Tras asistir a un homenaje ante la tumba de Antonio Machado,

Maite Clavo, profesora de Filología Clásica en la Universidad de Barcelona recientemente jubilada, reflexiona sobre la necesidad humana, común

a todo tipo de culturas, de despedir a los muertos, y de honrar a quienes son doblemente asesinados al hacerse desaparecer sus cadáveres. Ese destino,

tan cruel, es el de los refugiados que perecen en el Mediterráneo tratando

de alcanzar una cínica Europa a la que solo puede salvar el amor cantado

por el poeta enterrado en Colliure, aquel en que “locura es lo sensato”.

Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Política

Ceremonias: los desaparecidos

He ido al homenaje a Antonio Machado que cada año se celebra en Colliure en el aniversario de su muerte, hace ya 76 años. Soy machadiana desde los 13 años. En aquella época fui con mis amigas alguna vez a visitar la lápida de Leonor, en el Espino de Soria, donde leíamos, sobrecogidas, la sobria dedicatoria: “A Leonor, Antonio”. Para nosotras, primer atisbo de lo que fuera que fuese Amor; nosotras, adolescentes crecidas en el opaco franquismo provinciano.

 

¿Y dónde esta Antonio, dónde el Poeta? Sólo lo supimos años después, y a media voz: estaba en el sur de Francia. ¡Qué misterio! ¡Y qué incongruencia parecía a nuestros ojos anclados en la pasión, misteriosa también, del profesor y la niña!

 

Me había quedado una espina, pues, la sensación de algo inacabado, así que 50 años después, la invitación de Mar la revivió, y fui, sin saber muy bien por qué, con ella. Machado forma parte de mi imaginario de infancia -un mundo creado sin mi concurso- como signo del incipiente anhelo de libertad: la belleza, la tristeza, el poder de transformación con la palabra. Varias generaciones de sorianos hemos visto nuestro paisaje a través de sus ojos, con expresiones que por demás desconocíamos: “grises alcores, cárdenas roquedas...”

 

La tarde anterior al homenaje me acerco al cementerio. Sola, pues ese encuentro era una deuda que no podía compartirse, y lo que allí experimento es la clausura de una época de mi vida junto con sus emociones. Miro la tumba de Antonio y de su madre, tan sobria, tan solitaria como la del Espino, pero sin misterio. No tiene cruz, sino una especie de cabezal de piedra con un retrato en bronce del poeta, y sobre él, una cinta con los colores de la República.

El acto de homenaje, a la mañana siguiente, evidencia que el ánimo político prevalece sobre el poético. Se depositan flores rojas y moradas, y alguien instala junto a la cabecera una extraña pintura que fusiona el mapa de la península con el poeta, rayados con los colores de la bandera.

Con todo, no era la única impulsada a asistir por la poesía: una mujer leyó el Retrato, cuya estrofa final consta inscrita sobre la lápida, y España de charanga y pandereta; yo recité unos versos, a medio aprender, de la elegía "a la muerte de Giner de los Ríos" y su difícil final:

 

               Como se fue el maestro,

               la luz de esta mañana

               me dijo: Van tres días

               que mi hermano Francisco no trabaja.

               ¿Murió?... Sólo sabemos

               que se nos fue por una senda clara,

               diciéndonos: Hacedme un duelo de labores y esperanzas.

               Lleva quien deja y vive el que ha vivido.

 

Yo, por así decir, me sentía tan lejos de mi voz y de mi cuerpo de 64 años como de aquel de los 13 años (si se trata del mismo, creo que no). En todo caso, mi memoria se ha alejado de los “chopos que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua...” El verso que ahora me conmueve es “Hacedme un duelo de labores (sí) y esperanzas (¿?)”. Grande Machado.

 

Entonces, a la carrera por el retraso, cargados con grandes centros de flores y la banda de honor, llegan el alcalde de Colliure con el alcalde de un lugar próximo a Orihuela. Y he aquí que éste lee, con sentimiento, un discurso que contiene lo siguiente: su pueblo honra, en esta tumba, a Miguel Hernández y, además, a Federico García Lorca, el poeta perdido.

El giro del homenaje me sorprende, he de decirlo, hasta que el alcalde evoca los poemas que Machado y Hernández dedicaron al primero en morir, Lorca. Los dos impregnados del hacer del amigo, empatía que implica la renuncia al estilo propio para adaptarse al timbre ajeno: el muy cárnico Hernández de la elegía a Sijé se contiene en el representarse en el lugar de Lorca:

 

                           Como si paseara con tu sombre,

                           paseo con la mía...

                           Rodea mi garganta tu agonía

 

mientras el pudoroso Machado erotiza, prestando la voz a Lorca, a la propia muerte:

 

                          te cantaré la carne que no tienes,

                          los ojos que te faltan

                          tus cabellos que el viento sacudía

                          los rojos labios donde te besaban

 

Ausencia del cuerpo de la muerte que es ausencia del cuerpo del amigo, al que

 

                          Se le vio caminar...

                          Labrad, amigos,

                          de piedra y sueño en el Alhambra

                          un túmulo al poeta

                          sobre una fuente donde llore el agua...

¿Qué nos ha traído aquí?

Creo que la voluntad de comunidad. Somos memoria de los exiliados y de un ideario que no encontró cabida en el postfranquismo. Representamos la fraternidad que los mantuvo unidos en la dispersión o en el recuerdo.

 

Notad (noto) que me he sumado al plural: es bien cierto que estos tiempos me han encontrado en la política y quiero rescatar los vacíos dejados en mi aprendizaje de la historia. Por eso, instintivamente, salto al momento de la huida, a la fraternidad mucho más cruda que encontraron Machado y su familia en el penoso paso de la frontera en enero del 39. Lo cuenta Gibson a partir de los documentos de algunos protagonistas, como el hermano del propio Machado, José: el gobierno en derrota intentó salvar a un grupo de intelectuales llevándolos a la frontera francesa -Riba, Corpus Barga, Navarro Tomás, Trías i Pujol, Rioja, Sacristán, Roura, Xirau, los Machado y más- pero, cerca de Port Bou, la multitud que ocupaba la ruta hizo imposible continuar en coche. Quedaron, refiere Xirau, “en medio de la carretera, sin maletas ni dinero, al entrar la noche, en medio de la muchedumbre que se apretujaba… El frío era intenso. Llovía abundantemente.” Y una imagen imborrable: “La madre de don Antonio, de 87 años, con el pelo calado de agua, era una belleza trágica”. Ocurría el 26 de enero.

Llegados a Cerbère, Corpus Barga y otros amigos acompañan a los Machado a Colliure, pues no podían seguir viaje. Los mismos amigos les buscan recursos para pagar la pensión. El 22 de febrero muere Antonio y a los tres días su madre, Ana Ruiz.

 

De los que salieron en aquella expedición sabemos, por ejemplo, que Xirau llegó a México, Corpus Barga a Perú, Riba volvió a España en el 43. Pero ¿qué hay de esa “muchedumbre que se apretujaba” en la frontera? Por eso nuestro grupo está ahora aquí, en torno a esta tumba que significa la de todos, pues este ritual anual nos confirma, desconocidos como somos unos de otros, como parte de un común, y nos conforta.

El cuerpo necesario

El ritual en que participamos rememora la fecha en que se produjo la transformación del poeta en símbolo de un colectivo. Es el mismo fenómeno que transforma, en sus respectivas culturas, a los guerreros en Héroes o a ciertos creyentes en Santos. Cada año, fiestas locales conmemoran ese momento, ese tránsito de individuo a signo, tenazmente aferrado a la fisicidad: Antígona tapando apenas con puñados de polvo al hermano Polinices; a la inversa, la sombra de Elpénor suplicando un funeral. Restos de santos cristianos paseados de este a oeste de tumba en tumba, como los de Antonio Abad. Más aún, vísceras o miembros de cuerpos exhibidos como poseedores de un poder sobrenatural; sin ir más lejos, el brazo de Santa Teresa que Franco llevaba consigo cual talismán protector.

Más inexplicable resulta que entre los ateos se produzca análoga reacción: Neruda, que murió en el 73, ha sido trasladado, exhumado y vuelto a enterrar hasta cuatro veces. Leo la crónica de Rocío Montes para El País en abril del 2016: “Sus restos fueron trasladados hasta la sede del Congreso en Santiago, ya que el poeta fue senador del Partido Comunista. En un salón de honor del edificio, el ataúd permaneció envuelto en una bandera chilena para recibir el lunes un homenaje político y popular”. Más andaluza la pasión por Miguel Hernández: mientras se trasladaban sus restos de un nicho a tumba, los asistentes se lanzaron en tumulto sobre el ataúd para llevarse un hueso o tocar la calavera. Ocurría en Orihuela, en 1984.

 

No puedo dejar de pensar en estas historias mientras camino por el malecón, aguas adentro. Intento recordar qué soluciones ofrecen otras culturas a los muertos y en todas veo ritos funerarios; a veces, grandes celebraciones que duran días y sus noches, una fiesta con el cadáver, sobre todo si la doctrina resuelve con arte el destino de la persona. Hinduismo, budismo o animismo sostienen una transmigración: nomadismo de la persona de materia en materia. En la tradición cristiana existe el relato, más extravagante, de los resucitados: transmigración a su propio anterior cuerpo, de la que es ejemplo Jesucristo. Más en general, los grandes monoteísmos históricos dejan cuerpo y alma de sus fieles en suspenso a la espera del juicio final, lo que probablemente influye en lo sombrío y breve del ritual funerario.

Incómodo cadáver

¿Qué sentido tiene todo esto? La necesidad del cadáver para el duelo resulta incoherente con la doctrina. Pero ¿a quién le importa? Y sobre todo ¿para qué buscar coherencia en la religión? Eso sí que es digno de Sísifo, la Teología.

 

Hay algo más profundo en ese aferrarse a la presencia concreta, a la materia más que al recuerdo. Los paleontólogos podrían hablar de ello. Simple constatación: todas las culturas necesitan fijar la posición del cuerpo para poder realizar los funerales, que es una despedida colectiva, social. Pero es imposible separarse o despedirse de alguien desaparecido. Su sombra nos acompaña, su fantasma pide un final.

 

Sombra de Federico por los caminos.

Desaparecidos: ceremonia del común

Sin cuerpo no hay ritual, sin ritual no hay muerte.

 

Por eso buscamos con tenacidad los restos de los nuestros.

 

Así: el ofensivo y burdo caso de los militares del Yak-42, que todos conocemos (por cierto, las familias pelearon en los tribunales hasta 2010, y Ruiz Gallardón indultó a los responsables). O los padres de esas chiquitas robadas que luchan sin fin por encontrarlas. No imagino soledad mayor.

 

¿Dónde están las iglesias, qué dicen, qué hacen?

 

Las Instituciones:

España, 1977: Ley de Amnistía, decretada supuestamente a favor de los presos políticos, sirvió para eludir la responsabilidad sobre el genocidio y la desaparición forzada durante la guerra civil y la dictadura.

Chile, 1978: Ley de Amnistía, aprobada por el régimen de Pinochet para proteger a los sospechosos de haber cometido violaciones de derechos humanos desde el golpe del 73.

Argentina, 1983: Ley de Pacificación Nacional, con la que el gobierno otorgara su “dudoso perdón a los responsables en última instancia de la desaparición de un número de ciudadanos estimado en 30.000”, en palabras de Martín Prieto, corresponsal entonces de El País en Buenos Aires.

España, 2007: Ley de Memoria Histórica, durante la presidencia de Zapatero, significó el reconocimiento de los desaparecidos e inició su búsqueda. Pero el gobierno Rajoy es partidario del olvido y derogó de facto la ley en 2012. Sostiene este gobierno que es mejor echar tierra sobre el pasado. Hay que pasar página, dicen. Pero hay páginas sin escribir, y sin ellas no hay Historia.

 

(Agradecer el trabajo de jueces como Garzón, gran escribidor y hábil guía en la selva jurídica).

 

Por eso, ¡ay del olvido! ¡Olvido, amnesia, amnistías! No hay reconciliación en el olvido.

Para los desaparecidos los ciudadanos han creado un ritual, que consiste en:

Ocupar el espacio público.

Lo que implica:

Trasladar al común su pérdida.

Sustituir funeral por reclamación de justicia.

Trasladar el cementerio a las calles, plazas.

¡Trastorno del orden natural!, exclamaría Sófocles.

¡Contaminación de la ciudad!

De eso se trata.

 

Y al tiempo, crear símbolos contra el olvido:

En México, las familias de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa portan una bandera de luto y este lema:

Vivos se los llevaron, vivos los queremos”

En Argentina, las Madres de la plaza de Mayo llevan su pañuelo blanco, porque, como los de Iguala, no reconocen la muerte de los suyos. No reconocen el luto. Y no es un símbolo menor, algo inofensivo: entre las agresiones que reciben, las

de unas mujeres que arrojaron pintura sobre el blanco de sus pañuelos.

 

El blanco, su blanco que es no resignación, hiere.

 

De eso se trata.

Cinismo de Europa

¿Y nosotros?

 

Europa ha cerrado las fronteras a los solicitantes de refugio llegados del Oriente medio y Africa. Ha construido vallas metálicas con cuchillas llamadas concertinas para impedir el paso desde Marruecos. Hemos creado campos de concentración dichos CIES.

 

Europa sigue permitiendo que civiles idénticos a nosotros, con sus niños y sus abuelos, caigan al mar y se pierdan.

 

El 22 de Abril/2016 un titular de El Mundo anuncia:

Lesbos después del papa: “no ha cambiado nada”

 

El 3 de Mayo Proactive Open Arms comunica:

Al menos 1361 personas ahogadas en el Mediterráneo solo en 2016

y sin perspectiva de que haya un operativo de rescate europeo. 

 

El 8 de Mayo la misma organización informa:

             Ya no hay focos, pero el trabajo silencioso continúa  un día más. 

 

Contemplo la costa radiante de Colliure con la fortaleza sobre el mar, bello refugio prisión.

 

El agua espejea. Es un mantra: "Todas las aguas, el agua, los espejos, el espejo. Todas las penas, la pena."

 

Hoy, dentro de ese mar tan bello, cuántos muertos. Unos desaparecidos; otros arrastrados a las playas, como el niño que tanto nos estremeció, como el cuerpo del hijo menor de Príamo, Polidoro, que habla (ficción permite) al inicio de la Hécuba de Eurípides:

 

                       Yazgo aquí, ora tendido sobre la costa, ora en el reflujo marino

                       llevado de aquí para allá por el vaivén de las olas...

El asesinato teatral de este pequeño por su codicioso huésped me lleva a otro asunto, no menor, en el drama de los refugiados de Siria, Afganistán o Somalia: ¿dónde están esos niños que faltan? Llegaron hasta Alemania, estaban en el centro de Europa. ¿Cómo se explica que hayan desaparecido? ¡A cientos! ¡Y la prensa calla! ¿Acaso son ahora trozos de cuerpo en poder de otros, pedazos trasplantados u objetos de una sexualidad brutal, corazones, manos, hígados, ojos que se reparten y se dispersan? No es probable que puedan aparecerse, como el hijo de Hécuba, “ante sus pies de esclava, entre el oleaje”, ni obtener de los dioses “...una tumba, y caer en brazos de mi madre”. Su tragedia es definitiva, más terrible que las terribles tragedias griegas.

Ha corrido el rumor de que el EI ha fomentado esa salida masiva de los países en guerra a modo de invasión en Europa. ¿Y qué, si así fuera? ¿En qué afecta a los que huyen? ¿Saben algo acaso de estrategias políticas? Quizás el rumor lo han lanzado ministerios de defensa encargados del tráfico de armas, o los poderes que se disputan allá el control del petróleo y de la región. Cinismo de Europa.

 

Mientras tanto, los refugiados siguen en los campos de concentración, malviviendo, humillados, a las puertas de la anhelada salvación. Contra los gobiernos, nosotros, los ciudadanos, los queremos a nuestro lado, en nuestras casas, con nuestra eventual precaria seguridad.

El recorrido ha sido largo, pero quiero concluir: no hay final, olvido ni amnistía para los responsables de esas pérdidas. Su desaparición estallará en el corazón del llamado Occidente, en su corazón de banquero.

 

Ahora, volviendo al acto machadiano que aquí nos ha traído (acto de amor, al fin) nosotros, voz contra el silencio culpable de los demócratas, cantamos con el poeta:

 

                            Huye del triste amor, amor pacato,

                            sin peligro, sin venda ni aventura,

                            que espera del amor prenda segura,

                            porque en amor locura es lo sensato.

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