VIAJES /// Tumbos

Lo que sigue son dos relatos engarzados sobre un viaje por media

Europa en kombi, la camioneta icono de una época seducida por los caminos a Oriente, como fue el caso. En el primero, José Miguel González Marcén explica las circunstancias que le impidieron montarse en ella, cuenta algo de los amigos que sí lo hicimos y describe,

con inteligencia, humor y desapego, el efervescente ambiente

de la España de 1974. En el segundo relato, trato de aportar

información pormenorizada del viaje, mezclando datos ciertos (confío)

con especulaciones razonadas. Ese viaje desde Barcelona a Estambul 

y vuelta, con parada en la isla griega de Paros, lo he mantenido vivísimo 

en la memoria durante más de cuatro décadas. Por eso me he atrevido

a ponerlo por escrito, quizás buscando de manera inconsciente lo que, según Josemi, Onliyú para los amantes del comic, pasaba con las historias del barón rampante de la novela de Ítalo Calvino.

Verano de 1974: descubriendo Europa con la Aleja 

Junto a la Aleja en Dubrovnik: la foto nos la envió por correo la novia del autoestopista del sombrero.

EL VIAJE VISTO POR UNO AL QUE LA MILI DEJÓ CON LAS GANAS

No es que san Alejo sea un santo atípico (atípicos son todos los santos, si no, no serían santos), es que además era un tanto gilipollas. Era de una buena familia egipcia, en las postrimerías del siglo IV. Le procuraron una hermosa novia, pero el día anterior a la consumación del matrimonio, cuando tenía diecisiete años, a Alejo le entró una especie de crisis mística y se retiró al desierto. Allí pasó otros diecisiete, al cabo de los cuales volvió al hogar paterno, en el que también se hallaba la desdeñada novia. No reveló su identidad ni fue reconocido, aunque pidió que le permitieran alojarse en un cubículo bajo una escalera. Allí pasó otro diecisiete, tras los cuales, sintiéndose morir, entregó un papel a su padre revelándole su identidad. No se le conocen milagros, aunque, eso sí, en algunos lugares de Castilla se denomina "sanalejo" al nicho que suele quedar debajo de una escalera.

 

Gilipollas, sí, pero pintoresco también. Su festividad se celebra el 17 (como no podía menos de ser) de julio. Y como yo nací unos 1600 años después y mi natividad (tras muchos enjuagues del calendario) coincide con la del óbito de Alejo, pues es mi santo patrón. De lo que me he sentido siempre un poco orgulloso. Ni fue a las cruzadas, ni predicó con fervor, ni le martirizaron, ni fundó órdenes monásticas, ni nada. Sólo era un poco tontico. Benjamín Jarnés. un pulcro intelectual de la generación del 27, escribió una Vida de san Alejo, que nunca he conseguido encontrar.

San Alejo en su escalera.

En la primavera de 1974 se urdió un plan, en el que estábamos involucrados Juan Pedro Bator, Menci Azagra, Maite Clavo, Pepe Rexach y yo mismo. Más o menos, consistía en que Maite se hiciera con un vehículo en Roma, lo llevara a Barcelona, nos montáramos todos en él y emprendiéramos camino hacia el Este de Europa. Entre las muchas cualidades de Maite no se encuentra la de ser un as del volante, pero justo es decir que a principios de julio había en Barcelona una furgoneta verde, sin muchos papeles, eso sí, de la que se había hecho por las italias. La furgoneta fue bautizada como Aleja.

 

Aquellos sanfermines los pasé en Pamplona con Juan Pedro y Menci. Recuerdo con especial regocijo un bailongo (¿jota, zortiko, riauriu?, ¿todo a la vez?) que nos montamos la última citada y menda pisando las alpargatas de los que teníamos alrededor y siendo pisados por otras.

 

El 15 de julio de 1974 me dispuse a servir a la Patria en el Centro de Instrucción de Reclutas de Colmenar Viejo. El 17, mis amigos se montaron en Aleja y se fueron a correr aventuras.

El cuartel de Colmenar Viejo en una postal de la época.

Antes de seguir con la relación, un inciso sobre Mila. Mila era una chica canaria, compañera mía en la universidad, y de bastante buen ver, Yo anidaba la esperanza de acostarme algún día con ella, pero tampoco con mucho énfasis. El caso es que empezó a aparecer por Bruc y, cuando se enteró del viaje en ciernes, se apuntó a él, Nadie de los directamente concernidos (Juan Pedro, Menci, Maite o Pepe) puso pegas, así que quedó asimilada. La tal Mila, según opinión unánime, resultó ser un pestiño. Me jacto de haber mantenido una cierta relación con gente que en algún momento de mi vida he querido, o al menos me ha interesado, Pero con Mila, pues no. Sé, por otros conductos, que se casó o se emparejó con un condiscípulo un tanto papanatas y desapareció de nuestras vidas. Fin del inciso. No es verdad que, como sostiene en su entrañable y galopante paranoia Pepe, hubiera encalomado a Mila en el viaje para evitar que él (Pepe) se acostase con "el amor de tu vida (sic)" (Maite). Fin del inciso.

Maite y Pepe, en primer plano, con Juan Pedro en 1970 o 1971.

La salida de mis amigos en busca de aventuras, la verdad es que me pilló en bragas. Cuando tienes veintidós años, te enfrentas conque te van a robar quinientos días de tu vida, sólo ha pasado uno y medio y ya es insoportable, no estás para muchas virguerías. No me di mucha cuenta cuándo se fueron ni, a decir verdad, cuándo volvieron. Cotejando fechas, sus andanzas por los estes de las europas coinciden, día más día menos con mi identidad como el 142 del sexto barracón en el Campamento de Instrucción de Reclutas de Colmenar Viejo.

 

Hay una pre- (o post-, qué sé yo) freudiana distinción entre egoístas, ególatras y egocéntricos Egoístas somos todos (si no, no podríamos vivir), ególatras una miríada de sicópatas (con una cierta incidencia entre los colectivos de dictadores y de deportistas de élite), y egocéntricos casi todos los jovenzuelos, como yo era por entonces.

 

Mi egocentrismo, casi militante, me impelía a pensar (¡qué digo pensar!, a suponer, y gracias) que lo más importante en el universo era lo que directamente me afectaba a mí y a mi entorno inmediato. Así que cuando mis amigos se fueron con Aleja por ahí, mis preocupaciones, ocupaciones y otras zarandajas se ciñeron a un mísero entorno que tenía como palabras clave cosas como "pase de pernocta", "nuestro himno", "fajina", "éste a cocina", "sobrelombro", "vivaspaña" y otros conceptos igual de lamentables.

 

Aunque es de buen hacer entre los varones nacidos en el siglo XX no hablar de aquel horroroso encuentro con el ejercito, no puedo menos de incluir dos historias que pasaron por entonces y que tienen que ver con mi abrupto encuentro con las instituciones.

Una imagen del CIR de Colmenar Viejo en 1974.

La primera ocurre hacia agosto de ese año. Cada mañana, un soldado más o menos enchufadillo, nos repartía la correspondencia. Ese día recibí tres postales: una, de Isa Albareda, desde Cuba; otra, de Armanda Tolón, desde Argel; la tercera, de Menci Azagra, Juan Pedro Bator y Maite Clavo, desde algún lugar de Bulgaria. El teniente coronel Landín me llamó a capítulo: "Marcén - me dijo, de veras - ¿te das cuenta de que hemos interceptado una red del comunismo internacional?". Ni que decir tiene que el contenido de las postales era de lo más anodino: "Besos", "Recuerdos desde aquí" y cosas por el estilo. El teniente coronel dedujo que eran mensajes en clave, así que nada, al calabozo.

 

La segunda tiene que ver con el atentado a la cafetería Rolando. El 13 de septiembre de 1974, ETA colocó una bomba en la tal cafetería, en la calle del Correo, en Madrid, vecina a la Dirección General de Seguridad y lugar de encuentro de policías. Murieron trece o catorce personas, casi ninguna policía y, para mí, aquel fue el primer paso de ETA hacia la nada y el horror en los que acabaría aniquilándose. Pero ésa es otra historia. Lo de la Rolando debió ser un viernes. El sábado por la mañana, los reclutas del CIR de Colmenar Viejo aguardábamos ansiosos el papelito que nos permitiera salir al mundo normal un par de días: "140, su pase; 141, su pase; 142, arrestado el fin de semana....". Incluso me quejé ante un sargento, un teniente o algo así: "Pero si yo no he hecho nada." "Pues aquí pone eso." Y así se quedó.

 

Eso debía ser hacia las once. Hasta las cuatro, más o menos, estuve, casi todo el tiempo en mi litera, cavilando sobre la situación. Hacia esa hora entró en el barracón un tipo, con algún galón que otro y más bien fornido: "¡A ver, el 142, a la camioneta, y rapidito!" ¿Qué harías tú en tal tesitura? Pues a la camioneta. 

La postal remitida desde Burgas debía ser parecida a ésta.

Unos dos años antes, Maite y yo, con otros, estuvimos un día en Cornellá repartiendo panfletos a la salida de una fábrica. Apareció la Benemérita y salimos pitando. Ella, con sus reconocidas intrepidez y astucia, se escondió en una cuneta y la Guardia Civil pasó de largo y ni se enteró. Yo, más bobo, seguí corriendo, de resultas de lo cual gocé de una temporada de la hospitalidad del Estado, primero en las dependencias de la comisaría de Vía Layetana y luego en la Cárcel Modelo. No fue muy terrible, contra lo que se pueda creer, pero ésa también es otra historia. El caso es que estaba "fichado".

 

Por entonces, yo estaba muy metido en eso de la revolución. Mis adolescencias, en San Sebastián y Pamplona, me habían proporcionado fructíferos contactos con ETA-VI asamblea y, luego, en Barcelona, me había metido de hoz y coz en la LCR (Liga Comunista Revolucionaria, cosa trosca). Pero en Madrid, cuando llegué, no conocía a nadie. Y en 1974 no era cosa de ir pregonando tus militancias. Así que estaba un poco perdido. Volvamos a la camioneta de aquel 13 de septiembre.

 

Éramos unos veinte. Nos habían puesto en la parte de atrás de la camioneta y nos habían armado de palas y picos. No nos conocíamos y nos mirábamos con una cierta hosquedad. Llegamos a un erial y allí nos pusieron a realizar el conocido trabajo de cavar una zanja y después rellenarla. A eso de la segunda o tercera zanja a uno de los veinte se le ocurrió silbar aquello de "Arriba, parias de la tierra..." Y otro le siguió. Y otro. (Hasta yo, que consideraba que el PCE era casi la extrema derecha). Así supe dónde estaban mis amigos. Cosas de la sutil inteligencia militar.

Josemi cuando andaba "muy metido en eso de la revolución".

Al cabo de unas semanas y habiendo cumplido con la primera parte de mis deberes para con la patria (había besado un trozo de un trapo rojo y amarillo y todo eso), volví a Barcelona a pasar unos días de permiso. Los audaces viajeros habían llegado pocos días antes. De Pepe no se sabía nada, aunque se suponía que estaría en su Lleida natal urdiendo alguna nueva zalagarda, Maite había vuelto corriendo a Roma, ya que había dejado como suplente en su trabajo a otro de nuestros amigos y suponía que durante su ausencia hubiera cometido alguna que otra tropelía (como, por otra parte, así había sido) y Aleja gozaba de un bien merecido descanso aparcada en los aledaños de la sede central de la tribu, en la calle Bruc. Así que de los intrépidos argonautas sólo estaban disponibles para que me contaran cosas Menci y Juan Pedro.

 

Estuve con ellos bastante durante aquellos días. Me acuerdo, por ejemplo, que fuimos los tres a un concierto de Weather Report (el grupo de Joe Zawinul y Wayne Shorter) y que Juan Pedro se descojonaba porque, a la entrada del pabellón, al enseñarme dos tráilers y comentarme que dentro llevaban el equipo de música, yo dije algo así como: "Anda, ¿y todo esto lo tienen lleno de saxofones?". Santa ignorancia.

Weather Report en pleno concierto.

Es curioso porque no recuerdo que en nuestras conversaciones de aquellos días (casi siempre en el Sardineta, el bar de abajo de Bruc) hablásemos mucho de su recién concluido viaje al Este. Lo achaco a un par de causas (aparte de que a lo mejor ya estaban hartos de hablar de él). Una que los recuerdos eran demasiado recientes y verdaderos como para tenerlos todos en orden y "decibles". Es sabido que para elaborar un relato más o menos coherente de una experiencia hace falta que los recuerdos se posen en la memoria para que vayan tomando forma, se desdeñen unos y se realcen otros, hasta conseguir más o menos lo que hacía Cósimo di Rondó, el barón rampante, cuando contaba cosas a sus paisanos: "Cósimo contaba a los ombrosenses nuevas historias que, de verdaderas, al contarlas se volvían inventadas y, de inventadas, verdaderas." Ahora, ya, como se puede apreciar en esta relación, el caótico estadio de la "recién-llegadez" ha sido ampliamente superado.

 

Esta es una explicación un tanto perversa de las causas del relativo silencio de Menci y Juan Pedro respecto a su viaje. La otra es menos alambicada y seguramente más cierta. Aquel año de 1974 (y, sobre todo el siguiente) fueron los del desmoronamiento de todo del mamotreto franquista. Tras años y años de "no pasar nada" se notaba que algo estaba a punto de pasar o ya estaba pasando, y no me refiero sólo a la patética agonía del Abyecto Enano. Y vaya si pasó. Pienso ahora que quizás en los países que acababan de dejar existía también esa sensación de esta en una especie de intemporalidad (que estalló unos quince años después, tras 1989) y la vuelta a una realidad convulsa y cambiante cada dos por tres hizo que se reintegraran en ella con más facilidad y ganas.

Protesta universitaria en 1974.

Aleja aún realizó un emocionante y generoso servicio. Pocas semanas después de lo anterior, mi padre murió repentinamente en Madrid. Ni corta ni perezosa, Aleja abrió sus puertas a Menci, Juan Pedro, Isa, Isidro, Mille y algún amigo más y se plantó en Madrid con todos ellos al cabo de unas horas.

 

Del final de Aleja no sé mucho. Se lo he preguntado a Maite, pero hay que reconocer que de las potencias del alma (memoria, entendimiento y voluntad), ella controla de manera eficaz, maneja perfectamente y es virtuosa en lo que respecta a las dos últimas, no así en lo referente a la primera. Me dice que le suena algo de que aquellas navidades alguien dijo que no podía ir así, sin papeles o casi por la vida y que en Andorra se la cambió a un argentino por un 2 CV amarillo que dio en llamarse Milagritos. O algo así. ¿O a lo mejor no era en Andorra? ¿O no acabó Aleja entre unos rastrojos en la provincia de Lleida? Lo que sí es cierto es que Milagritos existió, hizo honor a su nombre y corrió aventuras casi tan despampanantes como las de Aleja.  

El trío viajero, con el autopista yugoslavo, izquierda, en Dubrovnik.

HECHOS Y ESPECULACIONES DE UNO QUE ACABÓ EL VIAJE

¿A dónde ibamos?

No estoy seguro de que hubiera un destino, pero de haberlo debían ser las islas griegas o quizás Estambul. Y tampoco sé por qué decidimos realizar el recorrido que finalmente hicimos. Supongo que nos tentaba asomar la cabeza tras el Telón de Acero, pero no recuerdo que ese fuera uno de nuestros objetivos. Más bien diría que se trataba de rodar, de salir de España, de viajar sin destino, a donde fuera, al estilo del Kerouac de En el camino, que tanto nos (¿me?) habia influido.

 

¿Por dónde fuimos?

Barcelona-Arlés-Génova-Venecia-Lujbiana-Zagreb-Belgrado-Budapest-Cluj-Bucarest-Burgas-Estambul-Salónica-Atenas-Paros-Atenas-Skopje-Prizren-Pogdorica-Dubrobnik-Venecia-Barcelona.

 

Este es el recorrido, pero no penoctamos en cada ciudad. Sí en casi todas de la ida salvo en Lujbiana, Bucarest y Burgas, donde sólo paramos a ver el Mar Negro porque teníamos un permiso de 24 horas para atravesar Bulgaria. Volviendo desde Atenas, y obligados a orillar Albania, pasamos por Macedonia, Kosovo y Montenegro, entonces repùblicas o provincias de la Federación Yugoslava, pero no recuerdo dónde dormimos (por lo general al borde de la carretera). La vuelta fue muy rápida. En cuatro o cinco días llegamos a Barcelona desde Atenas.

 

¿Cuántos kilómetros? ¿En cuánto tiempo?

Entre 8.000 y 9.000 km. No tengo una idea muy clara, pero creo que unos 40-45 días: 25 yendo (con paradas de varios días en Venecia, Belgrado, Budapest y Estambul), dos/tres en Atenas, ocho/nueve en Paros y cuatro/cinco volviendo. 

 

Mapa del folleto turístico que utilizamos al atravesar Rumanía.

La Aleja

Maite había adquirido la camioneta, una kombi de Volkswagen con matrícula holandesa, en Roma por 10.000 pesetas. Como mucho, llevaríamos un contrato privado de compra, pero nada más. Desde luego, no había oficializado el traspaso antes de traerla a España ni lo hizo después, aunque realizó una operación semilegal en Andorra antes de pasársela a un artesano argentino por algo de dinero y un desvencijado 2cv que acabamos teniendo Menci y yo en Menorca, al que por razones obvias bautizamos Milagritos. La camioneta era La Aleja porque el viaje lo iniciamos el 17 de julio, día de San Alejo y cumpleaños de José Miguel González Marcén, amigo que no pudo acompañarnos porque hacía la mili en Madrid. Por aquel entonces poníamos artículo determinado a todo, a medias por influencia del catalán y a medias como guiño el habla popular, pero en el caso de La Aleja, el “la” reforzaba el ingrediente metonímico del nombre.

La puerta corredera lateral de la "kombi" la hacía muy habitable.

Viajeros: 5/4/3

Menci, Maite, Mila, Pepe y yo. Con Pepe hubo desencuentros rápidamente y con Mila, a la que no habíamos tratado antes del viaje, también. Pepe, amigo desde mucho tiempo atrás, sólo llegó a Venecia, desde donde volvió a Barcelona. A Mila le animamos a que se quedara en Belgrado con un alemán al que acababa de conocer y prefirió eso a seguir con Maite, Menci y yo. Al margen de otras cuestiones, la convivencia era particularmente difícil porque en carretera dormíamos todos en la camioneta. Menci y yo llevábamos una tienda de campaña pequeña que montábamos sólo cuando llegábamos a un camping o un terreno apartado donde pensábamos pasar más de una noche. Cuando nos quedamos los tres no hubo problemas más allá de los mosqueos amorosos entre Menci y yo.

Pepe hacia 1971.

Venecia-Budapest-Estambul

Fueron las grandes estrellas del viaje. Yo diría que ni en Venecia había entonces tantos turistas como para sentirte masa. Desde luego, sólo unos pocos alemanes orientales en Budapest y árabes adinerados, además de hippies camino de la India, en Estambul. A Venecia íbamos en autobús porque pasábamos las noches en un párking de Mestre. En la capital húngara estuvimos en un cámping situado en un alto, supongo que de Buda. Y en Estambul nos alojamos en una cámping de la orilla europea del Bósforo, aunque pasamos horas en la plaza cercana a las mezquitas donde estaban aparcadas decenas de las coloristas y floridas kombis que iban hacia Kabul.

 

San Marcos, el Lido, Santa Sofía, la Mezquita Azul... no recuerdo muchas más visitas de cajón, ni siquiera, y ya es delito, el Partenon. El día se nos iba en callejear (que es gratis), intentar pegar la hebra con gente del país y cambiar impresiones con jóvenes viajeros como nosotros. Me impresionó el deteriorado estado del centro de Budapest, donde eran aún evidentes las huellas de la Segunda Guerra Mundial en muchos magníficos edificios de la segunda capital del Imperio Austrohúngaro. Salvo el Danubio, que tampoco es que fuera azul, todo parecía dejado, triste, sucio, negruzco...

Esta postal de la marea alta en San Marcos se quedó sin enviar, pero con sello.

Isla de Paros

Acabó convirtiéndose en la referencia del viaje. Pasamos allí algo más de una semana, completamente solos a la orilla del mar, sin una construcción en lontananza y durmiendo con sacos a la belle étoile (éramos afrancesados sin remedio, pero no debíamos conocer la canción de Juliette Greco de ese título). Pasábamos el día bañándonos y tomando el sol, y cuando caía la tarde nos acercábamos a un pueblo que estaba a tres o cuatro kilómetros (creo que era Parikia, la capital, entonces de unos pocos cientos de habitantes). Comíamos souvlaki, bebíamos vino de resina, comprábamos melones y yogures para el día siguiente y hacia las doce o la una volvíamos a nuestra porción de paraíso.

 

Al cabo de unos días, Maite conoció un alemán solitario que se había aposentado en el mismo plan que nosotros unas calas más allá y pasó un tiempo con él. Si alguna vez fuimos algo parecido a hippies eso ocurrió en Paros, la isla más grande de las Cícladas. Y que acabáramos allí solo se debió a que se trataba de un destino a nuestro alcance (económico) en el primer barco que zarpó de El Pireo tras aparcar la camioneta. La navegación fue plácida y yo pasé buena parte de las siete u ocho horas del trayecto en la cubierta del ferry leyendo Los viejos marineros de Jorge Amado.

En Paros permanecimos todo el tiempo en una playa cercana a la capital.

Fronteras

Traspasamos sin problemas las fronteras de nueve países y cuatro de ellas por partida doble (España-Francia-Italia-Yugoslavia-Hungría-Rumanía-Bulgaria-Turquía-Grecia-Yugoslavia-Italia-Francia-España). El logro, de por si relevante al conseguir entrar en cuatro países comunistas, cobra perfiles extraordinarios si se considera que la documentación de la kombi con matrícula holandesa era más bien escasa, por no decir papel mojado, y que quienes viajábamos en ella lo hacíamos con pasaporte español.

 

La dificultad de inspeccionar documentos en otras lenguas, así como nuestro aire cándido-hippioso, debió amortiguar el afán inquisidor de los aduaneros. De todos modos, siempre estábamos en tensión durante los trámites en las fronteras, especialmente complicados en los casos de Hungría, Bulgaria y Turquía. Y cuando llegamos a La Junquera tuvimos la precaución de poner al volante a un autostopista inglés que habíamos cogido junto con su novia en Perpignan.

Sellos húngaros de uno de los pasaportes utilizados en el viaje.

Encuentro en Belgrado

Nos cruzamos entre el gentío de una céntrica calle de Belgrado y me sonó su cara. En medio de la acera, activé mi todavía reducido registro civil cerebral y, buen fisonomista como era, concluí en cuestión de segundos que se trataba de uno de los tres yugoslavos a los que había enseñado medio año antes el sótano de Warwick Road, en la zona londinense de Earls Court, que compartía con unos amigos de Barcelona. Volví corriendo sobre mis pasos, le dí alcance y, aunque tardó en reconocerme, al final no sólo lo hizo, sino que insistió en presentarnos a unos colegas. Desde entonces y hasta que salimos de Belgrado disfrutamos con la compañía de un grupo de artistas y escritores, casi todo hijos de prebostes titistas.

Juan Pedro meses antes del viaje junto al sótano de Warwick Road.

Entre ellos ya destacaba la luego famosa Marina Abramovic, cuyos dos progenitores eran generales y la madre, si la memoria no me falla, directora del Museo Nacional Militar. Marina, que se mostró especialmente cálida con nosotros, exponía entonces en un centro cultural cartas personales con un concepto del arte que ya preludiaba la performancer en que acabaría convirtiéndose. Luego nos escribió a Barcelona, pero no le contestamos. En aquella época éramos esclavos del instante. Abominábamos de cualquier compromiso social. Y no volvíamos atrás ni para tomar impulso (sin ser maoístas).

 

Prueba de ello es que ni siquiera pasamos de nuevo por Belgrado de vuelta a casa, pese a la invitación de nuestros amigos para ir a una isla adriática de la que hablaron maravillas. También, pero ahí me cagué por la penca, habían prometido presentarme a Milovan Djilas, el referente indiscutible de la disidencia marxista yugoslava, para que le entrevistara. Francamente, mi inglés era tan deplorable como ínfimo mi conocimiento de las querellas intestinas del titismo. Todavía no había trabajado en serio como periodista. No tenía contactos profesionales, y aunque los hubiera tenido, tampoco habría resultado fácil publicarla en la prensa de la época. En fin... “excusas de mal pagador”, que diría mi madre.

Impactante performance de Marina Abramovic en 1974.

Terror en los Cárpatos

Tras entrar en Rumanía por la frontera próxima a Oradea nos aventuramos por los montes Apuseni entre bosques de piceas, prados alfombrados y verdes, aguas transparentes, cuevas prehistóricas y caseríos de madera dipersos donde las mujeres en edad de procrear no paraban de pedirnos píldoras anticonceptivas. El tercer día, ya abandonando esa zona, la más occidental de los Cárpatos y una de las más atrasadas, acampamos en un paraje solitario junto a un río, nos bañamos y pasamos un buen rato en compañía de una familia rumana. Cuando caía la tarde caminamos por una vereda con abundante vegetación hasta una especie de venta distante un par de km, pero nada más traspasar la puerta nos sentimos en una ratonera.

 

La quincena de lugareños con pinta de haber ingerido ya mucha palinca observaban con insistente descaro a Menci y Maite, y no sólo por su pelo rizado, largas faldas floreadas y camisetas de tirantes. De mi pasaron al principio, pero a medida que iba espesándose el silencio, también me lanzaban miradas con las que parecían escrutar mi temple e incluso mi capacidad de respuesta física, reacción entonces novedosa que se repetiría conforme fuimos avanzando hasta Estambul. Por entonces, y en aquellos predios, resultaba chocante un trío como el nuestro.

 

Dado el ambiente, decidimos sin palabras salir cuanto antes de la tasca, pero lejos de tranquilizarnos, durante el camino de vuelta creció nuestra inquietud al sentir que nos seguían dando voces. Entonces tampoco quisimos verbalizar la amenaza, pero aligeramos la marcha hasta llegar al campamento. Maite, como de costumbre, se dispuso a dormir en la kombi y nosotros en la tiendita de campaña que un hermano de Menci había afanado diez años antes en la OJE. Entonces sí que hablamos sobre lo sucedido, y para quitar hierro al asunto hasta hicimos bromas sobre el blindaje de nuestro refugio de lona. Yo, sin mencionarla, recordé la película Perros de paja, de Sam Pekinpah. La actitud de los tipos de la taberna me hacía temer el salvajismo lúbrico de los rústicos ingleses que atacaban a la pareja encarnada por Dustin Hoffman y Susan George.

 

 

Maite en una imagen algo posterior al viaje.

Luego, ya en plena noche, nos despertaron unos insistentes ruidos. ¡Hostia! ¡Los borrachos! ¡¿Qué hacemos?! Lo primero, e ineludible, inspeccionar, saber qué estaba pasando, ya que dentro de la tienda éramos vulnerables. Y me tocaba hacerlo a mi. Así que salí, medio dormido, con temor pero incongruentemente en pelotas, y enseguida resoplé tranquilo tras comprobar que las causantes de la alarma eran un par de vacas que ramoneaban alrededor. Después me giré con intención de continuar durmiendo, pero la tienda estaba cerrada. Menci, mujer de contrastada valentía, ¡¡¡había bajado la cremallera nada más salir yo!!! Un acto tan reflejo como ineficaz que todavía nos hace reir cada vez que lo recordamos.

 

Este episodio tuvo como corolario horas después, ya en Cluj, un ataque tan violento como inexplicable. Nadábamos los tres solos en una piscina pública con gradas y de repente comenzó a caernos tal granizada de piedras que debimos salir a toda prisa del agua. No pudimos ver a quienes las lanzaban, ni mucho menos intuir el motivo de su agresión, aparte de especular con que nos tomaban por gitanos. Fuera lo que fuese, entre la nochecita de los Apuseni y la mañanita en Cluj, decidimos cruzar cuanto antes Rumanía y alucinamos con los grupos de mujeres que, incluso de noche, barrían los margenes de las carreteras o transportaban piedras sobre la cabeza. En Bucarest, donde llegamos al día siguiente, sólo permanecimos unas horas, las suficientes para dar un rápido vistazo a la ciudad, incluido el mastodóntico palacio presidencial del conducator Ceaucescu.

Menci fotografiada en el piso de la calle Bruc por Isa Albareda en 1974.

Doble pinchazo en la Tracia oriental

Primero un ruido fuerte e indescifrable. Luego la pérdida del control de la kombi. Y, por fin, el frenazo al borde de la carretera que serpenteaba por aquel ondulado secarral. En kilómetros a la redonda sólo piedras y algún escuálido acebuche. Nada ni nadie vista. Estábamos en la Tracia oriental (y juraría que, recién cruzada la frontera búlgara, camino de Kirklareli). Habíamos pinchado las dos ruedas del lateral del conductor. Llevar la de respuesto no nos habría servido de nada. Sí, disponer de gato, pero tampoco teníamos. Creo que ni siquiera habíamos pensado en que podríamos necesitar una y otro. Pero teníamos llave de cruceta y contábamos con...un superautostopista.

 

En la frontera habíamos recogido a una curiosa pareja. El tipo, libanés cristiano de unos treinta años con el que hablábamos en francés, nos estaba cargando. Relataba con frialdad sangrientas batallas en las que decía haber participado. Hablaba con desprecio de sus compatriotas musulmanes y de los palestinos. Trataba mal a la chica danesa o sueca que le acompañaba, bastante más joven que él. Desprendía, en fin, una cargante prepotencia. Y sin embargo, por muy antipático que resultara, demostró sobrada capacidad en el manejo de aquella emergencia. Gracias a él salimos del agujero en cuatro o cinco horas.

 

No era cuestión de parar uno de los coches que pasaban de ciento a viento y tratar de explicar el desaguisado. Eso nos habría puesto en evidencia, baldón que hasta el libanés, por lo que pudieran llegar a pensar de él los turcos, debía querer evitar. Mejor esperar a conseguir ayuda de otro modo, como ocurrió media hora más tarde, cuando aparecieron tres pastores adolescentes con un nutrido rebaño de ovejas. El libanés les pidió por señas que nos ayudaran a levantar la kombi mientras él retiraba las ruedas pinchadas y colocaba en su lugar, a modo de calza, piedras planas de considerable tamaño. El empeño parece ahora casi imposible, pero resultó relativamente fácil: 16 jóvenes brazos realizando intensos y breves esfuerzos pueden mover grandes pesos. Luego, ya extraídas las ruedas, todo fue aún más sencillo. El libanés y yo las llevamos en la caja de un camión hasta el pueblo más cercano, allí arreglaron los pinchazos, regresamos con una grúa, las colocamos y reemprendimos la marcha hacia Estambul. Sin rueda de repuesto ni gato, claro.

Centro de Kirklareli.

Acoso sexual sobre el Bósforo

La antigua Constantinopla nos deparó emociones similares a las que han experimentado los millones de los visitantes que ha recibido desde entonces. Dudo, sin embargo, que más de unas pocas docenas hayan comido melocotones como los que compramos en un puesto callejero: grandes, redondos, duros, jugosos, en su punto de madurez, con piel dorada sin pelusa...Morder una de aquellas piezas transportaba, sin más, a otro estado de consciencia, pero como éramos ligeramente tontos también quisimos fumar el famosísimo hachis de lo terreno (que dirían en el Maestrazgo) sin tomar en consideración los carteles expuestos en la frontera sobre las largas condenas que arriesgábamos al hacerlo. Un tipo nos lo ofreció y le seguimos por callejas crecientemente inquietantes de la parte europea hasta que el sentido común, manifestándose en forma de canguelo, nos indujo a desistir. El camello nos lanzó algún denuesto, pero hicimos bien al dar la vuelta para buscar el boulevard donde había comenzado el bisnis. Si en aquella época eras insensato y también yankee, bien podías acabar inspirando una película tan tremenda como El expreso de medianoche.

 

De todos modos, ese episodio resultó menos desagradable que el acoso sexual que padeció Menci en el ferry que iba de Eminönü a Usküdar. Estábamos alejados unos de otros y un individuo se aprovechó de las apreturas en el pasaje para pegarse por la espalda a ella. Cuando llegamos a la parte asiática, comenzó a contárnoslo, visiblemente alterada, y en ese momento intervino un señor delgado, con barba rala, de finos modales y por lo que nos pareció mayor, aunque puede que ni tuviera 50 años, para decirnos en una lengua que sonaba conocida y a la vez extraña que él había avertido el suzeso pero que no había ozado facer nada porque el agresor era un ombre malino y perikoloso de los que acostumbraban a menear kucío. Se trataba de un sefardita que muy amablemente, tras expresar su pesar por lo ocurrido, contestó en ladino a nuestras preguntas sobre la comunidad a la que pertenecía, integrada entonces en Estambul por unas 15.000 personas.

Muelle de los barcos que cruzaban el Bósforo.

Vértigo en la carretera, metedura de pata en la playa

De hecho, el vértigo marcó nuestra estancia allí desde el mismo momento de la entrada, cuando llegamos el víspera de la celebración de la Fiesta del Cordero por una carretera atestada de gente, vehículos y chiringuitos de venta ilegal de borregos que se desmontaban con rapidez en cuanto aparecían patrullas volantes de la policía. Debía ser un sábado por la tarde ya que, casi en el centro, nos topamos además con miles de hinchas de dos clubes de fútbol (creo que del Galatasaray y del Besiktas, los más poderosos de la ciudad) circunstancia que hizo crecer la algarabía hasta extremos difícilmente descriptibles. Y a todo este desmadre cabe añadir los sustos mayúsculos por las repentinas maniobras de todo tipo de vehículos, muchos con disuasores adminículos que sobresalían de las ruedas, similares a los de las cuádrigas de carreras en Ben-Hur.

 

Vertiginoso, por no emplear adjetivos más ajustados a lo sucedido que nos dejarían en mal lugar, fue también un intento de baño saliendo de Estambul camino de la Tracia griega. Hacía calor, era más de la una de la tarde y no teníamos prisa ¿por qué privarnos de un buen chapuzón? Por nada, pero tampoco habría estado mal detenernos en la caseta donde un cartel anunciaba que aquella playa era de pago. ¿Una playa privada? Menci y Maite negaban la mayor: no existía tal cosa. Y como estaban picadas porque en Génova nos habían expulsado de un hermoso arenal hasta una sucia cala de guijarros, me achucharon para que siguiera. Yo, pese a los aspavientos del tipo de la caseta, continué unos 200 metros y, tras aparcar, fuimos a la playa, en mi caso sin prisas por desvestirme ya que no las tenía todas conmigo. Las chicas sí y de sobras. Tanto que, por conducirse con toda naturalidad, comenzaron a ponerse los bikinis sobre la arena aprovechando la facilidad de movimientos que proporcionaba la anchura de sus faldas. Ese supuesto descaro ya atrajo la atención de todos los hombres de las proximidades, que comenzaron a rodearnos, y para cuando ellas se levantaron estábamos recibiendo las imprecaciones de una treintena de individuos de todas las edades, encabezados por el de la caseta, que había llegado a la carrera. La situación pintaba mal. Durante un minuto casi temimos un linchamiento, pero de la parte más alejada del mar, donde había familias resguardadas en sombrajos montados con sábanas, salió una mujer mayor, pequeña, enjuta, vestida de negro y con hijab que empezó a vociferar contra los hombres y los fue apartando a manotazos mientras por gestos nos instaba a que nos fuéramos. Orden, y no sugerencia, que cumplimos de inmediato, abochornados como nunca antes en nuestras jóvenes pero sobradamente rompedoras vidas.

Estambul deparó los momentos más intensos del viaje.

Tambores de guerra entre Turquía y Grecia

No estábamos muy al tanto de la actualidad, pero sabíamos que, poco después de nuestra partida, los turcos habían invadido Chipre y que la dictadura griega había caído como consecuencia de ese hecho. En Estambul, donde era muy notable la presencia militar, apenas percibíamos el peligro de una guerra que parecía inminente conforme nos acercábamos a la frontera con Grecia, supongo que un mediodía entre el 5 y el 10 de agosto. Por entonces aún se luchaba en Chipre y Constantinos Karamanlis, recién aterrizado en Atenas tras un largo exilio, trataba de unir fuerzas para responder al reto lanzado por Bülent Ecevit al ordenar la invasión de Chipre para proteger, según la versión de Ankara, la minoría turca tras el golpe triunfante contra el arzobispo Makarios.

 

La guerra, que habría reeditado seculares y enconados enfrentamientos, nunca llegó a producirse, en parte gracias a que los dos países eran miembros de la OTAN. Y eso, según pensamos entonces, les ahorró a los griegos una dura derrota. Durante años nos hicimos cruces (y medias lunas) de la desigualdad entre las tropas movilizadas a uno y otro lado de la frontera. Estrictamente uniformadas de verde, con casco, bien pertrechadas, ordenadas, silenciosas, transportadas en modernos camiones y acarreando abundante armamento pesado, las turcas daban la impresión de pertenecer a un formidable ejército. Con variados uniformes caquis, sombreros de lona y ala ancha, armas cortas de diversa procedencia, desorganizadas, ruidosas, desplegadas en todo tipo de vehículos y con muy poca artilleria, las griegas parecían más una improvisada milicia que tropas regulares. En las primeras era aún evidente la influencia de los consejeros alemanes que habían modernizado el ejército turco en tiempos de Kemal Atatürk y en las segundas, el espíritu de movilización propio de la guerra civil finalizada un cuarto de siglo antes. Y ni decir tiene que nuestra kombi, casi el único vehículo civil que circulaba entre las columnas de ambos ejércitos, era obstinadamente ignorada por los turcos y recibida con alborozo por los griegos, alguno con cartucheras cruzadas sobre el pecho al mejor estilo Pancho Villa.

Tropas turcas victoriosas tras la invasión de Chipre.

Vuelta rápida con un asombroso amanecer

Tras la felicísima estancia en Paros decidimos volver a Barcelona en el menor tiempo posible y lo hicimos por territorios donde sí habría duros combates en la década de 1990 tras la implosión de Yugoslavia. Apenas teníamos dinero, circunstancia que también influyó para que ni siquiera nos plantearamos ir a Belgrado para reencontrarnos con Marina Abramović y sus amigos. De hecho, a un centenar de kilómetros de La Junquera debimos pedir francos para gasolina a la pareja de autostostopistas ingleses con que la cruzamos. También era una pareja la que recogimos desde un punto indeterminado hasta Dubrovnik, donde la chica nos hizo las dos únicas fotografías que conservamos del viaje, recibidas semanas después por correo. En una se aprecia la parte frontal de La Aleja abollada y en la otra se intuye el desorden que reinaba en la parte de atrás. Mi pantalón corto de pana da calor sólo con mirarlo, pero junto con las faldas de las chicas refleja el “torpe aliño indumentario” de parte de la juventud para la que Antonio Machado era un referente intelectual y ético.

 

Desde Atenas a la costa dálmata hay unos cuantos centenares de kilómetros. Prohibida la entrada en la Albania todavía maoísta de Enver Hoxha, cruzamos la Grecia Central de un tirón, sin otras paradas que para repostar y descansar, celeridad incomprensible si se considera que Maite era una recién licenciada en Clásicas. Pudimos visitar de su mano Delfos, Meteora, Lamia y más sitios que hasta da pena nombrar. No se me escapa que mostramos el mismo desinterés respecto a lugares también extraordinarios antes y después, pero en ninguno, salvo Atenas, contábamos con una guía tan cualificada. Puede que, jubilada Maite como profesora de literatura y mitología griega en la Universidad de Barcelona, haya llegado el momento de enmendar tamaña burricie volviendo los tres a Grecia.

 

Atravesamos los Balcanes por malas carreteras y largos puertos sin tráfico. Del paso por las actuales Macedonia y Kosovo sólo recuerdo la abundancia de minaretes. En Montenegro, sin embargo, el azar me regaló, tras toda una noche al volante, el amanecer más hermoso de cuantos he tenido oportunidad de observar. Menci y Maite, que dormían en la parte de atrás, se lo perdieron al no reaccionar a mis gritos. Luego tampoco supe describirles con el necesario detalle el impresionante panorama que había tenido ante mi durante el descenso, en plena salida del sol y absoluta soledad, hacia la bahía de Kotor por un revirado carretil. Y si no encontré palabras entonces, menos ahora, así que ahorro al lector los consabidos tópicos aurorales. Pero no me resisto a decirlo de otro modo: sólo por aquellos diez prodigiosos minutos ya habría merecido la pena emprender un viaje tan largo como aquel.

La hermosa bahía de Kotor.

Siete destellos de la memoria

Música. Juraría que asistimos a un concierto de música concreta en Belgrado. Debimos escuchar otras muy diferentes a lo largo de nuestro periplo por territorios de monumental riqueza sonora, pero en este caso la cinta de la memoria se borró hace tiempo. De todos modos, no creo que pusiéramos gran empeño en conocerlas. Otro desperdicio, como nuestro paso por Grecia con orejeras de burro.

 

Petőfi. En Budapest compré un libro en inglés sobre el poeta romántico Sándor Petőfi publicado un año antes con el título Rebel or Revolutionay? Naturalmente, mi interés por el personaje, muerto a los 26 años en 1848 luchando por la independencia húngara, desapareció en cuanto volví a Barcelona. Ni siquiera leí el libro, pero, vete a saber por y para qué, aún lo conservo.

 

Gastronomía. El gulash que devoramos en un rancio restaurante del extrarradio de Budapest, los souvlakis y kalamaria de las noches de Paros, las sardinas que freían junto a los barcos de pesca en Estambul...No hay más rastros gastronómicos del viaje, como corresponde a la edad que teníamos entonces.

 

Indagación. Me lo pidió mi padre y fue a partir de entonces que compartí sus fantasías sobre nuestro apellido. En la guía telefónica de Budapest figuraban siete u ocho abonados Bator y decenas, quizás cientos, Bathory, algunos con toda probabilidad descendientes de la poderosa familia que Erzsébeth Báthory, la condesa sangrienta, arrastró a las páginas más infames de la historia europea.

 

Burgas. Maite y Menci no sólo se bañaron con barro del Mar Negro en Burgas, sino que también posaron ante la cámara de cortina y caballete de un fotógrafo ambulante. La imagen, mediovelada y perdida mucho tiempo atrás, era un fiasco. Se distinguían sus figuras, sí, pero sin el más mínimo rastro del impactante contraste entre los negros cuerpos rebozados y las blancas caras risueñas que les hacía parecer coristas de minstrel en improbable gira por la República Popular de Bulgaria.

 

Camarga. A la ida habíamos parado en Arlés, sin duda por el gancho de Van Gogh, y debió ser entonces cuando nos conjuramos a visitar de vuelta la Camarga. Casi ni bajamos de la furgoneta, pero mereció la pena circular por aquel fascinante espacio natural entre lagunas y marismas, plataformas de acuicultura y botes de pesca, caballos y toros...Fue como un barrunto alegre, y libre, de España.

........................................