VIAJES /// Tumbos

Las tres semanas que la profesora jubilada Mariaje García, autora de la crónica de un tour por Uzbekistán ya publicada en esta web, pasó en Benin a finales de 2013 le aportaron un conocimiento de la cotidianidad africana muy diferente del que refleja la prensa europea. Como explica en su texto, lo que más valoraron ella y sus tres acompañantes fue que el antiguo Dahomey ha sabido preservar convenientes ritmos de vida y sistemas de relación hace tiempo perdidos en nuestro entorno.   

Un enorme baobab en el norte del país.

Benín: la cara alegre y apacible de África

Cualquier aeropuerto del África negra te enfrenta a una imagen nueva. Nada de cintas transportadoras ni de escaleras mecánicas, ninguna parada de taxis reconocible, mucho menos un bar donde tomar un cafecito caliente de madrugada (siempre se llega a deshoras cuando utilizas lowcost). Lo que ves son personas cargadas con bolsas buscando quien les lleve allá donde vayan y otras que en el exterior, con caras adormiladas, esperan sentadas en tocones de hormigón que parecen traídos de alguna obra e incluso tendidas en el suelo echando una cabezada.

 

Eso es lo que encontramos –con los ojos a media asta– a nuestra llegada a Benín. Eran las cuatro de la madrugada y estábamos de suerte: Petit, el chófer que nos acompañaría durante nuestra estancia, y Jacques, el gentil cocinero, esperaban enarbolando un cartel con nuestros nombres. Saludos, noticias breves de sus amigos de España y al coche.

 

Tráfico en un solo carril

¿Coche? Aquello era una tartana en la que las ventanillas no tenían manivela para abrir y cerrar (se usaba una que el conductor llevaba guardada y que acabamos llamando le tresor), no disponía tampoco de aguja que indicara la velocidad, la tapicería estaba destripada y mejor no pensar en cómo estaría lo que no quedaba a la vista. Más tarde pudimos comprobar que no se trataba del peor coche del país, ni mucho menos, y que Petit era un excelente conductor capaz de paliar los defectos de su taxi, con gran habilidad para sortear baches y socavones, cambiar ruedas sin gato y, en fin, cualquier otra tarea que quepa imaginar.

 

Aunque confiábamos en dormir algo en el trayecto hasta la casa (unas dos horas), no fue posible. La carretera –en obras desde hace siete años–- consistía en un camino de tierra del que se desprendía un polvo rojo que, a través de las ventanillas abiertas, penetraba por la nariz y la boca y no nos dejaba respirar. Además, el tráfico en doble dirección se acumulaba, por culpa de los baches, en un solo carril, de forma que constantemente había vehículos a punto de topar con el nuestro, pero afortunadamente Petit esquivaba a todos y a la vez disipaba nuestro temor de que la estancia en Benín nos iba a durar poquísimo. El parque móvil del país es muy viejo y está formado básicamente por motos y motocicletas en las que acarrean toda suerte de mercancías, incluyendo troncos de árbol atravesados.

 

Gentes hospitalarias y alegres

Sanos y salvos, pero empolvados, llegamos a la casa en Ouassá Podji, un poblado del distrito de Possotomé. Chez Elisa nos reconfortó desde la primera mirada. La gran pallotte, el jardín lleno de plantas y árboles, la armónica edificación… e Ivet, la alegría de la casa (“¡qué guay!” era su frase preferida). Había amanecido y nos sentíamos en paz. Estábamos a resguardo de un exterior que en principio resultó hostil, aunque esa primera impresión se esfumó en cuanto comenzamos a movernos por los alrededores del lago Ahemé.

 

Buena parte de nuestro estancia en Benín iba a desarrollarse en Chez Elisa, la casa construida por una española cautivada por el país. Todo estaba preparado para que pudiéramos disfrutarla. El lugar, un pueblo cercano al lago, tiene su encanto, y más incluso las personas a cargo de los visitantes de la casa, que se convierten en algo parecido a tu familia. La inigualable gracia de nuestros días allí consistió en descubrir unas gentes hospitalarias y alegres que conservan una forma de vida ajena al vértigo en el que transcurren las nuestras.

 

Un país poco conocido

Antes de emprender el viaje tuvimos que localizar Benín en el mapa. No sale en la tele porque no tiene conflictos, ni aparece en las rutas turísticas, porque no cuenta con atractivos espectaculares que sirvan de reclamo. Pero por eso mismo permite una inmersión en la cotidianidad africana difícil de experimentar en destinos más populares. País conformado por distintos reinos, fue punto de llegada y salida de esclavos, que eran secuestrados en las tierras del alrededor y enviados a América desde el puerto de Ouidah. De su pasado colonial queda el idioma francés, un ferrocarril que ya no funciona y algunos edificios con cierto carácter. Del periodo de gobierno socialista, una buena y gratuita educación, y un estimable sistema sanitario público. Todo lo demás tiene raíces ancestrales: las múltiples lenguas, los coloridos vestidos, el talante tranquilo y amistoso de sus habitantes, las costumbres atávicas, el respeto a los demás y fundamentalmente a los mayores, la música, la danza…

 

Casi nada de todo eso ha sido maleado por el turismo, ni por el progreso, aunque se ven muchos móviles, por lo general de poca calidad. Muy pocos tienen televisión y la vida social, que sigue siendo muy importante, se realiza de forma espontánea y pública. Son polígamos, tener varias mujeres y muchos hijos constituye símbolo de riqueza. Animistas en su gran mayoría, conviven con sus muertos, que entierran junto a sus casas, practican el vudú y se muestran muy supersticiosos: los fantasmas existen y hay que tener cuidado con ellos. De todos modos, las religiones conviven en armonía. También hay cristianos y musulmanes, estos últimos sobre todo en el norte, donde choca ver las mujeres mucho más tapadas y se oye constantemente el canto del muecín.

 

Para moverse por el país en distancias cortas se recurre a las motos-taxi, llamadas zim, que transportan personas y mercancías. No hay muchos coches particulares, para las distancias largas se emplean coches de uso colectivo. No vimos autobuses y no resultan recomendables los vehículos de alquiler por lo infernal de la conducción.

 

Paseo por Ouassá Topka

Nos instalamos en Chez Elisa con la doble sensación de estar en casa y a la vez en un escenario exótico. Nuestras habitaciones evocaban aventuras de cine: las camas con mosquitera, las cortinas azules con estampados africanos, los grandes ventiladores…Después de una buena ducha y de descansar unas horas nos lanzamos al descubrimiento de los alrededores.

 

Acompañados de Rémy, guía en español y enseguida amigo, paseamos por Ousssá Topka, poblado junto al lago con sus casitas de adobe, sus múltiples fetiches protectores ya del pueblo ya de cada casa (legba), sus ancestros (los eguns), sus palmeras y los niños. Yovo, yovo, gritaban al vernos (“blanco, blanco”) y nos provocaban para que intentáramos cogerles. Mewi, mewi, les respondíamos (“negro, negro”) y entonces se reían mostrando sus dientes blancos y unas sonrisas francas. Los más pequeños se asustaban y se escondían tras sus madres. Para ellos no éramos yovos, sino demonios. ¡Y un poco de razón tenían! ¿Qué será de este país cuando dejemos de parecerles extraños y les convenzamos de que nuestra sistema de vida es mejor?

 

El sol se ponía mientras montaban el mercado: telas, frutas, verduras, pilas, pasta de dientes, jabones, cuchillas de afeitar, pescados secos... Todo lo que podáis imaginar sobre el suelo. La clientela era abundante porque en el pueblo sólo hay mercado dos días a la semana. A nosotros nos costó distinguir los productos hasta que, ya de noche cerrada, encendieran lamparitas de queroseno. No es que hubiera mucha ganancia de visibilidad, pero desde fuera el espectáculo resultó magnífico.

 

Vainas de manglar en el lago Ahemé

En los días sucesivos seguimos recorriendo las cercanías de Possotomé y realizamos una primera excursión en barca por el lago Ahemé acompañados de Jacques e Ivet. Ellos movían la canoa con largas pértigas, nos ofrecían agua de los cocos abiertos con un enorme machete y nos explicaban detalles sobre la actividad humana en el lago, cómo la técnica de pesca del paisano al que vimos lanzar primero la red, luego zambullirse y finalmente batir palmas dentro del agua.

 

Otro día también navegamos por el lago guiados por Ignase (responsable del Ecobenin) hasta la desembocadura de los ríos Tholo y Coliffo, que vierten sus aguas en el Ahemé. Además de contarnos la leyenda del hipopótamo sagrado, Ignase nos aleccionó sobre la función de los manglares en el mantenimiento del lago y la pesca, y no pudimos menos que plantar vainas de manglar con la intención de dejar un mínimo rastro de nuestro paso por el hermoso lago.

 

El Ahemé es una gran extensión de agua situada al sureste del país, casi colindando con Togo. En sus orillas se levantan numerosos poblados que viven de la pesca, además y fundamentalmente de la agricultura. El nuestro era uno de ellos, por eso girábamos una y otra vez enrededor. En sendos palafitos hay dos hoteles-restaurantes para tomar una cerveza (Béninoise, por supuesto) o comer contemplando sus aguas o la puesta de sol, pero diríase que están destinados a unos turistas que no llegamos a detectar. ¡Quizás en otra época del año tengan visitantes de más nivel que nosotros!

 

Alfares y souraví

De los diez días que pasamos en Chez Elisa, básicamente dedicados a turistear por el sur, lo mejor fue acoplarnos al tranquilo ritmo de la cotidianidad beninesa. Por ejemplo, pasamos un buen rato observando el trabajo de alfarería de las mujeres mayores en un patio trasero, realizado de forma manual, ya que no empleaban torno y eran ellas las que giraban alrededor del “churro” de barro hasta dar forma a los recipientes que utilizan para guardar líquido y cocinar.

 

También resultó muy interesante la “fábrica” de souraví (el licor de palma de altísimo grado con el que nos deleitamos en numerosas ocasiones), situada en otra trasera de una choza. Allí pudimos comprobar cómo fermentaban con métodos rudimentarios el líquido extraído de la palma y lo destilaban calentándolo en un barril de metal antes de dejarlo enfriar en dos vasijas de barro a las que lo pasaban por un tubo sin serpentín, hasta que acababa goteando en un cubo de plástico.

 

En los dos casos estuvimos todo el rato acompañados por multitud de chiquillos y adultos que seguían atentamente nuestros pasos, ya que éramos el acontecimiento del día. Nadie se molesta en Benín, hay sitio para todo el mundo. Allí reina una envidiable armonía propia de la vida sencilla.

 

Baño ritual de un bebé de días

Sin alejarnos de casa, y gracias a la relación que establecimos con Rémy (guía), Jacques (cocinero y administrador de la casa), Ivet (chico para todo) y Petit (chófer), pudimos realizar estas y otras actividades no previstas en el programa, pero que ellos hicieron posibles una vez que fueron conociendo las cosas que más nos interesaban. Así, pudimos asistir al baño ritual de un bebé de diez días.

 

En este caso, y por ser la madre primeriza, la ablución la realizó la abuela paterna mientras adiestraba a su nuera en la tarea. Al baño le dedicaron tres cuartos de hora en los que el bebé, sobre las piernas de la abuela, sentada en una sillita baja, fue constantemente rociado con agua a la temperatura adecuada, que se probaba mezclando diversos recipientes de caliente y fría colocados a su lado. En esa fase del baño, la mujer cogió el pene del niño y bajándole el prepucio le echó un chorrito de agua de una botella de plástico a la que se le había abierto un agujerito en la base. Tal operación la repitió varias veces en lo que nosotros interpretamos como un sistema para descapullar al bebé (a todos les realizan la circuncisión, pero en edades avanzadas, incluso hasta los 25 o 30 años) y luego hizo lo mismo con el ano, sin que nos atreviéramos a preguntar para qué.

 

Durante todo este tiempo el bebé estuvo mucho más relajado que en la fase siguiente, ya durante el lavado propiamente dicho, cuando esponja en mano le enjabonaron bien enjabonado desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies, frotando de lo lindo, y después lo aclararon y le pusieron polvos de talco, como en nuestra infancia. Entonces el bebé se mostró inquieto, pero aún le faltaba la sesión de gimnasia. Cuando ya estuvo bien limpio, le realizaron unos ejercicios de flexión de piernas, manos y cuello que observamos no solo con asombro, sino también con temor. La señora le agarró con las dos manos la cabeza y se la giró, ora hacia los lados, ora hacia delante y atrás. Cuando creíamos que estaba ya asustadito perdido, lo cogió, lo lanzó al aire y después lo agarró por los pies bambolénadolo cabeza abajo. Ya no lloraba ni emitía el más mínimo quejido: debía sentirse bien mareado. Y cuando todo acabo, la abuela le habló cariñosamente y lo entregó a la madre para que lo enchufara a la teta.

 

Al salir de aquella casa teníamos la sensación de haber viajado a otro mundo, por mucho que fuera del mismo planeta. Otro mundo en que la vida no está ligada al dinero, ni a las prisas. Otro mundo donde el tiempo se acopla a las personas. ¡Tanto nos hemos alejado nosotros de la felicidad!

 

Clavelitos a coro en la escuela

Una visita también estimulante fue la que hicimos a la escuela donde Rémy da clases de español. Hay que aclarar que en Benín hay muchos estudiantes de español. ¿Y por qué? Parece ser que en el programa escolar existen algunas materias optativas, y en un caso los alumnos deben escoger entre física y un idioma extranjero que no sea inglés, Las opciones se reducen allí al alemán y español. ¿Cuál creéis que gana? El español, por supuesto.

 

La escolarización en Benín es gratuita, pero cada alumno la inicia y la acaba cuando puede. Diariamente veíamos a cantidad de chicos y chicas de todas las edades (algunos parecían casaderos) yendo a pie a la escuela con sus libros bajo el brazo, en extensas filas a ambos lados de caminos y carreteras y uniformados con unos vestidos de color tierra que casi los confundía con el paisaje. A las chicas las pelan al uno para, según nos dijeron, evitar la coquetería y favorecer la concentración en los estudios, algo que pudimos comprobae en directo.

 

El valor de la educación lo perciben rotudamente allí chicos y chicas. Nos asombró el interés y respeto de su comportamiento en clase. A los cuatro viajeros, todos con décadas de experiencia como enseñantes, nos impactó la atención con que se desarrollaron las dos horas de la clase de español a la que tuvimos la suerte de asistir. No disponen de libros, y tampoco, por supuesto, de ordenadores, pero sí contaban con lápices y libretas para apuntar cuanto Rémy escribía en la pizarra. Y todos se aprestaban a responder cuando el profe pedía ejemplos, levantando el brazo para hacerse notar al tiempo que decían “aquí, señor”.


Cómo fuimos visitantes sin duda excepcionales, quisimos corresponder a la invitación enseñando a los chicos la letra y la música de Clavelitos, tema que ensayamos antes con Rémy. Se divertieron y nos divertimos. Previamente asistimos a la llegada de los alumnos al recinto en el que el director y la plana mayor de profesores los recibieron. Todos en pie, y sin desviar la vista hacia nosotros, escucharon el plan de trabajo para la semana que detalló el director, al que todos aplaudieron disciplinadamente. Al acabar, los alumnos se dirigieron a sus clases, mientras el máximo responsable de la escuela reunía al profesorado en una sala y, además de de recalcar los valores a inculcar durante la semana, les alentaba con un afectuosa frase final: Chers collègues, je vous souhaite un bon travail.

 

Una vez más, la experiencia vivida con profesores y alumnos nos reconfortó al reencontrar valores desaparecidos en nuestro entorno y a la par nos incitó a reflexionar sobre las razones de esa perdida.

Palacios, playas y museos

Los días iban transcurriendo a un ritmo lento condicionado por el intenso calor y la humedad. Intercalábamos escapadas a lugares turísticos con actividades en las proximidades de la casa. Visitamos la capital, Porto Novo; la ciudad principal, Cotonou; el puerto por el que salían los barcos negreros hacia las Américas, Ouidah; la playa principal en la que sigue habiendo muchos pescadores, Grand Popo...

 

En Porto Novo, que conserva edificios coloniales franceses y portugueses, visitamos el Palacio Real y recorrimos el gran mercado de los músicos. Cotonou, abrumadora por su tráfico, cuenta con un notable mercado artesanal, pero nos pareció en exceso preparado para el turismo y ya por eso desmereció. Ouidah fue lo que más nos gustó. Allí visitamos el templo de la Pitón (bestia sagrada en su olimpo), donde hay enormes serpientes atendidas por un responsable que, según dicen, las deja salir una vez al mes para que se regalen con comidita fresca del campo (conejos, ratones…) y luego los propios lugareños las devuelven al templo, ¿será que no saben volver solas? En esa población destacan además la Puerta de no Retorno, por donde embarcaban a los esclavos rumbo a Brasil o Haití, y el museo portugués montado en un antiguo fuerte.

 

Todos estas salidas figuraban en el programa de Chez Elisa y en ellas nos acompañaban Petit como conductor y Jacques o Ivet, que nos llevaban de un lado a otro y se ocupaban de que nos dieran de comer en chiringuitos al lado del mar. Nos dio pena no poder bañarnos. Lo intentamos, pero lo impedía la fuerte resaca. Las tres mujeres nos manteníamos agarradas de la mano, en la orilla misma, y con el oleaje y la fuerza del mar, pasábamos más rato en la arena que de pie.

 

Cada vez que volvíamos de uno de estos días agotadores y tumultuosos comentábamos lo bueno que era quedarse en casa y seguir disfrutando de la apacible vida del lugar y de sus alrededores. En el mismo Possotomé se produce y envasa la mejor agua de Benín. Aunque la cerveza del país es fantástica, resulta recomendable probar el agua envasada con el nombre de la localidad, sobre todo la que tiene gas. En Possotomé hay fuentes de agua a distintas temperaturas en las que los niños se lavan y se recrean en el spa autóctono que representa un simple caño de agua caliente.

 

De palique con modistas y sastres

Otra actividad que nos encantó fue “ir a la modista”. Literalmente. En Benín apenas hay prêt-a-porter, por lo que la ropa la confeccionan a medida infinidad de costureras y sastres. Un traje implica ir a comprar la tela, llevarla a la modista, realizar las pruebas y retoques... todo acompañado de conversaciones y risas que alargan cada paso. Y en eso ocupamos una buena parte de nuestro tiempo, siempre con gran placer, aunque el resultado final no fuera precisamente satisfactorio. Las telas las compramos en el mercado de Comé, gran feria semanal en la que se puede adquirir de todo y que constituye en sí misma un fascinante espectáculo. Los puestos de telas están tan bien surtidos que cuesta mucho escoger una. Las vendedoras te reclaman para que se la adquieras a ella, con lo cual aún se multiplica la dificultad de elegir. Régardez, madame, cette ci est fantastique, ici, ici, madame. Vous avez choisi mon amie, maintenant c’est mon tour. Acabamos con metros y metros de telas que entonces no sabíamos para qué nos iban a servir. Algunas siguen sin tener un destino claro, pero seguro que acabarán otorgando un toque alegre a nuestros cuerpos serranos.

 

Lógicamente, después de las compras tuvimos que ir a los talleres de costura en el que trabajan numerosas personas en espacios pequeñitos, sin apenas luz, y en los que destaca una labor especial: el planchado. Una persona se dedica a mantener la plancha con el carbón encendido y repasa con primor todas las prendas confeccionadas. Allí nos tomaron medidas de manera rigurosa, pese a que después las prendas no se ajustaron para nada a las mismas. Los modelos que utilizan las modistas, expuestos en carteles colgados en las paredes, nos parecían horrorosos, así que cada uno de nosotros dibujamos lo que queríamos. Con estos condicionantes y el modo en que trabajan, sin patrones, nos esperábamos lo peor, y no erramos mucho.

 

Las entregas nos las hacían en casa, razón por la cual teníamos citas cada cierto tiempo para recibir a Mme. Pauline, y a Mr. Maurice, que traían las prendas ya acabadas. Y era entonces cuando comenzaban las decepciones: los vestidos o pantalones unas veces no entraban, y otras estaban grandes. ¿Qué habrá sido de las medidas que nos tomaron?, nos preguntábamos. Pas de problème. A ojo, la modista o el sastre de turno, sin un alfiler del que ayudarse, decidía qué debía hacer, se llevaba las prendas y nos dejaba con la incertidumbre de cómo volverían a nuestras manos. Ahora están en los armarios a la espera del verano para comprobar si nos las podremos poner o no. De todos modos, el entrenimiento que nos depararon no nos lo quita nadie.

 

Peluqueras, tam-tam y bailarines

A la peluquería no tuvimos tiempo de ir, nos quedamos con las ganas. Las jóvenes en Benin se pirran por el pelo liso y para conseguirlo se colocan unas extensiones sintéticas horrorosas que les hacen sentirse super modernas. Las peluqueras trabajan con sus clientes en el porche de las chozas. No realizan lavados de cabeza, sólo esas aplicaciones para transfigurar el pelo ensortijado en una cabellera como de peluca de muñeca (que a veces también llevan). Parecían pasárselo pipa mientras lo hacían y sin duda se mostraban satisfechas de la transformación. Nos hubiera gustado ir a alguna peluquería, aunque no sé qué nos habríamos hecho. Lavar y cortar, desde luego no.

 

Un entretenimiento estupendo fueron las sesiones de tam-tam en la casa y las danzas con las que nos obsequiaron en la plaza del pueblo. Los benineses aman la música y el baile. Tienen el ritmo en la sangre y danzan desde pequeños en grupos. Elisa organiza en la casa una fiesta con percusionistas y bailarines en nada parecida a los espectáculos que acostumbran a contemplar los turistas. Es gente que toca y baila para sí misma, en sus chozas o locales, y que, al menos en esa ocasión, lo hizo en nuestra casa como si fuera otra más.

 

Fuimos invitados al corro de la danza, pero nos sentimos paralizados ante semejante despliegue de movimientos, energía y sentido musical. La envidia y la admiración nos mantuvieron embobados, fuera de combate. En los días sucesivos realizamos prácticas de lo que denominamos el “baile de la gallina” para poder participar en la siguiente ocasión. No queríamos hurtar a nuestros cuerpos la posibilidad de responder a la llamada del tam-tam, alojada a lo que parece en lo más profundido de nuestro ser. Durante la fiesta de despedida ya habíamos perdido el pudor y después de unas cuantas catas de souraví bailamos y saltamos como micos sin la menor “vergüenza ajena”, concepto inexistente en África (o que al menos nosotros no llegamos a detectar).

 

Pesado viaje al norte

Agotadas los diez jornadas del programa de Chez Elisa, decidimos visitar el norte de Benín, para lo que organizamos –con la ayuda de nuestros amigos– una escapada de cinco días. Contratamos a Petit con su magnífico coche y nos acompañaron Ivet y Jacques, que no conocían esa parte del país. Cuesta mucho llegar al norte. Las carreteras son malas y hay mucho tráfico de camiones que se dirigen a las fronteras con Burkina Faso y Mali. La velocidad a la que se circula convierte un recorrido de 600 kms en un largo viaje de 14 horas.

 

Hicimos un alto en el camino y pasamos una noche en una población llamada Parakou, antaño cruce ferroviario de mercancías que hoy ha perdido importancia. Al día siguiente llegamos a Natitingou, Nati para ellos, un lugar desde el que se visita los poblados somba. Estas tribus construían sus casas a modo de pequeñas fortalezas, llamadas tatas. Los somba viven con más atraso que la gente del sur y llevan escarificaciones en la cara, particularidad que repiten en la decoración de sus casas. En general el norte nos pareció más pobre. Detectamos miseria, incluso niños con barrigas hinchadas por mala nutrición, y mucha más suciedad. Aparte de los somba, la población es mayoritariamente musulmana y la vestimenta de las mujeres pierde la frescura y el colorido del sur.

 

En esta zona hay un parque nacional –Penjari– en el que se pueden observar animales, pero no lo visitamos, ya que la mayoría conocíamos otras reservas africanas de más importancia zoológica y tampoco la vida natural del continente es algo que nos interese demasiado.

 

Resumiendo, el viaje al norte resultó pesado, pero nos permitió completar la visión de Benín. Paramos en chiringuitos de carretera en los que nos resultaba complicado decidirnos a comer, rodeamos hermosos baobabs y conocimos algunas variantes de la geografía del país.

 

Palacios reales en Abomey

De regreso, paramos una noche en Abomey con el propósito de dedicar el día siguiente a visitar esa interesante ciudad, que fue capital del reino de Dahomey y conserva una docena de palacios reales.

 

Cada monarca construía el suyo, al lado del de su padre y por supuesto intentando dotarlo de mayor lujo. Aunque son construcciones de adobe de una sola planta y con techumbres de palma, los interiores están decorados con estupendos bajorrelieves en los que se reproducen los símbolos de cada rey, entre otros que esconden leyendas y mensajes.

 

Esos dibujos se reproducen en telas de colores con la técnica del patchwork y en el trabajo de los artesanos reconocimos diseños idénticos a los de los cojines que suelen venderse en algunos mercadillos hippies de Europa.

 

Consultando el oráculo

Ya en la casa nos dedicamos a ultimar los detalles para el regreso y yo a realizar algo que me despertaba mucha curiosidad: la consulta al oráculo. Los pobladores de la zona lo hacen siempre que tienen dinero para pagar al brujo y, ocultando la poca fe que me inspiraba el asunto, me dejé llevar ante el brujo que nuestros amigos consideraron el más adecuado, acompañada de Ivet para que me tradujera al francés las instrucciones de aquel señor en su lengua local.

Entramos descalzos en una choza y allí, casi oculto en la penumbra, había un hechicero sentado en una sillita baja que sonreía picaronamente. Una vez efectuado el pago de 1000 cfas (1,5 €) y de concretar la consulta (en voz baja), empezó a echar en el suelo semillas, piedras… mientras entonaba  cánticos e invocaciones hasta que pareció tener una respuesta. Desde luego, su lectura del porvenir no guardó demasiada relación con la cuestión que yo le había planteado, pero seguimos la ceremonia con total entrega. Y al terminarla me indicó que estaba obligada a realizar una ofrenda al fetiche, para lo cual debía hacerme con una gallina negra, un pollito blanco, unas verduras y una pastilla de Maggi.
 
Todo eso debía tenerlo listo para el día siguiente, cuando él vendría a la casa para formalizar el asunto. ¡Qué lio! Yo planteé que el sacrificio no debía incluir sangre alguna y después de asegurarme de que así sería, Ivet y yo volvimos a casa manteniendo una absoluta seriedad. Todas las provisiones las consiguieron nuestros chicos y al día siguiente volvió el mister y preparó el mandado. Unas plumas de la gallina, mezcladas con un poco de tierra y saliva, me las froté suavemente por la frente. El pollo, atado de patas, me lo paseé por un lado y otro de la espalda... Atendí, formalísima, todas sus indicaciones y acabé llevando la ofrenda al fetiche mayor del  poblado.

El trayecto lo hice en moto, pero no podía hablar con nadie, algo no sólo extraño sino también difícil, pues a esas alturas de nuestra estancia ya éramos vecinos del poblado y todo el mundo nos saludaba, así que sólo me queda confiar en que supieran que estaba enfrascada en un sortilegio. Cuando volvimos a la casa, el hechicero tenía preparada una palangana con agua y unas hojas para lavarme las manos. Fin de la ceremonia. Ahora simplemente estoy a la espera de que se cumplan las previsiones que me auguraron una vida estupenda. Como debe ser.

 

Canción de Possotomé

Sobre el viaje de regreso no hay mucho que contar. Ya en nuestras casas, no vemos colores por doquier, la gente con la que nos cruzamos no sonríe, cada día hay problemillas que resolver y las noticias no hacen sino reflejar horrores. De vez en cuando rememoro imágenes de Benín, sonrío y a mi mente vuelve la canción que inventamos durante el largo viaje al norte:

 

Oh là là

Esto es Africa.

Bache por aquí,

Socavón allá.

 

L’on est mieux

A Possotomé,

Avec les amis

Et le lac Ahemé.

 

Ces bonnes eaux,

Son jolie marché.

Ses enfants qui rient

Et sa bière glacée

 

Ces pêcheurs

Ses maisons jolies

Ses agriculteurs

Et son souraví.

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