Y...UN CORTO ETCÉTERA /// Conversaciones

Resultaría exagerado asegurar que he conversado con ella, pero casi,      o como mínimo me ha suscitado muchos interrogantes que he planteado   a quien sabe de plantas. O sea, he hablado mucho sobre pitas, y aún así reconozco que no he logrado entender completamente el secreto de sus múltiples configuraciones. Si una rosa es solo una rosa, por mucho que las hayan cantado poetas y poetastros, una humilde pita casi ni siquiera es una pita. Qué importa...Yo me conformo con dar, sin otra razón que mi simple apetencia, pequeña noticia de una. Y quedo al tanto de posibles conversaciones.

Ascensión, esplendor y caída de una pita

La planta, no solo suculenta sino también hermosa y productiva, destaca por la sonoridad y diverso origen de las voces que la nombran: maguey, ágave, mezcal, cabuya, fique, penca, cabui, chuchao, cocuiza, pita, pitera, azabara, atzavara...Maguey remite a la leyenda azteca en torno a los amores sagrados de Quetzacóatl y Mayáhuel. Ágave, el término propuesto por Linneo para su encaje taxonómico, deriva de un adjetivo griego con reminiscencias sagradas, agauós, traducible por “maravilloso” o “extraordinario”. Mezcal, pita, cabuya, cabui, chuchao, cocuiza...son palabras de indiscutible origen indígena americano. Y la castellana azabara y la catalana atzavara surgen de la fuente etimológica árabe.

En México las acepciones de mezcal hacen referencia tanto a la planta como al alimento que procura la cocción de su tallo y hojas, y además, como es bien sabido, al destilado alcohólico de sus jugos convertido en bebida nacional. Allí crecen 159 de las 210 especies de magueyes clasificadas en todo el mundo, y con cuarenta de ellas se fabrica una gran variedad de mezcales, tequilas, bacanoras y pulques, licores no siempre fáciles de distinguir si no eres natural del país o un bebedor concienzudo, como Geoffrey Firmin, el alter ego de Malcom Lowry en Bajo el volcán: “No voy a beber dijo el Cónsul parándose en seco–. ¿O sí? De cualquier modo no será mezcal. Claro que no, la botella está allí, detrás de aquel arbusto. Recógela. No puedo objetó. Está bien; tómate tan sólo un trago, sólo lo indispensable, el trago terapéutico: tal vez dos tragos. ¡Dios! dijo el Cónsul ¡Ah! Bien. Dios. Cristo. Y luego, podrás decir que no hay que tomarlo en cuenta. No, en efecto. No es mezcal. Claro que no; es tequila. Podrías echarte otro”.

Malcolm Lowry sabía distinguir perfectamente el mezcal del tequila. Cuando escribíó, o más bien reescribió una tras otra hasta cuatro veces, su obra maestra ya habían pasado años desde que se habia echado al coleto su primer mezcal de Oaxaca en la ciudad de Benito Juárez, a donde había viajado en 1937 para tratar de aplacar su sed de alma dolorida. En Bajo el volcán hay referencias, directas o indirectas, a la planta de maguey, y lo mismo ocurre en otros títulos de ficción. Manuel Vázquez Montalbán bautizó con su nombre catalán el pueblo de montaña donde transcurre Los alegres muchachos de Atzavara, novela en la que da un buen repaso a la gauche divine barcelonesa que tanto le quería o/y admiraba. Por su parte, el vizcaíno Iñaki Gonzalo Casal, excarcelado a finales de 2013 tras pasar casi 20 años preso por pertenencia a ETA, desarrolla en El niño de maguey una trama que tiene como fondo la lucha guerrillera en El Salvador durante la presidencia de José Napoléon Duarte.

Por supuesto, hay libros de otra clase, manuales y monográficos sobre las pitas de diversas partes del mundo, incluido el titulado El género Agave L. en la flora alóctona valenciana, de Daniel Guillot, que supongo explica todo cuanto se necesita saber sobre el ejemplar que no he parado de fotografiar durante más de dos años. Es una atzavara que hay en el patio de casa, así que he podido seguir de cerca su fastuoso ciclo vital: primero, el crecimiento de las hojas de su lucida roseta; luego, el rápido surgimiento de su larguísimo bohordo y el considerable período de tiempo durante el que se mantuvo enhiesto (“mira, mira qué espárrago tan enorme”, gritó entusiasmado un niño de cinco o seis años a otro algo mayor una mañana veraniega); más tarde, la mustia decadencia de las vistosas flores de sus brazos, acompasada con la irremisible pérdida de verticalidad; y por fin, el troceamiento del tallo con cuatro expertos cortes de motosierra.

Como acostumbra a ocurrir cuando se descubre o se comienza a apreciar tarde algo, ya sea la religión, el sexo, las labores de ganchillo o la colombofilia, la naturaleza atrapa crecientemente la atención de mis días de jubilado y me incita a retratarla, como prueba la serie fotográfica sobre el ascenso, esplendor y caída de una simple pita mediterránea que acompaña este texto. Un naturalista sobrevenido y provisto de cámara reflex automática... ¡¡¡¡¡¡Socorro!!!!!!

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