La primavera es una estación idónea para emprender excursiones a pie como la que realizó hace casi una década el escritor y artista Javier Mina por la sierra madrileña. La narración de aquella aventura, titulada Caminando por Guadarrama y nunca publicada hasta ahora, mantiene el sobresaliente nivel de Tras las huellas de Zalacain, crónica que los lectores de LSN pudieron apreciar hace algunos meses, tanto en lo que respecta a su calidad literaria como al profundo conocimiento del terreno que evidencia el viajero andarín.

 

VIAJES /// Tumbos

Caminando por Guadarrama

 

"Más arriba, por encima de esta línea menos negra, aparece ya,   cerrando en definitiva el  horizonte, el telón azul del Guadarrama, con sus cresterías nevadas, nítidas, luminosas, irradiadoras...”

                                                                                  Azorín

             

Ahora que se entiende por aventura tirarse de un puente o viajar a los puntos más exóticos del globo para caminar envueltos en el preservativo del grupo y del guía que se repite como se repiten los tiovivos, no estaría de más recordar que puede haber aventuras de andar por casa. Por ejemplo, la de recorrer a pie la sierra de Guadarrama de sur a norte.

 

 

Toma de contacto  (El Escorial- Puerto de Guadarrama)

 

Vencida la tarde y desaparecidos los últimos autocares de turistas, el pueblo de El Escorial se queda vacío. Aquí y allá merodean los cursillistas de los renombrados cursos de verano con ese de aire de escolares al cuadrado y esa vocación como de ejercicios espirituales. Por cierto, hay en El Escorial una casa para practicarlos que se nombra a sí misma sin empacho: “La Espiritual”. Infinitas son las terrazas de los bares que se muestran vacías excepto por algunas tertulias de señoras muy mayores que no parecen veraneantes, sino vecinas de un verano en el que se han instalado a jamás. Por encima, se eleva la tupida cúpula verde oscura tejida por árboles con blasón y, aún más arriba, las golondrinas volanderas de un cielo transparente cuyo añil arde por los bordes del crepúsculo. A la mañana siguiente se invierten las tornas, y los vencejos picotean los primeros colores del cielo enhebrándolos con su vocerío.

 

No resulta fácil encontrar el camino. El Escorial se está urbanizando demasiado. Las casas crecen y se multiplican amurallando el paisaje. La población ha pasado en poco tiempo de los 10.000 a los 20.000 habitantes a costa de un suelo robado forzosamente a la montaña. El peligro de que la marea de cemento siga devorando los pinares ha puesto en marcha a una plataforma de vecinos que piden que no se recalifiquen más terrenos y se detengan las construcciones. Los ecos de la protesta permanecen aún visibles en las inmediaciones de la presa de Abantos, coetánea del monasterio y que en su humildad más parece una piscina que la obra de ingeniería hidrográfica que en su tiempo debió de causar asombro. El camino progresa a través de un pinar que sólo pone la sombra, ya que el olor lo ponen las jaras. Tapizan el suelo infinitas piñas roídas hasta la médula por unas ardillas que gustan de jugar al escondite con los caminantes buscando el envés de los troncos. De cuando en cuando estalla el aplauso, como un vuelo, de las palomas torcaces.

 

Se sale de la amistosa sombra de los pinos, así como del arroyo Romeral que anorta la dirección, en las inmediaciones de la fuente de El Cervunal, que disputa la primacía de las aguas de la sierra a la más copetuda, y todavía lejana, de la Fuenfría. Calmada la sed, el camino se desvanece en una pradera desvitalizada en amarillos. De pronto, y como salida de ninguna parte, aparece una pista que acerca al caminante hasta un breve collado. Allí se encuentra, a modo de marca, la cruz desde la que Rubens pintó su vista de El Escorial, y desde la que hoy tendría que haber pintado otra cosa, dado que los pinos de repoblación enmascaran la perspectiva. Del collado se asciende en un voleo a la cumbre del Abantos, mirador más despejado, pero desde el que Rubens sólo hubiera obtenido una perspectiva aérea del monasterio, es decir, anacrónica. Abandonada la atalaya rocosa que toma su nombre de unas aves que la desertaron hace tiempo -los quebrantahuesos o abantos-, el paisaje se tumba en lomos atravesados por caminos polvorientos y llenos de pedruscos acudidos a ellos por algún impulso viajero.


 

Justo por debajo del Abantos y en la ladera que mira a Madrid, fuera pues de los pasos del caminante, se encuentra uno de los pozos de nieve mejor conservados de la sierra. Fue esta de la nieve una de las riquezas del Guadarrama desde el siglo XVII. El caminante no quiere evocarla mucho porque soportaría peor el sol que cae a fuego. Habitan el lugar unas moscas voraces que han debido de probar la carne humana y por eso se lanzan golosas sobre los raros viajeros que atraviesan estas soledades. Delimita el paisaje por la derecha en el sentido de la marcha, un muro imponente. Se trata de La Cerca con que Felipe II quiso convertir el mundo en un jardín privado, un hortus deliciarum para la contemplación de las especies vegetales y encierro de las venatorias. Hoy parece el muro tras el que se oculta el Valle de los Caídos, que grita desde las profundidades como las Sirenas para perder al viajero en la memoria que no es, en la que adulteraron los vencedores. No puede el caminante evitar el pensamiento de que se trata de una inmensa tumba omitida no ya para los otros caídos sino para los caídos sobre los caídos durante la construcción del ciclópeo ex-voto.

  

Tras mucho subir y bajar por caminos donde los ciclistas echan pie a tierra, y el caminante, las manos a la cabeza, se alcanza la cumbre de la Naranjera. Desde allí hay una vista en picado de la vertiginosa Cruz de los Caídos que le busca heridora las cosquillas. Procedente del valle que mira a Segovia asciende el griterío de una multitud acampada que subió en autobuses e innúmeros coches. Más que a gritos deportivos suenan a vítores políticos, pero en la sierra no hay prensa que explique lo que está sucediendo en sus territorios. Camino de la cumbre de La Salamanca, el paisaje afecta las amabilidades de una estampa japonesa, algo así como un desfiladero en miniatura tallado en la roca y sabiamente salpicado por notas de verdura. La línea de cumbres desciende vertiginosamente después del pico Cabeza Líjar, con su mirador, y se enreda en lazos y quiebros que borran el camino. Una familia instalada bajo una choza para participar en la campaña de vigilancia voluntaria de incendios tiene a bien instruir al caminante sobre la dirección que tomaron los hitos.

  

La etapa concluye junto al solitario león del puerto de Guadarrama tras rebasar distintos complejos en los que crecen las gigantescas antenas que polinizarán el espacio, a menos que sean jaulas de un zoológico para bichos de Meccano. Fue Fernando VI quien convirtió en carretera moderna el antiguo paso de arrieros de Guadarrama, tal y como lo anuncia la leyenda del monumento conmemorativo, con fiera incluida, que celebra su construcción: 

Ferdinandus VI

Pater patriae

Viam utrique castella

Superatur montibus

Fecit

 

Debido a la resistencia que opusieron los sublevados a las fuerzas de la República, el lugar fue rebautizado propagandísticamente durante la guerra civil como Alto de Los Leones, en indelicado y ofensivo hito que, una vez acabada la contienda, prolongó el del valle que se quiso en honor de una mitad de los caídos. Al león subieron para arengar a las tropas, el tenor franquista Miguel Fleta y Dolores Ibarruri, la Pasionaria.


 

Hacia el corazón del viaje (Guadarrama-Puerto de Navacerrada)

 

A veces, lo imprevisto adquiere forma de tormenta. Zeus amontonaba nubes al suroeste y ya debía de tener tantas que comenzó a descargarlas en forma de rayos. Pronto, truenos y centellas alcanzan la cuesta de la Sevillana comprometiendo el avance de un caminante circunspecto que buscará refugio dentro de un pinar bastante espeso, dejando bien lejos los bastones telescópicos y la mochila con hierros. El trueno se instala sobre las copas mientras los nubarrones sueltan chaparrones intermitentes. Pero hay suerte,  en su progresión hacia el noroeste la tormenta va diluyéndose hasta desaparecer, media hora más tarde, en el más puro azul. Con el camino expedito, pronto se hace realidad el puerto de la Tablada, uno de los cuatro que menciona el Arcipreste de Hita, con el de Malangosto, Lozoya y la Fuenfría. Se ha querido ver en las citas del arcipreste la prueba de que viajó por estas tierras, sin embargo la realidad parece bien distinta. Juan Ruiz se vale de la sierra como pretexto para sorprender a las serranas y enzarzarse con ellas en jugueteos eróticos.

 

Si el arcipreste anduvo o no por la sierra será preciso acreditarlo mediante otros documentos, lo único que se puede establecer a partir del Libro de Buen Amor es que para él, la sierra es un constructo, un lugar concebido ad hoc para el sexo. Sus intenciones no pueden estar más claras desde los primeros versos:

 

Probar todas las cosas el Apóstol nos manda;

Fui yo a probar la sierra, hice loca demanda.

 

Y la primera probatura será la Chata, una serrana que se lo echa al hombro como si se tratara de una irreverente reencarnación de San Cristóbal. Luego, degustará, más a fondo, a la serrana de Malangosto que se erige ante él, al igual que la primera, como un caballero desafiante que le cerrara el camino a la vez que como la encargada de cobrar un portazgo tanto más oneroso cuanto más espere el caminante de sus encantos:

 

La vaqueriza traviesa dice:

“Luchemos un rato;

vamos, levántate aprisa

y despójate del hato”.

Por la muñeca cogido

Hice lo que ella ha querido.

¡Pienso  me salió barato!

 

Rumbo de la Peñota, salta una abubilla que establece su vigía en un cantil y alza definitivamente el vuelo ante el avance del viajero. No tarda el camino en volverse senda, y la senda en volverse abrupta hasta que, en las tres cumbres que conforman La Peñota (1.945 m.), se ofrece tallada en la roca, cuando no se abre paso entre confusos amontonamientos rocosos jugando al escondite con un abismo amable y limitado. La cuesta es larga y exigente y se lleva como por ensalmo el agua de las cantimploras. Tras un descenso en tobogán, el camino se empina a través de un bosquete roto buscando la cima de la Peña del Águila (2.023 m.), una cumbre amesetada donde crecen esporádicas gencianas con su mayestática inflorescencia amarilla y vertical. Al caminante se le ofrece, enfrente, el Montón de Trigo. Hacia el oeste se desarrollan las cumbres de La Mujer Muerta que, vistas desde la perspectiva madrileña no parecen otra cosa que montes. En una grieta del macizo corre, hondo, el río Moros, represado en su más temprana y corta juventud. Para inquietud del caminante la tormenta se está recomponiendo en la llanura segoviana amenazando saltar sobre él desde el Puerto de la Fuenfría.

  

El camino desciende violentamente a través de un cortafuegos hasta la pista por la que avanzan dos personas que, debido a las soledades anteriores, parecen multitud. La fuente del Infante no mana por donde debe -la construcción que le hicieron ex profeso- sino más allá, como si prefiriese la humilde vegetación para ocultarse en un tubo. Contrariamente a lo que sugería el olfato, ¿no había que bajar de la Peña del Águila al puerto?, la pista sube ligera aunque sostenidamente recrudeciendo los sudores. El calor ya  es mucho. Desde el collado o puerto de la Fuenfría el caminante obtiene una vista inmejorable de un cielo negrísimo. El resto, lo tapan los pinos. Se halla el viajero en los límites del afamado pinar de Valsaín, la finca de la que fue nombrado principal el explorador vitoriano Manuel Iradier como pago a la conquista de Guinea y bálsamo con que reponerse de las enfermedades que contrajo en sus viajes. No estará de más recordar que Iradier partió a la conquista de Guinea con una bandera, trescientas pesetas y una chalupa con la que se infiltró en medio de las armadas de Francia y Alemania, que estaban en pie de guerra para defender sus posesiones coloniales.

 

Por el puerto de la Fuenfría pasaba la vía romana que enlazaba Madrid y Segovia y sobre la que se irían amontonando los caminos durante muchos años en un palimpsesto viático. En el s. XVIII lo ampliaron para permitir el paso de carruajes hacia el reciente palacio de La Granja. A comienzos del s. XX, el gran propagandista de la sierra Constancio Bernal de Quirós tenía, mediciones en mano, a la fuente de la Fuenfría como la de aguas más frescas del macizo. Los viajeros ya lo habían intuido cuando la llamaron fuente de Matagallegos, poco después de que la ruta del puerto quedara en desuso excepto para los braceros gallegos que bajaban a segar y  tal vez a matarse con su chorro. Alrededor de la fuente se agrupan los excursionistas. Por ella pasa uno de los caminos más transitados de la sierra, el camino Schmid, que toma su nombre del socio número trece de la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara que antes se llamaba de Los Doce Amigos y que fue constituida en 1913. Eduardo Schmid balizó la ruta en 1926 para unir el puerto de Navacerrada con el albergue que dicha sociedad tiene en el Valle de la Fuenfría. El camino se interna amplio en las laderas de los Siete Picos. Bajo el collado Ventoso, el perfume de los pinos no se ve perturbado por el de ninguna otra planta envidiosa, aunque sí por el aire picante de la tormenta. Es hora de comer, pero el apetito ha de competir con las nubes. El caminante medio engulle y se pone inmediatamente en marcha. Lejanos, huecos y espaciados suenan los primeros truenos.

 

De pronto le salen al encuentro las Tres Gracias en versión excursionista preguntándole a ver dónde se encuentra el río. ¿Río? En su desconcierto el caminante olvida consultar el mapa. Ha cruzado arroyuelos que sólo pueden adquirir caudal muchas cotas más abajo. Eso sí, les previene acerca de la más que inminente tormenta, pero las ninfas con, por toda impedimenta, unas ligeras ropas de verano prosiguen plácidamente su camino alejándose del lugar donde dejaron el coche. Media hora después revienta la tronada. El caminante se halla a buen recaudo en el puerto de Navacerrada. Calcula por el paso que trajo y lo que debieron de andar en sentido contrario las imprudentes Gracias, que aún les debe restar una hora larga para alcanzar el refugio del coche. Afortunadamente para ellas, la tormenta pasa en diez minutos. Han tenido suerte por esta vez. La especie más extraordinaria que uno puede encontrar en los caminos es la humana, que en su imperturbable afán por superarse lo mismo arrostra las dificultades más insensatas, sin estar preparada para ello ni disponer del material adecuado, que se deja vencer por el irrefrenable deseo de correr a su ruina.


 

El mundo tiene una bola (Navacerrada- Rascafría)

 

La sierra se ha dividido tradicionalmente en sierra pobre y sierra rica. El puerto de Navacerrada constituiría el límite entre ambas. A partir de él y hacia Somosierra se extiende la sierra pobre. La sierra rica se queda atrás con El Escorial como epicentro. Claro que, cuando se hablaba de pobreza y riqueza no se quiere decir que la sierra sea más rica o más pobre en un punto u otro -sólo dio nieve, y da y daba pastos y pinos en todo su recorrido- sino que eran pobres o ricos los pueblos de sus faldas. Constancio Bernal de Quirós lo explicó geomorfológicamente en 1915. A su juicio, el granito determinaría la pobreza del suelo y por ende la de sus habitantes, mientras que las zonas de la sierra ricas en gneis harían posible una mejor agricultura, lo que le lleva a establecer un asombroso corolario ético-geológico: “El material granítico parece aumentar en los crímenes de sangre en número y brutalidad, mientras en el gneis y en los terrenos sedimentarios no cristalinos, todo lo criminal y aun lo inmoral, se atenúa y el tipo humano parece ennoblecerse de repente”.

 

Las observaciones de Bernal de Quirós no se corresponden exactamente con la división tradicional entre la sierra pobre y la sierra rica, seguramente porque no sólo de gneis y de granito vivía el serrano, sino del deseo de las gentes de Madrid por refrescarse en verano, pero no obsta para que la sierra se haya considerado dual ya sea en su composición geológica, ya bajo el prisma socioeconómico. Aunque también resulta dual desde el punto de vista gnoseológico. Lo estableció Ortega en un artículo ya clásico al sostener que la sierra de Guadarrama, con seguir siendo la sierra, no era la misma vista por alguien que la mirara de Madrid que por alguien que la contemplara desde Segovia: “¿Tendría sentido que disputásemos los dos sobre cuál de ambas visiones es la verdadera? Ambas lo son ciertamente, y ciertamente por ser distintas. Si la sierra materna fuera una ficción o una abstracción o una alucinación, podrían coincidir la pupila del espectador segoviano y la mía. Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista”.

 

En medio de tanta dualidad y relativismo, el puerto de Navacerrada se muestra como el ancla de la sierra. Desde él parten agotando la Rosa de los Vientos sendas con destino a las distintas cumbres. Lo saben bien los excursionistas que lo visitan por centenares cada fin de semana. Pero no siempre fue así. El puerto existe desde que Carlos III encargase al ingeniero Villanueva un proyecto que le ahorrase transitar por la Fuenfría. Villanueva se sirvió de un antiguo camino para proponer la opción del Puerto de Navacerrada que con sus famosas Siete Revueltas abandona raudo las cotas de nieve invernal y permitiría que se mantuviera abierto durante más tiempo. En la década de 1950 se construyó la estación de esquí cuya modernidad fue propalada a los cuatro vientos (domésticos) por una película tontuela titulada Amor bajo cero (1960), que introducía en la educación sentimental una visión de España homologable con Europa a base de gente guapa, ocio refinado -¡nada menos que el esquí!-, modelitos, tragos largos, canciones pegadizas y una increíble loa a la igualdad de oportunidades (para los caraduras).

 

Finalmente, el puerto de Navacerrada es el lugar que escogen los deportistas de élite para entrenarse en altura. No resulta extraño, pues, que el caminante pueda encontrarse con relevantes atletas del maratón, como José Ríos y Beatriz Ros, o con la campeonísima Joane Somarriba, habida cuenta de la proximidad de las olimpíadas de Atenas. En cuanto al camino hacia Rascafría, comienza con la empinada cuesta de la Bola del Mundo, lugar donde se construyó el primer repetidor de TV en España y que más parece un centro espacial, pero de la época en que Tintín viajaba a la luna. Desde la cumbre se disfruta de una magnífica vista frontal de Peñalara y, por la derecha, de la Cuerda Larga -con el Cabeza de Hierro- y la Maliciosa, algo más al sur, quedando a la espalda Siete Picos y la Mujer Muerta. Por el ondulado camino de la loma del Noruego se llega al pie de Peñalara u ónfalos del macizo. La vegetación se halla muy degradada debido a la excesiva frecuentación y se está procurando regenerarla dejando obrar a la Naturaleza mientras se mantiene al excursionista dentro de un único camino concebido, en su comienzo, para auténticas multitudes.

  

La ascensión al pico de Peñalara resulta más sencilla que preguntarse por su nombre. Algunos etimologistas querían ver detrás de peña, la penne o pluma que explicaría (?) la disposición en sierra del macizo. Un francés, lo descompuso en Peña del Ara y estuvo buscando algo parecido a un altar, o como mínimo a un dolmen, entre las muchas rocas acumuladas sin encontrarlo o, por lo menos, sin convencer a sus colegas de que lo que había encontrado pudiera pasar por tal. De la mano de Francisco Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza nació en Peñalara a mediados del s. XIX el interés ilustrado por la montaña. Giner organiza excursiones educativas con sus alumnos y será uno de ellos, Constancio Bernal de Quirós, quien cree la sociedad Peñalara y la revista que lleva su nombre fundando el guadarramismo propiamente dicho. La tinta que se ha derramado sobre Peñalara podría llenar la laguna del mismo nombre citada por  Théophile Gautier, Nicolás Fernández de Moratín y Pio Baroja. Con todo, el caminante  pecaría de ingrato si no recordase la subida realizada por el propio Bernal de Quirós: “Los últimos pasos, ante el espectáculo de ruina y desastre de la montaña formidable, llenan el alma de un terror sagrado... Por fin se pisa la cumbre, y un aire impetuoso que encuentra, al cabo, el espacio libre, viene a sacudir en una embestida loca”.

  

La arista cimera se va afilando conforme se progresa hacia el pico Claveles donde un pie cuelga a un abismo y el otro titubea sobre un despeñadero más insondable todavía. Se puede evitar el vértigo cortando por una bloquera verdusca, áspera e inacabable para recuperar el camino justo debajo del Claveles, donde se inicia el descenso hacia el puerto del Nevero, que toma su nombre de un ventisquero visible todavía a mediados de julio, para concluir en la laguna de los Pájaros, amable charca muy propia para desentumecer los pies gracias, entre otras cosas al cosquilleo de los innúmeros y ansiosos renacuajos sorprendidos por tan gigantesca y quizás apetitosa visita que deben de encontrar algo muy suculento para sus estómagos en las fatigadas plantas del caminante.

 

Un cálculo no erróneo sino interrupto induce al viajero ladera abajo por el arroyo donde desagua la laguna. Sus pasos hacen huir a una piara de jabalíes que abrevaban apaciblemente en las tierras encharcadas. De haberse deslizado unos metros más por la ladera o haber consultado el mapa y el altímetro se hubiera encontrado con la pista que enlaza el Paular con el Puerto de Cotos. A cambio, debe recobrar paulatinamente altura a través de molestos piornios y enebros rastreros hasta alcanzar el lejanísimo Puerto del Reventón. La cuerda se hace inacabable y áspera en la hora canicular de las tres de la tarde. Un poco de chocolate no obra el milagro pero permite dar unos cuantos pasos más. El agua hace rato que se evaporó de la cantimplora. Sin embargo, aparecen signos claros de la civilización: un repetidor y un poco más allá un pluviómetro que presagian  la proximidad de la pista adivinada desde la lejanía.

 

El caminante no ha reparado en la justeza con que bautizaron el puerto hasta que lleva más de una hora bajando por la pista sin conseguir adivinarle el final. Luego, sobreviene un camino no menos inacabable a través de un tupido bosque de robles carrascos que produce claustrofobia, dadas las muchas horas de caminata y la necesidad de ver por fin el término de la etapa. Finalmente, el caminante alcanza Rascafría, pueblo que tiene nombre oulipiano puesto que se compone de dos partes que se traducen mutuamente (rasca es frío en jerga) al igual de lo que sucede con Waterloo (water y l´eau). En la iglesia de Rascafría hay varias imágenes que proceden de El Paular desamortizado. Entre ellas destaca una bellísima y sensual Magdalena y a su lado un San Miguel aplastando al diablo que concentra las elucubraciones con que el caminante ha resistido el Reventón. En aquellas cuestas concluía que dentro de cada ciudadano hay un ser cívico y un demonio asocial que se tomaría la justicia por su mano, negaría la presunción de inocencia, aplicaría la violencia sobre los autores de determinados delitos especialmente odiosos, etc. La imagen de San Miguel se le antojó más que necesaria.

 

 

Cicatrices de la memoria (Rascafría- Lozoya)


Un mínimo de rigor caminante obliga a reemprender el camino donde se dejó. Está bien que por razones de comodidad se prefiera pernoctar allá donde se ofrece el cómo y con qué, es decir, en el valle, puesto que las cumbres están horras, pero la propia aventura exige abandonar Rascafría por donde se llegó. En el fondo del valle va quedándose El Paular, centro de la inspiración poética de Enrique de Mesa y lugar donde se han alojado Ramón Menéndez Pidal o Camilo José Cela. La iglesia, con su magnífico retablo de alabastro policromado del que sólo hay otros dos en España, permanecerá cerrada por obras de restauración posiblemente hasta 2005. Y es que El Paular sufrió un abandono de siglos hasta que en 1950 se instalaron los benedictinos, en sustitución de los cartujos originales, y montaron un seminario. Al caminante le sorprendió toparse con la única muestra de gótico trapezoidal que existe en el mundo y que hubiera debido organizar el claustro del monasterio si le hubiera gustado a Isabel la Católica. Como no fue así, hoy puede verse sólo el intento del arquitecto Juan Guas por ofrecer un estilo original, pero pesadote, a la reina.

  

Ascender al Reventón supone recuperar los 900 metros de desnivel que se perdieron la víspera. En el bosque de robles no resulta difícil tomarse por un Aureliano Buendía pues las mariposas surten a cientos rodeando al caminante. En cambio, en los rasos del Reventón, Buendía se convierte en el Señor de las Moscas, tantos son los insectos que rodean a las famosas vacas serranas cuya mirada dice que han descubierto en el caminante al caníbal que se cenó gran parte de una (dijo que se cenaría un buey y sólo erró en el sexo). El calor pesa en las piernas, son las doce y cuarto del mediodía y el caminante no ha avanzado ni un metro en la dirección de la etapa. Un poco más allá del Reventón hay un auténtico acumulamiento de búnkeres de la guerra civil. Las casamatas serranas no son de hormigón sino de piedra berroqueña, como las chozas de los pastores. Se ve mal cómo hubieran podido aguantar intensas andanadas de artillería y un ataque en toda regla. Da la impresión de que prevalecieron otros aspectos estratégicos que los de la conquista de las cumbres.

 

En efecto, los sublevados se presentaron en la sierra procediendo del norte el día 22 de julio de 1936 con intención de forzar el paso hasta Madrid por Somosierra. Allí se produjo la que se considera la primera batalla propiamente dicha de la guerra. Los golpistas se hicieron fuertes en ese puerto, pero fueron contenidos por las tropas leales al gobierno en distintos puntos del macizo. Tras un conjunto de escaramuzas con diversa suerte para uno y otro bando, el frente se estabilizó a mediados de agosto. Aunque relativamente, pues ataques y contrataques se sucedieron hasta junio de 1937, fecha en que se puede hablar ya de guerra de trincheras. En adelante, los estrategas franquistas con Mola a la cabeza optaron por atacar Madrid a través de la carretera de La Coruña apoyados con movimientos desde el oeste o bien desde el sur, por la Casa de Campo. El frente de la sierra les venía bien para mantener inmovilizado al mayor número posible de efectivos republicanos.

 

La lucha de posiciones se mantuvo en la sierra hasta el final de la contienda. Poco antes del colapso, combatientes comunistas abandonaron sus posiciones serranas para combatir en Madrid contra los partidarios del coronel Casado que había dado un putsch interno. A todo lo largo de la sierra pueden verse casamatas y trincheras muy bien conservadas.  La mayor parte de las veces sólo hay una línea defensiva que al no tener otra enfrente parece oponerse de un enemigo infinito. El caminante apenas discierne otras que culebrean como frágiles rayas de la memoria sobre las que no se quiere detener nadie. Miguel Hernández, que anduvo por estos parajes como comisario del ejército, menciona en sus versos a una heroína serrana, la dinamitera de Buitrago:

 

Rosario, dinamitera,

sobre tu mano bonita

celaba la dinamita

sus atributos de fiera.

 

Rafael Alberti, se curó en su juventud con los aires de San Rafael (Cela lo haría con los del sanatorio del Guadarrama), y leyó versos en la sierra para el Quinto Regimiento. También lo hizo Luis Cernuda que se quejaba espantado:

 

Y veo los muertos bruscos

Caer sobre la hierba calcinada,

Mientras el cuerpo mío

Sufre y lucha con unos enfrente de esos otros.

 

En la sierra de Guadarrama luchan y viven los protagonistas de Por quién doblan las campanas. Muy cerca de El Escorial, en Villanueva de la Cañada, murió Julian Bell, el sobrino de Virginia Woolf que vino a combatir con las Brigadas Internacionales. El brigadista Reginal Saxton, que organizó precarios hospitales de campaña en la Sierra, relata así el momento de la muerte del joven escritor británico: “Se veía su corazón a través de la herida. Le di una transfusión de sangre y volví a vestirle. Pero me di cuenta de que debíamos dejarle morir y murió esa misma noche”. Guardan también las piedras defensivas recuerdos de muchos héroes anónimos mientras se estiran por los tirantes de la cuerda desvaneciéndose a veces o cristalizándose en rocas que son ya paisaje. Los hitos se hacen escasos, derruidos, hay que avanzar a olfato. El cuervo implante en el aire su vuelo de alerta como una bandera negra.

 

Por lo demás, están estas soledades tan solas que a veces ni hay camino. Quien desee bajar al puerto de la Felecha deberá hacerlo atravesando una espesura de cambrones. Al cabo de otra subida y otra bajada, encontrará el monolito conmemorativo del paso del Arcipreste por el Puerto de Malangosto. Pesan ya y mucho las botas. El afán de avanzar y la propia conciencia de la distancia (más el calor y la sed) se llevan el apetito. La aventura tiene días tontos en que los aventureros no valen para nada. Por encima del Malangosto se extiende una paramera pedregosa y muy bella en su amplitud y sus tonalidades que preludia las rampas del Pico del Nevero, recorrido en su ascensión por una cicatriz bélica. El camino de bajada remolonea por la amplia y poco definida cumbre hasta aproximarse a la vertical casi del puerto de Navafría, adonde se precipitará en picado a través de un cortafuegos. Lozoya espejea en el valle a 12 Km de distancia por carretera, quizás 6 de camino montés o nada si es que aparece un caminante samaritano que previamente aparcó el coche en las umbrías del puerto. Con todo, el Reventón reventó, el calor y los constantes sube y baja hicieron el resto para ponerle a la aventura las piernas arduas. Hay días en que el cuerpo apenas puede con lo que se le pone por delante.


 

El viaje toca a  su fin (Lozoya-Somosierra)

 

Contra las dificultades de la carretera está el arte de subir en taxi. Escarmentado por los rigores del mediodía, el caminante aprovecha el frescor de las primeras horas y el transporte que ofrece la civilización para no enredarse en penosas marchas aproximativas. El conductor le comenta la riqueza y amabilidad de los pinares y lo saludable de un monte que no está hecho para él. Afincado en Rascafría hace lo que puede para hurtarse a los consejos de la practicante del lugar que está imponiendo a los sedentarios las virtudes de caminar. Tanto es así que han bautizado como de la Pepa el paseo entre Rascafría y El Paular, en claro homenaje de los vecinos a quien tanto vela por su salud. Con el taxi desaparece el valle. La ruta hacia Somosierra arranca brutalmente en el puerto de Navafría. Un cortafuegos simétrico al de la víspera coloca al caminante tras no pocos esfuerzos en el Reajo Capón. Entre éste y el Reajo Alto se extiende una llanada amable y florida que cruza saltando hasta perderse de vista una cierva asustada. Luego, el camino se convierte en una sucesión de eminencias y hondonadas con menos desnivel entre ellas que el día precedente.

  

Cervantes habla de la sierra de Guadarrama refiriéndose a la proverbial calidad de la madera de haya de sus bosques con que se fabricaban los husos que se vendían en Madrid: “No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-; no le mana, digo, eso que decís; sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada sino más derecha que un huso de Guadarrama”. Ni que decir tiene que ya no queda un haya en la sierra, como no sea en Montejo, por donde nace el Jarama, si es que hubo algún otro microclima donde el árbol septentrional pudo establecerse. A parte de en la briosa defensa de Dulcinea, Cervantes cita la sierra cuando expone que era oriundo de ella, y más concretamente de la Fuenfría -puerto que acabó convirtiéndose en lugar de vagos, pícaros y maleantes-, el Rinconete que se llevó toda aquella herencia consigo. Fueron otros paisajes más bravos que ya quedaron atrás -el de la Maliciosa y la Pedriza- los que utilizó Velázquez para fondo de los retratos del príncipe Baltasar Carlos y de Felipe III, respectivamente. Y han cantado la sierra poetas como Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre, entre otros.

 

Las mariposas tienen una talla gigante, el triple que las de Rascafría, aunque luzcan la misma librea blanca con motas negras. Alertada por los estruendosos pasos del caminante, una perdiz corre a salvar a su prole que le sigue con ademanes de pato de secano. Los rebaños de vacas son constantes, así como su tendencia a preferir determinados lugares que queman y tornan irrespirables con su orina. Predominan las vacas retintas, lo que explicaría que el mapa trajera en negritas cierta cumbre alrededor de cuyo mojón se agruparon. Con las vacas van en el lote, su tozudez y su empeño en asustarse cuando no deben, así como la afición que tienen a seguir los pasos del caminante, sin olvidar todo el cortejo de moscas y tábanos que les acompañan. El caminante debe mostrarse senequista y manifestar una cordial indiferencia por la vaca. Cuando la ruta está dominada, lo peor que le puede ocurrir al caminante es empeñarse en ir más allá. El prurito de tocar el puerto de Somosierra le anima a prolongar en casi tres horas el recorrido para comprobar que el camino pierde la dirección SE-NE para inclinarse peligrosamente hacia el este, es decir hacia las tierras madrileñas del pueblo de Somosierra tras una extraña e inmensa antena, que más parece un ovni. Al suceso le vienen como de molde los versos del poeta de estos parajes serranos, Enrique de Mesa:

 

Sendero de dulzor o ruta aceda,
¿quién hay, humano que decirnos

pueda
la dicha o el dolor que aguardan lejos?

 

Según el mapa no hay una bajada franca que prosiga el eje de la sierra, finalmente el caminante deberá torcer al oeste para bordear la última loma, acaso la de Los Llanos, desoyendo los lamentables balidos de una oveja extraviada que le toma por el pastor. De allí, tras un somero cobijo en la sombra de unos pinos, deberá tirarse campo a través hacia las tierras segovianas. Su objetivo es Rades del Puerto. De los antiguos caminos del pueblo no quedan más que escuetas trochas de vaca que serpentean entre tapiales y matojos crecidos al amparo de algún agua interior. La entrada en el solitario y chocarrado pueblo de las seis de la tarde se produce bajo un emotivo y metonímico homenaje: el camino aparece lleno de suelas de goma, producto del relleno con tierra de chirrión, es decir, de basurero, con que lo repararon. ¿Acaso puede haber mejor canto al caminante que el ofrecido a la suela de sus zapatos?


....................