JAZZ /// Perfiles

Duke Ellington, un exquisito en la jungla del ritmo

Los cincuenta años de creatividad ellingtoniana dan tanto de sí que uno corre el riesgo de quedarse corto en elogios cuando se trata de analizar su trayectoria. Sin embargo no me resulta difícil en esta ocasión eludir tal peligro; es más, ni siquiera me sonrojo al confesar que besaría las teclas de su piano y que aprendería de memoria sus partituras si supiera leerlas. Don Edward Kennedy Ellington me reconcilia con el mundo, me hermana con el demonio expulsado de ese paraíso de sordos llamado cielo y me enfanga en la carnalidad del placer. Sí, soy consciente de que babeo, de que me derrito en una melaza ditirámbica. ¿Esperaban otra cosa de un amante del jazz tan zoquete que no sabe distinguir una blue note pero entusiasta hasta el extremo de estrujarse las meninges con estas letras de tributo al genio de Washington? ¿Creen de verdad que alguien tan asilvestrado emocionalmente, cuarentón Bradomin en ciernes, podría controlar sus pulsiones sentimentales ante el hombre que le descubrió la Música?

 

Un conocido tema del Duque maravilló al alevín de jotero que era yo con ocho o nueve años, y por eso, como parece de ley, le guardo gratitud eterna. La música del azar me regaló una vacilada de canción que no sólo ensanchó las avenidas de mi mente, sino que también alegró el despertar de pulidas, casi punzantes, emociones; sin olvidar -¿cómo esa traición sería posible?- el ritmo que aquella precoz contraseña adhirió a mis pequeños pies de colegial responsable y sabihondo. Fue como un premio inesperado, un pasaje providencial para viajar en un futuro no muy lejano por el Mississipi del jazz. Y todo gracias a Ellington, aunque entonces no sabía nada acerca de él ni sospechaba de la existencia de la música afroamericana. Unicamente percibía, asombrado, el efecto eufórico que me producía oir aquella tonadilla que aún hoy tarareo en momentos dulcibobos. Su magia era tal que no había podido con ella ni su arreglo pachanguero, muy apropiado para la sintonía del concurso radiofónico de finales de los cincuenta que me permitió descubrirla, como nada podrían más adelante el millón de desarreglos de los Mantovanis y Alguerós de turno que le han seguido hincado el diente. Hay que disparar a mansalva, con ánimo casi genocida, para acabar con toda una Caravana...

 

Compuesta a medias con el trombonista puertorriqueño Juan Tizol en 1937, Caravan es una de las canciones más pegadizas de Duke. No la considero una de sus mejores obras, pero tiene el valor añadido de su título: a mí me ha servido, año tras año, para inventar cientos de veces esa caravana que te permite viajar cómodo, aunque alerta, por el universo musical ellingtoniano, y por extensión por el jazz todo. ¿Es posible imaginar algo más idóneo para desplazarse por territorios de fantasía negra y morena como los del humor índigo, la niebla magenta, la nube azul turquesa, o el panorama sepia sin acabar perdido, o presa de la más espantosa soledad ? El exquisito Duke Ellington se desenvolvía tan bien entre los ecos de la jungla como manejando artísticamente la mejor herencia de la cultura europea. Uno de sus títulos, Such sweet thunder, se remite al Shakespeare de El sueño de una noche de verano. Lo compuso en 1957, un par de años antes de que yo descubriera, con Caravan, lo que el personaje Hipólita de la obra del gran dramaturgo define como tan dulce estruendo. Esa parece la traducción correcta de such sweet thunder, pero me gusta más otra, también posible si se aceptan las muchas licencias que acostumbramos a tomarnos quienes hemos aprendido a chapurrear inglés en las carpetas de los discos de vinilo.

 

La música de Duke no se asemeja a un estruendo, ni es dulce, ni amarga, sino un amabilísimo trueno. Y cuando alguien la ha conocido, necesita imperiosamente un visado siempre en regla para poder viajar en o con esa caravana de amables truenos. Dicho de otra manera, quien conoce al maestro Ellington, quien comienza a ver la luz, no se anda con rodeos: a partir de entonces siempre reivindica, ¡elé!, muchos ruidos y muchas nueces.

 ....................

(Publicado en la revista Jazzlogy en junio de 1994 con el seudónimo de Kandido Huarte y el título “Caravana de amables truenos”)