al momento para hablar con el dueño del hotel, un viejo de chilaba color pardo mugriento, para pedirle que me acompañara a la gendarmería con la intención de pasar allí la noche, porque no me sentía segura en su establecimiento. Su respuesta, una risotada, y la frase: ¿A la policía? ¡Allí sí que te violarán todos!

Al día siguiente, y tras una noche de insomnio, el encuentro en la cárcel fue obviamente desgarrado, un diálogo imposible entre dos hileras de barrotes. Al salir, tuve que cambiar a mi hijo en el puro suelo, delante de la cárcel, mientras el guarda de turno me vigilaba desde el ventanuco de su garita.

Creo que solo estuve en Tazoult un par de días, y agotados mis escasísimos fondos en potitos infantiles y pañales, emprendimos el viaje de regreso. El embarque en la estación de autobuses estuvo acompañado del consabido caos, incluida la refriega inmisericorde para subir al vehículo. En mi caso, cargada con el bebé, el cochecito plegable y toda la parafernalia.

Cuando por fin conseguí sentarme en uno de los asientos del autobús atestado, descubrí horrorizada que me habían robado todo el dinero que me quedaba. Un dinero que debía cubrir el trayecto hasta el aeropuerto. Por suerte, conservaba mi pasaporte y el billete de avión, pero si perdía el vuelo, estaría en una situación imposible. No disponía de tarjetas de crédito ni de otros recursos.

Surgió entonces la Lola Flores que llevo dentro, y me puse a gritar como una loca, con toda la rabia y la desesperación acumuladas. Se hizo el silencio en el autobús. Uno de los pasajeros, un policía de paisano, insistió en que tenía que denunciar el robo. Pero sabiendo que la denuncia no me devolvería mi dinero, y que si perdía ese autobús, perdía también el avión, proclamé a los cuatro vientos que ni todos los camellos del Sahara me arrancarían de mi asiento.

Entonces, el milagro. El policía organizó una colecta entre todos los pasajeros, gente obviamente humilde, para pagarme el pasaje. Y el dinero recaudado me permitió llegar al aeropuerto de Argel sana y salva.

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