José Miguel González Marcén, conocido como Onliyú o el Only por sus amigos y los lectores de sus libros Me parece que nos atacan y Memorias del underground barcelonés, no puede presumir de curtido viajero, pero es de justicia admitir que ha tenido mala suerte en las escasas ocasiones en que se ha lanzado a la aventura, tal y como explica en el divertido texto con el que inicia sus colaboraciones en LSN. De todos modos, su relativo sedentarismo, ya que ha pateado buena parte de la península, no le impidió en su momento situar sus guiones de comic en escenarios exóticos, ni tampoco traducir del francés obras escritas por autores de varios continentes. 

VIAJES /// Tumbos

De Londres al mundo o...Palma de Mallorca.

Viaje sentimental a Madagascar y Nicaragua

 

                                         “¡Qué gran cosa es viajar! Lo único es que le acalora mucho a uno.”

                                         (Laurence Sterne, Tristram Shandy, libro VII, capítulo once)

 

AGOSTO 1979: MADAGASCAR

En la primavera de 1979 vivía en el mejor de los mundos posibles. Me había afincado en Cas Concos, un pueblecito diez kilómetros al interior de la costa de Mallorca en el que había sido aceptado, o más bien adoptado, por una comunidad de gente rica, afable, inteligente y guapa, que tenían, además, un agradable aroma exhippioso. Mis días consistían en ir al bar de la señora Margalida, poner la Olivetti sobre la mesa de mármol, pedir un café y, mientras escribía el segundo tomo de mis obras completas, estar al tanto de lo que pasaba. Los almendros ya habían dado fruto y la señora Margalida tenía allí, en el mismo bar y al lado de donde yo me solía poner, una especie de máquina para hacer helados. Cuando se aburría de dar vueltas con un chisme de madera a la mezcla de almendras espachurradas, leche y hielo, se sentaba a mi vera, me invitaba a unos huevos con jamón y nos dedicábamos a la tan loable como menospreciada práctica del cotilleo. Por si fuera poco, andaba medio enamoriscado de una garrida muchacha que no me hacía el caso que yo consideraba merecer, lo que a su vez me proporcionaba una sensación de suave melancolía aderezada con gotas de autocompasión y de cinismo, muy adecuada al entorno.

No sé muy bien porqué, en aquella aldea habían ido recalando gentes de lo más interesante y variopinto. Simon, un torturado y brillante pintor escocés; Jean, el hijo de un embajador canadiense en Pekín que había abandonado su prometedora carrera diplomática para dedicarse al cuidado de unas cuantas vacas y de una novia argentina, y que se entendía en chino con Stefan, un periodista suizo con años de corresponsalía en Vietnam, dado que era la única lengua que dominaban ambos (¡allí, en el bar de la señora Margalida, un canadiense y un suizo hablando en chino!, fastuoso); Claudia, una fotógrafa chilena que solía llorar porque sólo su cámara y su hija le proporcionaban ganas de vivir, con lo que solía recibir ayudas en metálico para que siguiera llorando; Betsy, una hermosa pelirroja, vástago de una estirpe de acróbatas circenses que hacía esporádicos y clandestinos viajes a Colombia durante los cuales me dejaba al cuidado de su hija, Diana; Toti, un afamado guitarrista, un tanto mozartiano, cuya principal preocupación en la vida era cuidarse las uñas; dos jóvenes madres, Cuca y Pilar, de esplendorosa guapura, acompañadas de sus respectivas hijas, Laia y Andrea; Pierre, un culto y dipsómano francés que llegó a convertirse en lo más parecido que haya entendido como un amigo del alma; Brigitte, su mujer, mecenas de los anteriores (yo incluido), con el corazón partido entre su alta clase y la poca decencia de quienes le gustábamos…

Aparte de mis feraces conversaciones con la señora Margalida y mis más voluntariosos que brillantes escarceos literarios, el resto de mis actividades consistían en la visita a playas más o menos vírgenes (pero con chiringuito) en compañía de Cuca, Pilar, Pierre y las niñas; la ingestión de sustancias nocivas para la salud pero, eso sí, de alta calidad (el opio, por ejemplo, nos llegaba directamente de Irán por vericuetos tan eficaces como inverosímiles, pero ésa es otra historia); las interminables conversaciones con Pierre acompañadas de libaciones asimismo interminables; y la elaboración de descabellados planes colectivos, entre los que destacan la creación de una escuela para niños descarriados y la adquisición de una mansión que se decía habitada por espectros. Lo dicho, el mejor de los mundos posibles.

Otra de las personas notables del pueblo era Eduardo, que tenía una historia parecida a la de Jean, el canadiense. Eduardo era de Barcelona, pero también había desdeñado un prometedor futuro urbano, también tenía una novia argentina y también había decidido hacerse granjero en la isla, aunque bien es verdad que las expectativas de Eduardo eran más modestas que las de Jean: no entraba en la cosa vacuna y se conformaba con el cuidado de unas cuantas docenas de gallinas y conejos y una coqueta huerta. Eduardo era una persona tímida, discreta, desaliñada y cuya mirada daba a entender la honestidad que suele acompañar a las personas tímidas, discretas y desaliñadas. En la época de este relato su matrimonio no iba excesivamente viento en popa. Meka, su novia, había tenido un aborto espontáneo en una relación anterior. Se había vuelto a quedar embarazada y deseaba ardientemente ser madre. La combinación entre una cierta pachorra de Eduardo al respecto y el  ferviente cuidado de Meka por lo que llevaba en sí y, por ende, por sí misma, dio lugar a una serie de agrias reyertas entre ambos. Eduardo no sabía qué hacer: quería a Meka, quería tener un hijo con ella, pero notaba que su presencia durante el embarazo le molestaba, aunque fuera en cotidianos y nimios detalles, pero le molestaba,

Y en esta tesitura andaban, cuando va Eduardo y hereda. Nunca llegué a saber el origen del dinero que repentinamente poseyó Eduardo: si era una herencia propiamente dicha, una lotería afortunada o qué. Pero el caso es que, fiel a su idiosincrasia, decidió dejar la mayor parte del dinero a Meka y quedarse él con el resto para desaparecer, es decir, y tal como iban las cosas, no molestarla durante el resto del embarazo. ¿Pero qué es una desaparición a plazo fijo? Un viaje.   

Estaba yo una tarde apoyado en mi mesita de mármol en el bar de la señora Margalida, cuando Eduardo se sentó a mi vera y habló, cosa que no solía ser muy habitual en él. Me contó lo que queda dicho en los dos párrafos anteriores y añadió lo siguiente:

-      Tengo un montón de dinero, quiero viajar, no sé adónde y además no quiero ir solo. Así que si tú decides adónde vamos del mundo, te invito.

¿He dicho ya que estaba en el mejor de los mundos posibles? Creo que sí. Maldita la gracia que me hacía moverme de allí. Pero ofertas como la de Eduardo las tienes una vez en la vida.

Cavilé. Dudé. Pedí consejo.

Dos de las mejores personas que he conocido, Isa Albareda y Albert Planes, hacía poco que habían hecho un periplo de ocho meses por África. Gracias a las cartas y a los apasionados y lúcidos diarios que Isa fue escribiendo sabía de su fascinación por Madagascar, así que, al cabo de unos días, propuse a Eduardo:  

-       ¿Madagascar?

-       Como quieras.

 

Ni que decir tiene que en la cosmopolita comunidad en la que vivíamos, quien más quien menos era un experto en viajes y, todos y todas casi a una, se aprestaron a darnos sus sabias indicaciones a un par de pardillos en el tema, como éramos Eduardo y yo. Del sinfín de recomendaciones y advertencias que nos ofrecieron, retuvimos cuatro, a saber:

Que nos hiciéramos con un grueso fajo de travelers checks.

Que el dinero en efectivo lo guardáramos en cinturones de cremallera interna.

Que, dado lo difuso de nuestro destino (porque lo de Madagascar era una simple idea), nos vacunáramos de todo lo vacunable.

Que la primera etapa de nuestro periplo fuera Londres o Luxemburgo, lugares ambos de amplia oferta de baratos vuelos charter a casi todos los lugares imaginables.

 

Nos pusimos manos a la obra y en los días siguientes realizamos las gestiones económicas pertinentes, nos hicimos con un par de lustrosos cinturones huecos, nos vacunamos contra enfermedades de las que no había oído ni hablar y aguantamos impertérritos el chaparrón de sugerencias respecto a nuestro destino que nos fueron ofrecidas: las Pequeñas Antillas, Timor, las islas de Micronesia, Siberia… Pero se nos había metido en el magín lo de África y habíamos decidido que, si por cualquier cosa no podía ser Madagascar, pues que fuera Kenia o el norte de Camerún (del que también Isa contaba maravillas). Por otra parte, entre la opción Londres/Luxemburgo como primera estación de nuestra andadura, habíamos optado por Londres, que resultaba más simpático.

Y ahí cometimos nuestro primer y fatal error.  Aunque antes hay que contextualizarlo. En 1973, seis años antes de nuestra aventura, el Reino Unido había ingresado en la Comunidad Económica Europea, antecesora de la actual Unión Europea (España no lo hizo hasta 1985) y, lo principal, en mayo de 1979, sólo unos meses antes, la terrible Margaret Thatcher se había convertido en primera ministra.

Así que aquel verano las islas británicas pasaban por una época de, para entendernos, europeísmo restringido. O sea, Europa sí, pero solamente para los selectos miembros del club. De aquí nuestra equivocación: como pensábamos estar sólo de paso en Londres, camino a otros lugares, cogimos billetes de avión de ida y no de ida y vuelta. No fue por ahorrar (total, el billete a Londres valía siete mil pesetas y el de ida y vuelta ocho mil), sino por un cierto afán de quemar las naves, como luego lo hablamos muchas veces Eduardo y yo. Dado que a ninguno de los dos nos apetecía mucho ir a las chimbambas (por las respectivas situaciones, antes comentadas), el hecho de que volver a casa nos costara casi tanto como acercarnos a ellas, nos proporcionaba una cierta seguridad en que llegaríamos a tales jaujas. Craso error, como decía antes y luego se apreciará.

 

A primera hora de la mañana del 13 de agosto de 1979, Eduardo llegó a Can Deva, la hermosa mansión que Brigitte compartía con Pierre, conmigo y con los visitantes ocasionales. La noche anterior habíamos celebrado nuestra inmediata partida en Can Blanc, el bar de la señora Margalida, y allí estábamos, resacosos y legañosos, pero dispuestos a cruzar cuantos océanos se nos pusieran al pairo. A mí me dio tiempo para ducharme y afeitarme, pero Eduardo, con camisa a cuadros por encima de unos vaqueros raídos y barba de un par de días, había tenido que dar de comer a las gallinas y acomodar a los conejos y exhalaba un agradable olor a chotuno, que también acabó siendo nefasto para nuestra empresa (“Ya me ducharé en Londres”, decía el angelito). 

Cas Concos.

Brigitte nos llevó a Ciutat (que es como los mallorquines llaman a Palma) donde nos volvimos a encontrar a medio pueblo y celebramos una segunda despedida. Por fin, llegamos a Son San Juan y subimos al avión que nos trasladaría a Londres sin mayores problemas. Cada uno llevábamos cien mil pesetas dentro del cinturón, una bolsa de viaje con lo más imprescindible y algún capricho que otro. En mi caso, unos cuantos libros, de los que ya se hablará, y un cuaderno; en el de Eduardo, dos cartones de celtas cortos (“Porque en África seguro que no hay celtas cortos”. “Pues seguramente no”). Yo, además, llevaba una cámara Nikon.

Mientras hablábamos durante el viaje de que quizá no Madagascar ni las Antillas, sino algún otro sitio que en el mismo Londres se nos ocurriera, alguien me llamó desde el otro extremo del avión. Era un amigo de Barcelona, que también se llamaba Eduardo y que iba a Glasgow a ver a una novieta. Le contamos nuestra historia y pasamos el resto del trayecto en feliz comandita.

Gatwick.

Llegamos a Gatwick. Eduardo II y yo pasamos los controles sin problemas. Echamos la vista atrás y nos apercibimos de que a mi Eduardo le habían retenido. Dije al segundo Eduardo que iba a ver qué pasaba y él me comentó que se quedaba por ahí por si nos podía echar una mano.

He de confesar que mi inglés es absolutamente precario, pero es que el de Eduardo era inexistente. Y además estaba muy nervioso, sucio y olía a granjero. Le habían puesto un intérprete al lado con el uniforme verde del aeropuerto (Tomlinson, supe luego que se llamaba). Dije: “Vamos juntos” y Tomlinson me espetó: “¿Y ese señor con el que estaba hablando, también va con ustedes?”. Y yo: “No, no, es Eduardo, un amigo con el que nos hemos encontrado por casualidad en el avión”. Tomlinson me miró con la mirada aviesa, sarcástica y llena de la astucia de quien ha asimilado mal decenas de novelas policíacas y respondió: “Ya, así que se han encontrado con él por casualidad en el avión y que también por casualidad se llama Eduardo, como su amigo”. Al notar que comentaba la nueva información con sus adláteres, conseguí hacer llegar disimuladamente a Eduardo II la seña universal para salir de naja, es decir, dar palmaditas con la mano izquierda en el antebrazo derecho mientras la mano derecha adquiere un suave balanceo. Eduardo (segundo) lo comprendió, desapareció del mapa y espero que le fuera bien con su novia escocesa.

 

Inciso. Entiendo levemente que la paranoia anglosajona se viese reforzada por la primera casualidad. Que estuviéramos los tres en un avión. Pero lo que nunca he llegado a entender es el retintín en la segunda casualidad. El que dos se llamaran Eduardo. ¿Qué temían aquellos julais? ¿Que les llenáramos de Eduardos el imperio? ¿Que la purria de inmigrantes les arrebatáramos el regio nombre? ¿Que fuera una clave secreta? Lo dicho, novelas mal digeridas. Fin del inciso.

 

Ya eran cuatro a nuestra vera. El citado Tomlinson; Chrisfrank, también con uniforme; y dos de paisano, Curtberson, de bigotito rubio y pelo plateado, y uno de terno azul y barba negra y espesa que también ejercía de intérprete y era el que mandaba. Un quinto, larguirucho, con gafas y acendrado prognatismo, procedía a rebuscar afanosamente entre nuestros equipajes ante la mirada de los seis. Para entonces, creo que me había dado cuenta de que, si bien al principio habían pensado que éramos meros aspirantes a tener un puesto de trabajo en la más grande de las Bretañas (de ahí el viaje sólo de ida), dadas nuestras incoherentes explicaciones y nuestras pintas habían dado por supuesto posteriormente que éramos peligrosos camellos o algo así. El prognato palpó cada calzoncillo y hojeó cada libro. Cuando llegó al cartón de celtas (virgen él) el barbudo, con mohín de asco, dijo algo así como “No, ahí no”. Terminó el registro. Miró a sus superiores: “Nothing”.

Y aquí acaeció nuestro tercer y definitivo error (tras el de haber cogido sólo viaje de ida y el olor a chotuno de Eduardo), este último totalmente achacable a mí. No lo pude evitar. Fue como El corazón delator de Poe, pero al revés. Me di cuenta de que mi cámara Nikon estaba, incólume, al lado del larguirucho y, chasqueando la lengua con condescendencia, me dirigí al barbudo en mi lamentable inglés y, señalando la cámara, le dije con la mejor de mis sonrisas: “I’m sorry, but the heroine is inside”. El prognato, avergonzado, se apresuró a desmontarla. “Nothing”, volvió a decir cuando terminó de descacharrarla.

Ahí se acabaron nuestras expectativas de salir con bien de la aventura. Nos habían cogido inquina.

Curtberson y Tomlinson se llevaron a Eduardo a un cubículo. Chrisfranck y el barbudo a mí, a otro.

Control en la frontera.

Durante las tres horas siguientes nos interrogaron de manera tan intensa como pulcra. De vez en cuando, uno de los funcionarios salía al pasillo, supongo que a contrastar con otro nuestras posibles contradicciones. Con mis cien mil pesetas encima de la mesa, Chrisfranck se aplicó durante un rato a, lo juro, revisar tarifas de viajes. Su conclusión fue la siguiente: “Con el dinero que tienen, no les da para hacer un viaje de ida y vuelta a Madagascar”. Yo, para mis adentros, pensaba: “Y a estos, ¿qué coño les importa que no podamos volver de Madagascar?” Pero lo que dije fue: “¿Y a Kenia?”. Chrisfranck se volvió a sumir en el listado de ofertas y su diagnóstico fue rotundo: “Tampoco”. Sin apenas esperanzas, me atreví a sugerir: “¿Camerún?”, y ahí el barbudo saltó, exasperado: “Si usted me dice que quiere ir a Camerún a cazar cocodrilos, yo me lo creo, pero esto, que me diga que Madagascar, o si no Kenia, o si no Camerún, pues no, no me lo creo” (y menos mal que no había hablado de las Antillas, Timor o Siberia).   

En ese momento me invadió una rabia que, más de treinta años después, aún no se me ha quitado. ¿Qué sabrían aquellos energúmenos del sabor del viaje? ¿Por qué no nos dejaban irnos por ahí? Mis últimos intentos por enderezar la situación fueron patéticos: les insté a que nos dejaran pasar una semana en el Reino Unido (el billete de vuelta lo podíamos comprar allí mismo) viendo castillos escoceses, dársenas de Bristol o haciéndonos una foto con los beefeaters detrás. Pero la suerte estaba echada. Salimos de las instalaciones del aeropuerto de Gattwick con un papel, firmado por todos los funcionarios, en el que se leía: “You have asked from leave to enter the United Kingdom while in transit to Africa, but you de not have means with wich to proceed to Africa”.

Ya de madrugada, nos trasladan a The Beehive Detention Unit, Gatwick Airport, que consiste en un precario edificio de una planta en medio de la nada y que alberga una sala con sofás, sillones, una mesa baja llena de revistas y una tele, una habitación llena de literas, una especie de oficina en la que estaban los aduaneros y un cuarto de baño. Me quedo roque nada más tocar la litera.

A las diez de la mañana estamos en la sala. Los sillones son un tanto raídos, pero cómodos. Nos han dejado un transistor encendido y traído algo parecido a té. Además de por Eduardo y por mí, la sala está poblada por un español (lo sé porque fuma Fortuna) hosco y silencioso, con cazadora de imitación de cuero y amplias entradas en la frente y coleta, que parece bastante desesperado, un par de tipos esbeltos de pelo rizado, uno rubio y el otro  moreno (¿griegos, quizá? ¿balcánicos?) que se lo toman con bastante parsimonia y somnolencia y un pakistaní calvo, encorbatado, de pantalón a rayas y olor a desodorante barato que sonríe a diestro y siniestro como si tuviera la convicción de que su universal sonrisa le pudiera servir como garantía ante su próxima deportación.

Los guardianes de la habitación de al lado están de muy buen humor. Debe haber ganado su equipo o algo así.

Hacia las doce termino Más allá hay monstruos, la novela de Margaret Millar que estaba leyendo, y se la paso a Eduardo, que ya ha ojeado y hojeado todas las revistas de la mesita. Revistas que, dicho sea de paso, tienen sus márgenes llenos de diatribas injuriosas y obscenas sobre Inglaterra, los ingleses, la reina Isabel y todo lo demás, algunas firmadas por Manolos, Mohamedes y Kassimes. Me zambullo en la opción B, El laberinto, de Manuel Mújica Laínez.

 

Segundo inciso. En la novela de Margaret Millar y allí, en el centro de detención de inmigrantes de Gatwick, fue la primera vez que leí la frase: “La vida es lo que a uno le pasa mientras está pensando hacer otras cosas”, lo que me pareció muy adecuado a nuestras circunstancias. Luego he visto como su autoría se le otorgaba a unos y a otros, especialmente a John Lennon. Pues no. Margaret Millar. Fin del segundo inciso.

The Beehive Detention Unit, Gattwick Airport.

Durante el día fueron yendo y viniendo indeseables varios. Al sonriente pakistaní se lo llevaron pronto (y no dejó de sonreír a quienes le esposaban). Aparecieron y se fueron un nórdico, un negro y dos suizos, uno de los cuales intentaba dar algún sentido a una castañuela que mal llevaba en su mano derecha. Hacia la una nos obsequiaron con un potingue en el que se mezclaban arroz, pollo, galletas y té. Los rizados durmientes despertaron, dieron buena cuenta del condumio y volvieron a su siesta. En su corto espacio de vigilia me enteré de que ni balcánicos ni nada, el uno de Rosario (Argentina) y el otro de Badajoz. Se los llevaron al cabo de un rato. El tipo de la cazadora de cuero de imitación se llamaba Gómez. Cuando entraron a buscarlo, la incapacidad de los policías para decir “mister Gómez” les daba mucha risa. “Guuumez”, “Gmzz” y cosas así decían. Y les entraba la risa a los hijoputas. Se lo llevaron esposado. Otro que vino y se fue esposado era un chileno, al que le habían pillado con una carta de trabajo falsa y lo reenviaban para Chile. En el rato que estuvimos juntos le contamos nuestras andanzas y se meaba de risa.

Total, que a las ocho de la tarde sólo quedábamos en el Beehive Detention Unit Eduardo, yo y una caterva de polis borrachos exhalando himnos patrióticos. Con el menos bolinga de ellos había hablado un rato antes. Era indio y me contó que sí, tranquilos, nos iban a repatriar, pero que como era verano y los vuelos a Palma estaban llenos, teníamos que esperar a que hubiera plazas libres. Ahí vi el cielo abierto: “Ustedes quieren mandarnos a España, ¿no?” “Sí” “Y los vuelos a Palma están llenos, ¿no?” “Sí” “Pues entonces, ustedes nos meten en el primer vuelo que salga para España medio vacío… a Santiago de Compostela o a Sevilla o a cualquier sitio...y todos tan contentos”. Al indio y a mí nos pareció la idea de putifa, pero él tenía que consultar con su superior. Al cabo de un rato apareció el superior, babeando, con ojos de borracho y una bufanda de algún club al cuello. Me miró de arriba abajo, como si yo le hubiera hecho algo y profirió la sentencia: “To Palma”.

 

A cuenta del “To Palma” pasamos veinticuatro horas más allí. Llamé a la embajada (más que nada porque me gustaba la cosa esa de “llamaré a mi embajada”) donde, obviamente, pasaron de mí, el día transcurrió con alguna variante como el anterior y hacia las diez de la noche, el indio, con sonrisa picarona, apareció y nos dijo: “Come on”.

Nos esposaron pero poquito, como para cumplir el expediente, y nos pusieron a recaudo de unas azafatas de Dan-Air. A Son San Juan llegamos de madrugada. Unos guardiaciviles estaban esperando, un tanto aburridos. “¿Así que os han expulsado del Reino Unido, eh? Mala cosa es, algo habréis hecho”, decía el teniente o lo que fuera. Buf, me decía yo, de guatemala a guatepeor. “¿Y esto qué cojones es?” “Esto” era el resto de los  cartones de celtas cortos de Eduardo, unos diez paquetes. “Verá usted, es que nosotros íbamos a Madagascar y como allí no hay celtas cortos…” El teniente se empezaba a divertir. “A ver, contádmelo desde el principio.” Y se lo contamos.

Paquete del racial tabaco de la época.

Aunque mi ideología, mi estética e incluso mi orientación sexual no me lo recomiendan, aquella noche tuve ardientes deseos de besar a un guardia civil. Un par de horas después, desgranada nuestra historia, llenos de cocaína (cortesía del Cuerpo) y muertos de risa, el teniente, sus subordinados, Eduardo y yo nos habíamos deshecho en insultos contra la Pérfida Albión. Incluso la Benemérita nos ofreció uno de sus vehículos para llevarnos al centro, dada la hora que era; aunque, que conste, nosotros les habíamos regalado previamente los celtas que nos quedaban. Y un último detalle, discreto y lleno de elegancia, es que cuando el número que conducía me preguntó cuál era la dirección exacta a la que íbamos le dije: “Es que vamos a casa de un camello amigo nuestro que suele tener la puerta abierta toda la noche… y como tú eres guardia civil… tampoco es cosa de chivarse”. “No, no, claro, sólo la zona donde queréis que os deje”.

Dormimos unas horas en casa de Pedro, el camello, que, efectivamente, estaba abierta y, oh sorpresa y alegría, vacía.

Por la mañana, Eduardo y yo mirábamos el Mediterráneo.

-       ¿Volvemos a casa?

-       Pero es que se van a reír de nosotros.

-       ¡Qué se le va a hacer!

Y sí, se rieron.

 

UN MES ANTES: NICARAGUA

 

Pierre solía llegar a media mañana a Can Blanc e iba directamente a la barra, en la que se apalancaba los dos periódicos de la isla, el Diario de Mallorca y el Baleares, pedía dos vasos de aguardiente, cogía el botín y venía a mi mesa. Yo apartaba la Olivetti, daba un tiento al trago y me embebía en la lectura de uno de los diarios. Pierre, sin apenas mediar palabra, hacía lo propio. Al cabo de unos quince o veinte minutos intercambiamos diarios y es de justicia resaltar que Tomeu, el hijo de Margalida, estaba al tanto y nos rellenaba los vasos. Pasado otro tanto de tiempo, dábamos por concluida nuestra inmersión en el mundo, doblábamos los periódicos y hablábamos. (Tomeu seguía al tanto).

 

Pierre y yo hablábamos. Hablábamos muchísimo. Éramos curiosos, nos dedicábamos a la molicie y nos introducíamos e introducíamos alegrías por todos los agujeros del cuerpo (algunos, hasta inventados), lo que daba pie a largas conversaciones. Hablábamos de todo lo habido y por haber, de lo humano, lo divino y lo demoníaco, pero algo nos preocupaba sobremanera aquel verano: los sandinistas. Nicaragua llevaba años inmersa en una larga y cruel guerra civil, pero aquel año, el Frente Sandinista de Liberación Nacional y sus aliados habían lanzado lo que pretendían que fuera (y resultó siendo) una ofensiva final contra el sanguinario y corrupto régimen de Anastasio Somoza. Naturalmente, los malos opusieron desesperada y feroz resistencia y la primavera y los comienzos del verano de aquel año distaron de ser un camino de rosas para las fuerzas insurgentes.

Desde Cas Concos, Pierre y yo apoyábamos moralmente a los sandinistas y llegamos a utilizar la guerra nicaragüense como una especie de I Ching. Los días que los muchachos conquistaban nuevas posiciones, liberaban alguna aldea o infligían algún descalabro a los somocistas, nuestras sonrisas se acentuaban, planeábamos nuevas expediciones a rincones ignotos de la isla e invitábamos a copas a la parroquia; por el contrario, cuando la vil Guardia Nacional bombardeaba a campesinos indefensos o cometía alguna de sus infames tropelías, nuestros semblantes se volvían hoscos, yo me encerraba en mi habitación a leer cualquier tocho que tuviera a mano y Pierre se dedicaba a sus inconfesables quehaceres. Pero en el fondo de nuestros corazones anidaba la desazón de saber que no estábamos haciendo lo suficiente en pro del heroico pueblo nicaragüense.

Por aquella época, había recalado en Palma Luisa, una gran y querida amiga. Cuando bajaba a Ciutat, solía llamarla y pasábamos la tarde juntos. Trabajaba como camarera en un bar de copas y un día me contó que estaba un poco asustada porque uno de esos lamentables especímenes que dan en pulular por las noches y que padecen una peligrosa monomanía redentora se había prendado de ella, le acosaba con invectivas contra la vida alegre, su insistencia se iba haciendo cada vez más continuada y babosa y tendía a mezclar, como es habitual en estos casos, las confesiones de un amor sin límites con amenazas más o menos veladas. Le dije que no se preocupase y que si veía que la cosa se ponía chunga se viniera unos cuantos días al pueblo mientras se le pasaban los ardores al energúmeno. Como así hizo. Unos días después de esa conversación apareció en Cas Concos y contó que ya estaba asustada de verdad. El tipo se había enterado de dónde vivía, un pequeño apartamento turístico, la seguía y aporreaba su puerta. La noche anterior había deslizado por debajo una nota que decía: “Luisa, abandona la prostitución. Último aviso. Firmado: Un amigo”. Le adecentamos una habitación en Can Deva, donde había de sobra, y allí se quedó una temporada.

A la mañana siguiente de que Luisa llegara a Cas Concos, Pierre y yo estábamos realizando nuestro diario ritual de periódicos, aguardiente e I Ching. Debía ser a principios de julio y la jornada tenía todos los visos de mala. Los últimos coletazos de la bestia eran especialmente sangrientos y salvajes. Me di cuenta de que por algún bolsillo tenía la nota que el tarado aquel había pasado a Luisa (“Luisa, abandona la prostitución. Último aviso. Firmado: Un amigo”) y la puse sobre la mesa. No recuerdo de quién fue la idea, pero supimos qué era lo que teníamos que hacer, Pagamos nuestras consumiciones y con ánimo decidido Pierre y yo nos montamos en su desvencijado Dyane 6 amarillo y pusimos rumbo a Santanyí, el pueblo más cercano con oficina de correos. Una vez allí, preguntamos al probo funcionario si se podía mandar un telegrama con acuse de recibo. Nos dijo que sí, que era un poco más caro y que tardaría un rato, pero que sí. Le pedimos que enviara un telegrama a la siguiente dirección: “A la atención de don Anastasio Somoza Debayle, Palacio Presidencial, Managua (Nicaragua)” y con el texto: “Anastasio, abandona la prostitución. Último aviso. Firmado: Pierre y Only”. Con acuse de recibo. Sin pestañear, el funcionario dijo que sí, y que en un par de horas tendría el acuse de recibo. La verdad es que nos costó un pastoncillo. Salimos a la coqueta plaza de Santanyí, nos sentamos en una terraza y dedicamos el resto de la mañana a alguna de nuestras abstrusas discusiones. Hacia mediodía, Pierre se acercó al edificio de correos y volvió sonriente con un papelito en el que se daba fe de que nuestro telegrama había llegado a su destino. Con la satisfacción del deber cumplido, volvimos al pueblo.

Seguimos leyendo los periódicos, pero sin la angustia de días anteriores. El 19 de julio los sandinistas entraron en Managua.

Y este viaje, al contrario del de Madagascar, tiene un final feliz. En septiembre de 1980 yo estaba de vuelta en Barcelona. El 17, el coche de Anastasio Somoza, que se había exiliado en Paraguay, recibió en la avenida Francisco Franco (anda que… dios los cría) de Asunción, el impacto de varios lanzagranadas y el exdictador quedó totalmente carbonizado. Al día siguiente recibí un telegrama: “Se lo advertimos. Pierre”.    

Fotomontaje periodístico sobre el atentado mortal a Anastasio Somoza.

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