JAZZ /// Perfiles

Nat King Cole: un pérfido del jazz

La musicalidad de su nombre resulta casi tan empalagosa como las cancioncillas que le convirtieron en una estrella en la España de los primeros seiscientos, los muebles de fórmica y los pick up en las salas de estar de las casas con posibles. Uno oye pronunciar Nat King y ya no hay error posible: sabe que detrás no viene Kong, el gran vocalista mudo, sino Cole, el inolvidable cantante que vendía unos ojos negros. Sí, Nat King Cole arrastra en la cultura de masas un nombre artistico melifluo y amerengado, en concordancia con buena parte de sus canciones, pero nadie puede cuestionar su contribución a la historia del jazz como un pianista versátil e innovador.

 

Es cierto que parecía predestinado a ser una de las grandes figuras de la música afroamericana y que acabó siendo uno de los grandes baladistas americanos. Es cierto que su padre era pastor baptista, que su madre tocaba el órgano y que dos de sus hermanos fueron músicos de jazz. Es cierto que abjuró de la fe jazzística para abrazar la causa del capital, o más exactamente de Capitol Records, la discográfica en la que grabó las mil canciones que le hicieron rico y famoso. Es cierto que llegó a decir, ante los reproches de sus primeros incondicionales, que había llegado a sentir el piano como una piedra de molino atenazada a su cuello. Es cierto que su segunda mujer, Maria Ellington, una excantante nacida en el seno de la burguesía negra culta de Massachussets, le impulsó a convertirse en un estajanovista del éxito. Es cierto que su ambición de ampliar mercados le indujo hasta a grabar en japonés. Incluso es cierto que se tocaba con unos sombreros a cuadritos que dan grima. Todos eso resulta inapelable verdad, pero también que fue él quien patentó la fórmula del trío de jazz, abriendo el camino artístico y profesional a los combos, y que sus enormes recursos vocales le sitúan a distancias astrales de toda esa cohorte de capullazos de alelí que nos dan, ripio tras ripio, la vara melódica.

 

Ciertamente, en el mundo de los aficionados al jazz hay gente dispuesta a contarle los pelos del culo a cualquiera que no circule por las sendas que su curia delimita, así que es fácil imaginar las sevicias a las que someterían al señor Nathaniel Adams Coles, nacido en 1917 en Montgomery, la capital del racista estado de Alabama. Puedo entender que alguien lo considere un traidor al jazz, un cantamañanitas del rey David, un advenedizo criado en el South Side de Chicago al que el sol del California ablandó la sesera y neutralizó el corazón indómito fraguado en el ghetto. Concedo que resulta excesiva la realeza que algún entusiasta le confirió en un club encasquetándole una corona de cartón (ya se sabe que a los estadounidenses les pirran las testas coronadas). Comprendo que es preciso vencer ciertas resistencias lógicas si se quiere disfrutar descubriendo la veta jazzy de su discografía más convencional. Pero, al margen de chinchorrerías, se merece un respeto, el respeto que nunca le negaron los propios músicos de jazz.

 

Nat King Cole, que no fue desde luego un pianista cualquiera, bebió en las fuentes de Earl Hines y llegó a influir en Miles Davis a través de Ahmad Jamal, de quien el trompetista cuenta en sus memorias que le dejó KO cuando lo escuchó por primera vez en Chicago en 1953 “por su concepto del espacio, la ligereza de su toque, sus reticencias, su forma de frasear notas, acordes y paisajes”. Pues bien, muchas, por no decir todas, de las innovaciones de Jamal habían sido la marca registrada del estilo Cole desde que inició su carrera en 1940 en Los Angeles con su trío original, en el que estaba acompañado por Oscar Moore a la guitarra y Wesley Price al contrabajo. Así que los puristas, si están por la labor, pueden dedicarse a degustar un montón de buenos discos suyos grabados con diferentes formaciones y algunos en tan estimable compañía como Charlie Parker y Lester Young, uno de cuyos hermanos, Lee, fue durante años el batería preferido de Cole.

 

La leyenda cuenta que un cliente borracho le obligó a cantar en un club Sweet Lorraine, el tema de Jimmie Noone, y que el éxito que obtuvo al interpretarlo cambió su vida. Sería, pues, esa auténtica música del azar la que le habría hecho desertar a la larga del jazz, pero resulta difícil creer que las cosas ocurrieran así. Seguramente fue algún avispado directivo de la Capitol quien descubrió el filón del Nat King Cole cantante, y éste no se hizo de rogar en cuanto se apercibió, sin que hiciera falta ser un premio Nobel de Economía para ello, de la sustanciosa diferencia entre las cifras de venta de sus discos de jazz y de los que le iban convirtiendo en un pulido crooner de voz aterciopelada y fraseo silabeante.

 

En cualquier caso, no resulta en absoluto difícil reconocer al jazzman que fue en muchos de los discos que grabó como cantante con pequeños combos y con las grandes orquestas dirigidas por Billy May, Nelson Riddle, Gordon Jenkins y Ralph Carmichael, ni justipreciar sus siempre atinadas intervenciones al piano en algunas de esas sesiones. Y tampoco hay que dejar de lado su álbum After Midnight, de 1956, toda una vuelta a sus orígenes, una apuesta decidida por el swing pasado por la factoría de delicadezas propia de Cole, en el que contó con solistas de la categoría de Harry Sweets Edison (trompetista pintiparado para la ocasión), Willie Smith, Juan Tizol y Stuff Smith.

 

Nat King Cole fue un bicho raro. Por fuera un don sonrisas, pero ciertos rasgos de su personalidad reflejaban a un tipo atormentado, proclive al desasosiego. Parecía huir de los problemas como de la peste, pero eso no le impidió dar sobradas muestras de carácter cuando las circunstancias lo requirieron. Fue el primer artista negro que logró un triunfo clamoroso entre la audiencia blanca estadounidense y eso le granjeó una no del todo merecida fama de Tío Tom entre los miembros de la comunidad negra. Es verdad que no se implicó en la lucha por los derechos civiles, pero también que se mostró firme en la defensa de su derecho a vivir en la mansión del barrio exclusivo de Hanckock Park de Los Angeles cuando sufrió el acoso de los racistas del lugar para que lo abandonara. Lo que canta en uno de sus temas –Sometimes I´m Happy, Sometimes I Hate You– le retrata y nos retrata frente a él: muchas veces nos hace felices y otras nos mueve a odiarle, aunque más por lo que dejó de hacer que por lo que hizo.

 

Sin duda su figura ha quedado desnaturalizada entre nosotros por sus tres blandengues elepés en español, árboles que no dejan ver el bosque. En realidad, podría haber cantado cualquier cosa y en cualquier idioma sin que eso molestara lo más mínimo, si no hubiera marcado tantas distancias con el jazz. Claro que tocando jazz no habría actuado en la Casa Blanca, como lo hizo ante Eisenhower, Kennedy y Johnson, porque entonces los presidentes no recibían a esa clase de músicos. Nat King Cole prefirió, como otros muchos, el lado soleado de la calle, pero el destino le jugó una mala pasada. Alguien tan mirado como él murió a los 48 años a causa de un cáncer de pulmón que los médicos achacaron a su condición de empedernido fumador. Quién sabe si en su abandono del jazz no pesó el miedo a caer en las drogas y la pretensión de disfrutar de una vejez feliz…

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Publicado con el seudónimo Kandido Huarte en la revista Jazzology en enero de 1996.