VIAJES /// Tumbos

Un imserso en Mallorca

Cabo Formentor.

PRIMER DÍA. Jueves, 26 de febrero

LOS MISMOS. Son poco más de las diez cuando nos sumamos al centenar largo de personas que recogen tarjetas de embarque en los mostradores de Air Europa en El Prat. Muchos vamos a Mallorca, y aunque no exhibimos indicativos, resulta fácil distinguirnos. Como cabe esperar de participantes en el programa Mundo Senior, la mayoría somos matrimonios o parejas de pensionistas, y el resto grupos reducidos de mujeres. Gente en burbujeante juventud cuando mientras los estudiantes revolucionarios descubrían playas bajo los adoquines de París, las emisoras españolas radiaban una cancioncilla sobre lo maraaaaaviiiiilloooooso que sería llegar hasta Mallorca, “caminando, en bicicleta o autostop”, por un puente desde Valencia. Aquel truño de Los Mismos me hizo coger a la isla una tirria luego alimentada por los viajes de boda, el destrozo de la costa, la colonización teutónica y la babosa pleitesía al borbón y su séquito durante las vacaciones en Miravent, coronada con el pizzo en forma de yate de 18 millones sufragado por 22 empresarios (y luego dicen que el despido es caro). Con el paso de los años fui conociendo mejor Mallorca, a donde viajé por trabajo y donde Menci y yo tratamos en vano de pasar sendos fines de semana en 2004 y 2013, cuando, con vuelos ya pagados, debimos desistir por contratiempos de última hora. Asi que al aterrizar en Son Sant Joan la tercera, la vencida, no sólo debutamos como pareja visitante de la mayor de las Baleares, sino que, ya jubilados, también lo hacemos como beneficiarios del turismo social del IMSERSO, circunstancia que nos sucita algunos interrogantes. Evidentemente, no somos los mismos...

 

LORENA. En el autocar de dos pisos camino de Santa Ponça, nuestro destino, la reiteración de las sencillas indicaciones de Lorena, guía con acento italiano, y el soniquete con que las transmite, inapropiado incluso para pastorear infantes lelos, nos hace temer lo peor. Pero no. Falsa alarma. El hotel Rey Don Jaime, construido en perpendicular a la playa y recién reformado, resulta grande, cómodo, límpisimo, con amplios espacios comunes. La habitación es confortable, la cama enorme y la comida, a tenor del almuerzo tras un breve paseo junto al mar, rica y abundante. Todo perfecto, excepto el dia, muy nuboso y frío. Luego, a media tarde, no vemos el modo de libramos de la reunión en que, con la excusa de instruirnos sobre la estancia, otra guía, más profesional que la primera, enfatiza los atractivos de media docena de excursiones que, naturalmente, implican pago aparte, alrededor de 50 € cada una. Los doscientos y pico por cabeza incluyen traslados en avión y la estancia de una semana en pensión completa. Sería la órdiga que encima nos pasearan por Mallorca.

 

CARMEN. Poco antes de la puesta del sol nos aventuramos por la vertiente sur de la cala de Santa Ponça hasta que finaliza el camino y avanzamos con dificultad, ya a oscuras, por la pedregosa orilla que lleva al Caló d´en Pellicer, medio escondido en un océano de cemento. La Creu del Desembarcament, erigida donde en 1229 llegó Jaume I para arrebatar Mallorca a los moros, está cerca, pero no vamos. Llovizna y hace viento. Además, queremos llegar a tiempo para la cena que, con horario europeo, se sirve solo hasta las nueve. Y casi nos quedamos con las ganas porque, iniciada la vuelta, paramos a charlar con una mujer que pasea su perrillo de lanas. Vivaracha y enjuta, Carmen nos cuenta toda su vida en poco más de diez minutos. Su propio desembarco en la isla cuatro décadas atrás procedente de un pueblo de Badajoz, el abandono del marido, la crianza en solitario de sus dos hijas, los hermanos a los que abrió el camino de la emigración, su trabajo en hoteles, el tipo de clientela a la que sigue atendiendo (“la noruega, la mejor”), el par de apartamentos contiguos que ha podido comprar con sus ahorros, el pesar que le produce no cuidar los olivos heredados de sus padres, la hija que se le fue a Madrid con el sueño de dirigir cine...Nosotros somos también un descubrimiento para ella. Muy tapados como vamos, al principio nos ha tomado por extranjeros, pero conforme hablamos no deja de maravillarse por dos curiosas naderías: que hayamos adivinado a la primera su origen extremeño tras habernos retado a hacerlo algo nada difícil, dado su acento y que seamos navarros, o pamplonicos, como dice, los primeros que conoce en sus 57 años de existencia.

 

ELKE. Según Carmen, nuestro hotel fue de los mejores de Santa Ponça, si no el mejor. Un establecimiento de gran lujo, un cinco estrellas con manteles de hilo y cubiertos de plata maciza que tras perder fuste acabó teniendo solo tres. Con esa información, y conocedores de que acaba de recuperar la cuarta con el remozamiento, reanudamos la marcha mientras me pregunto si sería el lujoso Rey Don Jaime de antaño donde se alojó Elke Sommer, primera actriz (rubia y extranjera, por supuestísimo) en lucir bikini en una película española. El paso, ínfimo para la humanidad pero asombroso a escala carpetovetónica, exigió que la exuberante alemana de poco más de 20 años estuviera protegida por la Guardia Civil durante el rodaje de Bahia de Palma en Santa Ponça. Uno más de los heroicos bretes en los que puso al cuerpo (el de verde) Manuel Franga Iribarne, ministro de Información y Turismo de la época. Y como las hazañas reclaman nuevas hazañas, al año siguiente, 1963, El verdugo, esta sí una de las obras maestras de la filmografía española, remarcó el arrojo de tan beneméritos agentes en aquella célebre escena en que una pareja con tricornio surca en barquichuela las negras aguas de las Cuevas del Drach llamando con altavoz de mano al inocentón de Nino Manfredi, a quien le ha llegado la hora de demostrar su arte con el garrote vil. Pero no más películas. Estamos entrando en el hotel tres minutos antes de la hora tope para la cena. Veamos si el buffet mantiene el nivel del almuerzo...

SEGUNDO DÍA. Viernes, 27 de febrero

ANTONIO. Bien dormidos, y casi en universos paralelos, dada la anchura del lecho, la mañana confirma los pronósticos: cielo encapotado, viento fuerte, baja temperatura, lluvia intermitente. Seguro que hay días mejores para visitar Palma, o Ciutat como la llaman los isleños, pero toca éste. El tiempo desapacible no nos arredra. Ni tampoco nos rajamos pese a la hora y media que perdemos esperando, medio helados, al autobús directo que nunca llega y luego recorriendo de arriba abajo Santa Ponça cuando finalmente subimos al primero que se presenta. La amplia cala de fina arena y pinos retorcidos es casi el único vestigio de la belleza del lugar, sin duda notable antes de que la malograra el fervor constructivo tanto a orillas del mar como en las lomas. Claro que, desde otro punto de vista, el "cemento, ladrillo y arena" que cantaba Antonio Machín (“las tres cosas buenas pa mi casita en los pinos”) ha convertido Calviá, municipio al que pertenece Santa Ponça, en el más rico de España. Como para ir dando la murga con paraísos perdidos.

 

MIQUEL. Al acceder a la bahía palmesana por Porto Pi, el gris plomizo del cielo se confunde con el apagado color del Mediterráneo, apenas visible desde la ventanilla por los miles de yates, veleros y otras embarcaciones amarradas en muelles y pantanales. El trayecto del bus termina debajo del casco antiguo de Palma en el Paseo Marítimo. Desde allí, tras hacernos una rápida idea del concepto y el tamaño de la ciudad, contemplamos admirados los contrafuertes, arcos y pináculos góticos de la fachada meridional de la Seu y, antes de alcanzar la poco conseguida fachada principal del siglo XIX, comprobamos que, como se ha escrito a menudo, luce un porte entre áereo y marítimo, particularmente curioso si se considera el volumen y el color terroso de su fábrica. No pensábamos visitar el interior de la catedral, pero acabamos dentro al ser jornada de puertas abiertas por la celebración del Día de las Islas Baleares. La riada de turistas alcanza hasta los más recónditos rincones, así que nos limitamos a echar un vistazo a las naves, los rosetones, los ventanales que abrió Gaudí tras permanecer tapiados siglos, el altar, el coro, y, cómo no, el retablo de cerámica de Miquel Barceló, que tiene su gracia y cierto riesgo, pero no en proporción al revuelo que generó a raíz de la reforma del templo en 2006.

 

TRES FRANCESAS. De nuevo en el exterior, paseamos por el contiguo y recoleto Jardín del Obispo, y mientras Menci lo examina con mirada botánica, yo me fijo en un trío de mujeres francesas que, sentadas en un banco, escriben postales sobre las rodillas. En silencio, concentradas en su tarea, abstraídas de cuanto las rodea, representan un tipo de turistas en peligro de extinción. ¿Quién da ahora noticia de sus vacaciones en cartas y postales? De todos modos, las que observo son de generaciones distintas -abuela, madre e hija de diez u once años- y acaso quepa interpretar esa circunstancia como esperanzadora respecto al futuro del correo postal.

 

JAUME. La lluvia interminente y las rachas de viento deslucen el paseo por el corazón de Palma. Tras una hora callejeando, y sin pretenderlo, acabamos en la terraza del bar Bosch, destino impepinable en todas mis estancias en la ciudad. Luego, mientras husmeamos en los patios de las casas señoriales de la calle Sant Jaume comento a Menci que otro Jaume, el Matas, comenzó a perderlo todo al adquirir una de ellas, pero no. La coincidencia nominal me ha confundido. Ese palacete está en la cercana calle Sant Feliu, como nos enteramos pegando la hebra con un paisano que aprovecha el clareo del final de la mañana para sentarse bajo el enorme ficus de La Misericordia. El ex-presidente balear ya no es su dueño. Y casi seguro que tampoco ha conseguido salvaguardar la escobilla de 375 € con la que quería limpiar el retrete de su mierda pretendidamente áurea. Despiadada justicia, me cachis en la mar.

 

JULIO. La lluvia arrecia de nuevo cuando comenzamos a pensar en comer y tras no pocas vueltas entramos al azar en Casa Julio. La decena de mesas que tiene el local, céntrico y tan pequeño que en uno de los rótulos exteriores se anuncia como minirrestaurant, están ocupadas. Debemos esperar, pero el dueño (¿Julio?, ¿el hijo de Julio? ¿el nieto de Julio?) sabe cómo atender a la clientela y, después de una corta espera, nos conduce a una mesa pegada a otra en la que ya come una pareja integrante de nuestro grupo del IMSERSO. El menú es barato, los platos sabrosos, el servicio impecable, el ambiente alegre... Cuando los dos barceloneses ya están en los postres les hago partícipes de la coincidencia sin imaginar que volveremos a encontrarnos una y otra vez en nuestro deambular por la isla. Ya en la calle, reparo, mientras esperan turno, en otro trío formado por una mujer, su hija y una nieta sentada en un cochecito infantil. La abuela, más cerca de los 60 que de los 50 años, alta, morena y con rasgos latinoamericanios, es de una belleza contundente, casi turbadora.

 

GUILLEM. El aguacero ha derivado en temporal y decidimos ir a la estación intermodal para subirnos al primer autobús que nos devuelva a Santa Ponça. O sea, al número 104, que va lleno y para en el Paseo Marítimo, Porto Pi, Cala Major, Illetes, Portals Nous, Palmanova, Magalluf...Cemento y más cemento. Hoteles y más hoteles. Apartamentos y más apartamentos. Inmobiliarias y más inmobiliarias. Restaurantes y más restaurantes. Cervecerías y más cervecerías... El trayecto resulta incluso dañino. Menci, aquejada por una extraña reversión del “síndrome de Stendhal”, va sintiéndose mal conforme avanza el bus y a duras penas consigue recuperarse una vez en el hotel. El mallorquín Guillem d´Efak, mulato como su colega Antonio Machín, además de poeta y guía turístico en la época final de su vida, ya había intuido tamaño desaguisado cuando cantaba aquello de les illes / enramades de savines / i de somnis de gavines / engronxades per la mar /. Qui us reveurá / sense plorar?”.

 

JOSÉ (Sic). Con tiempo por delante hasta la cena recurro al grueso tomo que he acarreado conmigo desdeñando el ingente caudal de información, asesoría, contratación y monitoreo (por emplear un palabro ad hoc) que está al alcance de cualquier turista con móvil o tableta. Se trata de Mallorca, Menorca e Ibiza, guía escrita a mitades del siglo XX por José (sic) Pla e ilustrada con soberbias fotografías en blanco y negro de F. (así aparece en los créditos, ni Francisco ni Francesc) Catalá Roca, añadidas en la tercera edición de la obra, que Destino realizó en 1970. El texto está desfasado y cuesta digerir el pelotilleo y el lenguaje campanudo de Plá, pero cunde la lectura. Me entero de aspectos de la historia del reino de Mallorca que desconocía y puedo hacer recuento de lo mucho que nos queda por ver en Palma, aunque tendrá que ser en otro viaje. La Serra de Tramontana es el objetivo prioritario, por no decir exclusivo, de éste.

TERCER DÍA 3. Sábado, 28 de febrero

RICARDO. El mirador de Ricardo Roca, también conocido como Es Grau, por el restaurante casi contiguo, lleva el nombre del presidente de Fomento del Turismo que impulsó su construcción en 1923. Ricardo, o Ricard, no goza en Mallorca del predicamento onomástico de Bartomeu, Gabriel, o Francesc (léase Tomeu, Biel, Xisco), pero el apellido de aquel apostol del negocio turístico tiene consistencia metonímica. Con el azul del mar abajo y el verdor serrano arriba, no existe sitio mejor para vislumbrar el escarpado litoral del oeste isleño. Además de deslumbrar con su hermosura, la panorámica reconforta el ánimo, tocado tras haber atravesado la zona de la M-10 viniendo desde Andratx en la que aún son evidentes las huellas del gran incendio del verano de 2013. Afortunadamente, las llamas no llegaron hasta el kilómetro 97, donde dejamos el coche alquilado para ascender el Galatzó, monte de imponente estampa, aureola legendaria y nombre de raíz extraña.

 

RAMÓN Y FRANÇOIS. Al comienzo del camino le hablo a Menci, siguendo a Plá, de Ramón Safortesa, el sanguinario Comte Mal (Conde Malo) cuyo espíritu se supone vaga desde finales del siglo XVII por la ladera contraria a la que subimos. Luego, ya en el desvío a Esclop, toca rememorar la peripecia de François (para el caso, Francesc) Arago (o Aragó), físico, matemático y astrónomo del Rosellón que en 1808, mientras realizaba allí mediciones para establecer el meridiano de París, fue tomado por espía de Napoleón y pudo salvarse en última instancia gracias a su disfraz de campesino y ser capaz de responder en catalán a quienes subieron al monte para linchar al gabacho. En adelante apenas abrimos la boca, absortos ante un paisaje que aúna el mar (o la mar, qué gran tema para hablar), el caserío de Estellencs, las variadas formaciones boscosas y el roquedal. De hecho, Menci comienza a adelantarse y yo la sigo decenas de metros atrás sacando fotos. Y cuando a todo tirar quedan 40 minutos para la cima, damos la vuelta en el paso de Na Sabatera. Se ha hecho tarde: hay que comer. Para llegar al coche tomamos otro sendero diferente y acertamos, ya que, antes de llegar al Boal de Ses Severes, descendemos por un imponente encinar con abundantes carboneras en desuso. ¿Qué más se puede pedir en la primera aproximación por las trochas de la Serra de Tramontana?

 

PENNY Y NACHO. Depende del hambre, del bolsillo, de las adicciones, de los simples deseos... Nosotros pedimos paambolis, sobrasada, queso y aceitunas de Mallorca, varias cañas, helado casero, ca y licor de hierbas en Es Trast, bar-restaurante de Banyalbufar al que entramos tras comprobar que el televisor emite el recién comenzado Granada-Barcelona. Los platillos están más que ricos, y Penny y Nacho, la pareja propietaria del local, se muestran amables y diligentes sin importarles la hora. Acabado el partido con cómoda victoria blaugrana, paseamos por la parte alta del pueblo hasta que la caída del sol va tintando de naranja las amplísimas marjades construidas sobre el mar en la época de dominio musulmán de la isla. En pocos lugares hay terrazas tan extraordinarias.

 

RAQUEL. Acabada la cena, mientras espero en recepción para una consulta, oigo las sorprendentes quejas de una clienta sobre determinados servicios del hotel y en especial sobre la calidad de la comida. ¿Qué caray debe manducar la doña en su casa, o quizás palacio? Nosotros estamos satisfechos de la variedad, calidad y presentación del bufé, y no somos ni mucho menos la excepción a tenor de las voluminosas raciones que se mete entre pecho y espalda la mayoría del medio millar de huéspedes. La joven recepcionista que atiende a la quejica, diria que integrante de un grupo procedente del Gran Bilbao, demuestra tacto y paciencia. Se llama Raquel, es menorquina de origen gallego y apenas lleva trabajando unos meses en el Rey Don Jaime, uno de los 16 hoteles de la cadena Viva en las Baleares. El nombre, tan chuscamente marquetiniano, parece elegido a posta para la tropa imsersiana. Pues eso, ¡viva! ¿Viva, qué? ¡Viva!, ¡viva!, ¡viva lo que sea!. Rusia, por ejemplo. O el Vaticano. Incluso las patatas a la riojana. En ciertos momentos de la existencia el vítor representa una declaración de principios por sí solo.

CUARTO DÍA. Domingo, 1 de marzo

AMANTES. El día se presenta nublado, aunque sin pintas de que vaya a llover, y como es domingo casi posponemos la visita a Valdemossa y Deiá por miedo al gentío. Finalmente enfilamos, hacia las once, la carretera comarcal que nace en Peguera, frente a la vertiente interior del Galatzó, y muere a medio camino entre Banyalbufar y Esporlés, ya a una docena de kilómetros de la famosa cartuja. La estrecha y revirada ruta toma altura durante varios kilómetros, pero apenas nos cruzamos con media docena de vehículos. Capdellá, Galilea y Puigpunyent conservan la esencia de la vida rural que Amandine Aurore Lucile Dupin, o mejor George Sand, describió (no siempre con palabras amables para los naturales del lugar) en Un invierno en Mallorca. A Menci le decepciona la cartuja, por la que apenas nos movemos docena y media de visitantes. Protesta por el precio de la entrada, el estado del edificio y los jardines, la gélida temperatura en el corredor, el amontonamiento de objetos en las celdas abiertas al público, la poca finura con la que el pianista interpreta valses y polonesas de Chopin en el miniconcierto con que concluye el recorrido en el palacio contiguo del Rey Sancho...Sólo muestra interés por la bien provista farmacia monacal y los objetos que documentan la relación de Luis Salvador de Habsburgo con Catalina Homar. Amores transfronterizos en la Mallorca de la segunda mitad del siglo XIX. Los de una escritora francesa de éxito, acompañada en el viaje por sus dos hijos, con un pianista polaco de 24 años, seis menos que ella. Y los de un archiduque austríaco, cuarentón, viajero, letraherido, protoecologista y seguramente bisexual con una payesa balear, veinteañera y analfabeta cuando iniciaron su relación.

 

ROBERT. La belleza en origen recatada de Valldemosa palidece en comparación con la del soberbio enclave en que se asienta, se extiende más bien, Deià. Las dos localidades cuentan con una proyección cultural y turística de sobrado poderío, pero la segunda, entre el Mediterráneo y el Teix, la montaña que guarda sus espaldas, supera cualquier expectativa. Nosotros comenzamos la visita en el camposanto que, pegado a la iglesia parroquial de San Juan Bautista, se alza sobre el caserío de color terroso: un auténtico cementerio marino, y no solo por su emplazamiento, sino también por lo sobrio de sus sepulturas y la brisa melancólica que las envuelve, reforzada por la modestia que desprenden tiestos, vasijas y centros de flores. La de Robert Graves, vecino durante décadas y principal responsible del cartel de Deiá entre la bohemia internacional de la primera mitad del siglo XX, solo tiene una lápida sobre el suelo con su nombre y fechas de nacimiento y muerte grabadas. Es tan austera como casi todas las demás, pero se diferencia por un par de detalles: la tupida orla de bojs y flores grasas que la rodea y el guante de boxeo que alguien dejó allí a modo de desconcertante ofrenda. Además del escritor inglés, hay muchos residentes extranjeros enterrados allí, pero siguen siendo mayoría los apellidos locales: Coll, Oliver, Huguet, Llabrés, Colom...

 

JOAN. March también es apellido mallorquín y de los de mayor influencia financiera, cultural y social en España desde hace ya un siglo. El fundador de la saga, enriquecido primero con el contrabando y luego gracias a su fundamental apoyo a la rebelión franquista, se llamaba Juan March, igual que el paisano con el que charlamos a media tarde en Cala Deià, a donde va en su cochecito cada vez que puede. Por ser más preciso, a este March, ya octogenario, se le conoce como el Joan de Cas Patró March y fue pescador, lo mismo que su padre, quien comenzó a servir sencillos platos marineros en el tinglado que luego se convirtió en el restaurante familiar, ahora cerrado, en cuya terraza estamos. A Cala Deià hemos llegado a pie por un sendero paralelo a un impetuoso torrente y, tras cruzar un puente de madera, hemos avanzado por la carretera que ha debido tomar nuestro patró, buen conversador y hombre manifiestamente satisfecho de si mismo. Sus padres quisieron que fuera dependiente del comercio de tejidos barcelonés Ribes y Casals, pero le tiraba demasiado el mar y nunca dejó de disfrutar trajinando en él. Ahora el hijo que lleva el restaurante captura en invierno serviolas, cabrachos, dentones y otros pescados que, tras ser congelados, sirve más tarde a la clientela. La casa de Robert Graves, museo desde 2006, queda justo encima de la cala y Joan señala el punto exacto por el que, según le contó su padre, bajaba el inglés para bañarse en pelotas.

 

JAVIER (I). Volviendo por otro camino, el del Pi de ses Pedrisas, flanqueado por imponentes marjades, campos floridos, pinos, almendros, palmeras y olivos majestuosamente retorcidos, Deiá reaparece en lo alto con la luz benéfica del atardecer. Solo hay rastros de nubes. La luna llena destaca en la amplia bóveda celeste. Todo parece azul, pero poco a poco las sombras asaltan el Teix y de repente su cima deviene un fulgor naranja. Pasado ese cuarto de hora mágico, y ya a punto de alcanzar el empinado centro, trabamos conversación con dos paseantes. Javier, fotógrafo aragonés que reside en el pueblo con su novia, lo enseña a un amigo sueco, y al comentarle lo caro que debe resultar Deià, nos sorprende asegurando que no tanto. Según explica, ahora se encuentran alquileres asequibles para todo el año y la vida en un entorno semejante refrena la pulsión consumista. Y lo dice él, fotógrafo publicitario...

QUINTO DÍA. Lunes, 2 de marzo

MIQUEL. Día soleado conforme a los pronósticos. Autovía a Inca, desvío a Caimari y subida al santuario de Lluc por el Camí Vell. Diez kilómetros de senderos empedrados o pedregosos, en ocasiones interrumpidos por cruces de carretera. Coscojas, brezos, palmitos...e invasivos plumeros de la Pampa. Bosques de olivos y encinas, algunas descomunales. Pinos y algarrobos. Bancales, torrenteras y peñascos. Ecos de romerías y víacrucis. Leyendas de ermitaños, obispos y monjes. El paisaje, que se abre en torno al espacioso valle de Soller, produce vértigo en el Salt de la Bella Dona, donde suenan campanas lejanas. Pasado el alto de Sa Bataia y tras un suave descenso, llegamos al monasterio, contemplamos el exterior, compramos cocas, cervezas y crespells en una panadería y reponemos fuerzas en un merendero próximo. El santuario nos resulta indiferente. Nuestro objetivo era caminar, trotar por la sierra, gozar del entorno natural y las panorámicas. No obstante, apreciamos el busto erigido en memoria de Miquel Costa i Llobera, mossen que da nombre a nuestro jardín favorito de Barcelona, notable escritor a caballo de los siglos XIX y XX, y autor de la Cançó dels peregrins de Lluc, donde se leen versos como estos: Dau l´oli pur a la serra / donau al pla fonts de vi / i sia el fruit de la terra / semblança d´un fruit més fi. / Donau sempre bona anyada / de caritat I de pau... / Verge de Lluc coronada / damunt Mallorca reinau! (Nota al margen: una buena añada de caridad y paz va a necesitar el ex-prior de Lluc, suspendido por su obispo tres días después de nuestra estancia allí tras haber sido acusado de abusar años antes de un blauet de la escolanía del santuario. Del asunto, en el que algunos han querido ver una vendetta política, con implicación del infame Jaume Matas, con quien se enfrentó el ex-prior, apenas se ha sabido nada más desde entonces).

 

JOAQUIM. De nuevo en Caimari, tras desandar el camino, volvemos en coche al alto de Sa Bataia y desde allí recorremos el espectacular tramo de costa que lleva a Sa Calobra. El cosquilleo que nos produce la revirada carretera del tramo final troca en fascinación al acceder a la cala. Estamos otra vez en el sitio y el momento justo: en uno de los rincones más formidables de la isla y durante la puesta del sol. No es fácil decidir la dirección de la mirada. El azul cobalto del Meditárreo la imanta, pero a nuestras espaldas queda el Torrente de Pareis con el amplio circo coronado de peñascos que forma antes de abocar entre dos moles calizas. Joaquim Mir, a quien se recuerda en una placa junto al tunel de acceso, pintó aquí (antes de despeñarse por una roca no se sabe si por descuido o adrede) algunos de sus mejores cuadros, cuando Mallorca, y en especial esta zona de la Serra de Tramontana, ejercía un poderoso influjo en Rusiñol, Meifrén, Anglada-Camarasa y otros modernistas catalanes. De aquella isla de la calma que cantó el Rusiñol escritor queda poco o nada en verano, pero sí en Sa Calobra, al menos en este atardecer de un día luminoso de invierno mientras los guijarros de la playa y los acantilados mudan a un color cercano al vino. Alejadas unas de otras, una media docena de personas disfrutamos del momento en un silencio sacramental, ni siquiera roto cuando dos mujeres jóvenes de rasgos, habla y vínculo indescifrables nos piden por señas que las fotografiemos con su perro de lanas. De espaldas al mar, el chucho, insólitamente tranquilo, no quita ojo de una luna que, elevándose sobre el torrente, parece iluminar la superficie de otro planeta.

 

COMPAS. En la cena no solo nos resarcimos del frugal refrigerio de Lluc, también damos la nota a cuento de la reacción de Menci al encontrar en el plato que le he traído del bufé un morro de lechoncito. Yo había visto en la bandeja una chuleta de cerdo como tantas, pero a ella le ha bastado un segundo para comenzar a gritar, sin ahorrarse exclamaciones ni improperios, mientras dos parejas de una mesa contigua se parten el culo de risa. Seguro que el incidente sirve para que los compas del IMSERSO (ninguno con pinta de ex-sandinista) nos marquen, como comenzamos a hacer nosotros con bastantes de ellos. Debemos ser cuatrocientos o quinientos procedentes, por lo que vamos pillando en ascensores y pasillos, de Madrid, Barcelona, Bilbao, Oviedo, Sevilla, Málaga...La mayoría van en pareja, rondan los 75 años y parecen disfrutar con la estancia en el hotel, los paseos por Santa Ponça, las excursiones y los juegos de mesa. Bastantes de los de menos edad han alquilado también coche para perderse por la isla. Y hay algunos tipos peculiares, puede que viajeros por libre, sin relación con el turismo social. Un grupo de cinco sesentones de buena planta desayunan luciendo toda la impedimenta ciclista (con publicidad de firmas valencianas) y luego desaparecen para darse tremendas palizas, a tenor del careto que tienen por la noche. Un individuo que ya no cumplirá tampoco 60 años, quizás militar de más bien poca carrera, hace gala de buenos modales mientras comparte mesa o pasea con una mujer más joven con aspecto de haberse creído todas las supuestas bondades del colágeno. En contrapartida, un tipo solitario, en torno a la cincuentena, de bigotón y coleta canosos, retaco y ancho, se pone las botas, plato tras plato, sin que su rostro exprese nada: ni satisfacción, ni hastío, ni mucho menos hartazgo. Con ser curiosa su conducta, todavía resulta más chocante su atuendo, ya que cada día se presenta ufano en el comedor embutido en un inefable chandal verdiblanco y tocado con gorra marinera. Lo sepa o no, ese paisano tragantúa atesora un espíritu radicalmente dadaísta. 

SEXTO DÍA. Martes, 3 de marzo

PAREJAS. Durante el desayuno una pareja barcelonesa distinta de la que encontramos allá donde vamos, nos canta las excelencias de Alcudia y sólo tardamos una hora en constatarlas. Como otras ciudades de Mallorca, tiene puerto distante del núcleo original, pero en este caso sin la desmesura de apartamentos, pantalanes, barcos, comercios, bares y restaurantes de los de Andratx y Soller, entre otras razones porque la bahía es mayor. En Port d´Alcudia el cartel que anuncia en el casco la venta del True Love 66, velero expuesto sobre un caballete de madera en dique seco, propicia especular con motivos como la fugacidad del amor, los vaivenes de la fortuna o la merma de las facultades físicas imprescindibles para navegar. Luego, ya en el centro histórico, identifico a un matrimonio de Pamplona que conozco de vista (o sea, con el que no he cruzado ni cruzaré jamás una sola palabra) y, como la mañana va de parejas, desde el adarve de las bien conservadas murallas observo otra, joven, molona y atlética, que maniobra con sendas bicicletas de carrera. Él, ella, el fotógrafo y el resto del equipo que participa en la sesión de publicidad de maillots y culottes son alemanes, como muchos aficionados que tragan kilómetros y algunos profesionales que entrenan e inician la temporada en carreteras de la isla. Tierra de famosos pistards como Guillermo Timoner y Joan Llaneras, aquí tienen pasión por lo circular: el castillo de Bellver, las ensaimadas, las sobrasada, las perlas de artesanía industrial, el Círculo Mallorquín (no integrado en Podemos, como es notorio)...Incluso hubo un equipo ciclista con el membrete Illes Balears que también sugiere lecturas binarias: el corrupto Jaume Matas y su director general de Deportes y amigo del entonces rey, Pepón Ballester, lo soñaron, por así decirlo; el ínclito Urdanga, marido de la infanta Cristina, intermedió como un titán para hacerlo realidad embolsándose 500.000 euros miserables; compitió dos años dirigido al alimón por los navarros José Miguel Echávarri y Eusebio Unzué; y en los anales deportivos figura como un eslabón (perdido) entre el gran Banesto de Indurain y el brillante Movistar de Quintana y Valverde. De todo esto se volverá a hablar en 2016 durante el juicio al ex-duque de Palma, cuando se escenifique el acto definitivo de la ruptura del tándem balear contra la corrupción antaño formado por el juez José Castro y el fiscal Pedro Horrach.

 

EL CATALÁ. Basta ya de parejas y de rodadas judiciales. Queremos caminar, así que dejamos Alcudia, atravesamos Port de Pollensa y, tras la preceptiva parada en el mirador de Sa Creueta, hasta los topes de gente subyugada por la altura y el corte de los farallones, aparcamos junto a Cala Figuera, en el kilómetro 13 de la carretera de Formentor, para ir a Cala Murta y luego subir a El Fumat, cuya mola tenemos ante nosotros. El día combina nubes, claros y rachas de viento, pero el sol brilla al llegar junto al mar. Son las dos y estamos más solos que la una. Si hiciera un poco más de calor, caía un baño, fijo. El cambiante azul del agua, con engañosos reflejos tropicales, tienta tanto como disuade la uniforme grisura de los guijarros de la playa, del roquedal en ambos brazos de la cala y de los troncos sin corteza de grandes pinos muertos que sorteamos en el corto desvío al mirador del Castellet. Vueltos sobre nuestros pasos, comenzamos la marcha hacia El Fumat por Ses Voltes del Catalá, sendero mal señalizado según una web institucional. Y como en ningún momento se nos ha pasado por la cabeza recurrir a otra especializada y menos guiarnos por el GPS del móvil, ocurre lo que era de prever: tras superar una zona de pinos y palmitos, perdemos primero el camino y luego la sensatez, ya que con obstinación digna de mejor causa avanzamos en zig-zag, trepamos por decenas de bancales y peleamos a brazo partido con un manto enredado de hierbas, plumeros, romeros, lentiscos, enebros y aulagas. En cada bancal conquistado creemos vislumbrar el sendero que nos espera en el próximo, pero quiá. Tras más de una hora de penosa ascensión, desistimos, buscamos dos piedras lisas, comemos a cada bocadillo, oteamos la bahía de Pollensa y descendemos con tiento para no rompernos la crisma. Joder con el caminito del catalán... En la Mallorca del pepero José Ramón Bauzá no resulta fácil seguir según qué rumbos.

 

CARLOS, ENRIQUE Y MINGUS. De todos modos, ¿cómo obviarlos en Formentor? El Cap de Catalunya determina su perfil geográfico y el nombre de la península está asociado a los premios internacionales que impulsó en la década de 1960 el editor y poeta Carlos Barral, barcelonés como el penúltimo de los galardonados, Enrique Vila-Matas. En la nómina de los Formentor, que se concedieron desde 1961 hasta 1967 y se recuperaron en 2011, hay figuras señeras de la literatura del siglo XX, pero mientras conduzco en dirección al faro y trato de recordarlas sin éxito, reparo en otro catalán ligado, siquiera por seudónimo, a este confín isleño: Mingus B. Formentor, periodista musical y crítico de jazz de larga trayectoria en los medios barceloneses. En el faro, donde no hay un alma, se cierne en cuestión de minutos una espesa niebla que llega acompañada de tremeda ventolera. A los gatos que pululan por allí no les afecta, pero nosotros ponemos fin a la excursión. Vamos a Port de Pollensa, paramos ya casi de noche y nos sentamos en una terraza tan elegante como vacía. Estamos donde Plá, otro amante de Mallorca nada sospechoso de imperialismo catalán, escribe que los juegos de la luz sobre el mar “producen un espectáculo colorístico innumerable, de una delicadez, de una digitación, de un giro y palpitación riquísimos”. Casi iba a decir lo mismo de la birra que estoy bebiendo...

 

RITA. Ahora que caigo, el mamotreto del escritor de Palafrugell lo heredé de una buena amiga, Rita Triay Darder, cuyos padres eran de origen balear. Domingo Triay procedía de una humilde familia menorquina de Ciutadella y, tras comenzar de botones en un banco, se trasladó muy joven a Tarragona para abrirse camino junto con su hermana Josefina y el tesoro que representaba en plena posguerra una maleta llena de...lentejas. La palmesana Luisa Darder era hija del geólogo mallorquín Bartomeu Darder, catedrático en el instituto de Tarragona cuando en 1944 le fulminó una hemiplejía en plena interpretación de una cantata de Bach. Tenía 50 años, la misma edad en que murió Rita tras un ejemplar combate contra el cáncer. Había nacido y pasado su primera juventud en Valencia, pero se licenció en Psicología, fue profesora, se casó y tuvo dos hijas en Barcelona, donde su padre acabó siendo inspector de Hacienda. Muy en su estilo, tan sereno y a la vez aguerrido, Rita dejó instrucciones para que los asistentes a su funeral escucháramos un pasaje luminoso de la Pasión según San Juan de Bach y dos poemas que apreciaba especialmente: el hermoso “Amor constante más allá de la muerte”, de Francisco de Quevedo, y el vitalista “El Pi de Formentor”, de Miquel Costa i Llobera: “Arbre, mon cor t´enveja. Sobre la terra impura / como a penyora santa duré jo el teu record. / Lluitar constant i vèncer, reinar sobre l´altura / i alimentar-se i viure de cel i de llum pura / o vida! o noble sort!”.

SÉPTIMO DÍA. Miércoles, 4 de marzo

ELM. Pese a que la mañana desapacible invita a permanecer en el hotel, decidimos ir a Soller. Pero en Andratx cambiamos de idea y nos acercamos a Sant Elm. ¿Para qué? No lo sabemos: visitar el islote de Sa Dragonera, quizás recorrer algún sendero (¡señalizado!), incluso mirar la lluvia tras la cristalera de un bar...Finalmente, optamos por caminar hasta la torre de Cala en Basset y cuando recabamos información en la oficina de turismo, comienzan a caer chuzos de punta. No queda otra que continuar de charla con la mujer que la atiende, y preguntarle por Sant Elm, la reserva natural de Sa Dragonera y los próximos Port Andratx y S´Arracó, pueblo antaño de emigrantes habitado ahora por una colonia de artistas, quizás seducidos por la factura modernista de las casas construidas por lugareños que se especializaron en la pesca de esponja en Cuba y realizaron toda clase de trabajos en la costa sur francesa. Sobre Sant Elm (San Telmo) existen diversas referencias hagiográficas. A San Erasmo de Formia, del siglo III y conocido con San Elmo, se le considera el patrón universal de los marineros, aunque en España se adjudica tal condición al dominico Pedro González Telmo, nacido en el siglo XII tierra adentro (nada menos que en Frómista, Palencia) y sin mayor relación con el agua salada. En fin, qué importa. Pelillos a la mar. El caso es que Sant Elm merece visitarse un día sin lluvia y que, a bote pronto, parece más marinero que el homónimo barrio bonaerense, el palacio sevillano de la Junta de Andalucía o el museo del Casco Viejo donostiarra. Incluso Sa Dragonera tiene la forma de un paquebote.

 

SIMÓN. Desde Sant Elm vamos a Port Andratx y, sin bajarnos del coche, enfilamos la M-10, igual que el día que nos adentramos por primera vez en la Serra de Tramontana. En esta ocasión, la niebla no deja ver nada de la costa y seguimos sin rumbo hasta que, pese a las condiciones metereológicas, decidimos visitar el monasterio de Miramar. Allí nos recibe Simón, guarda y guía, en una estancia desvencijada donde se exhibe, plastificado, un reportaje que Hola dedicó en los 80 a S´Estaca, con posados del actor Michael Douglas y su entonces esposa Diandra, aún copropietarios de la finca, en venta por la disparatada cifra de 50 millones de euros, si es cierto lo que corre por la isla. Simón también menciona el asunto, entre incrédulo y regocijado, mientras nos detalla el recorrido a seguir por la primera de las posesiones mallorquinas del archiduque Luis Salvador, quien rápidamente, según la leyenda para preservar su lozanía natural, fue comprando los predios aledaños de Son Galceran, Son Gallard, Son Ferradell, Son Maragues, Son Gual, Son Marroig y S´Estaca, el nido de amor con Catalina Homar. La tàfona (almazara), la biblioteca, los arcos góticos del claustro de la antigua iglesia de Santa Magdalena, el mirador desde el que se divisa Sa Foradada y la costa norte, las cuevas de Ponent, el jardín de Sa Torre des Moro, los puentes sobre el torrente canalizado, los restos de la capilla de Ramón Llull, quien creó el monasterio en el siglo XIII para enseñar árabe a futuros misioneros...Durante más de una hora recorremos Miramar a nuestras anchas, en absoluta soledad y por fortuna sin lluvia. El cielo nublado tiñe la costa de una tenebrosa luz que no obsta para evocar al sabio mallorquín: “La mar, correntia del mon...”

 

HEREDEROS. De Miramar llegamos en un santiamén a Deià, y con hambre. Decididamente, no nos importa repetir trayectos y destinos durante nuestra última jornada en Mallorca. En esta ocasión, tras comer una pizza, damos un corto paseo por el pueblo y de vuelta al coche, en la carretera que hace de calle principal, no reprimo el impulso de fotografiar una pareja ya de edad que busca la luz pegada a la puerta con cristales de su casa. Me siento invasor de su intimidad, pero al fin y al cabo no parecen tener reparo en exponerse a la mirada de los demás, y la mía ha quedado cautivada por la quietud de la escena: la cara de ella enmarcada en uno de los cuadrados de la puerta, mientras, de pie y bien abrigada, parece preguntar algo al hombre, sentado y tocado con una gorra. Un momento no sólo de serenidad doméstica, sino como de otra época, anterior a la llegada al pueblo de aristócratas, escritores, artistas, actores y millonetis. ¿Cómo diablos se enunciará el gentilicio de Deià? Me gustaría emplearlo, pero no tengo ni idea. En cualquier caso, algo más que dos paisanos anónimos: los afortunados herederos de una estirpe mediterránea que lleva siglos viendo amanecer y ponerse el sol en Deià.

OCTAVO DÍA. Jueves, 5 de marzo

JAUME I. El viaje toca a su fin, pero como quedan horas hasta que nos recoja el autobús, damos un último paseo por Santa Ponça. Primero visitamos la anodina, por más que historiada, Creu del Desembarcament, a donde casi llegamos una semana atrás, y luego al cercano Puig de Sa Morisca, primera conquista militar de Jaume I en Mallorca. Desde la cima hay buenas vistas de la costa, de los hoteles y apartamentos que casi la sepultan en cemento y del Galatzó y S´Esclop, que parecen montes siameses. Todo el entorno ha sido convertido en un parque arqueológico que tiene yacimientos diversos, desde talayóticos hasta, obviamente, musulmanes, además de restos de edificaciones más recientes y reconstrucciones de casetas de payeses y carboneros. El sitio, considerado el pulmón verde de Calviá, está bien señalizado y tiene su encanto, aunque parece redundante la gran cruz de hierro que se levanta en la cima. ¿No basta con la del Desembarcament, casi a tiro de ballesta?

 

ALBERT Y MAGDA. En Son Sant Joan, mientras esperamos a embarcar, charlamos con la pareja con la que nos hemos ido cruzando en la Serra de Tramontana. Aunque ya ha pasado una semana desde la comida en el restaurante palmesano, apenas hemos mantenido fugaces conversaciones cada vez que nos encontrábamos (entre risas) y durante desayunos y cenas. Con el paso de los años aumenta la cautela en el trato con gente nueva, y más si se se la conoce en el seno de un grupo, o al menos eso nos viene pasando a nosotros. Al llegar al aeropuerto, de Albert y Magda apenas sabemos sus nombres, lo mucho que les gusta Mallorca (donde ya han estado en otras ocasiones) y sus impresiones sobre los lugares que han recorrido, incluyendo también largas caminatas, similares pero no idénticas a las nuestras. Con tiempo por delante, surge la oportunidad de hacer balance del viaje y de intercambiar informaciones personales que, como ocurre a menudo, acaban desvelando conocidos comunes. Albert Bastardas es catedrático de Lingüística en la Universitat de Barcelona y Magda Andrés, profesora recién jubilada, pero aún con vínculos activos, de la Facultad de Ciencias de la Información de la UAB, además de autora de la novela Los caminos del mar, cuyos dos capítulos iniciales aparecieron en la anterior entrega de LSN. Albert cuenta por encima que trabaja en algo que ha dado en llamar “compléxica” y que, por razones obvias, puede acabar convirtiéndose en una disciplina de la sociolingüística. El tema me supera, por supuesto, pero le doy la razón en cuanto a la extrema complejidad de la vida moderna y el problema que supone para los hablantes reflejarla. Sin ir más lejos, catalogar a Menci y él como profesores (presentes o pasados) constituye una flagrante reducción lingüística, lo mismo que considerarnos a Magda y a mi periodistas. Y ya no digamos, clasificarnos a los cuatro en el apartado de gozosos jubiletas imsersianos...

 

JAVIER (II). Ya en el avión a Barcelona termino el libro de Javier Mina que he alternado con el de Pla. El dilema de Proust o el paseo de los sabios responde a lo que proclama el subtítulo: es un ensayo sobre el paseo en la historia y la literatura universales. Los lectores de LSN conocen la idoneidad del autor para acometer tan sugerente estudio, ya que está doctorado en andanzas y en literatura comparada (por la Sorbona). Sus crónicas “Tras las huellas de Zalacaín” y “Caminando por Guadarrama” figuran en la sección de Viajes de esta web, y también, en Literatura, la reseña de su excelente Montaigne y la bola del mundo. Triscar en su compañía por las infinitas veredas de la cultura universal es una gozada, incluso cuando uno se ve reflejado en las sarcásticas admoniciones que lanza contra las nuevas hornadas de paseantes. Ahora que se reeditan con inusitado éxito libros sobre el arte de caminar (Hazzlitt, Stevenson, Thoreau...), el de Javier Mina merece idéntico respaldo de los lectores. Y no solo de ellos, sino de cualquiera que piense escribir de paseos, sobre todo si elige el coté Guermantes frente al coté Swan conforme al dilema de Proust que da titulo al ensayo. Claro que una cosa es querer y otra, hacer, y ya no digamos si se pretende ser fiel a hechos, pálpitos, deslumbramientos, derrotas...cualquier cosa ocurrida a lo largo del camino. De eso trata precisamente el párrafo que leo justo en el momento que el avión se retuerce por culpa de unas turbulencias: “Al transcribir –en el mejor de los casos–, la experiencia real del paseo, el narrador ha de enfrentarse a los hechos y al mismo tiempo, a todo cuanto le va sugiriendo la propia materia textual con la que está componiendo el relato del acontecimiento. Y esa invasión puede contaminar el propio acto del paseo, deslizándo subrepticiamente hacia un tiempo que no transcurrió. O que no lo hizo de la manera que creía quien lo cuenta.” La reflexión de Javier multiplica mis dudas sobre la pertinencia de escribir sobre Mallorca, pero al mismo tiempo me prometo reproducirla, citando la fuente, si acabo haciéndolo. ¿Me acordaré?

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P. S. Un amable y erudito lector, de Barcelona por más señas, me comenta que no tiene nada de extraño el guante de boxeo en la tumba de Robert Graves en Deià, puesto que el autor de Yo Claudio lo practicó en su juventud y siempre lo consideró una buena escuela de vida.

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