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Venecia depara múltiples satisfacciones y en ocasiones algún que otro inconveniente, pero no resulta fácil narrar una estancia en ella con la soltura y perspicacia que despliega el escritor Javier Fernández de Castro en su segunda colaboración en La Simiente Negra. La laguna, las islas, el acqua alta, las posadas aristocráticas, las osterias..Una Venecia vista desde el agua, pero liberada de tópicos y elogios ramplones.

San Giorgio Maggiore al fondo.

Venecia desde el agua

Con independencia de las veces que vayas, o del tiempo que le dediques cada vez, Venecia es una ciudad de la que siempre te despides con la certeza de que te has dejado un montón de cosas por ver y, lo que es peor, con la sospecha de que nunca vas a terminar de hacerte con ella, por más que lo intentes.

Uno de los aspectos que siempre había echado en falta era establecer una relación con Venecia no a través del arte, la arquitectura o la gastronomía (ese torbolino que por estas fechas está a punto de poner en ebullición el ambiente deliciosamente provinciano de las tabernas) sino por el agua. Al fin y al cabo, la razón de ser de Venecia es el agua. Al principio principio de todo, cuando bien avanzado el siglo V los longobardos atravesaron los Alpes al frente de un ejército compuesto por medio millón de jinetes pertenecientes a diversas tribus germánicas, los últimos representantes del moribundo Imperio romano ya no tenían fuerzas ni medios para oponerse a aquella enésima oleada invasora y prefirieron buscar refugio en el infinito cenagal que era entonces el extremo sur de lo que hoy se conoce como el golfo de Venecia. Los invasores asiáticos habían demostrado ser unos jinetes invencibles pero también traían fama de ser unos marineros desastrosos, y si terminaron conquistando con relativa facilidad los dos últimos bastiones del Imperio romano —Roma y Rávena—, en cambio se mostraron incapaces de salvar los pocos kilómetros de agua y fango que les separaban de Venecia. Desconozco la forma y la extensión que alcanzaba entonces ese territorio, pero si actualmente la laguna de Venecia tiene todavía 550 km2 de superficie, y si el conjunto de más de cien islas que constituyen el casco urbano de la actual Venecia está a 4 km del continente, se entiende que los refugiados en semejante laberinto de fango acabaran sintiéndose lo bastante seguros como para empezar a construir pequeñas poblaciones que con el tiempo prosperarían en torno a las todavía hoy omnipresentes catedrales.

Quién les iba a decir a aquellos pobres huidos (condenados a vivir de la pesca y las aves acuáticas, acosados por el paludismo y las crecidas de los cinco o seis ríos que desaguan en la laguna, y atemorizados por la posibilidad de ser aniquilados cualquier día por quienes les habían obligado a esconderse en el barro), que estaban llamados a construir una ciudad sin igual en el mundo y que no ha sido superada en belleza y personalidad a lo largo de toda la historia de la humanidad.

La laguna tiene más de cien islas.

Debo confesar que, hasta ahora, para mí el agua era un complemento más bien molesto que iba con el paquete veneciano te gustara o no, siempre con la secreta sospecha de que tantas barcas y gondoleros circulando sin prisas por los canales eran extras pagados por el ayuntamiento para tener contentos a los turistas. Y como obstáculo añadido durante las visitas entre iglesia e iglesia, o de un museo a otro, los dichosos puentes arriba y abajo, matadores al final de la jornada, como si sólo recorrer las gigantescas salas del Palacio Ducal con sus kilómetros de pinturas en paredes y techos (por no hablar del anexo carcelario) no fuera en sí mismo un exceso capaz de dejar derrengado a un buey.

Esta vez, y quizá porque las previsiones meteorológicas eran decididamente adversas, decidimos que reservaríamos los días de lluvia a los recintos cerrados pero que los días de sol los pasaríamos recorriendo en barco la laguna y sus islas. Y fue una decisión a ciegas que resultó ser un acierto total porque, pese a tan siniestros augurios, a la hora de la verdad hubo más días de sol que de lluvia. Y encima, muy de acuerdo con el propósito de que el viaje fuera acuático, Venecia nos obsequió con dos (no uno, si no dos) episodios de acqua alta, un espectáculo para mi inédito. Estamos habituados a ver en los noticiarios de televisión a las filas de turistas caminando en precario por las tarimas que pone el ayuntamiento cada vez que se inunda la plaza de San Marcos. Pero ver el discurrir cotidiano de una ciudad medio sumergida es otra cosa muy diferente. Y apasionante.

De compras en una Venecia medio sumergida.

Los venecianos tienen asumida con toda naturalidad la presencia invasiva del agua. Las radios y los televisiones locales, los paneles luminosos de los embarcaderos y hasta la red de sirenas estratégicamente distribuidas anuncian con tiempo suficiente las horas de marea máxima y la altura prevista del agua, de manera que todo el mundo sale de casa adecuadamente pertrechado con paraguas, gorros, capas pluviales y las inevitables botas de agua. Todo ello parece tan inevitable que resulta lógico que en algunos cafés la gente siga consumiendo sus tramezzini y sus ristrettos sin dar mayor importancia a que en el suelo haya un palmo de agua. Y por la misma razón, acabas encontrando incluso natural que en un mercado al aire libre vendedores y clientes hagan sus transacciones con agua por encima de los tobillos o que unos y otros contribuyan a sujetar los puestos para evitar que se los lleve el oleaje cada vez que por el canal pasan una ambulancia o un “coche” de bomberos a toda pastilla.

Y para sacar del apuro a los turistas poco precavidos, al principio y al final de los tramos que por estar por debajo del nivel medio se inundan hasta hacer imposible atravesarlos con calzado normal, hay emigrantes ofreciendo toda clase de remedios provisionales, desde unas altas y carísimas fundas de plástico con suelas de neumático a las clásicas y tradicionales bolsas de basura en las que metes los pies con zapatos y todo y luego las sujetas a la pierna con unas tiras de plástico que facilitan los propios vendedores. Pero puede ocurrir que si de pronto se oye a lo lejos una sirena de ambulancia y ves a los nativos salir pitando del tramo inundado, lo mejor es hacer lo mismo por si acaso y ascender como ellos unos cuantos peldaños en el puente más cercano. Y en efecto, el aullido de la sirena se hace más inminente y de pronto ves aparecer por un canal secundario una estilizada canoa con motor fueraborda y luces de ambulancia que entra en el canal principal derrapando y que pasa bajo el puente abriendo dos vistosos surcos de agua con la proa y levantando con el motor de popa una estela aún más potente y vistosa. El espectáculo sigue incluso después de la desaparición de la ambulancia porque al golpear contra las embarcaciones atracadas a ambos lados del canal, el oleaje provocado por tan briosa exhibición de velocidad hace que esas barcas se encabriten y se pongan a dar saltos y cabriolas de varios palmos de alto que provocan a su vez un fuerte oleaje capaz de llegar a romper contra las fachadas de las casas, todo lo cual explica de inmediato por qué los nativos corren a ponerse a salvo en cuanto oyen a lo lejos una sirena.

Góndolas, canoas, barcazas...

Venecia tiene al norte tres islas bastante grandes y una serie de islas más pequeñas pero no sin importancia, pues por ejemplo en una de ellas, San Michele, se encuentra el célebre cementerio griego ortodoxo que guarda los restos de tantas celebridades mundiales. Otra, San Lazzaro degli Armeni, un día sirvió de lazareto y de ahí le viene la primera parte de su nombre, mientras que la segunda se la debe a que se ha convertido en uno de los centros mundiales más importantes de la cultura armenia. La paz y el alejamiento que se respiran allí bien merecen el empeño que cuesta llegar porque está fuera de los trayectos regulares de los transportes públicos. Y hay otros islotes con nombres igual de atractivos, como San Francesco del Deserto, Santangelo della Polvere, San Giorgio in Alga y tantos más. En conjunto son más de cien, por lo que llegar a familiarizarse con todas sólo sería posible en el supuesto improbable de que Venecia regalase un año entero de sol y que éste coincidiese con un todavía más improbable año sabático personal con todos los gastos pagados.

De las tres islas grandes situadas al norte de la ciudad, la más atractiva es Torcello, primero porque fue allí donde empezó todo, y segundo porque, después de cuarenta minutos de barco, puedes hacerte una idea de por qué buscaron refugio allí quienes huían de los longobardos. Según las guías llegó a tener 20.000 habitantes, pero en la actualidad de aquello sólo quedan unos cuantos restos en el museo arqueológico local (pequeñito y asequible, pues no llega a abrumar). El resto es un fantástico lugar casi desierto, atravesado por un par de canales y con una fuerte carga emotiva concentrada en torno a la catedral de Santa María Assunta y, casi a su lado, la iglesia de Santa Fosca. Ahorro al lector la enumeración de las maravillas artísticas que guardan ambos templos (por ejemplo esa virgen bizantina de la catedral que irradia una curiosa serenidad azul) porque en Internet hay información al respecto más que suficiente. Y lo mismo para el resto de Venecia. Sólo decir que, ya de vuelta al embarcadero, es casi obligado entrar en la Locanda Cipriani, una posada que ha sido frecuentada por príncipes y reinas de toda Europa, pero que también atrajo a gente como Chaplin, Hemingway y Henry James, entre otros muchos cuyas presencias son perfectamente perceptibles para quien tenga una cierta sensibilidad para congeniar con el genius loci de cada lugar.

Torcello, donde empezó todo.

Ya de vuelta, el barco para en Burano y Murano: a las dos les pasa un poco como a Venecia, pues a quien llega allí fuera de temporada le basta evitar las zonas de casitas pintadas de colorines y las horrendas ofertas comerciales, para comprobar que el resto es como cualquier otra localidad italiana, y por ejemplo desde Burano basta cruzar por un puente a la isla de Mazzorbo para tener la sensación de que has entrado en alguna olvidada ciudad de tierra adentro.

Lo primero que llama la atención del Lido es que nada más bajar del barco aparece un espécimen casi olvidado pero cuya sola presencia impone la necesidad de semáforos, bocinazos y olor a tubo de escape, y es inevitable preguntarse para qué tantos Volvos y Audis como se ven por allí si es mucho más lógico desplazarse en las bicicletas que alquilan en todas partes. El Lido forma parte de una larga manga de tierra firme que cierra la laguna véneta de norte a sur y que alcanza su máxima anchura en ese tramo. Tan afilada franja de tierra ha sido desde siempre la mejor defensa de Venecia contra el mar y las invasiones, aparte de que muchas de las islas pequeñas diseminadas antes de llegar a la gran ciudad fueron transformadas siglos atrás en plazas fuertes imposibles de sortear.

La manga del Lido se puede recorrer también en autobuses que saltan de unas islas a otras en ferries y la visita no tiene nada que ver con Venecia. No solo tiene coches sino que no hay arte, ni iglesias, ni apenas canales, únicamente unas tranquilas y agradables calles rectas formadas por casas con frondosos jardines, aunque de cuando en cuando puede surgir una alegría para el fetichista, como ese Hotel des Bains donde Thomas Mann sufrió unos rigores de su naturaleza oculta tan intensos que se vio obligado a ponerlos por escrito en Muerte en Venecia, rodada por Visconti en ese mismo hotel que también acogió a las huestes de El paciente inglés.

Acercarse hasta el Lido tiene además una recompensa añadida porque de regreso a Venecia resulta imposible no ponerse en la piel de aquellos navegantes levantinos que al llegar con sus naves repletas de mercancías exóticas no sabrían si quedar boquiabiertos al mirar hacia babor y encontrarse con la deslumbrante belleza de San Giorgio Maggiore o llevar la vista a estribor y toparse con el Palacio Ducal, la catedral de San Marcos y todo el resto de signos ostentosos acumulados en esa plaza con el propósito, justamente, de abrumar al viajero con semejante avalancha de lujo, poderío y belleza.

San Marcos, santo y seña de Venecia.

Quien no haya tenido suficiente, todavía puede recorrer en su totalidad el Gran Canal y aprovechar las diferentes paradas del barco para ir visitando museos como el Peggy Guggenheim, o el Ca D´Oro y todo el resto de irresistibles maravillas que van saliendo al paso y que acaban por abrumar al más templado, el cual, sin otra intención que salvarse, acabará subiéndose de nuevo al avión sabiéndose derrotado y teniéndose que prometer un regreso más tranquilo, más prolongado, menos ambicioso y, esta vez, mejor organizado. Pero qué va. Como decía al empezar, Venecia no se acaba nunca y por más veces que se la visite ella siempre tendrá un as guardado en la manga. Ocurre por ejemplo si, para visitar la isla de Certosa, haces caso del consejo de un veterano y contratas un traghetto, esa especie de góndola impulsada por dos forzudos remeros, uno a proa y el otro a popa, que reman de pie para mejor acompasar sus firmes y poderosas paladas. ¿Que dónde está en este caso el as traicionero? En que de pronto caes en la cuenta de que ésa era la forma genuina de recorrer la laguna en lugar de hacer uso de los transportes públicos y que por lo tanto continúas teniendo pendiente el verdadero acercamiento a la Venecia del agua. Sin embargo, en el fondo eso no deja de ser una ganancia porque constituye otra ineludible razón para volver a Venecia, una vez más.

Pero no puedo resistir la tentación de terminar sin mencionar a la Osteria al Cicheto, una diminuta taberna situada en la calle Misericordia, muy cerca de Lista di Spagna, en el barrio de Cannaregio. Quien la busque in situ debe poner mucha atención porque Misericordia es un callejón oscuro y poco prometedor con su apenas un metro de ancho, por lo que es fácil pasar junto a su boca sin verlo. Después de un día agotador (todo viajero vive sobre el terreno y superar los obstáculos que van surgiendo a lo largo del día exige unas considerables dosis de energía) es una delicia saber que camino de casa vas a premiarte en esa taberna con unos spaguetti al nero di sepia acompañados de un vino blanco de Friuli servidos por la imponente pero maternal Renata y cocinados por su esposo, un hombre recio y poderoso que en lugar de pasar sus días entre cacerolas y sartenes merecería estar rodeado de fuegos y martillazos en una fragua de toda la vida.

La Venecia del agua no acaba nunca.

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