Y ...UN CORTO ETCÉTERA /// Política
Un demócrata para la transición
Mi primera reacción a la muerte de Fraga fue la de sustraerme del botafumeiro nacional que inevitablemente iba a esparcir encomios sobre su figura (de estadista, por supuesto). Y lo conseguí en parte, ya que apenas presté atención a las primeras noticias en los telediarios y me abstuve de leer a los panegiristas habituales y menos habituales, siempre obligados por la máxima latina que les alumbra: De mortius nihil nisi bonus. Pero hubo una burda manipulación, expresada creo que por boca de Alberto Ruiz Gallardón, su ahijado político, que echó por tierra mis ganas de ignorar al personaje. Según el ahora ministro de Justicia, Fraga demostró un valor que otros no acreditaron al apostar por la democracia cuando eso implicaba graves riesgos a los políticos de la cuerda conservadora. ¡Qué morro! Manuel Fraga Iribarne no procedió jamás así. Muy por el contrario, siempre apostó a caballo ganador y cuando no tuvo más remedio fue lo suficientemente hábil para, aceptando los hechos consumados, minimizar daños tanto a nivel político como personal.
Que un país con tanto demócrata sobrevenido regale ditirambos a Fraga me parece de lo más natural. En ese sentido, representa, junto a Suárez y Carrillo, el epítome del político demócrata surgido no durante la Transición, sino para la Transición, por mucho que la función cree el órgano. Ahora, con la Transición cada vez más cuestionada, debería haber sido el momento de desnudar al viejo carcamal, al franquista primero travestido en reformista del régimen, después en demócrata ferozmente nacional y, durante los últimos tiempos de su larga vida política, en un genuino galleguista, más autonomista que nadie.
Dicho esto, entiendo la fascinación pública por el sabihondo Fraga de sus tiempos neofalangistas, por el aún joven embajador en Londres que urdía fallidas estrategias para dirigir una España franquista sin Franco, por el duro negociador y hábil redactor de la Constitución, por el patrón de la derecha que debió sacrificar la gran ambición de su vida para allanar el camino de la Moncloa al partido fundado por él, por el lenguaraz e imprevisible don Manuel, idolatrado por monjas de clausura, pijos de Serrano, gallegos con y sin saudade, funcionarios castristas y algunas periodistas de pedigrí progre. Y lo curioso del caso es que, demócrata o no, apenas cuesta reconocer que Fraga demostró un cuajo político que ahora se echa en falta aquí, allá y acullá. Siempre considerando, por supuesto, la política en el sentido más venial (¿venal?) de la palabra.
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